Hasta ahora hemos deambulado por el gran escenario donde surgió el milagro de la Vida, nuestra querida Tierra. Hemos visto también que la química prebiótica fue haciéndose, de forma espontánea, cada vez más compleja, hasta generarse un nuevo mundo, el del ácido ribonucleico, el ARN. Todo ello lo podemos recordar releyendo las anteriores entradas de esta serie sobre La Biografía de la Vida. Al final de la última de ellas prometimos adentrarnos en las teorías que intentan explicar el lugar donde todo sucedió. Como lo prometido es deuda, vamos a por ello.
¿Cuál fue el escenario de lo que fue una inevitable maravilla?
Dada la imposibilidad material de obtener una fotografía real, vía restos geológicos o fósiles, hay que buscar las hipótesis más coherentes y posibles. Se barajan diferentes posibilidades: la Vida pudo aparecer en las aguas superficiales y cálidas de los protoocéanos, en charcas o marismas, o en las profundidades de dichos protoocéanos, junto a surgencias termales submarinas, ayudada quizás por plantillas de arcillas -moldes para la replicación por su geometría repetitiva- que ejercerían además una función catalizadora, favoreciendo las polimerizaciones de las moléculas que se depositaban sobre ellas y proporcionando la energía necesaria para la reacción.
La tesis de la sopa primigenia[1] en aguas someras presenta una serie de dudas. La principal es que, aun asumiendo la espontaneidad en la generación de las moléculas precursoras de los polímeros de la Vida, cosa que parece probada por múltiples experiencias en laboratorios, parece difícil que en unas aguas abiertas se produjera una concentración suficiente de estas moléculas como para que tuvieran la oportunidad de encontrarse con la suficiente asiduidad, interaccionar intensamente entre ellas y así crecer y evolucionar. Se ha argumentado que todo ello pudo pasar en zonas de aguas someras que, siguiendo los ciclos meteorológicos, se inundaban para posteriormente secarse, favoreciendo así la concentración de las moléculas disueltas. Otra dificultad estribaba en el tipo de atmósfera existente. Ya hemos comentado que en los ensayos realizados por Stanley L. Miller y Harold Urey se había conseguido obtener biomoléculas al someter un ambiente reductor a la energía de descargas eléctricas. Una atmósfera reductora está compuesta básicamente de H2, NH3 y CH4. Sin embargo en un momento de muy alta incidencia de las radiaciones ultravioletas estas moléculas no serían muy estables, ya que pasarían fácilmente a N2 y a CO2. No hay evidencias de que la atmósfera de la Tierra fuera reductora en aquella época y sí de lo contrario al final del eón. Entre medias… todo fue posible. No obstante, los datos parecen indicar que la Vida empezó en una época muy temprana, y por tanto bien pudiera ser que apareciera en condiciones de una atmósfera reductora, cuando la disociación de sus moléculas aún no hubiera alcanzado un grado muy elevado. De todas formas, a esta temprana Protovida de la superficie del planeta le quedaba aún superar otro terrible inconveniente: el continuo bombardeo de meteoritos y cometas que caían sobre la superficie de la Tierra.
Hay alternativas a esta acta fundacional sobre la superficie de las aguas del planeta, también postulando mundos reductores, y que defienden que la Vida apareció en chimeneas hidrotermales submarinas, inicialmente catalizada por minerales. Se comenzó con las ideas de Günter Wächtershäuser, ya comentadas en otra entrada[2] de esta serie, sobre el mundo del hierro y azufre, teoría que tomó gran solidez al ser descubiertas en el fondo oceánico este tipo de formaciones a lo largo del último cuarto del siglo XX. La teoría fue consolidada y perfeccionada más tarde, en 2002, por William Martin, de la Universidad de Dusseldorf, y Michael Russell, geoquímico del Jet Propulsion Laboratory de la NASA en Pasadena, California.
Hay dos tipos de chimeneas submarinas. Unas básicamente de tipo volcánico en las proximidades de las dorsales oceánicas (zonas en donde las placas tectónicas se separan, de lo que hablaremos en otras entradas) bautizadas como fumarolas negras, y otras que son consecuencia de la desintegración que provoca el agua en las rocas de la placa oceánica, de forma continua y progresiva, y que se las conoce por el nombre de venteos hidrotermales alcalinos. El proceso en ambos modelos se inicia cuando el agua en el fondo de los océanos permea el suelo y llega a zonas de magma o próximas a él, donde se sobrecalienta y vuelve a brotar como una especie de geiser submarino, en el caso de las fumarolas, o un incesante y suave borboteo, en de los venteos. No obstante, la química de ambos tipos de chimenea es distinta.
