Música y ciencia 10 – Desmenuzando la tonalidad.
En el artículo anterior decíamos que a partir del siglo XX, la ciencia adquiriría una importancia repentina e inesperada para la música. ¿Sería la ciencia la que determinaría el futuro del arte de los sonidos?
Varios músicos plantearon esta posibilidad a comienzos del siglo pasado, mientras otros lo negaron rotundamente. Prevalecería, no obstante, la opinión de los primeros. ¿Por qué? En realidad es lógico que así ocurriese, pues al terminar el siglo XIX el sistema de las tonalidades fue visto como un camino definitivamente agotado. Por consiguiente, la teoría tradicional para componer música se consideró caduca, y muchos creyeron que recurriendo a las ciencias se podrían establecer nuevas premisas y descubrir un camino nuevo hacia el futuro.
En esta serie sobre Música y Ciencia le dedicamos un gran espacio a la teoría de la tonalidad y sus orígenes remotos, partiendo de la observación de que 2.500 años de música basada en la escala diatónica no es un hecho que se pueda explicar fácilmente como un simple hábito rutinario. Lo que sí puede considerarse rutinario son las diferentes formas en las que la tonalidad fue siendo aplicada, es decir, la cristalización del estilo que definió a la música tonal de cada período de la historia. Las dos rupturas mayores de esa cristalización ocurrieron en la Edad Media, una, y a comienzos del siglo XX, la otra. En la Edad Media, y en forma casi abrupta, la Iglesia cortó las raíces que venían de la cultura del mundo antiguo e impuso un estilo de música que duraría, sin mayores cambios, hasta el siglo XII y luego, en el siglo XIII, se comenzaría a aceptar definitivamente una mayor libertad en el manejo de la melodía y la armonía incluso en la música litúrgica.
Y recién a partir de ahí es cuando comienza la Historia Moderna de la Música. Sería una historia de cambios radicales, aunque más que nada en los conceptos estéticos, y ninguno de ellos duraría mucho más de un siglo. No obstante, por alguna causa, hay un hilo de continuidad que comienza en Pitágoras y Aristógenes y termina de golpe a poco de iniciarse el pasado siglo; ese hilo es la escala diatónica, es decir, la escala que había sido la base para cuanta música fue creada en Occidente hasta la ruptura drástica del atonalismo, al inicio del siglo XX, así como las propuestas de los movimientos de vanguardia que, en la mayoría de los casos, se basaron en ciertos aspectos de la ciencia y la tecnología para fundamentarse.
Ahora bien, para comprender con la necesaria claridad cuáles fueron las bases científicas invocadas por aquellos músicos del siglo pasado – y por muchos del presente también –, y para entender las premisas que fundamentaron los cambios que se terminaron imponiendo, tal vez no sea suficiente lo que hemos visto hasta ahora acerca de las tonalidades. Es más: hay motivos para pensar que a los propios músicos, y, por qué no, también a los oyentes, se les ha quedado algo en el tintero.
Un punto oscuro, al que merece ponerle una debida atención, es que la herencia medieval dejaría huellas profundas, más hondas de lo que parece, y la escritura de las notas tendría consecuencias insospechadas. Para tener una idea exacta – y no tan sólo aproximada – de los conflictos que acarrearía la escritura musical tal como la conocemos, entremos una vez más en el mundo de las escalas, pero ahora hagámoslo desde otro ángulo: el de la escritura mediante notas que heredamos, precisamente, de la Edad Media, aquellas a las que Guido de Arezzo dio nombre basándose en el himno a San Juan. Efectivamente, la escritura de las notas ha tenido una influencia tan grande en la evolución de la teoría de la música que una buena parte de este artículo estará dedicada a poner ese hecho en evidencia. Y, a propósito de ello, pondremos un signo de interrogación en varios temas aparentemente resueltos hace tiempo.