Comienzos del mes de julio de 2019. Hace unos pocos días que en el hemisferio boreal se nos vino de repente el verano. A lo largo del año todo el mundo suspira por la llegada de esas fechas, ya que “verano” quiere decir, para la mayoría, lo mismo que “ya llegaron las merecidas vacaciones”. Descanso, relax, naturaleza, amigos y familia, viajes, aventuras… la cara de una alegre moneda que, inevitablemente, nos va a enseñar también su cruz: calor y mosquitos.
En esta entrada voy a hablar de mosquitos, aunque no como un handicap de verano, sino como unos animalillos con los que disfrutar al saber cómo se lo montan en la vida. Una vida curiosa y simple. Como sucede con muchos de nuestros compañeros de viaje, tendría que añadir, aunque sus antepasados ya volaban mucho antes de que los reptiles mamiferoides, nuestros abuelos, corretearan escondiéndose de los grandes dinosaurios.
Volemos también nosotros, pero con nuestra imaginación, hasta hace unos 420 millones de años, en pleno periodo geológico conocido como Silúrico. En las aguas del mar vivían los individuos pertenecientes al filo de los artrópodos: decir “filo” es decir plan corporal y decir “artrópodo” quiere decir tener patas articuladas y un exoesqueleto externo que les da la rigidez necesaria para moverse y actuar. En aquellos momentos la competencia debía ser grande, por lo que algunos valientes decidieron ver cómo les iba por la amable tierra, llena de plantas, hongos y bacterias para alimentarse y sin muchos depredadores que les pudieran amenazar. Lo hicieron diversas familias, entre las que se encontraba la de los hexápodos, que, como su nombre indica, tienen seis pies, tres pares de patas. Los fósiles más antiguos que conocemos de ellos, de hace entre 411 y 407 millones de años, corresponden a un Rhyniognatha hirsti que, como ya tenía sus piezas bucales en el exterior del cuerpo, queda clasificado como un insecto. El siguiente elemento diferenciador evolutivo de la clase Insecta es la forma en que articulan las mandíbulas, de ahí se pasó a la aparición de las alas, con todas sus modalidades, cosa que sucedió hace unos 320 millones de años. También de esta época data el primer hallazgo de un insecto fósil con metamorfosis completa. Más tarde, hace unos 250 millones de años, aparecen ya los primeros dípteros, entre los que se encuentra nuestro personaje de hoy, el mosquito, insectos que habían mutado su segundo par de alas cambiándolas por unos balancines que funcionan como giróscopos.
La palabra mosquito, por sí sola, lleva automáticamente a nuestra imaginación hacia la percepción de un irritante zumbido nocturno, paradigma de los horrores para la mayoría de los humanos. Siendo esto cierto, hay que reconocer que con ello no se les hace justicia, ya que la mayoría de las familias “mosquiteras” no practican el noble arte de la esgrima. Aunque sí lo hacen los culícidos, nuestros familiares mosquitos. Centrada su historia y taxonomía, pasemos a ver como desarrolla su vida.
A los humanos nos parece una vida sin sustancia, pero realmente la evolución los ha conducido por complejos vericuetos, dotándoles de eficaces soluciones de supervivencia. Así, los mosquitos tienen cuatro etapas de evolución vital que se inicia en el huevo y que, pasando por diversos episodios de metamorfosis -larva y pupa-, finaliza como un individuo ya adulto.
A pesar de que son unos animales aéreos, a la hembra no le queda más remedio que poner los huevos en zonas con agua. Algunas lo hacen en terrenos húmedos con la “esperanza” de que las lluvias (o el riego del jardín) lleve sus huevos hasta un charco. Esa necesidad queda patente cuando sabemos que de ellos van a salir unas delicadas larvas sin alas que precisan vivir sumergidas, aunque realmente necesiten respirar el oxígeno del aire. En el agua llevan una existencia muy tranquila, alimentándose del material orgánico que se van encontrando. Si las condiciones ambientes les son favorables y no se las han zampado alguno de sus muchos depredadores, las larvas necesitarán poco más de una semana para pasar a la siguiente etapa. Este tiempo lo emplean en realizar un constante paso de baile que los lleva desde la superficie al fondo de su piscina particular y viceversa. No es casual esa pauta, ya que cuando están en la superficie, como colgadas del techo líquido, aprovechan para aspirar aire mediante un fino tubo trasero que queda como anclado en el límite del agua. Ya con una buena reserva de oxígeno podrán desplazarse por las profundidades en busca de alimento o de lo que les depare la vida… quizás la boca de un pez.
