A estas alturas de la serie sobre la Biografía de la Vida nos encontramos en los últimos 542 millones de años de la historia. Tras haber disfrutado de las conquistas durante el Hadeico, el Arcaico y el Proterozoico, a partir de ahora la historia presenta otro perfil al ser más conocida, ya que se dispone de infinita información comparada con la de los eones anteriores. Puede parecer que se concreta en una simple y fría nómina de actores, pero el hecho de ser más conocidos los posicionan muy próximos a nuestras emociones. ¿A quién no le interesa saber cómo una planta colonizó la tierra o quién no se excita al oír acerca de la vida de los archifamosos dinosaurios? Esta especie de nueva sensación la inauguramos con la entrada número 18 del Cámbrico y las que le siguieron, habiéndonos quedado temporalmente expectantes tras la última, dedicada al Ordovícico.
Hoy damos un paso cronológico más para adentrarnos en el siguiente periodo, conocido como Silúrico, que se extendió a lo largo de 27 millones de años, desde hace 443 hasta hace 416.
Como ya vimos por primera vez con el Cámbrico, y continuamos al nominar al Ordovícico, seguimos con la costumbre de nombrar a los periodos geológicos con gentilicios de tribus celtas. Esta última fue bautizada a partir de los siluros, una tribu de Gales.
Habíamos dejado el Ordovícico con Gondwana cubierta de glaciares y el mar de Iapetus cerrándose por la deriva continental de Laurentia, Avalonia y Báltica. El nivel del mar se situaba muy bajo, debido a la enorme masa de hielo sobre Gondwana, lo que había producido una extinción masiva de vida.
Por el contrario, la entrada del Silúrico coincide con el comienzo de otra época de templanza climática, por lo que los hielos comenzaron a derretirse y el nivel del mar volvió a subir.
Gondwana siguió su lento balanceo hacia el sur, mientras los más modestos cratones ecuatotropicales formaban un nuevo continente llamado Euroamérica, que es el que ocupa la posición central de la figura anterior.
Cuando la proto-Europa colisionó con Norteamérica, la colisión plegó los sedimentos costeros que se habían acumulando desde el Cámbrico frente a la costa este de Norteamérica y la costa oeste de Europa. Este evento es la orogenia Caledoniana (Caledonia es el nombre latino para Escocia), una serie de montañas que se extendía desde el Estado de Nueva York a Europa, incluyendo Groenlandia y Noruega.
El nivel del mar llegó a ser muy elevado, lo que hizo que gran parte de las tierras ecuatoriales se vieran anegadas. Como ya se ha comentado, esta circunstancia coincidió con un clima cada vez más benigno, lo que favoreció en gran medida el desarrollo de la vida en estas zonas.
El gran océano de Panthalassa cubría la mayor parte del hemisferio norte, Tethys seguía abriéndose entre la costa occidental de Gondwana y el continente ecuatorial que iba apareciendo por la fusión de pequeños cratones, modelando entre sus tierras nuevos y antiguos océanos, como Rheico, entre Gondwana y Avalonia, Iapetus, entre Avalonia y Laurentia, y Ural, entre Siberia y Báltica.
La biosfera del Reino Animalia
Los poco profundos mares tropicales fueron uno de los principales escenarios en la representación teatral del inicio del Silúrico. En ellos se consolidaron los arrecifes, alcanzando unos tamaños mucho mayores que los de sus antecesores cámbrico-ordovícicos. Como en el anterior periodo, los principales artífices de estas arquitecturas fueron los briozoos (recordemos, los “animales musgo”), aunque poco a poco se apoderaron del paisaje los corales tabulados que construían colonias de células hexagonales, formadas por un esqueleto de calcita y con una apariencia similar a un panal.
Sobre estos sistemas coralinos se asentaba una especie de esponja, stromatoporida, que disponía de una parte rígida formada por grandes bolas de carbonato cálcico. La fusión de ambos animales fue la que creó los mayores arrecifes de la época, de cinco a diez metros de espesor y más de un kilómetro de longitud. Las algas que se asentaban en sus declives los protegían de la dinámica de las olas, permitiendo la aparición de lagunas tranquilas en donde el crecimiento coralífero se hacía más fácil y estable.
