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Biografía de lo Humano 22: Entre hace 40.000/50.000 a 10.000 años III, la trascendencia humana




Vamos a seguir en el mismo escenario temporal por el que nos movimos en la entrada anterior, en pleno Paleolítico superior, entre hace 40.000/50.000 y 10.000 años. En esta serie titulada “Biografía de lo Humano” nos dedicamos a realizar una labor detectivesca sobre el camino de la emergencia del pensamiento racional y proyectivo del hombre. Habíamos polemizado acerca de cómo se puede evidenciar el surgir de un pensamiento simbólico al observar los objetos de los hombres en los que no se aprecia una utilidad concreta para su supervivencia, como pudiera ser todo lo relacionado con el arte.

Hoy seguimos el camino. Para centrarnos, propongo que volvamos a echar una ojeada desde las alturas para pintar un plano general del momento. En estos momentos ya sabemos un poco más acerca de aquellos sapiens que habían conquistado todo en sus andanzas por los territorios a través de los que se movieron. Podemos entender por sus manifestaciones culturales el porqué de tal éxito. Y tenemos que suponer que todo ello fue lo que asoló a sus vecinos neandertales en Europa, a los erectos y denisovanos en Asia o al resto de especies humanas en el territorio africano. Con algunos de estos coetáneos compartieron un cierto sentido de trascendencia individual, que se pone claramente de manifiesto al observar sus hábitos de enterramiento. Ya hablamos de ello al analizar el periodo anterior acerca de los más antiguos de sapiens y de neandertales, en el Levante mediterráneo. Vamos ahora a extender nuestra información con lo que se conoce del Paleolítico superior europeo.

Enterramiento sapiens de Sunghir en Rusia, datado entre 19 y 29 mil años antes de hoy (Wikimedia, Foto: J. M. Benito Álvarez, Dominio Público)

No disponemos de mucha información, aunque sí tenemos evidencias de que estas prácticas continuaron en el nuevo periodo. Las localizaciones de los enterramientos no siguen un patrón definido, pudiendo haber sido realizados tanto en abrigos rocosos como en las entradas de las cuevas, en zonas recónditas de las grutas, al aire libre o incluso en el suelo de las cabañas. Las inhumaciones pueden ser tanto colectivas como individuales y, aunque se conoce un mayor número de estas últimas, no deja de haber sepulcros con dos o tres individuos. Se sabe de emplazamientos de hace unos 30.000 años en Italia, Chequia y Rusia con inhumaciones muy ornamentadas de sapiens, pero no debemos pensar que esta “opulenta” práctica fuera generalizada hace tantos años. De hecho, la mayoría de los enterramientos de esta época correspondientes a los hombres con morfología moderna son bastante sencillos y no se diferencian en gran medida de los que practicaban los neandertales. Incorporan en su mayoría objetos de la vida cotidiana, ajuar hogareño u objetos familiares, que podían incluir los adornos usados por el muerto durante su vida. También era normal rodear al enterrado con huesos de grandes mamíferos.

El ritual de estos enterramientos del Paleolítico superior nos permite imaginar cómo el ser humano ya debía poseer entonces una plena conciencia acerca del significado de la muerte, lo que saca a relucir una clara expresión de los profundos vínculos emocionales existentes entre los miembros del grupo. Estos homos tenían consciencia de su Yo, ya que claramente manifestaban con sus actos que sí la tenían de la “esencia” de sus amigos o familiares. Estos individuos habían llegado a proyectar y valorar en los otros aquello que representaba sus atributos personales más esenciales, circunstancia ésta que les permitiría experimentar una sensación de propia consciencia. Lo que no deja de ser una manifestación más de la teoría de la mente, de la que hablamos en la entrada sobre la ”Teoría sobre la evolución de la consciencia“. Incluso podría pensarse en una intención más trascendente de estos enterramientos, ya que, como sugieren algunos antropólogos y como comentaremos más tarde, en aquellos momentos podía haber ya un pensamiento sobre otra vida, sobre un más allá, el mundo de los que se habían ido, el de los espíritus.