Las fumarolas negras aparecen como estructuras en forma de chimenea que emiten nubes de material de color negro, arrastrando partículas con un alto contenido de minerales de azufre, como la pirita (sulfuro de hierro), CO2 e iones metálicos, a unas temperaturas próximas a los 400ºC y con un alto grado de acidez. Cuando se encuentran con las frías aguas del océano, muchos minerales precipitan, especialmente en forma de sulfatos de calcio –anhidrita- recubiertos por precipitaciones de sulfuro de hierro, formando la chimenea alrededor de la surgencia, con una estructura muy compartimentada y porosa. Estas chimeneas tienen crecimientos muy rápidos, alcanzando en poco tiempo grandes alturas, lo que les confiere una gran inestabilidad.
Los venteos hidrotermales alcalinos, como los del campo conocido como Lost City en el océano Atlántico, son distintos. Se producen alejados de las dorsales oceánicas y presentan unas temperaturas más modestas, en el entorno de 40ºC a 90ºC. El agua del mar que se infiltra por las fisuras de la corteza oceánica constituida básicamente por peridotita, una roca ígnea, se calienta y reacciona con el abundante mineral de hierro y magnesio que allí se encuentra, produciendo un entorno de alta alcalinidad, es decir con pocos protones H+, y flujos ricos en metano CH4 e hidrógeno H2, y con concentraciones de minerales de calcio, bario o silicio que le dan su característico color blanco. Al contrario que en las fumarolas negras, en este tipo de venteos no se producen cantidades significativas de dióxido de carbono, sulfuro de hidrógeno o iones metálicos. Al mezclarse la surgencia con el agua del mar, que se encuentra a unos 2ºC y con CO2 disuelto, sus iones precipitan, produciéndose carbonato cálcico y formando así unas chimeneas de hasta 60 metros de alto con una gran estabilidad. La estructura de estas chimeneas presenta unas formas porosas llenas de microcavidades.
En ambos tipos de fumarolas se encuentran numerosas especies de extremófilos y otros tipos de organismos viviendo en sus proximidades. Son de reseñar las poblaciones de bacterias quimioautótrofas que basan su metabolismo en los compuestos del azufre. Más tarde, en otras entradas, veremos la importancia de este tipo de bacterias en la evolución de los seres unicelulares.
Ahora bien, hace 4 mil millones de años, cuando suponemos el inicio de la Vida, las condiciones del mar eran distintas. Las aguas serían muy ricas en hierro en su forma no oxidada de ión ferroso Fe2+, ya que entonces el oxígeno era aún escaso, mientras que el fluido exhalado por las surgencias submarinas debía contener bastante ión hidrosulfuro HS-. Estos dos iones se combinarían produciendo pirita FeS2 liberando mucho H+ que a su vez reaccionaría con el anhídrido carbónico disuelto en el agua produciendo biomoléculas. Conociendo estas circunstancias se ha intentado reproducir en el laboratorio lo que pudo pasar en la superficie de los fondos marinos durante el Hadeico, en un momento en que imaginamos que los venteos debieron ser muy abundantes. Efectivamente esto debió ser así, ya que en los ensayos, al inyectarse una solución de SNa2, parecido al fluido hidrotermal, en disoluciones de Cl2Fe, que simula bien las condiciones del hierro en el mar de aquel entonces, se observó que precipitaban unas estructuras de SFe porosas, material semejante al de las chimeneas hidrotermales.
No parece por tanto una entelequia el suponer que durante el eón Hadeico en los fondos oceánicos, sobre la corteza de la litosfera submarina, se dieran este tipo de fenómenos y estructuras: las leyes de la química y de la termodinámica han sido siempre las mismas, tanto hoy como hace millones de años.
