Con esta entrada de la serie sobre la Biografía de la Vida completamos el periodo Carbonífero que iniciamos hace dos capítulos.[1] Hemos hablado ya del escenario ambiental, de la biota vegetal, hicimos algunos apuntes sobre lo que pasaba en lo más oculto de las aguas oceánicas y completamos el itinerario profundizando en la fantástica vía evolutiva de los insectos. Hoy nos vamos a dedicar a otra excitante aventura: cómo los animales tetrápodos conquistan la tierra y devienen anfibios y reptiles.
Seguimos moviéndonos en el periodo comprendido entre hace 359 y 299 millones de años.
La riqueza de vida animal en los magníficos bosques ecuatoriales del Carbonífero no se acababa en la variada y rica fauna de los invertebrados. Ya conocemos de la entrada número 32 la aventura de finales del Devónico cuando algún pez sacó su hocico fuera del agua en busca de la sabrosa comida que suponía la primera colonización terrestre de los artrópodos. Sin embargo, el salir fuera del agua conllevaba a su vez muy serios problemas. La piel necesitaba mantener la humedad para que no se degradara y las puestas de huevos debían seguir haciéndose en un medio líquido, como sus abuelos peces, para que no se desecaran. En aquellos momentos iniciales del Carbonífero el hábitat terrestre era un lugar de tránsito en donde buscar el alimento para volver de nuevo a las aguas que no se podían abandonar completamente, una necesidad imperiosa para los anfibios. Aún faltaba un poco de tiempo para que los reptiles llegaran al “descubrimiento” del huevo blindado, el amniótico, que les permitiría olvidarse de la dependencia absoluta del agua.
Primeros tetrápodos exitosos: los anfibios
En el Carbonífero inferior los anfibios no se parecían demasiado a sus parientes actuales. Consiguieron un amplio espectro de formas y modos de vida, desarrollando todo tipo de sistemas mecánicos para aguantar su peso, mantenerse en pie y moverse sobre la tierra. En su mayoría tenían forma semejante a la de las salamandras, e incluso alguno se asemejaba a los cocodrilos. Otros desarrollaron una segmentación exagerada, tomando forma de serpientes sin patas o con unos pequeños apéndices. En aquella época aún no se había desarrollado la morfología de las ranas.
El registro fósil de tetrápodos terrestres y de peces tetrapodomorfos de inicios del Carbonífero es conocido por su pobreza y por su nombre: “brecha de Romer” en honor al paleontólogo que lo estudió. Supone una discontinuidad entre los registros de los primitivos bosques y la alta diversificación de los peces del Devónico, y los de las formas más modernas y evolucionadas de los seres acuáticos y terrestres del Carbonífero. De tal manera que, datados en los primeros 15 a 20 millones de años de este último periodo, sólo se han encontrado unos pocos ejemplares fósiles. Casi todos ellos en yacimientos escoceses, como el del primitivo tetrápodo Pederpes, el pequeño protoamniota Casineria de 15 centímetros o los Lethiscus y Crassigyrinus, animales sin patas semejantes a una serpiente. Todos ellos solían ser de un tamaño más pequeño que el de los tetrápodos del Devónico.
Posiblemente esta tendencia a la disminución corporal fue una respuesta evolutiva consecuencia de las aún relativamente bajas concentraciones de oxígeno atmosférico a inicios del periodo. Para un animal dependiente de la absorción cutánea de este gas, el bajo contenido del mismo le obligó a explotar la ventaja que suponía la progresivamente favorable relación superficie/volumen al ir disminuyendo su tamaño. Un factor 1/2 en la envergadura suponía un factor 1/4 en la superficie corporal, camino de entrada del oxígeno, y un factor 1/8 en el volumen donde se llevaban a cabo las reacciones metabólicas.