El entorno poblacional debió afectar en gran medida las relaciones sociales, a pesar de los rápidos movimientos migratorios. Durante este periodo se observa en Europa el establecimiento de una cultura muy extendida y homogénea, lo cual implica una continua intercomunicación entre grupos e individuos. Grupos que se sentirían con identidad propia, diferentes a los del valle de al lado. E individuos entre los que se habrían extendido las especializaciones artesanales, evidentes al observar la industria lítica, la riqueza en los modos de caza o la propia dirección del grupo, más compleja a medida que se iban complicando las relaciones sociales. Seguramente, dada la fortaleza con que los genes intervienen sutilmente en las relaciones entre consanguíneos, el concepto de familia como grupo cerrado y especial se habría instaurado como una realidad más, enriquecedora de los sentimientos de pueblo y de individuo. Ello obligaba a la búsqueda de elementos diferenciadores motivado por el subconsciente vital: soy yo, éste es mi grupo y mi territorio, estos son mis recursos vitales. La aparición de esta profundidad en la abstracción individual se deduce en buena medida de la abundante observación de elementos de adorno en los yacimientos estudiados. Constatamos también un dominio de la idea del espacio al observar cómo se organizaba la caza, cómo se buscaban materias primas y alimentos lejos de sus habitaciones habituales, cómo se ordenaban estas últimas, cómo se almacenaban los productos necesarios… y también cómo deberían manejarse con soltura con respecto al tiempo, ya que tenían que planificar el futuro basándose en experiencias del pasado, puesto que habitaban unos lugares con una marcada estacionalidad.

Hemos observado cómo a final del periodo la cultura y las costumbres alcanzan un desarrollo tal que estimamos suficiente como para que el pensamiento de aquellos hombres fuera ya plenamente verbal y con un nivel de manejo de las abstracciones, no sólo las individuales, de tiempo o de espacio, sino también de otras de tipo más “trascendente”, como parecen indicar los más sofisticados ritos en los enterramientos de esta época. Se habían abierto las puertas del simbolismo consciente y reflexivo.

El mayor intercambio social había implicado necesariamente una más abundante puesta en común, lo que fomentó el uso de nuevos conceptos derivados de las nuevas necesidades de comunicación. El lenguaje se apoyó en la complejidad social para ir enriqueciéndose en léxico, abstracción, sintaxis, recursividad y prosodia. Enriquecimiento que trascendió a las vivencias en otras facetas culturales distintas a la social, como lo eran la tecnología y la sabiduría sobre el medio ambiente. Posiblemente los procesos neuronales básicos del lenguaje se desarrollaron a la par de los procesos básicos mentales, por lo que hay que pensar que en el camino también el cerebro consiguió trabajar con las anteriormente mencionadas claves del lenguaje. Personalmente me produce una cierta emoción el pensar la revolución que para la maquinaria de la racionalidad supuso el hecho de que la mente pudiera manejar con soltura la infinitud del horizonte del léxico, el triple salto mortal de la abstracción, los vericuetos de la sintaxis, la pirámide argumental de la recursividad y la sal añadida por la prosodia.

Con la interiorización del patrón del lenguaje en los procesos del pensamiento se pudo extraer todo el potencial de la capacidad y especialización neuronal del voluminoso cerebro de aquellos hombres. Pensamiento y lenguaje habían alcanzado el poder de la argumentación que les posibilitaba la discusión fluida, crítica y razonada sobre las propias vivencias. Se vivían los albores de lo que el neurólogo Antonio Damasio define como la “consciencia autobiográfica”, de la que ya hablamos en una entrada anterior dedicada a las teorías sobre la evolución de la consciencia. Se vivía ya en la antesala de lo que va a ser la forma de conducta plenamente simbólica, reflexiva y voluntariamente maleable propia del Homo sapiens sapiens, es decir, nosotros.