Así que imaginemos un primitivo venteo alcalino, posiblemente con más diferencia de temperatura con el agua que le rodeaba, quizás presentando alguna de las características químicas de las fumarolas negras: el magma estaba demasiado próximo y demasiado caliente, lo cual favorecería su proliferación. En estos venteos, o lo que fuera, energizados por los motores que suponen los gradientes químicos y térmicos que allí se producían, se encontrarían variadas moléculas e iones que se irían haciendo cada vez más complejos. De la corteza ascendían arrastrados por el caliente flujo de agua, una química alcalina, sencillas moléculas de hidrógeno y de CH4, compuestos de azufre y nitrógeno en forma de amoniaco, además de otras moléculas e iones, todas ellas necesarias para formar los ladrillos de la materia orgánica y para iniciar el proceso de obtención de la imprescindible energía vital. Por otro lado, el mar era menos caliente y ácido, debido esto último a la gran concentración del CO2 disuelto en aquellos momentos como resultado de la abundancia de este gas en la atmósfera hadeica y de la alta presión atmosférica a nivel de mar. A pesar de la baja concentración de oxígeno en el mar, los silicatos de hierro ferroso se iban oxidando lentamente a hierro férrico, liberando iones de H+. Abundaban también los iones de níquel y de compuestos fosfatados. Las diferencias de pH -alcalino en la surgencia, ácido en el mar-, de temperaturas -caliente en la surgencia y fría en las aguas libres- y de concentraciones iónicas entre el flujo del venteo y las aguas del fondo oceánico, se constituyeron en dinámicos impulsores químicos de lo que pasaba en la zona de mezcla.
Un micromundo en donde abundaban el dióxido de carbono, hidrógeno, fósforo, nitrógeno… todos los materiales para construir moléculas orgánicas. Iones de níquel y hierro que reaccionaban con el sulfhídrico de las emanaciones formando moléculas de SFe y SNi, con un tremendo potencial energético basado en su fuerte capacidad redox, con la que impulsarían las cadenas de electrones que creaban la energía necesaria para tan complicada fábrica. Un campo de protones que empujaban en la misma dirección (entenderemos mejor estos procesos tras la lectura de una entrada posterior). Un universo de materiales y energía.
Faltaba sólo el cobijo en donde estos dos actores principales de la alquimia se concentraran, preservaran y colaboraran.
Las porosidades de las estructuras calizas de las chimeneas eran el alojamiento ideal para el proceso, mientras que su recubrimiento por sulfuros metálicos suministraba una continua fuente de electrones energéticos para la química prebiótica, lo que, unido a su potencial catalizador, formaba un escenario ideal para las polimerizaciones. Básicamente los mismos catalizadores, hierro de muy distintas clases, níquel y sulfuros de molibdeno que utilizan actualmente las células para acelerar la captura y conversión del CO2 en moléculas orgánicas.
Sabemos que desde una edad temprana se dieron las circunstancias que pudieron hacer posible la aparición de una “protovida” química aún no biológica. Aquellos activos autorreplicantes a los que gustaba colaborar en el medio donde se encontraban. Ahora y aquí, en este momento de la biografía de la Vida, junto a las chimeneas hidrotermales submarinas del Hadeico, hemos dado un paso más y nos encontramos casi en el mundo del ARN.
Ya sabemos que el mundo de los precursores del ARN es la imagen más probable de lo que surgió en estos escenarios. Pequeñas moléculas del tipo ARN que interaccionaban entre ellas, acoplándose de acuerdo con las leyes termodinámicas y químicas en el interior de los minúsculos recovecos del cuerpo de las chimeneas de los venteos. Unos entes que se autoconstruían y se duplicaban primero por la acción catalizadora del vecino, más tarde por su propia autocatálisis, y que encontraban en el interior de las porosidades una química que les dotaba de materiales de repuesto y energía para su replicación. Los precursores del mundo del ARN dentro de las porosidades se irían haciendo también más complejos.
Algunos de estos precursores actuarían ya como enzimas “ayudando” a otros a replicarse o a unirse formando unas cadenas más largas. Se producirían hiperciclos de colaboración. La selección natural haría el resto al dejar paso sólo al más competitivo y eficaz, y eliminar el resto. Las protocélulas generarían así su material informativo, su ARN preferido. Y como el ARN de un retrovirus, el campeón se expandiría a otros poros de la roca en los que también sería el campeón. Probablemente seguiría su trabajo automático de configuración propia y del medio celular, por un lado evolucionando cada vez más a formas muy sofisticadamente enmadejadas, “herramientas 3D”, con las que podía favorecer encuentros moleculares consolidando una función enzimática. Y por otro lado hacia formas sencillamente estructuradas, ideales para una replicación con pocos errores, orientándose hacia una molécula cada vez más parecida al ADN. Así, hasta que inventó una “fórmula proteína” que catalizaba mejor que él y un ácido nucleico que replicaba mejor que él, el ADN. Y tuvo que cederles la antorcha.