Durante esta época oscura, y a pesar de que no dispongamos de demasiadas evidencias de ello, la Vida inevitablemente tuvo que seguir adelante. En estos años sin referencias se tuvieron que desarrollar aquellas innovaciones que vamos a observar como realidades justo después. A la salida de la “Brecha de Romer” nos vamos a encontrar con un buen número de variedades morfológicas y filogenéticas, que se concretan en tetrápodos de una gran variedad de tamaños, estructuras craneales, formas corporales y hábitos, patrones estos que fueron muy distintos a los de los animales del Devónico. En este intervalo de 20 millones de años se habituaron a vivir en tierra y a respirar directamente el aire, aunque desgraciadamente aún no sabemos cómo se produjo el proceso.
Pasados estos primeros años ciegos se comienza a disponer de información. En su mayoría proviene de fósiles encontrados en un yacimiento escocés, próximo a la ciudad de East Kirkton, datado alrededor de hace 340 millones de años. Este yacimiento se formó mediante los sucesivos depósitos que se iban decantando en el fondo de un lago no muy profundo situado en un entorno con gran abundancia de vegetación y con la evidente presencia de conos volcánicos. La mayor parte de la biota que allí se encontraba estaba constituida por plantas propias de la época, como gimnospermas y pteridospermas, así como animales terrestres entre los que se reconocen ejemplares de miriápodos y quelicerados, y los primeros representantes de la mayoría de los principales grupos de anfibios que dominaron el resto del Carbonífero: temnospóndilos, anthracosaurios, lepospóndilos aistópodos y lepospóndilos microsaurios, de los que damos unas breves pinceladas a continuación.
Los temnospóndilos, que se originaron hace 340 millones de años, presentaban un estilo de vida semiacuático y tamaños diversos, desde unos treinta centímetros hasta quizás unos diez metros. Ya hacia finales del Carbonífero y a comienzos del siguiente período, el Pérmico, un gran número de grupos desarrollaron extremidades y vértebras robustas, adaptándose a un estilo de vida terrestre. Los numerosos dientes cónicos y duros, sumados a los grandes colmillos palatales, sugieren que eran depredadores, carnívoros, insectívoros, piscívoros o cualquier combinación de estas formas de alimentación.
El Anthracosaurus vivió hace aproximadamente 310 millones de años. Habitó en pantanos, ríos y lagos de tierras que hoy en día son parte de Escocia. Fue un gran depredador acuático similar a las serpientes, pudiendo haber alcanzado más de tres metros de longitud. Sus mandíbulas estaban provistas de dientes puntiagudos.
Los lepospóndilos aistópodos eran animales altamente especializados de hábitos predominantemente acuáticos. Semejantes a las serpientes y de tamaño por lo general reducido, exhibían una gran diversidad de formas y adaptaciones, de forma que filogenéticamente hay entre cuatro y seis grupos reconocidos. Presentaban un cuerpo particularmente alargado, de entre cinco centímetros y casi un metro de longitud, con una reducción en las extremidades y la pelvis. Sus primos los lepospóndilos microsaurios se asemejaban a las salamandras, con especímenes de todos los tamaños, ya fueran animales relativamente grandes que podían poseer un largo total de sesenta centímetros o más pequeños con cráneos que no medían más de siete milímetros.
Interludio
Hace 305 millones de años, al final del Carbonífero, se produjo un episodio de extinción llamado el “colapso de las selvas lluviosas”, que se produjo abruptamente a lo largo de unos pocos años. El descenso de la concentración de CO2 y la paralela glaciación en Gondwana introdujo un cambio climático caracterizado por el frío y la sequía, que poco a poco devastó las exuberantes selvas tropicales, fragmentándolas en “islotes” separados confinados en valles húmedos cada vez más distantes y que supuso la extinción de muchas especies de plantas y animales. A lo largo de este episodio los helechos se transformaron en plantas oportunistas que fueron ahogando poco a poco los bosques de licopodios, siendo sustituidos por helechos arbóreos. Por el contrario, los bosques de coníferas, que poblaban latitudes más altas y que estaban mucho mejor preparados para afrontar la aridez, no se vieron seriamente afectados.