Antonio Damasio (izda) (wikimedia, CC BY-SA 2.0) y Yuval Harari (dcha) (wikimedia, CC BY 3.0)

Podemos pensar que una vez conseguido lo básico en el camino de lo que les hizo humanos, aquellos hombres estaban ya capacitados para preguntarse acerca de todo lo que se escapaba a su razón. Podían dar un salto a espacios conceptuales más allá de su biografía controlada. Había que buscar una explicación a la rudeza incomprensible de la naturaleza y a las también incomprensibles, por anómalas, experiencias de lo onírico. Había llegado el pensamiento metafísico, mágico y religioso.

El historiador israelí Yuval Noah Harari, en su interesante libro “De animales a dioses”, abunda en la importancia de estos matices del pensamiento racional. Siendo importantes para la emergencia de la esencia humana eventualidades tales como el tamaño del cerebro, el uso de simbologías y lenguaje, la cooperación dentro de grupos sociales o el útil manejo de las abstracciones, según Harari hay otro factor que realmente fue el motivo determinante. Y esto fue la capacidad que aquellos humanos adquirieron para imaginar y urdir ficciones, para crear seres imaginarios e historias que sólo existían en sus mentes: dioses, héroes, pueblos y patrias. Dioses exigentes, héroes fundadores de pueblos elegidos, enemigos poderosos que atacan la tierra sagrada donada por “mis” dioses y “mis” héroes.

Gracias a estos relatos imaginarios producto de sus cerebros, puras ideas sin materialización externa, se pudieron ampliar los lazos de cooperación mutua más allá de las relaciones familiares o de clan. El “destino común” e impermeable de un grupo grande y heterogéneo de humanos, “supra” clan, les aportaba un plus de fortaleza en la competencia por el medio ambiente. Sus hijos eran más numerosos y sus genes pervivían con menos dificultad. Y así los mitos tomaron plaza entre los homos. Podemos imaginarlos subyacentes en algunas de sus facetas culturales: los enterramientos intencionados con ajuares, las manifestaciones gráficas en lugares ocultos y/o estatuillas con intencionalidad equívoca, pero como “avisando” -publicitando- mediante ciertos signos que incorporaban (tales como la maternidad, el sexo, hombres con cabezas de bestia…) y que permiten pensar en una finalidad. Todo ello, como hemos visto, apareció en la escena humana a lo largo de la estrecha franja temporal comprendida entre los 40.000 y los 10.000 años antes de ahora.

Pero aunque la mente fisiológicamente estuviera ya capacitada para urdir historias imaginarias, ¿cómo pudieron aparecer este tipo de manifestaciones inmateriales en el pensamiento abstracto?

Desde luego, nunca sabremos con exactitud cómo se consiguió incorporar lo metafísico. Pero no nos podemos olvidar de lo comentado en la entrada anterior referente al contexto mental por el que, para aquellos hombres, la naturaleza y el individuo eran indistinguibles. Sobre esta idea deberemos ir deduciendo la emergencia de las manifestaciones inmateriales a partir de las manifestaciones culturales que hemos ido conociendo y que han quedado en el rastro de los Homo sapiens de aquella época. Sabiendo que todo fue gestándose de una manera progresiva a la par que evolucionaba la capacidad autorreflexiva de su conciencia.

Como hemos comentado, debió de ir surgiendo la inquietud de los porqués de ciertas realidades aún incomprensibles para su nivel de razonamiento. Nos tenemos que poner en su piel y alejarnos de nuestra experiencia y nivel de conocimientos modernos e imaginar las preguntas que se pudieran hacer: ¿Por qué se “vivía” un mundo paralelo en el que se entraba a través de los sueños?, ¿dónde quedaban esos otros lugares a los que se llegaba tras tomar determinadas sustancias naturales alucinógenas?, ¿qué parte de la persona, de forma invisible, se iba a esas otras tierras mientras el cuerpo permanecía visible?, ¿quiénes y qué habitaban estos otros mundos que se experimentaban con la misma intensidad que el real, hasta tal punto que posiblemente eran incapaces de discernirlos como diferentes?, ¿dónde estaban estos espacios en donde aparecía gente conocida, pero ya muerta?, y por fin ¿cómo vivían estas personas que ya les habían abandonado? Insisto que para entenderles tenemos que conectar con ellos y ponernos en sus cabezas alejadas de nuestros conocimientos y cultura, pensando en que sus mentes eran absolutamente holísticas y unitarias.