Es sorprendente como en el mundo de los virus se observan tipologías que parecen el reflejo de lo que pudo pasar. Los más complejos poseen un genoma de ADN pero los más sencillos, que pueden ser supervivientes de la época del mundo del ARN, lo tienen de este ácido nucleico con muy pocos nucleótidos. Desde los viroides que son incapaces de codificar la proteína que precisan para su autorreplicación, pasando por los un poco más complejos Deltavirus en donde conviven un gen y una proteína enzimática que no es la que precisa para replicarse, hasta llegar a los Narnavirus en los que la proteína acompañante de su gen es producida por él mismo y es precisamente la que cataliza su propia replicación. Es decir, desde un trozo de ARN que necesita que alguien le ayude en su replicación, pasando por ARN’s que conjugan un gen y una enzima, primero independientes y después perfectamente ligados en sus funciones.
En esta aventura, el ARN obtendría la energía de una forma similar a como la obtienen las bacterias que actualmente viven en las fumarolas y venteos submarinos: a partir de los gradientes de protones y de la energía de enlace de los compuestos de azufre ayudados por el poder oxidante de los abundantes iones metálicos. Y la almacenarían para su actividad apoyándose en una molécula, el acetiltioéster, abundante de forma natural en el mundo hidrotermal submarino, que se produce fácilmente mediante el ataque de radicales libres de hierro y azufre sobre el dióxido de carbono. Esta molécula hace funciones semejantes a las del adenosín trifosfato, ATP, las pilas de energía de prácticamente todas las células vivas.
Todo nos lleva a imaginar un resumen poco menos que sorprendente: el ancestro común más antiguo de los seres vivos no fue una célula, sino unas rocas producidas en una fumarola alcalina, con paredes catalíticas compuestas de hierro, níquel y azufre, y energizadas por un gradiente natural de protones resultante de la oxidación de los minerales sulfurosos. En sus solitarias y recónditas porosidades se gestaron complejas moléculas que ya jugaban con los atributos que hoy tienen los seres más simples, las bacterias quimioautótrofas, organizando el código genético, montando el ribosoma que es la fábrica celular de proteínas, seleccionando al ADN, desarrollando un núcleo elemental de metabolismo suficiente como para suministrar los componentes que necesitaría para su replicación, aprovechando la energética química redox y mediando como enzimas catalizadoras de ATP, todo ello en un entorno individual y aislado.
Este ser casi mineral que se encontraba en la frontera de la Vida estaba presenciando el albor de la revolución bioquímica, cuando los genes y las proteínas se diversificaban llevando a cabo millares de nuevas y diferentes funciones, cuando el ARN y los sulfuros de hierro fueron sustituidos como catalizadores principales por las proteínas y cuando la química biológica empezó a diversificarse y tomar cuerpo.
Ahora sólo le faltaba volar independiente y lejos de la estructura mineral de los venteos. Necesitaba algo parecido a un traje espacial que reprodujera su ambiente protector natal, un traje lo suficiente maleable como para que su química se pudiera enriquecer en el nuevo medio marino donde iban a ser pioneros, haciendo posible que entes hijos heredaran su autonomía e independencia. Para ello necesitamos dar un nuevo paso en esta historia, subir un escalón más apoyándonos en las membranas lipídicas.
Aclaremos en que consisten estas membranas.
