En esta entrada de la serie sobre la Biografía de lo Humano vamos a seguir lo iniciado en la anterior, es decir, vamos a seguir con el tema de la simbología, pero centrado en su manifestación más primigenia y esencial: el lenguaje.
Nos va a ayudar a centrar el análisis una buena definición conceptual de lenguaje. En este sentido aporto una, que me parece especialmente completa, que plantea el médico y prehistoriador Ángel Rivera: “El lenguaje humano puede definirse como la transmisión voluntaria de todo pensamiento, idea o sentimiento, por medio de un sistema de representación simbólico (en principio sonoro y/o gestual), con la intención de interferir en la conciencia o atención del oyente, es decir, que sea recibido y comprendido por aquellos a los que se dirige tal mensaje, con algún fin determinado (simple información y/o la posibilidad de realizar tareas en común)”.
¿Por qué me detengo más en el lenguaje? Porque es el elemento simbólico por excelencia en el camino del desarrollo de lo humano. Muchos son los que opinan que lo humano nació con el lenguaje. Vuelvo a lo que ya ha salido otras veces en esta serie como parodia del inicio de lo humano: alguien pensó ¡“Yo, Don Homo, soy capaz de imaginar”! Y realmente lo pensó con palabras. Seguramente no serían estas ocho palabras. Pero sí que su cerebro tenía que haber interiorizado un lenguaje en el que apoyarse para discurrir un flujo de razonamientos. Para que la capacidad humana de razonar fuera un hecho. Porque, ¿quién es capaz de pensar sin usar mentalmente las abstracciones que llevan incorporadas las palabras? Difícilmente podemos imaginarnos a nosotros mismos razonando sin la conversación interna que llevamos a cabo en este proceso, conversación que nos facilita tremendamente la labor. De hecho, se cree que los humanos no fijamos los recuerdos de nuestros primeros años de infancia por no disponer aún de un lenguaje que los fije en una memoria autobiográfica.
La emergencia de este proceso mental consciente llamado lenguaje pudo muy bien desarrollarse siguiendo el hilo de lo planteado tanto por el filósofo Karl Popper como por el neurofisiólogo John Eccles, que propusieron cuatro grados de complejidad en la lengua humana. A saber, el primero, basado en la expresión del estado de ánimo mediante voces, gritos o exclamaciones; el segundo, con el que se intenta comunicar a otro algo importante, un peligro o comida, dentro de lo inmediato –caso de los primates-; el tercero, ya descriptivo y progresivamente matizado por la incorporación de las abstracciones de la individualidad, espacialidad y temporalidad; para completar el cuarteto con un lenguaje con el que se puede argumentar en base al manejo fluido de las abstracciones y simbologías, lo que permite adentrase en temas religiosos, mágicos o trascendentes.
De hecho, contemplamos conductas asimilables a los primeros estadios de la anterior propuesta en alguno de los actuales primates no humanos, entre los que se observa un uso de la comunicación gestual con mayor o menor intensidad según los casos. En el de los gorilas es muy evidente que entre madres e hijos se establece un lenguaje gestual, mediante el cual los adultos crean una serie de intencionalidades en sus estrategias de comunicación. Los animales adultos, cuando juegan con los jóvenes, usan frecuentemente determinadas pautas repetitivas de contactos sensoriales táctiles.
Lo mismo se ha observado, en un grado más sofisticado, entre los chimpancés, para los que su lengua es una parte vital de su cultura y su grupo. Usan gestos y sonidos que son únicos dentro de un clan determinado, lo que los diferencia de otros grupos de la misma zona. Y no son los únicos: como comentaremos dos párrafos más abajo, los macacos también usan un sofisticado lenguaje gestual y sonoro.
La neurología nos puede dar una explicación de la posible relación entre la gesticulación y el lenguaje oral. El cerebro está dividido en dos hemisferios, observándose una cierta bilateralidad en el desarrollo de distintas funciones. De forma muy general, el hemisferio izquierdo se aplica a aquello que genéricamente exige lógica, sistemática y detalle; mientras que el derecho se ve más dibujado por la intuición, la creatividad y la totalidad. Más o menos en la zona común entre los lóbulos temporal y parietal del hemisferio izquierdo se encuentra el área de Wernicke, responsable de la comprensión oral o lectora. La misma zona en el hemisferio derecho gestiona el reconocimiento y la manipulación de objetos. ¿Por qué esta diferencia de función en áreas homólogas? Hay neurólogos que opinan que, en una fase evolutiva temprana, ambas zonas se ocuparían de la función de manipulación. Con el paso del tiempo, la perfeccionada agilidad de manipulación pudo aprovecharse para la gesticulación y la manipulación de herramientas. La primera sería, pues, la antesala del lenguaje que se reforzaría por la exigencia de la segunda. De ahí bien pudo especializarse la zona responsable en el hemisferio izquierdo en todos aquellos aspectos relacionados con la interpretación del lenguaje oral.
