En la entrada anterior de la serie “Los sistemas receptores” estudiamos el cómo del proceso visual, por el que la entrada de un fotón luminoso al ojo genera en el fondo de la retina un potencial de acción, potencial que va a discurrir por los axones que conforman el nervio óptico hacia el interior del encéfalo. Se trata de los de las neuronas que hacen el primer relevo en el conjunto de las autopistas visuales. El espectáculo, por tanto, lo habíamos dejado en marcha. Veamos ahora como continúa. Como siempre en estas entradas recomiendo la lectura de las tres primeras de esta serie que os ayudarán a navegar por lo que hoy digamos.
El mundo que apreciamos es tridimensional, esto es evidente. Pero a la hora de ver lo que sea que haya ahí afuera, el cerebro ha preferido dividirlo en dos espacios, el derecho y el izquierdo. Cada uno de ellos se procesa en uno de los hemisferios cerebrales, aunque con la sutileza de que aplica una contralateralidad: el hemisferio derecho “contempla” el mundo exterior izquierdo, mientras que el hemisferio izquierdo hace lo propio con el mundo externo derecho. Ambos hemisferios están conectados por un haz poderoso de “autopistas” nerviosas, por lo que esta división del mundo en derecho e izquierdo no es al final un problema, ya que nuestra gran masa encefálica se encarga de integrar los dos aspectos y así proponernos una realidad unitaria útil.
Sin embargo, si hablamos de la información inicial a nivel del ojo, observamos que en la retina de cada uno de ellos se reciben datos del total del escenario por delante de ellos. En los dos ojos las mitades derechas de sus retinas reciben los fotones que provienen de la izquierda del escenario, ya que la luz que viene de la izquierda tras cruzar las estructuras ópticas del ojo se proyecta sobre el lado derecho de su interior, y lo contrario sucede en las mitades izquierdas de las retinas, sobre las que se proyectan los fotones que provienen de la derecha del escenario. Luego, toda esta información de la derecha o la izquierda del campo visual se canaliza, aunque aún de forma separada, por el nervio óptico de cada ojo hacia las siguientes estructuras de procesamiento visual en el sistema nervioso. Pero si esto es así, ¿cómo es que he dicho que cada hemisferio cerebral procesa contralateralmente sólo la mitad del escenario? ¿en qué momento se disciernen ambas informaciones?
Recordemos brevemente lo que aprendimos en la entrada anterior. Las células ganglionares de la retina [n1] son las que con sus axones conforman el nervio óptico por el que se transmiten los potenciales de acción originados al incidir un fotón exterior sobre alguna de las opsinas de un fotorreceptor de la retina. Cada célula ganglionar lleva una información muy etiquetada, que habla de sobre qué parte del campo visual externo está orientada; de si proviene de conos o bastones; y de las características de la luz que incidió sobre sus campos receptivos en la retina. Cada célula ganglionar, pues, lleva su propio lema en su camiseta, aunque se nos ocurre que entre los campos de su ficha personal debe haber una clasificación muy clara: la de derecha e izquierda. En cada ojo, un mazo de axones del correspondiente nervio óptico transporta datos de un hemiescenario, el de la derecha, mientras que otro los llevará del contrario. Un nervio para cada ojo, pero con un doble flujo en la corriente que circula por ellos.
Al salir los nervios ópticos de cada uno de los ojos, convergen y se dirigen uno al encuentro del otro. Cosa que sucede en un punto que podemos imaginarlo como situado más o menos coincidente con el centro de la cabeza, aproximadamente en la línea imaginaria que une el inicio de ambas orejas y un poco por encima de la cavidad nasal. En este punto ambos nervios dividen sus dos flujos izquierda-derecha cruzando de lado a uno de ellos, de forma que se emparejan según la parte del campo visual a la que están asignados: toda la información de la derecha irá ya junta y se dirigirá en su camino hacia estructuras cerebrales contralaterales, en este caso hacia zonas del hemisferio izquierdo. Lo mismo pasará con los axones que “ven” la izquierda del mundo que, tras cruzarse uno de ellos, juntos acabarán en el hemisferio derecho. Al punto de cruce se le conoce como el quiasma óptico cuyo nombre, que viene de la palabra griega χίασμα, precisamente significa esto: “cruce”, “disposición cruzada”.
Si avanzamos un poco más adelante veremos que cada uno de este par de “subnervios” ópticos llegarán a un núcleo neuronal del tálamo de su lado, llamado núcleo geniculado lateral, que se encuentra en la parte lateral de su cola. Ya sabemos de otras entradas cuál es la labor que realiza el tálamo: podemos considerarlo como el “portero” de entrada de la información sensorial al cerebro, manteniendo unas intensas conversaciones con la corteza y el sistema emocional. Han entrado en cada tálamo, por tanto, un par de “subnervios” llevando a cuestas sus etiquetas según sea de qué ojo provengan y de qué lado del escenario lleven la información. Podríamos pensar que éste es el punto donde se va a iniciar la homogeneización de la información que transportaban todos estos axones, que en el tálamo se les va a poner una única etiqueta. Pero no es así, necesitamos aún que se mantengan los matices, pues los hay de segundo orden, de los que aún no hemos hablado y que más tarde entenderemos el porqué.