Sólo hay que acudir a la naturaleza, o simplemente lavarse las manos, para ver cómo aparecen de forma espontánea burbujas, micelas, de una finísima capa que encierra aire. Se ha observado en el laboratorio que en disoluciones de fosfolípidos se generan este tipo de micelas y membranas, que van creciendo por adición de más y más fosfolípidos libres, y que se dividen de forma espontánea dando micelas hijas capaces de continuar el mismo proceso. Algo con lo que ya se encontró Oparin al estudiar sus coacervados, tal como se comentó en la entrada segunda de esta serie.[3]
Los fosfolípidos son moléculas muy largas, que en un extremo tienen un grupo fosfato normalmente con una carga negativa, siendo el otro extremo completamente apolar -sin manifestación de carga eléctrica-. Por otra parte tenemos a la molécula de agua que tiene un carácter bipolar, ya que al tener el núcleo de su oxígeno mayor cantidad de protones con carga eléctrica positiva -ocho- en relación a los que tiene el hidrógeno –uno-, se produce una desviación hacia el primero de la población de electrones negativos de la molécula. La consecuencia es que la molécula de agua presenta una carga negativa cerca del oxígeno y una positiva cerca de los hidrógenos. Mezclamos agua y lípidos y ¿qué pasa? Que los polos de cargas opuestas se juntan, mientras que los extremos no polares huyen del agua y se refugian entre ellos. Resultado: una membrana formada por una doble capa de lípidos con sus extremos polares hacia fuera. Cuando estas membranas lipídicas se doblan aproximando sus extremos, se unen formando una burbuja. Esto sucede de forma espontánea ya que esta estructura equivale al estado de mínima energía para los agregados de estas moléculas.
Las primeras membranas celulares tuvieron que provenir de esta circunstancia física al configurarse una micela que encerraría a una disolución de muchas y variadas moléculas, formando así un perfecto foro de encuentro entre ellas. De hecho las membranas de las células y de sus núcleos tienen esta constitución molecular. Que además de su estanqueidad para el desarrollo de la vida presentan otra ventaja, ya que son parcialmente permeables según el tamaño de las moléculas: permiten el paso a los monómeros con los que se construyen los ácidos nucleicos y las proteínas, y a la vez la salida de los productos de desecho del metabolismo.
Pero en la situación de inicios de la bioquímica la creación de largos fosfolípidos era muy compleja, debido precisamente a su longitud. El proceso, por tanto, debió de ser lento, como sucedió con tantos otros que hemos analizado hasta ahora: la evolución habitualmente es así, un rosario de pequeños escalones. Todo comenzaría con un pequeño lípido, quizás producto residual de algún ciclo autocatalítico, que se quedó pegado sobre la superficie que contenía a una disolución repleta de solutos. Este lípido adosado a la superficie influyó sobre su ambiente ya que al rechazar al agua en su entorno por su carácter hidrofóbico crearía algo así como una burbuja de moléculas “vacía” de agua que iba abriendo camino a otros lípidos, los cuales crecían al interrelacionarse entre ellos. En principio formarían como una pequeña mancha de aceite en el agua, pegada a la pared de pirita dentro de un pequeño poro de la roca. Con el tiempo esta mancha, ya cohesionada como una membrana, se abombaría dejando un espacio de “agua en aceite” entre ella y la roca, formando una burbuja, una especie de protocélula fija sobre el sustrato. A través de la membrana pasarían moléculas muy simples como el CO2, quedando en su interior algunos ciclos autocatalíticos autótrofos -quizás unas sencillas cadenas de ARN autorreplicantes- con su metabolismo incipiente, siendo la superficie pirítica la suministradora de iones y energía.
Con ello se consiguió un entorno aislado en donde se desarrollaba la bioquímica de la forma necesaria como para que aumentara la entropía del conjunto, permitiendo el que se incrementara el orden, a costa de disminuir la del exterior gracias a una energía que entraba al sistema a través de la membrana fosfolípida. La base del delicado equilibrio dinámico de la homeostasis vital.
Poco a poco el abrigo de las porosidades se fue haciendo innecesario al desarrollarse las primitivas vesículas fosfolipídicas. En algún momento de la diversificación de la bioquímica se traspasó a estas membranas las funciones de bombeo de protones y las funciones redox que hasta entonces venía desarrollando el sulfuro de hierro de las paredes de roca que las albergaba. La membrana debía ser ya prácticamente procariota,[4] al menos en su estructura, y seguramente fue en este momento en que se desarrollaron dos diseños, a la vista de las distintas bioquímicas alcanzadas en las membranas de las eubacterias y de las arqueobacterias, los seres vivos más ancestrales. Quizás en estos mismos instantes, coevolucionando a la par de las membranas orgánicas, se estaría pasando del mundo del ARN replicante y enzimático, al mundo cooperante de ADN-ARN-proteínas, cada uno con su función. También a la par que iba sucediendo lo anterior, los incipientes genomas circulares de ADN se irían complicando por duplicaciones o transmisiones horizontales entre diversas “células”, en un camino evolutivo de mayor eficacia en su codificación de información y en su replicación con escasos errores.
