Esta entrada de la serie “Los sistemas receptores” vamos a dedicarla a explorar el sistema de la percepción visual. Y antes de entrar definitivamente en harina, como ya os comenté en otras entradas, permitidme que os recomiende que repaséis las tres primeras de esta serie si no las habéis leído ya. ¿Leídas…? Pues adelante.
A los que no tenemos problemas irresolubles con el sistema de percepción de la visión, como pudieran ser la ceguera u otras minusvalías importantes, nos parece que éste es el sentido “por excelencia”. ¡Ver para creer! ¡Si no lo veo no lo creo! ¡De lo que no veas ni la mitad te creas! dice el sabio refranero popular: ¿qué haríamos sin poder ver nada de lo que pueda haber por ahí afuera? ¡Si lo primero que se nos viene a la mente son imágenes de lo recordado o de lo que estamos planificando para el futuro! No obstante, no me atrevo a decir que si me faltara la vista iba a ser incapaz de vivir, puesto que hay mucha gente que nos demuestra lo contrario al manejarse perfectamente sin este sentido. Pero… la verdad es que yo veo bien y no me gustaría dejar de hacerlo. Es mi percepción, como también la tiene cualquier otro animal mamífero de la especie humana. Posiblemente sería distinta si yo fuera un topo. Y con toda seguridad lo sería si fuera una libélula, con sus magníficos ojos compuestos.
¿Por qué esta sensación de sentido preeminente? Quizás -posiblemente- sea una mera impresión subjetiva de los humanos. O quizás su importancia resida en el inconsciente de la complejidad estructural de las cortezas dedicadas a la visión, indicio de la complejidad de los procesamiento cerebrales implicados. O tal vez quizás sea porque la retina es realmente parte de la masa encefálica y, aunque se hable de un nervio óptico, no lo es como una estructura independiente del cerebro. Si estudiamos el desarrollo de un embrión veremos que casi a la par de que en su tubo neuronal aparece el tálamo, a su lado, y casi en el mismo momento, aparece otra prolongación, la vesícula óptica, que dará lugar más tarde a la retina y a la capa celular pigmentada que la recubre. Sea lo que sea, la información que presenta al cerebro es fundamental para sus procesos mentales y de percepción. Ahí afuera hay cosas que se interrelacionan electromagnéticamente, que emiten y reciben continuamente fotones. Algunos de estos llegan a nuestros ojos e incluso, de entre ellos, hay algunos que al ser detectados pueden generar en nosotros percepciones de cosas sólidas y de colores.
La retina es el gran sensor de la vista[1]. Sus raíces evolutivas se hunden en ciertos pigmentos que poseían alguna de las primitivas bacterias -y aún hoy en día sigue siendo un procedimiento vigente-. Cuando eran excitados por la luz provocaban una serie de procesos fisiológicos en la célula que desembocaban en un movimiento condicionado por la posición del foco luminoso. Hoy estos pigmentos, o sus descendientes químicamente mutados, los encontramos en las neuronas de la retina de nuestros ojos.
Lo que hay por delante de la retina, el ojo, no es más que una cámara de ajuste fotográfico, de forma que la “imagen” transportada por los fotones, tras atravesar los diferentes medios oculares y ser refractada en ellos, consiga “caer” perfectamente y con definición sobre la retina. Ni un poco por delante, ni un poco por detrás. Ésa es la teoría, que no siempre se cumple con tal exactitud como muy bien saben miopes e hipermétropes. ¿Cuál será entonces el mapa del exterior que queda “dibujado” sobre nuestra retina? Es fácil imaginarlo por nosotros mismos, y para ello propongo que prestes un segundo de atención al caso real de este momento en que lees estas letras. Lógicamente, lo que ves a la derecha de tu campo visual, tras entrar por el orificio de la pupila, tiene que reflejarse en la parte izquierda del fondo de ojo, en los dos. Lo mismo pasará con todos los objetos que se encuentran a la izquierda de tu campo visual, que tendrán su reflejo sobre la parte derecha del fondo de ambos ojos. Y al igual deberemos pensar con el abajo y el arriba. Total, que el ojo le está dando la vuelta a la realidad exterior, cosa que, como veremos en la entrada siguiente, no le produce ninguna preocupación al cerebro. No en vano vemos, o creemos ver según nuestros criterios, lo de arriba, arriba, lo de abajo, abajo, y las cosas en el lado que les corresponde. Hechas estas consideraciones geométricas vayamos ya a los sensores de la retina.
