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Lo que se preguntan sus alumnos de 3º de la ESO – VII: ¿Por qué no se me ocurre ninguna pregunta para el examen de Física o Química?




Hoy nos encontramos con una pregunta atípica para lo que pueda ser el objeto de esta serie, en la que intentamos dar respuesta a dudas de los alumnos de Lorenzo Hernández. Pero hoy hay que acudir a la desazón con la que un estudiante se enfrenta a la propia experiencia de que, por mucho que piense sobre un tema, no se le ocurre nada que le suscite una mínima inquietud intelectual.

La respuesta entra dentro del campo del comportamiento personal, de la psicología, por lo que quizás nos estemos adentrando en “terra incognita” que agradeceremos ilumine cualquier experto en la materia. Dicho esto, nos armamos de valor y afrontamos el reto de la pregunta abordándola ¿sutilmente? desde la perspectiva del negativo fotográfico: Preguntar es lo normal para la natural curiosidad humana. El negativo sería: ¿por qué no pregunto?

Un irreductible de la Curiosidad  (Foto: Marcello Maria Perongini, CC BY-NC-ND 2.0)

Lo más fácil podría ser el pensar que uno ya se lo sabe todo… ¡tremendo error y un imposible!, o le importa un bledo, opción esta última tan digna de respetar como de no ser entendida. Aunque normalmente ambas actitudes surgen en aquellos que saben poco de un tema.[1] Estas son opciones que podríamos clasificar como del “no tengo ningún interés”. Supongo que habrá más actitudes de este estilo.

Hay otra alternativa posible que va por el siguiente camino: Ya que el examinando se ha molestado en intentar pensar una pregunta, efectivamente hay que suponer la existencia de un interés. Aunque quizás el objeto de dicho interés se centre exclusivamente en el hecho de “preguntar”, dados los previsibles premios a conseguir atendiendo a la oferta del profesor: conseguir un extra de puntos en el examen, en vez de concentrar el interés en el hecho del “saber”. Son dos posiciones en el camino del “tengo interés”. Y también aquí es posible que haya más alternativas.

Ambos planteamientos genéricos, tanto la posición del “no tengo interés” como la del “sí tengo interés”, tienen un trasfondo antropológico de partida común: el beneficio personal que se pueda conseguir.

Rascando en lo más profundo del funcionamiento cerebral, cuya misión principal es asegurar que no nos alejemos ni un ápice del frágil equilibrio homeostático, ambas posturas van buscando el instinto primario del “premio” como contrapuesto al de “castigo”. Para nuestros más primigenios antecesores en la cadena de la Vida, conseguir el “premio” era sobrevivir, mientras que el “castigo” podía suponer caer en el pozo de la muerte. Todo en nuestro organismo, consciente o inconscientemente, va dirigido por el poder de esta dualidad “premio-castigo”. El hombre, con sus capacidades racionales, ha rebautizado a estos impulsos primitivos básicos con otros nombres.  Así, hemos ideado las emociones que son múltiples y variadas: placer-dolor, alegría-tristeza, amor-odio, satisfacción-asco… con las que etiquetamos a todo lo que no rodea.

En el límite de esta íntima tendencia al bienestar y por querer evitar a toda costa el malestar (en este caso el quedar como un tonto si no preguntas; el perder la oportunidad de la alegría de saber; el poder llegar a casa con unas mejores notas; el que el profe, humano él, te vea con mejores ojos…), se puede llegar a inhibir de tal forma tus circuitos de razonamiento que te quedes bloqueado y con la mente en blanco. Por hiperexcitación llegas al fracaso total en tu objetivo, con lo que de alguna manera queda castrado el camino del “tengo interés”.

Por todo lo anterior, podemos llegar a la conclusión de que en el hecho de plantearnos qué preguntar en el examen de Física o Química se nos ocurra o no se nos ocurra el qué sólo debemos ver un reflejo de la historia de nuestra animalidad y la intensidad con la que se nos presenta. El premio de una mejor puntuación o el premio de la satisfacción del saber más. O la ventaja de un menor esfuerzo, como explicamos a continuación.