El núcleo geniculado lateral está formado por capas de neuronas, hasta seis, repartiéndose de forma alternada: una mitad para los axones de un ojo y la segunda mitad para los del otro. De las tres de cada ojo, una recibe los datos de las células ganglionares M de la retina -recordad lo que habíamos dicho de ellas en la entrada anterior- y otras dos a las ganglionares P. Las primeras se llaman en consonancia las capas Magnocelulares y las segundas Parvocelulares. En la retina hay además un tercer tipo de neuronas ganglionares, las K, que también tienen en el tálamo sus propias capas, las Koniocelulares, de las que no hablaremos, pues sus funciones no son hoy por hoy muy bien conocidas.
En estas capas talámicas se encuentran las segundas neuronas [n2] del relevo con las que las ganglionares hacen sinapsis. Para luego continuar los potenciales de acción por los axones de estas neuronas del tálamo y, como podéis imaginar por lo que estáis leyendo, aún llevando la etiqueta específica del ojo del que proceden. Estos axones salen formando un abanico de proyecciones (ver la última imagen de esta entrada) que se dirigen a la corteza visual primaria -V1- en la parte posterior del lóbulo occipital. Casi la podríamos tocar cuando nos rascamos la protuberancia trasera de nuestro cráneo.
La corteza visual primaria V1 es una estructura que, como la mayoría de las del neocórtex, está ordenada formando lo que se puede imaginar como un bosque de columnas, unas junto a otras y todas ellas con seis capas “apiladas” de neuronas, que se extienden por toda la corteza. Cada columna está especializada en la información específica de uno sólo de los ojos, alternándose espacialmente más o menos las del derecho con las del izquierdo. A una de las capas centrales de estas columnas “mono-oculares” se dirigen los axones del abanico que emerge del tálamo, con la particularidad de que aún aquí, en esta capa, se mantiene diferenciada y sin mezclarse la información magnocelular y parvocelular de cada uno de los dos ojos. Esta disposición comienza a ser importante para los más complejos procesos de visión que se van a llevar a cabo aguas abajo. El camino Parvo está especialmente dedicado a la forma y el color de la información visual, mientras que el camino Magno no quiere saber nada de lo anterior, dedicándose a procesar patrones de movimiento de forma más general. La imagen siguiente pretende aclarar este galimatías.
Llegados a este punto, vamos a detenernos un poco sin avanzar más allá de este “momento” del proceso neuronal visual. Nos quedamos a la espera en la más primaria corteza visual V1, mientras damos unos pasos hacia atrás en el camino ya visto para hacer un necesario apunte acerca de otros tres procesos inducidos por las estructuras de la visión que hemos ya analizado. Realmente no tienen una implicación directa sobre el hecho último de la percepción visual, aunque seguramente dos de ellos deben incidir también al introducir ciertos matices en el tipo de información que la crea. De cualquier forma completan nuestros conocimientos de lo que hacen las vías neuronales dedicadas a este sentido.
El primero de ellos -(D) en la imagen siguiente- se trata del “ritmo circadiano”, verdadero reloj interno que dirige a muchos de nuestros procesos fisiológicos de ritmo diario y a los patrones del sueño. No vamos a hablar de ello, pero sí decir que en el ojo hay también un subsistema “fotorreceptor-ganglionar” especializado, que comienza en una célula ganglionar de la retina la cual actúa como un fotómetro de una cámara óptica. No influye directamente en la visión pero sí detecta la luz y proyecta esta información a través de su axón, el cual es parte también del nervio óptico aunque deriva hacia el núcleo supraquiasmático del hipotálamo, estructura neuronal que junto con su vecino, el tálamo, forman la mayor parte del mesencéfalo.[1] Como podéis imaginar, este núcleo supraquiasmático está situado…. sobre el quiasma óptico, como no podía ser de otra manera.