Sorprendentemente, o quizás no tanto después de leer el párrafo anterior, los neurobiólogos han comprobado que prácticamente las mismas áreas cerebrales que se activan durante el proceso de lenguaje hablado son las que se activan en el proceso de lenguaje por gestos. Conceptualmente no parece una cosa muy extraña. Sin embargo esta dualidad ha puesto en pie la siguiente pregunta: ¿Fue la función de comunicación oral el resultado de que las estructuras cerebrales adquirieran con antelación una nueva función de comunicación, como fue la gestual? Parece ser que eso ha sido así ya que diversos estudios, realizados sobre el macaco Rhesus, han permitido saber que, cuando estos animales se comunican por gestos, se les activan áreas cerebrales homólogas a las que se activan en los cerebros humanos cuando hablamos. Esto permite pensar que el lenguaje oral es un hijo del gestual, habiendo evolucionado la función oral junto a la antigua gestual a partir de un ancestro común.
Por eso no nos debe sorprender el que ciertos primates distintos al hombre incorporan en sus patrones de comunicación incipientes vocalizaciones. Un reflejo que en el otro lado del abanico -el humano- se hace evidente, al constatar el fantástico apoyo para la comunicación hablada que los de nuestra especie encuentran en los gestos.
Pero centrémonos en el devenir del lenguaje.
Según el neurofisiólogo colombiano Rodolfo Llinás, en su libro “El cerebro y el mito del yo”, el proceso por el que nació la base del lenguaje como elemento de comunicación pudo ser el siguiente:
Ya hemos comentado cómo el cerebro, en su trabajo de dirigir la supervivencia, hace uso de conceptos abstractos que reproducen en su interior la realidad exterior, con lo que puede “sugerir” un movimiento “saludable” a su organismo. Evolutivamente, porque alguna ventaja vital tenía, el manejo de estos abstractos se manifestaron, entre otras cosas, mediante señales externas del cuerpo, ya fueran gestuales o sonoras. También la misma evolución, y por las mismas causas, favoreció el que los individuos imitaran a sus vecinos. Con el paso del tiempo, un individuo pudo equiparar lo que sentía -aquello que le hacía gritar o abrir los ojos o correr- con lo que podía sentir el “otro”, ya que en las mismas circunstancias y en el mismo momento que él, emitía igualmente un grito idéntico, o también abría los ojos o corría. Con esto se habrían asentado las bases de la comunicación, situadas aún en el terreno inconsciente.
El proceso, al concretarse la invención y manipulación de las abstracciones, habría establecido la base semántica del lenguaje, que quedaría manifestado fonológicamente a través del proceso gestual-sonoro. Poco a poco, la complejidad de la comunicación se iba estructurando de acuerdo a unas normas sintácticas de ordenamiento de las palabras, normas que estarían basadas en el mecanismo recursivo cerebral interno aplicado, en este caso, a la manipulación de los abstractos. Esto último explicaría el porqué están tan generalizadas en todas las lenguas unos matices tan básicos como la personalidad de las palabras, entre otras, las que hacen las funciones de verbo –acción-, sujeto -quién la realiza- o predicado -quién la recibe o qué se manipula-.
Una vez que esto sucedió, el hecho de que los sonidos fueran más fácilmente imitables, ya que te oyes a la par que oyes al otro (coinciden en el tiempo las dos expresiones sonoras), mientras que no ves tus ojos a la par que el otro abre los suyos (es imposible encontrar una coincidencia gestual), el perfeccionamiento de la comunicación sonora fue creciendo apoyado en este plus de eficacia que aportaba. Así, el cerebro progresivamente más complejo pudo pasar, por imitación, de gestos a sonidos como herramienta de comunicación.