Porque también pudiera ser que no se nos ocurra nada porque sencillamente no tengamos ninguna motivación: Los beneficios a conseguir nos importan un pito, no nos estimulan, ya que el esfuerzo a realizar, la intensidad emocional del “castigo” que supone el iniciar el proceso de preguntar, es superior a la intensidad emocional del “premio” a conseguir. El psicólogo Daniel Willingham piensa que el cerebro es de por sí muy perezoso, ya que si cree que puede ofrecer a la homeostasis una solución adecuada utilizando sólo la información que ya tiene almacenada en sus estructuras de memoria, alternativa en la que gasta poca energía, ¿por qué ponerse a pensar otra alternativa, gastando un extra innecesario de energía, si ya ha generado una que sirve? Así que… ¡¿para qué pensar?! ¿Cuáles serían las ventajas para la Vida?

Parece que el cerebro de este gorila no es demasiado perezoso. ¿Qué se estará preguntando? (Foto: Willard, CC BY-NC-ND 2.0)

Pues yo diría que a corto plazo quizás tenga razón el cerebro perezoso. Pero SÍ creo con rotundidad que los cerebros de nuestros antepasados, gracias a los que hoy algunos de nosotros estamos escribiendo o leyendo esto, no fueron absolutamente perezosos y que, cabalgando sobre la Curiosidad, se pusieron por delante en el ranking de los que presentaban mejores argumentos ante el frío examen de la selección natural. La curiosidad es una función primordial en la carrera por la Vida. Tanto la consciente como la inconsciente. Y no sólo es patrimonio del hombre, sino que incluso la vemos en ciertos animales muy próximos a nosotros como chimpancés, delfines, perros… e incluso, me atrevería a decir, fue un impulso tan antiguo que pudo llegar a constituirse como el motor inconsciente que empujó a los animales primigenios a buscarse la vida fuera del agua.

Y, como todo en el funcionar racional del hombre, a fin de cuentas en el funcionar del cerebro, la curiosidad se lleva en los genes y se potencia, o modela, gracias al medio ambiente. Los genes generan en el feto, durante el proceso embrionario, una estructura cerebral adecuada para gestionar su actividad, en particular la función “curiosidad”, mientras que el medio ambiente moldeará la estructura creada de cortezas, ganglios, neuronas y sinapsis hacia un tipo propio y preferente de respuestas. Si desde fuera apoyamos los tics de curiosidad, el portador de este cerebro será más curioso, se planteará más preguntas, aprenderá más… lo que, a su vez, le hará saber más y le abrirá nuevos horizontes que le llevaran a iluminar nuevas preguntas. Escribiendo esto me planteo que quizás el no preguntar pueda ser una consecuencia de no haber preparado al cerebro para ello desde el mismo instante del nacimiento.

Así que, querido lector, si no se te ha encendido la bombilla de la pregunta… o es que te has bloqueado por un exceso de responsabilidad o es que en tu cabeza no se ha puesto en marcha, en todo su esplendor, el natural y antiguo circuito cerebral que gestiona el ciclo “curiosidad/emoción satisfactoria/más curiosidad”… por las circunstancias que sean, por falta de interés, por falta de base de conocimiento o… por deficiencia patológica.

Veamos cuál pueda ser el libreto de la función curiosidad. Observamos a un cuerpo que con sus antenas sensoriales escanea continuamente el exterior y el interior del organismo. Toda la información detectada llega a través de diversos canales al cerebro, en donde es procesada por sus estructuras funcionales, las básicas, las emocionales y las corticales.