Con los procesos químicos vitales ya automantenidos, un ser vivo independiente pudo liberarse de su cárcel pétrea y salir a las aguas libres a practicar su quimioautotrofismo. Sobre el fondo marino afincaron su vida aprovechando el CO2 disuelto y la energía química de los compuestos de sus lechos. A medida que iban muriendo, sobre el fondo marino se comenzaba a sedimentar materia orgánica que sería mucho más tarde utilizada por las grandes células heterótrofas que tardarían aún mucho en llegar. Lo anterior constituye la revolucionaria teoría de los ya mencionados profesores William Martin y doctor Michael Russell.
Sea o no sea cierta la hipótesis anterior, alguien tuvo que ser el primero. Según el genetista Andrés Moya, tal como dice en su libro “Simbiosis“, parece ser que teóricamente con 208 genes una célula tiene lo mínimo para replicarse y metabolizar. Y hay serias evidencias de que todos los seres vivientes que somos y han sido tenemos un ancestro común que ya introdujimos en una entrada anterior,[5] el LUCA -Last Universal Common Ancestor, Último Antepasado Común Universal- que contaba con 600 genes. Hay diversas teorías al respecto, aunque la más extendida es la que dice que la Vida apareció una sola vez sobre la Tierra, pero nadie puede asegurar que no se hubieran dado otros brotes hoy perdidos en el camino, desaparecidos al verse incapaces de resistir la presión evolutiva o que permanecen escondidos en lugares no explorados del planeta. Éstas son las evidencias que nos permiten asegurar la existencia del antecesor común. Podemos suponerlo cuando observamos que los procesos metabólicos más comunes están extendidos en todos los seres vivos. Lo deducimos a partir de la sorprendente y ancestral coincidencia de que los mismos genes expresan las mismas proteínas en toda la comunidad histórica de organismos vivos. Que así nos lo indica el constatar la existencia de un atávico y único código genético a nivel planetario. Y está demostrado largamente a partir de los estudios realizados sobre la evolución de genes que nos permiten husmear en su árbol genealógico. Hemos podido retrotraernos con absoluta seguridad hasta el LUCA mediante análisis genéticos con los que se siguen la pista a unos cien genes (lo que suponemos significa el 6% de la cesta de protogenes de tan venerable abuelo) existentes en el acervo actual de la biosfera.
A partir de ahí siguen aún abiertas muchas preguntas: ¿cómo se las apañó la primera protobacteria cuando abandonó la primera chimenea calcárea?, ¿cómo llegó a colonizar otras chimeneas u otros ambientes?, ¿cómo fue evolucionando el metabolismo que le permitió esta hazaña?
La lectura de esta entrada no nos esta dando certezas absolutas, y seguiremos manteniendo los interrogantes. Efectivamente, todo son hipótesis y no se sabe con certeza cómo y cuándo apareció la Vida, aunque las pistas son esclarecedoras y, para el que precise certezas, podríamos decir que también son esperanzadoras. Parece casi una evidencia que el proceso fue ineludible, ya que los resultados de los ensayos teóricos parecen confirmar la casi espontaneidad de todos los procesos necesarios, también corroborado por las evidencias geológicas y bioquímicas que nos llevan a pensar que se produjo en un momento muy inicial de la vida de la Tierra, posiblemente más allá de hace 3.800 millones de años. Y si efectivamente tenemos un ancestro común, todo parece indicar que hay que apostar por la mayor probabilidad de unos hechos encadenados por la evolución y la selección natural, una cadena de sucesos que sin necesidad de magias hicieron posible que la Vida se extendiera por doquier.