El entorno medioambiental creado por los arrecifes era el ideal para el desarrollo de pequeños animales. Los estudios de los fósiles acumulados en las cavidades que dejaba el armazón del arrecife dan a conocer que vivían allí una gran variedad de invertebrados, al igual que lo que sucede en los actuales arrecifes: braquiópodos, moluscos bivalvos, gasterópodos, crinoideos y briozoos.
En el mar abierto los trilobites se habían recuperado de la extinción del Ordovícico, y los escorpiones marinos impartían su ley arropados por su gran tamaño, que podía incluso llegar a ser de dos metros. Estos últimos lo mismo habitaban aguas saladas como aguas dulces, lo que quizás les colocó en un lugar privilegiado para saltar a tierra. En la frontera con el siguiente periodo, el Devónico, los moluscos cefalópodos ortoconos iniciaron un cambio de su estructura lineal hacia formas de concha en espiral: los amonites, que gracias a su rápida evolución y distribución mundial son excelentes fósiles guía para la datación de rocas
Otro grupo que comenzó a aumentar, como antesala al éxito de diversificación que alcanzarán en el siguiente periodo, el Devónico, fue el de los peces. En el Silúrico convivían los ostracodermos, peces sin mandíbulas que ya conocemos desde la entrada número 28 dedicada al Ordovícico, con los placodermos que fueron los primeros peces con mandíbulas, que aparecieron en esta época. También de este periodo son los primeros tiburones espinosos y los peces cartilaginosos, pasos decididos de los vertebrados hacia un esqueleto rígido.
Los acantodios, mal llamados tiburones de piel espinada, fueron peces pequeños, caracterizados por tener al inicio de cada aleta una gran espina ósea –menos en la caudal- a pesar de tener esqueleto cartilaginoso. No en vano acantodio significa “con aspecto de espina“. Esta particularidad tan característica de las espinas que soportan sus aletas la comparten con los teleósteos -la mayoría de peces actuales-, pero a diferencia de éstos, y como ocurre en los tiburones, no están dotadas de capacidad motriz. Las escamas que recubren el cuerpo son muy pequeñas y apretadas, estando hechas de hueso y dentina, y crecían como proyección de las más antiguas. Sus fósiles los evidencian como los peces más primitivos con mandíbulas.
Los placodermos se caracterizaban por la presencia de placas óseas en la parte anterior de su cuerpo, además de tener un número par de extremidades, diseño primigenio de las de los tetrápodos, y de poseer mandíbulas que se originaron a partir del primer arco branquial modificado. Las placas podían aparecer fusionadas o bien estar articuladas, presentando una especie de junta entre ellas. El resto del cuerpo generalmente se encontraba recubierto de escamas, aunque algunos especímenes podían carecer de ellas. Los dientes -dos o tres pares- no se parecían a los de los vertebrados actuales, sino que eran proyecciones de las placas óseas que formaban la mandíbula.
Estos peces también se caracterizaban por su morfología aplastada, rematada por una cola en forma de aleta caudal vertical y asimétrica. Por regla general no eran de gran tamaño, rondando los 15 centímetros. Poseían una notocorda con espinas a modo de vértebras, normalmente cartilaginosas, con forma de Y.
La gran conquista de la época había sido la mandíbula. Su aparición fue un logro evolutivo importante, ya que esta nueva herramienta permitía capturar con más facilidad a las presas, siendo usada más tarde en el proceso evolutivo como elemento de sujeción. La primera mandíbula fósil de estructura moderna conocida es la del placodermo Entelognathus primordiales encontrado en un territorio que corresponde a la China actual y con una antigüedad de 419 millones de años.
Una de las características distintivas de los cordados es la presencia de unas hendiduras a nivel de la faringe, que es la sección del tracto digestivo entre la boca y el esófago, separadas por arcos branquiales de tipo óseo. Este carácter está presente en mayor o menor grado en todos los cordados en fase adulta, e incluso manifestándose ya en fase embrionaria, desde los más primitivos, tipo el anfioxo, hasta los vertebrados más especializados.