¿Qué es eso de que es procesada? Pues que el cerebro da una “consistencia” de realidad a lo que le llega: forma, color, posición, textura, sonido… todo ello lo contrasta con el diccionario semántico interno, tras lo que dice “esto de esta forma es un caballo”… y las etiqueta con el resultado del intenso trabajo realizado por el cerebro límbico: esto es bueno, esto es malo, esto duele, esto es estresante…

El encéfalo: Ahí se da el juego del placer/dolor, el que al final va a impulsar nuestra curiosidad. El tronco nos mantiene en vigilia, el sistema límbico nos conmueve con las emociones, la corteza compara y propone (Modificado de Wikimedia, Dominio Público)

Es en este instante cuando quizás comience el proceso de la curiosidad, la cual realmente sentimos que aparece cuando te encuentras con algo fuera de lo que es normal para ti, con algo que parece que merezca la pena y que aún no controla tu cerebro. Ante ello, éste pone en marcha uno de sus procedimientos de respuesta que llamamos emociones: se enciende una emoción… admiración, sorpresa, alegría… que rápidamente se concreta en unos cambios corporales que, en el caso de la curiosidad, percibimos como que hemos entrado en un modo de tensión expectante al que casi no puedes oponerte, pues percibes que mientras vayas recorriendo el túnel te lo vas a pasar estupendamente –premio-, o simplemente porque te resulta insoportable la sensación de no saber –castigo-.

Los cambios corporales y anímicos aparecen porque el mismo cerebro límbico predispone al cuerpo para una posible reacción… fija la mirada, sudas, hay una variación hormonal, al satisfacer la curiosidad se dispara la placentera dopamina… y comienza un diálogo entre todas las estructuras cerebrales, desde las más antiguas y automáticas, como el tronco encefálico, hasta las más modernas y conscientes, como el neocórtex. Durante todo el proceso continuamente se carga y descarga información en los almacenes de la memoria, ya sea la nueva que viene como la que estaba ya en la biblioteca interna. La memoria se refuerza. Se contrasta, se valora lo que hay que mirar y lo que hay que marginar… un hemisferio cerebral salpimenta con lógica cartesiana mientras que el otro perfuma con intuición. Al final se decide una solución…

¡Y SURGE UNA PREGUNTA!

Quizás no la mejor, pero si suficientemente coherente con los propósitos de preservar la vida del pensante. Una vez pensada quizás también se vaya a transformar en una orden motora: la boca se abre, la lengua se sitúa en posición, los músculos torácicos inician la compresión de los pulmones… y dices…

¿POR QUÉ NO SE ME OCURRE NINGUNA PREGUNTA PARA EL EXAMEN DE FÍSICA O QUÍMICA?

Y si no surge, ya tienes un bonito motivo para explicar el porqué: ¿se me habrá bloqueado quizás algún punto del circuito por el que obtengo placer al satisfacer la curiosidad…?

  1. NdE: un antiguo profesor mío decía: “yo quiero que mañana vengáis con dudas, porque las dudas implican que habéis estudiado. Por ejemplo, yo no tengo dudas de chino, porque no tengo ni idea de chino.” []

Sobre el autor:

jreguart ( )

 

{ 2 } Comentarios

  1. Gravatar Argus | 17/04/2015 at 09:59 | Permalink

    Entretenido análisis de la curiosidad :-) Creo que habría que añadir un elemento nuevo a esto: El humor.

    Yo estoy seguro que esa pregunta no se hizo por curiosidad sino por buscarle las cosquillas al profesor, por darle la vuelta a la tortilla, por echar la pelota al tejado de otro… por jod.r, vaya. La recompensa no es averiguar la respuesta sino desatar las risas de tus compañeros y observar complaciente la cara del profesor en ese momento. Qué cabrón el cerebro límbico!

  2. Gravatar jreguart | 19/04/2015 at 09:20 | Permalink

    Hola Argus,

    me gusta tu comentario. Certero y con humor. Algún día tendremos que hablar del paté de neuronas que esconde nuestro cráneo.

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