Seguramente los mundos de los sueños y los trances eran considerados unos mundos reales, tanto como el de cada día, y que por tanto tendrían una sencilla base de interpretación: todo se explicaba de acuerdo a los parámetros con los que ellos vivían su día a día, los de su habitual y conocido entorno antropológico, ¡qué más podía haber! Aunque claramente estaban dominados por fuerzas desconocidas, pero tremendamente reales, ya que para aquellos hombres, y los modernos, el mundo no manifestaba nada fuera de su esencia, ningún asomo de espíritus.

A la extrañeza de los mundos oníricos se les habría unido la extrañeza de los hechos naturales de difícil comprensión: el nacimiento, la muerte, las fuerzas naturales, los eclipses, las tormentas y auroras boreales, las estrellas fugaces, el discurrir constante y sin fallos de noche y día… ¿cómo no ver en ello la mano de seres extraordinarios que habitaban mundos superiores? Es fácil imaginar que para aquellos hombres ambos tipos de realidades sin explicación participaban de un mismo sentido. Y es fácil también entender que la intercomunicación social les llevaría a proponerse y fijar unas explicaciones “naturales”, las únicas que les permitía su experiencia vital. Al desenvolverse este acervo de opinión social, quizás a orillas del fuego, necesariamente se irían desarrollando una serie de elementos simbólicos que lo objetivara, mediante los que aquellos humanos visualizarían, entenderían y transmitirían los mitos que la sociedad ideó. Personas o animales diferentes, aunque con morfologías conocidas y con poderes humanos suficientes con los que debían dirigir los mundos que ellos, los hombres, no podían ni entender. La idea de la deidad había aparecido en la mente del Homo. Inicialmente animista o politeísta, aunque en una pequeña zona del planeta, hace tan sólo unos 5.000 años, derivara a la idea de un ser único en el que se realzan hiperbólicamente los atributos antropológicos.

Dibujo rupícola de la gruta de Les Trois Frères que se interpreta como la figura de un brujo o chamán (dibujo de Henri Breuil, en su libro “Cuatrocientos siglos de arte rupestre“, 1952)

La “evidencia” de una existencia cotidiana de ambos mundos les llevaría a idear unos necesarios caminos de comunicación entre ellos. ¿Quién no prefiere pensar que nuestro ser querido muerto, con el que convivo en mis experiencias oníricas, no existe realmente en el mundo, para ellos “real”, de los sueños? ¿Quién no desea aplacar la furia o conseguir el favor del ser que domina las tempestades? De ahí a la existencia de tradiciones y ritos hay un paso. Como también a un paso quedaron los intermediarios especializados y chamanes. Con palabras sin lugar a dudas excesivamente simplistas, la sociedad confiaría más sus cuitas a quién mejor se “estimulaba”, aquel que tenía las claves de los canales de comunicación. La neurología sabe explicar esta habilidad.

En este punto procede transcribir las reflexiones que al respecto expone el neurólogo Antonio Damasio en su libro “Y el cerebro creó al hombre”: “Y fue a partir de ahí cuando empezaron a desarrollarse los mitos propios de la condición humana y de su forma de ser… las reglas que condujeron a los primeros compases de una verdadera moralidad superior… fue entonces cuando se crearon los relatos religiosos… cuya finalidad consistía tanto en explicar las razones que subyacían al drama de la condición humana como hacer cumplir las nuevas leyes destinadas a paliarlo…El motor que sustentó estos avances culturales es, a mi juicio, el impulso homeostático… La elaboración de reglas y leyes morales, así como el desarrollo del sistema de justicia, son respuestas a la detección de desequilibrios causados por comportamientos sociales que hacían peligrar la vida del grupo y la de los individuos”.