Dejemos ahora la relación individuo-individuo para pasar a la relación individuo-grupo. Es bien conocido que la inteligencia social es de vital importancia dentro de los grupos de los simios antropomorfos, como pueden ser los chimpancés. Un elemento esencial para conseguir el éxito en sus importantísimas interrelaciones sociales lo conforma el hábito de acicalamiento mutuo entre miembros del clan. Permite establecer alianzas y relaciones de confianza. En esta realidad encuentra el antropólogo británico Robin Dunbar el origen de la presión inicial que empujó hacia el desarrollo de una comunicación verbal. Con el transcurso del tiempo evolutivo, las hordas de antropomorfos y humanos, al irse complicando sus hábitos y expresiones culturales, necesariamente necesitaban de más individuos en el clan, por lo que estos se iban haciendo más numerosos. Lo cual implicaba que había que dedicar un mayor tiempo a las relaciones sociales y pasar más tiempo en las tareas de acicalamiento –desparasitación- mutuo. Pero esto tenía un límite, ya que también había que reservar al cabo del día un tiempo para comer, por lo que a medida que los grupos se hacían mayores cobraba una importancia vital el sondear nuevas formas de relación. Y entre las posibles, la comunicación verbal se manifiesta como de gran eficiencia. Gritos y gestos durante el acicalamiento servirían de conducto por el que manifestar sentimientos de bienestar y de proximidad. Así, los gritos y los gestos eran los nuevos eslabones en las relaciones. Su potencial de futuro los colocó en una posición de ventaja, de forma que pudo arrastrar la emergencia de un lenguaje verbal elaborado.
Apunto una última teoría, y hay muchas más, que yo creo que no tiene porque contradecir las anteriores, acerca de cómo se pasó del gesto al sonido. Para los profesores William Noble e Iain Davidson, el germen del lenguaje fue el señalar. Sí, sí, señalar… con un breve gesto corporal o un grito específico, lo que en aquel momento era un modo primitivo de compartir de forma consciente las intenciones. A partir de ello se habrían desarrollado gestos específicos que representaban algo también específico. El uso continuado de estos gestos acostumbraba a aquellos homínidos, que los hacían como parte normal de su quehacer habitual. Al irlos incorporando sistemáticamente en sus modos de vida se afianzaba su reconocimiento e imitación, lo que probablemente los convirtió en símbolos con toda su potencialidad. El lenguaje pudo así haber surgido a partir de la progresiva incorporación de gestos con significado que eran compartidos en el grupo. Las abstracciones -ideas- personales, por tanto, fueron progresivamente puestas en común, generando un acervo de claves entendidas por todos.
El proceso general se debió ir consolidando poco a poco gracias a la imitación. Las neuronas espejo intervinieron, y los otros miembros del grupo aprendieron, y las crías, a su vez, aprendieron. El paso a un lenguaje sonoro se manifestó decisivo para la eficacia del proceso que estamos comentando. El lenguaje exterior se iba copiando en las redes neuronales, pasando a lenguaje interior y viceversa, lo que facilitaba en gran medida el razonamiento, la prospección, la planificación y la decisión… ¡¿quién es capaz de negar que cuando piensa no sólo visualiza lo que piensa, sino que también habla consigo mismo sobre ello?! ¡¿Quién no “ve” dibujado un 5 cuando piensa en esta cifra?! Ello nos induce a pensar que las manifestaciones complejas del simbolismo no se comprenderían sin una conciencia racional realimentada y potenciada progresivamente gracias al lenguaje hablado.
Con el tiempo, y gracias al lenguaje oral, no sólo se consolidaron en la especie las primeras y elementales abstracciones, las que surgieron como reflejo de hechos y objetos que se observaban con los sentidos, sino que la progresiva mejora en la capacidad de razonar permitió extender la competencia hacia otros “objetos” más sutiles, “objetos” que por su esencia era imposible el observarlos, comenzando por la misma sensación del Yo como individuo, por la intuición de lo que fuera el tiempo y el espacio, así como de todas las emociones intangibles, y culminando en el variopinto mundo de matices que es lo metafísico.
Hasta aquí hemos planteado posibles procesos en el origen de la facultad del habla en los humanos. Ahora hablaremos un poco de la anatomía imprescindible para ello.
Paleontológicamente, el inicio temporal del lenguaje puede rastrearse, no de forma absolutamente definitiva, pero sí con una cierta solidez, siguiendo lo que nos sugieren los restos fósiles. La duda quedará siempre en el aire, ya que el hecho de tener los órganos necesarios para hablar no presupone que el hominino lo hiciera, puesto que para ello también les fue imprescindible el entorno cultural que lo permitiera. De ahí la gran disparidad de hipótesis sobre su origen.