Y hasta aquí la historia hadeica. En aquel momento final de época, vibrando aún con los últimos rumores del Bombardeo Tardío, nos hubiera asombrado el juego de los astros. El Sol, menos brillante que hoy en día, atravesaría rápidamente el arco del cielo, quizás al doble de velocidad que ahora, mientras que la Luna muy próxima aparecería cada noche aterradoramente grande sobre nuestras cabezas. La Tierra era una bola brillante, un globo de agua, festoneada por unas placas áridas cubiertas de pústulas volcánicas. El viento y el agua degradaban estos inicios de continentes depositando el resultado en el fondo del mar, en donde crecían capas de sedimentos de gran espesor. Nada de color verde sobre las escasas tierras estables, ningún movimiento a excepción de remolinos de polvo, las torrenteras desbordantes y el correr de las lavas. La atmósfera parecida a la actual, aunque sin oxígeno, se había ya aclarado: dominaban el dióxido de carbono, el metano, el nitrógeno y el agua. El cielo, posiblemente, dada la gran cantidad de vapor de agua en la atmósfera, era tan azul como el que conocemos y los amaneceres y atardeceres no serían tan rosados o rojos al no estar la atmósfera tan contaminada por el polvo, aunque seguramente todo sería menos luminoso porque así lo era el Sol de entonces. El mar templado y ácido ocupaba la cubeta que formaba la placa oceánica, sujetándose sobre un magma muy caliente que de vez en cuando hacía valer su poder agrietando este fondo marino. La Vida primigenia bullía en el agua, tan sólo en el agua. Primitiva y abundante. Esperando el siguiente eón para agarrarse a cualquier oportunidad y conquistar cualquier nuevo recoveco.
Este objetivo lo cubriremos en la siguiente entrada en donde daremos los primeros pasos por el eón Arcaico.
- Consiste en la hipótesis por la que en las condiciones que se dieron en la tierra hace millones de años, en algún lugar de su superficie, se constituiría un caldo primitivo primigenio rico principalmente en carbono, nitrógeno e hidrógeno, en el que, al verse expuesto a los rayos ultravioletas del Sol y a la energía eléctrica generada por las tormentas atmosféricas, se generaron unas estructuras simples de ARN, versión primitiva del ADN, base de las criaturas vivas. [↩]
- Se trata la entrada 03 “La química se apunta a lo bio“. [↩]
- Podéis enlazar con la entrada mencionada, “Algunas generalidades“, aquí. [↩]
- Se llama procariota o procarionte a las células sin núcleo celular definido, es decir, cuyo material genético se encuentra disperso en el citoplasma, reunido en una zona denominada nucleoide. Por el contrario, las células que sí tienen un núcleo diferenciado del citoplasma se llaman eucariotas y son aquellas cuyo ADN se encuentra dentro de un compartimento separado del resto de la célula. [↩]
- Se trata de la entrada 03 “La química se apunta a lo bio“, a la que podéis llegar aquí. [↩]
The La Biografía de la Vida 05. La casa natal de la Vida by , unless otherwise expressly stated, is licensed under a Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 2.5 Spain License.
{ 8 } Comentarios
Buen artículo, jreguart. Aunque dicho mundo “sulfhídrico” nos sea esquivo por la falta de pruebas sobre su origen (eterno problema del eón Hadeico…), la ciencia biológica le debe mucho y no sólo por el origen de la Vida. ¿Sabías que sin las bacterias termófilas, la Genética no sería hoy día como la conocemos? La enzima empleada en la inmensa mayoría de los procedimientos de ingeniería genética que requieren la amplificación de un gen para su análisis, detección, secuenciación, clonado… es la Taq polimerasa, aislada de una bacteria termófila, Thermus aquaticus. Sin ella, la PCR (Polimerase Chain Reaction), la técnica de replicación in vitro de ADN, no sería posible ya que es una enzima que no se desnaturaliza a altas temperaturas; permitiendo así la desnaturalización de la doble hebra del ADN por calor, y por ende, el clonado del mismo sin añadir un alto número de enzimas (DNA Helicasa, DNA Topoisomerasa, RNA Primasa, DNA Ligasa…) que luego impurificarían la mezcla resultante.
Es una pequeña curiosidad, alejada del tema del artículo (lo reconozco) pero de gran interés.
Saludos!