Tras los anfibios, los reptiles
El colapso de los bosques perjudicó en gran medida el desarrollo de los anfibios, los cuales no podían soportar bien aquellas condiciones secas y frías. Por el contrario, los incipientes reptiles se encontraban corporalmente mejor adaptados para sobrellevar estas extremas circunstancias climáticas. Fue trascendental el haber modificado sus huevos, blindándolos con varias capas que impedían que se desecaran: el huevo amniótico que luego adoptaron todos sus descendientes, aves y mamíferos.
Los reptiles provenían de una evolución de los primeros tetrápodos. Los más ancestrales fueron los reptiliomorfos que son un grupo de tetrápodos que reúnen a la vez características de reptiles y de anfibios. Se originaron a comienzos del Carbonífero, y lo mismo había especímenes que vivían en agua como en hábitats terrestres. De ellos derivaron los amniotas que luego se diversificarían en dos líneas, los reptiles y aves y los mamíferos.
El reptilimorfo Antracosaurio, que etimológicamente significa el “lagarto del carbón” y del que ya hablamos como anfibio un poco más arriba, pudo ser el ancestro común de la rama de los amniotas. De él evolucionaron los pequeños y ligeros captorrínidos, familia que agrupa a los reptiles más ancestrales, entre ellos el Paleothyris (300 millones de años) o el Hylonomus (315 millones de años). Eran animales de unos 20 centímetros de longitud, parecidos a un lagarto, que aún mantenían las patas extendidas hacia los lados y que tenían la cabeza pequeña, de la que habían mejorado la movilidad al haber separado del cráneo las dos primeras vértebras cervicales. Tenían el esqueleto ligero con una cola larga terminada en punta y dedos largos y muy finos. Serían insectívoros que se desplazaban silenciosamente a través de la vegetación baja para cazar grandes insectos y ciempiés. Y, lo más importante, fueron los primeros amniotas verdaderos.
Los amniotas del Carbonífero tardío, hace 300 millones de años, habían conseguido unas habilidades muy competitivas que les permitieron desarrollarse de forma espléndida. Ya en aquella época incluían unos veinticinco géneros de pequeños a medianos reptiles comedores de insectos. Esto indica que su camino evolutivo fue mimado por la selección natural. Veamos cuáles fueron las mejoras de diseño que consiguieron.
La más importante y ya comentada es la del huevo amniota (considerando huevo como cigoto, siendo el de las aves, con su cascarón cálcico, un caso particular). En este tipo de huevo el embrión se rodea durante su desarrollo con tres membranas. El amnios que rodea y protege al embrión que flota en el líquido amniótico, el alantoides que hace de receptáculo de los desechos nitrogenados y que contiene aire para que el embrión pueda respirar, y el corion que rodea toda la estructura embrionaria y que está altamente irrigado de sangre, por lo que sirve realmente de órgano respirador. No hay que confundir ninguna de estas membranas con la externa del huevo, común como concepto de diseño con la de los huevos de los anfibios, y que con el paso del tiempo evolutivo se endurecería formando un cascarón.
Esta estructura no sólo blindaba al embrión contra la desecación, como ya se ha comentado, sino que permitía también su completo desarrollo dentro del huevo naciendo ya con su forma definitiva de adulto, lo que hacía que prosperara luego con mayor rapidez. Gracias a ello los animales amnióticos cambiaron de estrategia vital por contraste a la que tenían los vertebrados acuáticos –peces y anfibios-, optando por unas tasas de natalidad bajas (pocos huevos) unidas a un índice de mortalidad también pequeño (éxito vital). Adaptan su volumen poblacional al tamaño máximo que puede soportar el ambiente -hábitat, agua o alimento- donde se encuentran. Incluso en ocasiones “se toman” un margen, asegurando a los individuos más recursos de los que pueden llegar a consumir, circunstancia que garantiza la gran estabilidad de sus hábitats y formas de vida. Tienen pocas crías, aunque bien cuidadas.