Básicamente, los estudios se centran en el análisis de las áreas cerebrales de Broca y Wernicke, de la configuración del aparato fonador (laringe, paladar, boca…) y de la capacidad auditiva del oído. Impresiona la habilidad de los paleoantropólogos, que son capaces de conjeturar y llegar a conclusiones a partir de unos pocos fragmentos de huesos fósiles, pero es así.
Comenzaremos comentando lo referente a las áreas de Broca y Wernicke. Hasta hace pocos años estas dos áreas de la corteza cerebral se consideraban los centros de gestión del lenguaje, tanto en la faceta de expresión como de comprensión. Hoy en día se sabe que hay más zonas cerebrales que participan en la aventura. Las áreas de Broca y Wernicke conforman unas protuberancias perfectamente apreciables en la parte más externa del hemisferio izquierdo del cerebro. Y como el cráneo se amolda perfectamente a la topografía externa del encéfalo, resulta que el interior del hueso craneal es un molde perfecto en donde puede analizarse la existencia, o no, de las áreas de gestión del lenguaje –entre otras-. Del estudio de los cráneos de fósiles de homininos se sabe que ya en el cerebro del Homo habilis, dos millones y medio de años atrás, y más en el Homo ergaster, un millón y medio de años atrás, se habían configurado las áreas de Broca y Wernicke.
No obstante, no todo está tan claro, y hay que tomarlo con mucha precaución a la hora de sacar conclusiones, ya que lo único seguro es que la aparición de estas áreas especializadas del encéfalo supuso la creación evolutiva de una nueva área cortical altamente eficaz en la regulación de movimientos musculares complejos. Se ha demostrado en ensayos realizados con niños que ambas áreas sólo alcanzan una utilidad a efectos del lenguaje tras un proceso de aprendizaje. Y ello siempre en un medio ambiente adecuado y dentro de una ventana temporal crítica, de los dos a los doce años, en un momento en que el cerebro aún se encuentra inmerso en su proceso de desarrollo ontogénico.
Otro dato de contorno nos lo encontramos al pensar que el proceso de modificación de la cavidad boca/faringe/laringe pudo ir evolucionando a la par de la capacidad de vocalizar conceptos abstractos y, posiblemente, a la par de “perfeccionar” el sistema de manejo de abstracciones por el cerebro, ampliando su nómina. No olvidemos que, desde un buen principio, la función del encéfalo fue la de gestionar el movimiento de su cuerpo para obtener de él una respuesta motora adecuada para su supervivencia. Y esto lo tuvo que hacer interiorizando lo que pasaba en su exterior, creando abstractos propios y un método con que manejarlos, con los que podía así tener éxito en su objetivo. Es fácil entender que evolutivamente esto tuvo que presentar una gran ventaja.
Pero también nos parece claro que el manejo de ideas abstractas, de forma que se intercambiaban con otros individuos, inicialmente con gestos y poco a poco con palabras, precisa de una mente consciente. De ahí que planteemos la posibilidad de una evolución paralela a la del órgano fonador. Si éste fuera el caso, perseguir la cronología de la modificación de las vías aéreas superiores sería bucear en la casi imposible misión de conocer el inicio de la consciencia humana.
¿En qué nos basamos para estudiar las modificaciones de las cavidades fonadoras? Muy sencillo (¿muy sencillo?): en el estudio de los cráneos fósiles y de los huesos hioides , que es el que afirma la laringe. De los segundos hay muy poco material para el análisis. De los primeros, no todos los cráneos fósiles tienen el estado de conservación adecuado como para afinar los resultados. A partir de ellos se cree saber que los Australopithecus no disponían aún de la estructura fonadora adecuada, cosa que era de esperar de unos seres tan semejantes a los chimpancés.
El lingüista Derek Bickerton opina que ya el Homo habilis, que como sabemos vivía en África hace unos 2,5 millones de años, utilizaba un protolenguaje de muy pocas palabras, semejante a como se inician los niños. Y lo basaba en la presión que suponía la escasez de recursos en el este ecuatorial del continente africano, lo que les obligó a carroñear, entre otros, cuerpos de grandes animales. La oportunidad para alimentarse que encontraba en la abundancia de la carroña posiblemente perfeccionó las señales de reclutamiento de otros congéneres y las señales de orientación. El consiguiente incremento de los grupos haría el resto.