Hola de nuevo Gencianal. Gracias de nuevo por tus explicaciones. Lo que son las casualidades de la vida. En nuestro cruce de comentarios de ayer en la entrada número 11 de esta serie salió a relucir el libro “Las siete hijas de Eva” de Brian Stykes. Y hoy me comentas el tema de la amplificación en la replicación del ADN en el laboratorio con las polimerasas de las termófilas. Pues bien, en el libro mencionado se hace una descripción más general y de andar por casa de la técnica PCR, y que fue lo que le facilitó a Bryan Stykes el iniciarse en el intrincado camino del análisis del genoma mitocondrial. En el libro se explica que Kary Mullis ideó la base del PCR un día que iba con su novia en el coche: Iniciar la copia de la secuencia de ADN a la vez por los dos extremos de la misma, por lo que se conseguiría una progresión exponencial de su población, en lugar de, como se hacía hasta aquel momento, empezar la copia por un sólo extremo con el que se obtenía un menguado crecimiento lineal. Realmente debió ser un pelín más complejo de lo que digo. El libro no dice si Mullis perdió aquel día a su novia.
Vaya coincidencia, Jreguart!!
Me apuntaré el libro que me indicas, por supuesto. La pena es que vivo en el extranjero y no tengo fácil el acceder a libros en castellano, pero todo se andará, la vida es larga y no puedo pretender desentrañar en días lo que tardó centurias en pasar.
Te felicito porque de tus respuestas se desprende que estás muy, muy puesto en el tema, que has investigado muchísimo en forma de bibliografía. Por ello, si ves que mis comentarios son un poco pobres, al basarse en recuerdos y en cuatro datos repasados deprisa y corriendo para no decir ninguna burrada de memoria (hace años que no miro estos temas), no tengas en cuenta mi ignorancia.
Seguiré leyendo a pocos la serie y esperando nuevos artículos. Como te dije en el capítulo 11, se avecinan algunos muy interesantes. Soy consciente de que podría “curiosearlos” dentro, pero me niego a hacerlo, prefiero que me cojas por sorpresa porque sabe mejor.
Me quedaré pensando si puedo aportar algo en forma de una nueva serie. Como ya le he dicho a J, quizá en mi tema cojearía. Últimamente, por azares de la vida, me he puesto muy al día en finanzas, a lo mejor podría escribir algo de eso.
Saludos!!
Toda aportación es deseada y bienvenida. Soy un lego en la materia y necesito ayuda externa para poner al día mi conocimiento. Si tienes libro electrónico dime que tipo de fichero maneja y a lo mejor te puedo enviar el mío. Lo puedo intentar en plan pdf.
lamentablemente estoy leyendo recién y bien atrasado , pero no puedo dejar de opinar : sumándome a tu planteamiento general quisiera agregar que las celulas ancestrales secuestraron las mitocondrias a las bacterias – bueno , quiza no fué secuestro fué solo simbiosis . lo cierto es que esta cooperación siempre se debe haber dado . y estos seres unicelulares primero y luego pluricelulares , copiaban o robaban “tecnología mas sofisticada” a sus vecinos ; como se hace actualmente a nivel macro en todo orden de cosas .
Hola Kambrico,
aprovecho tu comentario para hacer un pequeño homenaje personal a la gran Lynn Margulis, la madre, primero de la teoría y después de múltiples descubrimientos, de la símbiosís entre bacterias y de su trascendencia. Desgraciadamente se nos fue en 2011.
Estamos ahora aquí conversando gracias a sus intuiciones. Que verás más desarrolladas en la entrada número 11. Hasta la próxima y no desesperes por tu “tardanza”. Disfruta.
jreguart : no se si es entusiasmo mío , pero esas moléculas de la vida que tu describes , por la forma como se comportaban resulta demasiado obvio que traían – y traen por su puesto – una suerte de adn inscrito a fuego en sus átomos que les impulsa a crear vida ; si antes lo sospechaba con tu trabajo ya no lo dudo ; lo que sucede es que nadie ha podido llevar a cabo la secuencia completa en laboratorio ; quería comentar esto porque ya me imagino que en los siguientes capítulos vamos a comentar sobre hechos consumados , con la maquinaria andando a full , pero aquí en esta etapa del camino todo es tan especial.
Hola Kambrico,
tienes toda la razón. En estos momentos de la película estamos aún en la fase de la teoría y la ilusión por futuros descubrimientos trascendentales. En capítulos posteriores todo se regulariza gracias al cada vez más abundante registro fósil. Como tú dices, hechos consumados. Lo cual no le quita emoción a la historia.
Escribe un comentario