En estas frases Damasio introduce una correlación entre los mitos creados y las reglas que nacieron de ellos, para de allí pasar a las normas morales, monopolizadas muchas veces por la religión pero que realmente son el reflejo evolutivo de las mejores normas de convivencia y de reforzamiento de la supervivencia del grupo. El individuo aprendió primero para después interiorizar las normas del grupo, con lo que en su cerebro se creó el germen de la moral o lo que hoy conocemos como ética natural. El hombre mejor preparado para un comportamiento pro-grupo sería favorecido por el propio grupo, que a través de una selección social podría transmitir mejor sus genes y su mejor predisposición a comportamientos “saludables” para el propio clan.

Ya Charles Darwin lo había intuido y así lo propuso en su libro “El origen del hombre”:Cualquier animal dotado de instintos sociales bien definidos, incluidos los vínculos afectivos de parentesco, llegaría inevitablemente a la adquisición del sentido moral o de la conciencia cuando sus facultades intelectuales alcanzan o se aproximan al desarrollo al que han llegado en el hombre”. O bien:Una tribu que incluye muchos miembros que, de poseer un alto grado del espíritu de patriotismo, fidelidad, obediencia, coraje y simpatía, siempre estuviesen dispuestos a ayudarse unos a otros, a sacrificarse a sí mismos por el bien común, resultaría victoriosa sobre la mayoría de las demás tribus, y esto sería selección natural”.

Ideas que también las vemos subyaciendo en las opiniones del primatólogo holandés y premio Nobel Frans de Waal, cuando habla en su libro “Primates y filósofos” de lo que él conceptúa como círculos de la moralidad. Afirma que la moralidad surgió evolutivamente como un recurso de la propia comunidad, para extenderla más tarde hacia los otros grupos humanos en general y finalmente hacia los animales no humanos.

Frans de Waal (izda) (Wikimedia, CC BY-SA 3.0) y José A. Marina (dcha) (Wikimedia, CC BY-SA 3.0)

Según él la base de la moralidad  la debemos buscar en las respuestas emocionales, entre ellas la empatía. ¿Recordamos la teoría de la mente? A partir de ella surge el altruismo recíproco (que se ha manifestado como un factor del mecanismo evolutivo biológico) o un cierto sentido de justicia, que De Waal ha intuido a través del estudio del comportamiento de algunos simios. La moral en los seres humanos sería una continuación evolutiva de pautas de conducta emocional emergidas en algún animal ancestro común.

La idea se repite en las palabras del filósofo José Antonio Marina: “…la ética se define, precisamente, como el conjunto de las mejores soluciones que ha inventado la inteligencia humana para resolver los inevitables conflictos que la convivencia humana provoca”.

Parece, pues, una opinión bastante generalizada el que el sentimiento de trascendencia, que acaba concretándose en un cuerpo de conductas socialmente aceptables, puede tener un origen evolutivo. Espoleado el hombre del Paleolítico superior por una serie de cuestiones en apariencia inexplicables, llegó a una serie de comportamientos que son buenos para la supervivencia del grupo y, a la postre, de sí mismo: las conductas éticas, que en la mayor parte de las ocasiones toman cuerpo en la espiritualidad. Como resumen, podemos pensar que el sentimiento religioso, la ética y la moral se manifestaron como emergencias evolutivas, apoyadas en una conciencia autorreflexiva, con el propósito vital e ineludible de mantener el equilibrio homeostático individual y social.

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Continuemos ahora con el hilo de acontecimientos de nuestra historia. Nuestros hombres habían conquistado -todo entrecomillado, por supuesto- la dialéctica, la estética, la ética y la trascendencia. Estaban preparados.