El paleontólogo Emiliano Aguirre, en su libro “Homo Hispánico”, postula que por el comportamiento de los Homo ergaster, hace ya unos 1,2 millones de años, puede inferirse una incipiente capacidad de relacionar conceptos y de previsión mental. La causa podría ser el salto en la encefalización que se produjo tras la crisis climática de hace 2 millones de años.
Sin embargo, las opiniones de Bickerton y de Aguirre son conjeturas que no se basan en evidencias fósiles. Para ello hay que desplazar el reloj hasta los neandertales. Los estudios acerca de estos Homo son abundantes.
Los resultados de los más antiguos parecían indicar que tampoco los individuos de esta especie humana disponían de un instrumento fonador adecuado. Pero a partir de los fósiles encontrados en Atapuerca, de gran riqueza en cuanto a número de individuos y estado de los huesos, se ha podido deducir que ya en el Homo heidelbergensis, de hace 350.000 años y antecesor del Homo de neanderthal, el aparato fonador era ya muy próximo al del hombre actual. Es decir, que ya aquellos hombres estarían capacitados para manejar un lenguaje oral, no tan capaz como el del hombre de hoy, pero sumamente eficaz. ¿Comenzó, pues, el lenguaje hace unos 400.000 años o más?
De todas formas, la controversia en el mundo científico continuó, aunque cada vez está más acotada por el resultado de otras metodologías. En este caso la de la investigación llevada a cabo por el paleontólogo, Premio Príncipe de Asturias de 1997, Ignacio Martínez Mendizabal acerca de las características acústicas de los sistemas auditivos en los cráneos fósiles de Atapuerca que hemos mencionado. Los resultados parecen demostrar que el aparto auditivo de estos hombres era ya el adecuado para captar el rango de frecuencias de sonidos que es capaz de emitir una aparato fonador humano moderno, que es de banda ancha. Parece por tanto quedar bastante afianzada la idea de que, si el oído estaba capacitado para percibir un lenguaje oral complejo, tenía que existir a la vez un sistema vocalizador capaz de la misma complejidad. Detrás de ello había un cerebro con capacidades suficientes para gestionar esta complejidad.
A pesar de todas estas luces, los expertos clasifican al lenguaje humano de hace unos 50.000 años en un nivel que aún no habría sobrepasado el de la pura descripción de lo que se percibe. La explosión cultural observada en la frontera de hace 40.000 años, nos permite aventurar que pensamiento y lenguaje habrían alcanzado entonces el poder de la argumentación, nivel que permitía la discusión fluida, crítica y razonada sobre las propias vivencias. Todo ello lo veremos con más detalle a lo largo de la serie.
Bien. Con las anteriores pinceladas acerca de la faceta más paleofísica del lenguaje voy a dar por terminado el tema de la simbología. Espero que con la lectura de las dos últimas entradas nos haya quedado grabado con fuego la idea de que en ellas, y particularmente en el lenguaje, encontramos un apoyo fundamental para el desarrollo de lo Humano. A partir de ahora saldremos al campo, para buscar y analizar los restos fósiles que encontramos de nuestros más antiguos homos, y entre ellos las pistas de simbologías. A partir de los vestigios conocidos gracias a la paleoantropología inferiremos los comportamientos psicológicos y culturales de aquellos individuos. Al menos lo intentaremos, comenzando en la siguiente entrada.
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{ 3 } Comentarios
“¿Comenzó, pues, el lenguaje hace unos 400.000 millones de años o más?…” Supongo que será 400.000 años. Me encanta esta serie, y la anterior, “La biografia de la Vida”, me parece una autentica maravilla. Muchas gracias por estos regalos.
Glups! Estoy casi seguro de que no son tantos millones de años…
Una grave errata que se nos ha colado a todos los revisores, lo que ya tiene su mérito. En fin, cosas que pasan.
Arreglado. Gracias, Juan Ramón, por el aviso
Hola Juan Ramón,
efectivamente tienes razón. Como dice Mac una grave errata… que no es tan grave gracias a vosotros. Gracias por el aviso.
400.000 millones de años son casi 30 veces la vida de nuestro universo. Aunque quizás para el lenguaje… conozco a alguno/a que dan la impresión de estar hablando casi desde entonces. Un chiste tonto.
Y me alegro que disfrutes con nuestras “películas”…
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