Como uno puede imaginar el huevo amniota se consiguió a través de múltiples e inapreciables cambios, orientados por la selección natural. Los primeros no debían ser muy diferentes de los huevos de los peces o de los anfibios. De hecho los protorreptiles eran animales semiacuáticos, por lo que pondrían sus huevos protegidos por una membrana, en el agua o en sitios húmedos, rodeados de una mucosa segregada a su paso por el oviducto. Esta mucosa les ayudaba a combatir los efectos de una sequía ambiental. La tendencia sería hacia huevos más grandes, ya que este tipo de cigotos tenían mayor probabilidad de supervivencia.
El primer paso evolutivo por el que se iniciaba la nueva realidad del huevo amniótico se concretó con la aparición de un saco en la porción terminal del intestino del embrión, en donde se retenían sus desechos y la orina, con lo que se evitaba la pérdida de agua que esto supone en los anfibios. Este saco fue el alantoides, cuya membrana era muy rica en vasos sanguíneos mediante los cuales se comenzó a realizar el intercambio de gases CO2 y O2 con el exterior, haciendo cada vez menos necesario el desarrollo de branquias respiradoras.
Una primera invaginación de la membrana del alantoides rodeó el embrión formando el amnios, con funciones de protección similares a la que desarrolla la placenta en los mamíferos. Una segunda invaginación creó la tercera membrana, el corion, que rodeó a toda la estructura embrionaria: la cápsula amniótica con el embrión, el saco vitelino con el alimento y la cápsula alantoides, intercambiador de gases y agua.
El último paso evolutivo fue consecuencia de la transformación de la mucosa protectora exterior, la que se había generado en el oviducto. Quizás esta transformación ya comenzó a producirse en el propio oviducto, que generó una sustancia más fibrosa que la gelatina, dando como resultado una cobertura del huevo más resistente, por lo que a la vez tendría una menor necesidad de agua para su mantenimiento. Es decir, la cáscara progresivamente se iba mineralizando, elevando a la enésima potencia la protección del embrión frente a ambientes secos.
Muchos creen que el éxito del huevo amniótico se adelantó al abandono de los medios acuáticos por los adultos y que fue el inductor de la adaptación de los vertebrados a los medios terrestres, que se afirma y se diversifica con los reptiles: primero fue el huevo en la tierra y después le siguió el adulto.
La vida sobre la tierra seca exigió una adaptación del esqueleto que tenía que soportar el cuerpo sin ningún medio externo que le ayudara, como era el caso de los animales acuáticos. El nuevo esqueleto requirió cambios musculares, avances en la estructura de las vértebras y miembros, y coordinación del movimiento en las cuatro patas. Los reptiles con patas tienden a tener extremidades grandes y fuertes que les permiten caminar, correr, excavar, nadar o trepar. Además, las patas suelen ocupar posiciones más ventrales que en los anfibios, lo que les permite cargar más peso. Músculos más fuertes que inducían cambios en el aporte de sangre y, como resultado de esta nueva exigencia, cambios en el corazón, el pulmón y los vasos sanguíneos. El pulmón de los reptiles incrementó la capacidad de intercambio gaseoso, mientras que el corazón desarrolló un doble circuito separado junto con el sistema de arcos aórticos, estructuras más preparadas para llevar sangre oxigenada al cerebro.
La vida en tierra también trajo modificaciones en los sentidos, particularmente el oído, aunque no llegó a ser muy diferente al que ya disponían los anfibios, que utilizaban el arco hiomandibular[2] para transmitir los estímulos al oído interno. Se modificó el paladar y la musculatura de la mandíbula, que desarrolló potentes inserciones en los huesos, lo que facilitaba el agarre de las presas. Esta circunstancia sugiere a su vez modificaciones en el comportamiento alimentario, que posiblemente pasó de vegetariano a insectívoro. La alimentación requirió de una nueva habilidad para hacer frente al alimento seco, teniendo que humedecerlo con la saliva. El desarrollo de un cuello móvil facilitó los trascendentales movimientos de la cabeza necesarios para examinar los alrededores y capturar el alimento, coordinándolos a la vez con los movimientos del cuerpo. Estas habilidades de coordinación exigieron un mando central desarrollado. Así, el cerebro experimentó sustanciales avances, desarrollando la zona que recibe los estímulos de los ojos, oídos y miembros.