Algunos neurólogos ven a esta especie de fotómetro orgánico como una reminiscencia de los sistemas sensores corporales más antiguos y menos elaborados, preocupados sólo en detectar las condiciones generales luminosas del ambiente exterior más que en “redibujar” este exterior. Su función primitiva habría sido el detectar luces y sombras que sirviesen para orientar direccionalmente a favor o en contra al organismo que lo poseyera. Un “ojo” realmente primitivo del que aún no nos hemos desprendido, utilizándolo para unas labores para las que posiblemente no había emergido en el camino evolutivo de los animales.[2]
El segundo proceso -(B) en la imagen- es el que se pone en funcionamiento cuando en nuestro campo visual, en cualquier lugar, aparece una excitación luminosa suficientemente potente como para captar inconscientemente nuestra atención y producir el acto reflejo de giro de la cabeza, el necesario y preciso como para proyectar nuestro eje de visión exactamente hacia lo que nos ha sorprendido. Esta orden interna la dan los colículos superiores, dos pequeñas masas ganglionares situadas por debajo del conjunto talámico, aún en la parte superior del tronco encefálico. Unas ramificaciones de los axones de los nervios ópticos proyectan sinapsis con las neuronas de estos colículos, las cuales, tras una nueva etapa sináptica, transmiten la información a las cortezas motoras que imparten la orden del movimiento adecuado.
Al igual que lo que dijimos para el subsistema circadiano, la función cubierta por este segundo proceso parece que también podría ser evolutivamente muy antigua y que, incluso, los colículos pudieron haber sido, en animales menos complejos del árbol evolutivo, la principal “corteza” visual. Circunstancia que aún podemos intuirlo en algunas reminiscencias funcionales que podemos observar hoy en día: en animales como peces y anfibios si se les extirpan los colículos se quedan ciegos; las ranas cazan moscas al vuelo gracias a la sensibilidad espacial que le proporciona sus colículos. En animales “superiores” como los primates –entre los que estamos nosotros- si se nos daña la corteza visual primaria V1 quedamos ciegos “cromáticos” por así decirlo. Nuestro cerebro no consigue generar la percepción de la visión en formas, colores o movimientos. Pero misteriosamente se conserva la habilidad de detectar la posición exacta de objetos que están delante, lo que se conoce como visión ciega, que está dirigida precisamente por este antiguo procesador que se encuentra en los colículos superiores. Procesador que en otras entradas posteriores aún nos va a sorprender con otras habilidades.
Pasemos al tercer proceso prometido -(C) en la imagen-, que está íntimamente ligado con las prestaciones que necesita nuestra “máquina de fotos” que es el ojo. Me refiero a que esta delicada máquina en algún momento necesita ajustar la cantidad de luz que entra en el ojo y necesita también ajustar su proyección exactamente sobre la retina. Y esta acomodación se consigue precisamente mediante el ajuste de la apertura de la pupila y de la curvatura del cristalino. La gestión de estos ajustes se centra en un lugar muy próximo a los colículos, en una zona que se conoce como pretectum, que reciben también prolongaciones específicas de los axones del nervio óptico para hacer sinapsis en neuronas situadas en ellos y así iniciar la precisa orden de ajuste ocular.
Con eso queda explicada la anatomía y procesos visuales que se llevan a cabo entre los ojos y la corteza visual primaria V1. Profundizar en lo qué pasa más allá será objeto de la siguiente entrada.
- Podéis refrescar esto último releyendo la segunda entrada de esta serie, en donde hablábamos de anatomía. [↩]
- Es curioso como poseemos un gadget biológico para la fotometría que es sensible a la cantidad de luz pero no a las frecuencias luminosas. Como podemos leer en la Wikipedia, “El núcleo supraquiasmático…es un centro primario de regulación de los ritmos circadianos mediante la estimulación de la secreción de melatonina por la glándula pineal“. Esta glándula es una pequeña glándula situada junto al tálamo en el cerebro de los vertebrados. En la entrada número XXI de la serie de El Cedazo dedicada a “Lo que se preguntan sus alumnos de 3º de la ESO” ya se hablaba de estos ritmos circadianos. Pero es más curioso, aunque si lo observas en “modo evolutivo” no tanto, el analizar a las proteínas que activan a nuestra célula fotométrica. Se tratan de algunas de la familia de las opsinas y en particular de las rodopsinas, de las que [como ya se decía en la entrada 27 de la serie de El Cedazo "La Biografía de la Vida"] ”… se sabe que las hay de dos tipos, a las que para diferenciar llamaremos de tipos A y B. Las dos se encuentran tanto en los vertebrados como en los invertebrados. Curiosamente, los vertebrados utilizan las del tipo A para ver mientras que los invertebrados lo hacen con las del tipo B. Pero los vertebrados utilizan las del tipo B como base para fijar las pautas temporales biológicas, el reloj circadiano, mientras que los invertebrados utilizan para ello la otra rodopsina. Hay que reconocer que no es sorprendente que una misma proteína desarrolle ambas funciones en principio tan distintas, ya que para ello las dos tienen que tener una habilidad común, y es que deben ser sensibles a la luz. Parece como que ambas rodopsinas existían ya en un antiguo ancestro común con células fotorreceptoras, y que con el paso del tiempo adoptaron distintas especializaciones“. [↩]
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