Inicialmente en estas aberturas se desarrolló un órgano singular compuesto por una cámara con cilios y mucosidad, que originalmente servía para producir una corriente de agua que transportaría micropartículas alimenticias, las cuales eran retenidas por la mucosidad y después transportadas más adentro del canal digestivo. Este órgano fue poco a poco ampliando sus funciones, ya que a través de él pasaba un agua muy oxigenada, difundiéndose las moléculas de este gas, e incluso de yodo, hacia los vasos sanguíneos de las cada vez más irrigadas delicadas paredes. A medida que los cordados fueron evolucionando y necesitar alimentos de mayor tamaño, este órgano perdió el cometido de función “alimentadora” y en su sustitución se fue aprovechando su capacidad “respiradora”, ampliándose los cilios hacia formas plumosas que pasaron a conformar las branquias de animales como peces o anfibios. Los que desarrollaron la respiración hacia la de tipo pulmonar, abandonando la branquial, según un proceso del que hablaremos más adelante, siguieron aprovechando su capacidad de absorción de moléculas de yodo para transformarlo en la glándula tiroides, fábrica de hormonas con base en este elemento.
Como hemos mencionado, hubo un momento en que el primer arco branquial y parte del segundo ya no jugaron un papel en el intercambio gaseoso. Así, por ejemplo, en los peces cartilaginosos que son relativamente primitivos, el primer arco branquial se encuentra modificado formando las mandíbulas, mientras el segundo forma parte del apoyo de estas mandíbulas al resto del cráneo. La parte superior de los dos arcos se fusionan, creando una fuerte mandíbula superior, quedando embebida entre ellos la primera hendidura branquial. Con el paso del tiempo se transformó en un par de tubos abiertos por los dos lados al aparecer los orificios olfativos delanteros y los traseros, situados estos por detrás de los ojos. Esos tubos se especializarían en percibir “olores”: en ellos se encontraban una serie de terminales nerviosas dirigidas por un tipo de genes que son prácticamente idénticos a los que tienen los seres que nos vamos a encontrar en el camino de la evolución (anfibios, reptiles, aves y mamíferos). En cada paso evolutivo podemos ver a estos genes crecer en número, lo que se producía a través de sucesivas duplicaciones de los ancestrales.
Posteriormente a la aparición de la mandíbula emergieron los dientes como excreciones óseas de la piel que la recubría, posiblemente de algo parecido a una escama.[1] Se formaban a partir de una invaginación en las dos capas del tejido cutáneo, derivando una de ellas en una estructura interna con dentina y otra en una externa de esmalte.
Los apéndices dentales aparecen a lo largo de un proceso dirigido por una serie de genes comunes en todos los animales con dientes, que poseen incluso las aves aunque en ellas no se expresen, tales como el gen AMEL cuya función es la fabricación de la “amelogenina”, el más importante componente del esmalte de los dientes, el gen ENAM cuya función es la síntesis de “enamelina”, otro componente del esmalte o el gen DSPP cuya función es la síntesis de la “sialofosfoproteína” de la dentina.
El proceso funciona mediante la colaboración de dos tipos de tejidos distintos. Uno es el epitelial de la boca y otro es el mesenquimal que procede del mesodermo -recordemos que es el tejido intermedio que se genera durante el desarrollo del embrión-.
Dejemos el detalle del nuevo invento y continuemos con el paseo por la biota del Silúrico, que lo habíamos comenzado en el mar. Debemos ahora alejarnos de él y adentrarnos en tierra firme, en donde nos encontramos evidencias de insectos primitivos, aún sin alas y sin la fase de metamorfosis. Se tratarían de animales parecidos a los archeognatha o los thysanura, conocidos popularmente como pececillos de cobre y de plata respectivamente. También de esta época están datados los fósiles más antiguos de miriápodos.
Sabemos que los hexápodos, entre los que se encuentran los insectos, evolucionaron en agua dulce como una rama de los crustáceos a finales del Silúrico o principios del Devónico, hace unos 420 millones de años. En el agua quedaron los branquiópodos. En la imagen siguiente puede verse el camino de todos ellos.
Como comenta Jesús Espí en su blog Entomoblog,[3] “la colonización de la tierra por los hexápodos parece coincidir con la de los otros grupos de artrópodos terrestres -miriápodos y quelicerados- a finales del Silúrico. Además, el origen crustáceo de los hexápodos puede solucionar el misterio de por qué los insectos no han sido capaces de extenderse a nichos ecológicos marinos y la razón de que los crustáceos apenas hayan colonizado la tierra a pesar de ser un linaje con más de 500 millones de años de antigüedad: en realidad los crustáceos sí colonizaron la tierra, pero en forma de insectos, y como los primeros ya se habían diversificado y ocupado todos los nichos marinos potenciales, esto impidió a los segundos extenderse por el mar. Además, también puede explicar la ausencia de restos de hexápodos marinos en el registro fósil antes del Devónico”.