Hace 10.000 años, aquellos Homos sapiens tan plenamente humanos se aprestaban a aventurarse a través de unas novedades culturales que les permitieron abrir las puertas definitivas hacia la humanidad tecnológica y la cultura plenamente simbólica de nuestros tiempos. Iba a cambiar drásticamente lo que hasta ahora se piensa que pudo ser su forma de vida de finales del Paleolítico, que algunos la imaginan como relativamente dura: sus necesidades ciertamente no tenían que ser complejas en un mundo donde las podían cubrir con una cierta facilidad gracias a la fortaleza del grupo, a su desarrollado conocimiento y a la potencia de su mente reflexiva recién conquistada. Como en los grupos cazadores-recolectores actuales, su particular forma de vida les permitiría disponer de tiempo ocioso al cabo del día. Tiempo para relacionarse, pensar y, ¿por qué no?, filosofar.

El párrafo siguiente nos pone en este contexto, muy alejado de la visión tradicional del bruto hombre del Paleolítico.

Poblado de cazadores-recolectores de Göbekli Tepe, en Turquía. Datado en hace 11.500 años (Wikimedia, CC BY-SA 3.0)

Situémonos en hace once o doce mil años. Estamos en un momento en el que se supone que los pueblos humanos seguían siendo cazadores y recolectores. Vayamos a la actual Turquía, al yacimiento de Göbekli Tepe. Sorprendentemente, allí nos encontramos con unas vastas construcciones megalíticas que conforman un entramado de estancias soportadas por columnas, hermosamente decoradas con figuras talladas. Se han hecho diversas interpretaciones de estas edificaciones, aunque la más aceptada es que se trataba de un santuario. Todos nos preguntamos cómo es posible que unos simples cazadores-recolectores, en teoría nómadas, pudieran tener los recursos y la decisión como para construirlo. Pero así fue… ahí está. ¿Por qué un gran santuario local?, ¿de dónde salió la fuerza de trabajo para construirlo, si los pueblos de la época no debían ser muy numerosos?, ¿cómo se alimentaban aquellos numerosos trabajadores en un mundo que aún suponemos era de caza y recolección? Sin lugar a dudas, la construcción de complejos monumentales se encontraba entre las capacidades de los cazadores-recolectores y no solamente entre las comunidades sedentarias de agricultores-ganaderos. Hoy por hoy no tenemos respuesta, pero sí constituye un potente foco de luz para lo que nos proponemos: entender el camino humano hacia el raciocinio, y Göbekli Tepe parece insinuarnos que sus constructores y habitantes ya habían llegado.

En este sentido son muy significativas las palabras de Yuval Harari, que en su libro “De animales a dioses” propone lo siguiente: “Fuera lo que fuese, los cazadores-recolectores creyeron que valía la pena dedicarles una enorme cantidad de esfuerzo y tiempo. La única manera de construir Göbekli-Tepe era que miles de cazadores-recolectores pertenecientes a bandas y tribus diferentes cooperaran a lo largo de un tiempo prolongado. Sólo un sistema religioso o ideológico complejo podía sostener tales empresas“.

En la siguiente entrada abandonaremos el Paleolítico. Con las puertas abiertas por los hombres y mujeres de Göbekli Tepe, entraremos en el periodo de las novedades sociales. Asistiremos a la domesticación de los animales y plantas por parte del homo. Y parece ser que allí se inició la consolidación definitiva de nuestra humanidad. Nos leemos.


Sobre el autor:

jreguart ( )

 

{ 2 } Comentarios

  1. Gravatar franco | 17/11/2016 at 01:32 | Permalink

    “¿Por qué se “vivía” un mundo paralelo en el que se entraba a través de los sueños?, ¿dónde quedaban esos otros lugares a los que se llegaba tras tomar determinadas sustancias naturales alucinógenas?.” encontré un documental de una cultura del Perú preincaico – chavin de huantar- que ayuda a encontrar respuesta a estas interrogantes , aunque no son del paleolítico claro está . (1200 ac ) la producción es buenísima y se relaciona perfectamente con el contenido del párrafo que aparté . https://www.youtube.com/watch?v=ua2lTsarGnk

  2. Gravatar jreguart | 17/11/2016 at 09:10 | Permalink

    Hola Franco,

    muchas gracias por el enlace. Lo veo lo antes que pueda.

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