Pasan los días y la larva deberá crecer. Para poder hacerlo de forma sustancial, a medida que va creciendo tiene que liberarse del férreo corsé que es su exoesqueleto, que actúa como una fuerte coraza fija. Antes de iniciar la nueva fase de su ciclo vital, la de pupa, habrá cambiado la cutícula externa hasta cuatro veces. Pasados unos ocho días, cuando deba ir a por la cuarta y última muda, la larva se verá obligada a tomar una medida drástica: transmutar sus órganos y cuerpo de larva en otro cuerpo y otros órganos, que van a ser los de una pupa. Para ello se adentrará en la primera de sus dos metamorfosis, proceso que va a cubrirse a lo largo de un corto periodo de tiempo que durará unos dos días. A partir de la cuarta cápsula emerge un animal muy distinto, la pupa, con un cefalotórax voluminoso de donde emergen un par de cuernos para respirar y unas aletas para nadar. El animal adopta una forma de vida un poco extraña para esos momentos que imaginamos con un rico metabolismo, puesto que en su interior sigue la transformación: no come y se mueve. Lo primero suele ser normal en otros insectos, pero lo segundo es una habilidad sui géneris. Gracias al remanente energético de cuando era larva, veremos a la pupa moverse por el agua con gran agilidad en busca de zonas de protección, pues los peligros de ser depredados siguen siendo tremendos, y subiendo a la superficie para respirar. Realmente sólo vive para transformar su organismo: a lo largo de lo que dura esta placentera ”vida de balneario” a su cuerpo le están sucediendo maravillas. Aquella pequeña “oruga” larvaria alargada queda olvidada para ir apareciendo un nuevo ser, ya que sigue la metamorfosis, en su segunda fase, ahora en busca de la forma definitiva, la del adulto. Va a necesitar al menos seis estilizadas patas y un par de inexistentes alas. Unos cuatro o cinco días después de haberse convertido en pupa, su caja torácica flotando en la superficie del agua se abre, emergiendo el mosquito adulto que queda exhausto y mojado como un tranquilo barquero sobre tan efímera balsa. Allí se someterá a un desplegado de sus alas gracias a la creciente presión hidrostática interna a medida que la hemolinfa, su “sangre”, penetra las nervaduras, mientras el sol le va proporcionando un progresivo secado. Casi una sesión de alta peluquería… lavado, secado y cardado. Dispuesto ya para comenzar su nueva vida social, sus alas le transportaran hacia nuevas experiencias.
Los mosquitos macho son muy gregarios cuando nacen. Se van a buscar unos a otros, pero, ¡ojo!, sólo los machos. Quizás hayáis podido ver en alguno de vuestros paseos por el campo cómo encima de un arroyuelo, o de una mata, zumba y caracolea una nubecilla de tales caballeros. Aunque los miramos con una cierta aprensión, son totalmente inofensivos. No se trata ni de lejos de un enjambre como el de las abejas. Cuando veamos una de esas nubes seguramente se tratará de una congregación de machos culícidos, a veces llamados los verdaderos mosquitos. Tras reunirse, seguramente irán a comer libando el néctar de alguna flor cercana. Su especial aparato bucal, en el que los palpos son más largos que la probóscide, está preparado para chupar. Cosa muy distinta de lo que ocurre con las hembras, en las que el punzón de la probóscide suele ser más largo que palpos y antenas. Aunque a ellas también les gusta el néctar, que es fundamental para su alimentación, va a ser este estilete el que van a usar para perforar la piel de sus víctimas y así extraerles sangre. Hablaremos de ello en los párrafos que siguen mientras continuamos observando la bulliciosa nube de inocentes machos volantineros, no tan pacífica como parece, ya que de vez en cuando se va a ver alterada por un ataque exterior: una hembra se lanza en picado sobre los incautos, para atrapar a un macho y huir con él para realizar el apareamiento y fecundación de la hembra, que para eso han venido al mundo.