Las plantas
Las plantas que habían empezado a colonizar la tierra a finales del periodo anterior, el Ordovícico, siguieron extendiéndose por el nuevo nicho.
Las primeras plantas erguidas que aparecen en la tierra carecían de raíces, sistema vascular y hojas, factores que determinaron más tarde el éxito de sus descendientes. Esencialmente estas plantas eran tallos rígidos sencillos. Se han encontrado fragmentos de ellas en rocas silúricas, y seguramente fueron las pioneras que vivieron cerca de corrientes o charcas de agua dulce.
En el agua dulce encontraron disuelto el CO2 que necesitaban, así como fosfatos y nitratos esenciales para la construcción de las moléculas indispensables. Pero provenían del mar, y los citoplasmas de sus células eran una extensión de las aguas saladas, presentando una forma coloidal muy fina de diversos iones y sales, con unas concentraciones mayores que las del agua dulce del nuevo entorno. Simplemente por acción de ósmosis a través de la membrana celular tenderían a absorber agua en su interior, lo que a la larga supondría su destrucción. Su problema fue de qué forma controlar en el agua dulce los líquidos internos de las células. Sabemos que lo consiguieron, siendo seguramente la superación de este condicionante lo que permitió el éxito evolutivo de las células vegetales que fueron favorecidas por la aparición de unas membranas celulares más gruesas y resistentes.
Resuelto este problema, el siguiente paso fue ampliar su campo de acción explotando otros ambientes húmedos cíclicos, como charcas estacionales o manantiales que seguían el ciclo hidrológico anual. Al haber endurecido la pared exterior de sus células, las plantas se habían preadaptado para evitar la sequedad del aire y la radiación ultravioleta, pudiendo soportar la estación seca y crecer nuevamente durante la lluviosa. La idea de una pared protectora fue traspasándose poco a poco de las células a la planta completa, desarrollando una cutícula exterior que también daba rigidez al conjunto. Pero esta mejora llevaba incorporado un nuevo problema: la planta debía intercambiar con su medio, a través de una pared gruesa, los gases necesarios para el metabolismo de sus células. La solución vino por una especialización adaptativa de alguna de ellas que aprendieron la función de hacer de puerta: cada par de ellas se abría y cerraba dejando un estoma por donde la planta podía “respirar” o “excretar”.
Resueltos los problemas, comenzaba una nueva guerra. En la competición entre vecinos saldrían mejor paradas aquellas plantas que pudieran proyectar mejor a sus células fotosintéticas hacia la luz solar. En los abigarrados tapetes de briofitas de entonces esto sólo se podría conseguir “estirando el cuello”, creciendo por encima de las demás. Pero ello conllevó una dificultad añadida: cuanto más se alejaban del húmedo suelo más difícil era el cuidado de las células extremas, a las que había que llevar alimento y de las que había que eliminar los residuos de su metabolismo. Por eso, la primera innovación adaptativa aún antes que la aparición de raíces y hojas fue la invención del tejido vascular.
El primer registro fósil de plantas vasculares, esto es, plantas terrestres con tejidos que transportan los nutrientes, aparece en el período Silúrico. La primera planta vascular conocida es la riniofita Cooksonia, del Silúrico superior, hace unos 420 millones de años. Tenía forma de maza de unos 10 centímetros de altura, sin raíces ni hojas. La cabeza era el órgano generador de esporas y los tallos fueron evolucionando a lo largo de los casi 200 millones de años que existieron estas plantas sobre la Tierra: los primeros fósiles no presentan una cutícula exterior ni estomas, por lo que se cree que los intercambios gaseosos que necesitaba se hacían directamente entre sus células y el medio ambiente.
Otras plantas fósiles vasculares del Silúrico fueron los licopodios primitivos, como la Baragwanathia de Australia, que aparecen por primera vez en el registro fósil de finales del Silúrico temprano y que se diversificaron bastante durante el medio y el tardío. Sus rizomas habrían ayudado a estabilizar bancos de arena y limos y zonas de aguas poco profundas.