Pero lo más importante fue la conservación del agua corporal. Esto se realizó principalmente a través de la especialización del funcionamiento del sistema excretor. La orina de algunos reptiles contiene amoniaco y, en otros, ácido úrico. Los reptiles que viven principalmente en el agua, como los cocodrilos y caimanes, excretan la mayor parte de sus desechos nitrogenados en forma de amoniaco, un compuesto tóxico. Para ello, los caimanes y cocodrilos beben mucha agua, con lo que diluyen el amoniaco de la orina y les ayuda a expulsarlo. En contraste, muchos otros reptiles, sobre todo los que viven exclusivamente en tierra firme, no excretan amoniaco directamente. En vez de ello, lo convierten en ácido úrico. El ácido úrico es mucho menos tóxico que el amoniaco, así que no hace falta diluirlo mucho. Además, en estos reptiles el exceso de agua se volvía a absorber en la cloaca, convirtiendo la orina en cristales de ácido úrico que forman un sólido blanco y pastoso. La pérdida de agua era mínima.
Por otro lado, la impermeabilización de su piel ayudó en la economía de agua. Estaba queratinizada y cubierta por escamas que surgían como espesamientos y repliegues de la capa córnea de la piel, simples relieves epidérmicos que, aunque puedan recordar a las escamas de los peces, son totalmente diferentes. Al igual que los reptiles actuales, no dispondrían de glándulas sudoríparas, en la línea de minimizar por todos los medios la pérdida del agua corporal. Las únicas glándulas que tendrían les servirían para excretar sustancias de sabor y olor desagradable como estrategia de defensa, o feromonas con las que atraer a las hembras.
El “invento” del huevo amniota fue un duro palo para los anfibios. Los amnióticos tenían una baza de triunfo en su mano que utilizaron al máximo para encontrar nichos ecológicos y dominar en ellos. Es bien cierto que a partir de este hecho los hasta entonces dominantes anfibios comienzan una decadencia como clase, que llegaría a ser crítica a mediados del siguiente periodo, el Pérmico, en donde hace unos 260 millones de años habían desaparecido la mitad de las especies anfibias, quedando 15 millones de años después sólo los residuales temnospóndilos.
Antes de acabar con este denso periodo del Carbonífero, avancemos un apunte filogenético que desarrollaremos en el capítulo del Pérmico: el camino evolutivo de los amniotas.
Como podemos observar en la figura anterior, la filogenia evolutiva de los amniotas está basada en la forma y número de fenestras a cada lado del cráneo tras la órbita ocular. Las fenestras temporales hacen que el cráneo sea más ligero y permiten la inserción de músculos que accionan la mandíbula inferior.
Ya comentamos más arriba que los primeros amniotas en aparecer en el registro fósil debieron ser los anápsidos captorrínidos, aunque poco después, durante el período Carbonífero superior, hace unos 320 millones de años, emergieron los sinápsidos. Entre los más antiguos de estos últimos están los pelicosaurios Archaeothyris y Clepsydrops. Eran pequeños animales insectívoros y, aunque tuvieran apariencia de lagartos, no guardaban ninguna relación con ellos.
De todos ellos hablaremos en la crónica del próximo periodo, que comenzaremos a desarrollar en la siguiente entrada.
- Podéis enlazarlos aquí y aquí. [↩]
- Se conoce como arcos branquiales o arcos faríngeos a las estructuras a modo de hendiduras situadas a ambos lados de la faringe que se originan durante el desarrollo embrionario de los animales del filo cordados. [↩]
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