Hemos dicho que la hembra del mosquito tiene los mismos gustos culinarios que su pareja: no desperdiciará un buen néctar. Y también hemos comentado que no se retrasan demasiado en cumplir con su obligación vital, que es la de poner los huevos. El néctar es una solución acuosa más o menos concentrada de azúcares, aminoácidos, iones minerales y sustancias aromáticas. Es un alimento muy energético, muy útil como gasolina para mover las alas, pero incompleto. Presenta un déficit de proteínas, precisamente lo que necesita la hembra culícida para que maduren sus huevos. Sin ellas, su propósito de sobrevivir y reproducirse quedará sin rematarse. Y aquí es donde entra la sangre, ya que en ella encuentran las necesarias proteínas. Por eso las hembras tiene esa faceta “vampira” que las hace tan desagradables.
¡Un momento! Así que necesitan sangre y no sólo nos la quitan las muy taimadas, sino que nos dejan normalmente un molesto escozor como tarjeta de visita. Entran ganas de decirles ante lo inevitable de la performance, ¡chupa… pero no nos hagas sufrir! Un imposible biológico. Ya habéis visto en la figura anterior cómo de fino es el estilete de la hembra. Tiene que ser lo suficiente fino y resistente como para que pueda clavarlo a través de la piel de algunos mamíferos. Si, habéis leído bien, de los mamíferos: a las señoras solamente les gusta la comida caliente. Moviendo sus alas entre 400 y 600 veces por segundo, se van a ir aproximando al sentenciado atraídas de lejos por el dióxido de carbono que desprende el posible objetivo al respirar; en la media distancia al ver como se mueve el huésped; para rematar el vuelo ya casi en el contacto, teledirigidas por el olor, la humedad y el calor corporal del incauto, momento en el que, cual eficaz matador de toros, se dispone a clavar el estoque.
Introduce su arma en la sabrosa y olorosa vianda y, cual humano que saliva ante un buen manjar, la mosquita también saliva un líquido venenoso vasodilatador y anticoagulante que produce un amplio efecto en la zona donde ha picado. En una primera instancia se va a producir la rotura de tejido y una leve reacción alérgica a la saliva inoculada. Eso último es debido a que el organismo atacado libera histamina para luchar contra ella, dando como resultado una inflamación de la piel en la zona de alrededor de la picadura. La inflamación supone una apertura de la luz de los capilares sanguíneos, por lo que va a llegar más sangre a la probóscide ¡Primer objetivo conseguido! Aunque inflamación, histamina y más sangre es igual a un molesto y picante habón. A la vez se está gestando un segundo contraataque, ya que el cuerpo tiene también sus armas: las plaquetas sanguíneas rápidamente acudirán a frenar el desaguisado. Pero tienen la batalla perdida, ya que la saliva de las hembras mosquito tienen un potente anticoagulante que les proporciona un doble servicio: favorece una continuidad de la sangre -hay que pensar que tienen prisa, ya que, aunque el cocktail de la saliva también contiene un analgésico, el dolor puede provocar lo que puede ser un mortal manotazo- y evita que se formen coágulos en el canal de la probóscide ¡Segundo objetivo!
Ya está la mosquita saciada y cargada de las necesarias proteínas. Tras un ciclo que puede durar de tres a cinco días los huevos maduran y ocurre la puesta. La hembra lo va a hacer en el agua, hasta unos 200 huevos, que según la especie de que se trate serán depositados en grupo o de forma individual. Soltada su carga vital, está dispuesta a repetir el ciclo todas las veces que le alcance su vida. Que según sea la especie y las condiciones ambientales puede durar entre una semana y un mes. En eso también los machos se muestran escasos, ya que se mueven en la parte baja de la banda temporal vital. Y vuelta a empezar.
Voy a acabar proponiéndoos la visión de un bonito vídeo donde se nos ofrece una primera fila para observar el ciclo vital de esos antiguos animales. Aquí lo tenéis.
Me despido con la certeza de que tras un tranquilo invierno los mosquitos ya están aquí, al menos en el hemisferio norte donde los calores empiezan a apretar sin ninguna piedad. Pueden esperar agazapados en el plato lleno de agua debajo de mis geranios o en el bonito estanque del otro lado de la calle. Mi experiencia me dice que no hay armas eficientes para protegernos. Así que paciencia. Me voy a consolar pensando que para mis congéneres del hemisferio austral la vida empieza a sonar bella sin el zumbido de esos torturadores. Con el frío su actividad disminuye hasta el punto, si no mueren, de quedarse en un estado de reposo mientras su ciclo vital se detiene. ¿Hay alguien que quiere acogerme unos meses, exactamente seis, por aquellas latitudes?
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