El aumento de la abundancia y la diversidad de los animales que vivían en los estuarios o que se aventuraban remontando corrientes de agua dulce se puede atribuir a aquella progresiva presencia de plantas vasculares en hábitats acuáticos y terrestres que comenzó a finales del Silúrico. Además, la descomposición de su materia habría aumentado la cantidad de alimento disponible en estos nuevos hábitats. Posiblemente esta incipiente abundancia de alimento fue lo que atrajo a algunos artrópodos, tipo miriápodo o hexápodo primitivo, a aventurarse sobre la tierra a finales del Silúrico.
Los hongos
En el Ordovícico, los hongos habían iniciado de la mano de las plantas la colonización de tierra firme. Sus fósiles más antiguos de este periodo, el Silúrico, son de hace unos 443 millones de años. Se tratarían de oomicetos, unos protozoos pseudohongos, asociados a invertebrados marinos y en entornos terrestres hifas -elementos filamentosos subterráneos de los hongos- fósiles de presuntos ascomicetos asociados a pequeños artrópodos.
Se han encontrado[4] también otros fósiles sorprendentes de hongos, datados hace 422 millones de años, que inicialmente se habían asignado a algún tipo de planta, quizás un tronco de conífera. Realmente se trata del carpóforo -la seta- del basidiomiceto Protaxites. Su altura llegaba a alcanzar los 8 metros y crecía adoptando una forma parecida a la de un tronco de árbol compuesto por estructuras tubulares concéntricas. Sin lugar a dudas contrastarían en extremo con las pequeñas e incipientes plantas vasculares, como se ha intentado reproducir en el verde paisaje del Silúrico de la imagen anterior.
Según algunos investigadores, ya en esta época estarían presentes los principales grupos fúngicos, aunque curiosamente hay que esperar al inicio del próximo periodo, el Devónico, para encontrar los primeros fósiles de los tipos de hongos más antiguos: los quitridios y los zygomicetos.
Reproducimos aquí por comodidad la filogenia de los hongos que ya habíamos presentado en el capítulo sobre el periodo Proterozoico.
Con esto damos por finalizada la visita a vista de pájaro del Silúrico, periodo en el que los artrópodos salieron definitivamente del agua al amparo de las cada vez más potentes plantas vasculares. En la próxima entrada nos adentraremos en el periodo Devónico, donde no sólo nos admiraremos con las conquistas del Reino de las plantas, sino que seremos espectadores de primera fila de la aventura de los peces poblando definitivamente un nuevo hábitat, el terrestre. Hasta entonces.
- En esta publicación de septiembre de 2015 aparecida en la revista Science se habla con detalle de esta hipótesis sobre la aparición de los primeros dientes. [↩]
- Podéis acudir a la publicación mencionada aquí. [↩]
- Este es el enlace al blog Entomoblog de Jesús Espí. Actualmente inmerso en la plataforma de blogs Naukas. [↩]
- Más información al respecto en esta publicación de la revista New Scientist de abril de 2007. [↩]
- Para leer el artículo original podéis enlazar aquí. [↩]
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{ 4 } Comentarios
No dejo de sorprenderme con todo el conocimiento que nos comparte, y que bebemos como agua para el sediento, gracias, es admirable todo esto.
Hola Luis Antonio.
Gracias por tus palabras que suponen un acicate para mi. Espero que podamos seguir compartiendo conocimientos por lo menos una año más. Y sobre todo que lo disfrutemos todos.
He seguido toda la serie hasta ahora y me emociono con cada conquista que ha hecho la vida. ¡Es verdaderamente épico! Y pensar que es una guerra que se pelea en todos los frentes de batalla, desde el molecular (en mutaciones, en cambios conformacionales en proteínas, en surgimiento de nuevas moléculas) hasta el ecológico, donde hay que lidiar con cambios geológicos de los cratones y continentes, el cambio del clima, la competencia contra los demás seres vivos. ¡Épico a más no poder! ¡Enhorabuena por una serie tan magnífica!
Hola StillHuman.
Gracias por tus palabras de elogio que me animan un montón. Como tu dices el sentimiento de lo épico de esta aventura es algo que a mi, personamente, me deja agradablemente apabullado. Como cuando miro el cielo estrellado y sé lo que hay más allá de la belleza visual. La épica de este tremendo mar de fondo nos arrolla como humanos. Qué poco somos, qué afortunados poder entender la función y ser parte indisoluble de la misma.
Un saludo y espero que sigas disfrutando con la serie.
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