La retina está compuesta por capas de hasta cinco tipos de neuronas. Lo más curioso es que las que realmente son sensibles a la luz, formando la capa más externa, están “tapadas” por las otras cuatro capas. Es una curiosidad anatómica que no se da en los ojos de los cefalópodos, tan complejos como los nuestros, en los que la luz incide directamente sobre los fotorreceptores. Quizás esto sea así en los humanos porque la capa externa pigmentada realiza una función principal en la regeneración de los pigmentos de las neuronas fotorreceptoras. Las neuronas de la capa más interna, llamadas ganglionares, son las que van a formar con sus axones el nervio óptico que transmitirán hasta el cerebro los potenciales de acción con la información visual recogida en el receptor “retina”. Entre ambos tipos funcionales de neuronas existen otras de comunicación horizontal y vertical. Estas últimas se llaman bipolares, precisamente por tener un doble axón entre las fotorreceptoras y las ganglionares, pudiendo conectar cada una de ellas con una o varias de éstas últimas.
Pasemos ahora a las fotorreceptoras. Hay dos tipos de estas neuronas: los conos y los bastones -llamados así por la forma de sus cabezas, como podemos apreciar en el dibujo de arriba-, cada una con sus particularidades que luego comentaremos. Y hay muchísimos más de los últimos que de los primeros en una proporción de 20/1. En sus cabezas se encuentran unas proteínas específicas de la familia de las opsinas, las cuales son factor principal en la transducción de la energía del fotón luminoso que incide sobre la neurona fotorreceptora, por el que se generará en su membrana una variación de potencial. Al final, y tras un proceso fisiológico más o menos complejo, esta variación de potencial va a ser el origen de un potencial de acción en la neurona ganglionar del nervio óptico, “proporcional” a la excitación luminosa inicial. En la familia de los conos encontramos tres tipos de opsinas, mientras que en la de los bastones sólo una, la rodopsina (de rod -bastón en inglés- y opsina). Cada una de los tres tipos de opsinas de los conos está modulada para responder a un espectro concreto de frecuencias de los fotones que le lleguen: una opsina centrada en la frecuencia del azul, otra en la del rojo y otra en el verde. No es que “vean” azul, rojo o verde, sino que se excitan y producen preferentemente potenciales de acción ante la presencia de fotones con una longitud de onda centrada en el pico de su espectro de respuesta. Más tarde, aguas abajo del proceso visual, el cerebro lo interpretará a su manera proponiéndonos la variedad de percepciones cromáticas.
Cada cono está especializado en un tipo de opsina y, además, al estar conectado a una sola neurona ganglionar del nervio óptico podemos darnos cuenta de que cada potencial de acción, en un axón del mismo, estará perfectamente etiquetado por un espectro energético determinado de luz. Pero ¿no eran todos los potenciales de acción iguales? ¿Cómo interpreta luego el color el cerebro? No nos pongamos nerviosos, ya que hablaremos de ello un poco más tarde. Aunque ya podéis imaginar que la percepción cromática es un total constructo de nuestro encéfalo. Eso, hablando de los conos. Y los bastones ¿qué hacen? Según la curva anterior, ¿captan un cromatismo intermedio? La verdad es que captan lo que captan, e inducen sus potenciales de acción en condiciones inesperadas… trabajan mejor en la oscuridad.
La distribución de conos y bastones en la retina no es azarosa o aleatoria: sigue un patrón topográfico muy definido. En el centro conocido como la mácula lútea, que en la imagen que inicia esta entrada corresponde al lugar de la fóvea, hay una abundancia de conos y pocos o ningún bastón. Llamo centro de la retina a la zona enfrentada al orificio de la pupila por donde entran los estímulos luminosos al ojo, por lo que la mácula es la zona de la retina donde llegan más fotones. A medida que nos vamos alejando de este centro se va invirtiendo la densidad de las poblaciones de los fotorreceptores, encontrándose cada vez más bastones que conos, para desaparecer casi ambos tipos de fotorreceptores en la zona más periférica. Esta distribución encaja bien con lo que podemos esperar como un funcionamiento eficiente de la retina. De día hay más luz que de noche y en el centro es donde llega más, por lo que allí deberemos concentrar los detectores cromáticos, los conos. Como de día hay mucho que ver dada la abundante, variable y heterogénea información luminosa del entorno, son muy sensibles en la detección de los fotones, no sólo por la abundante intensidad lumínica sino también porque ésta varía muy rápidamente, lo que les hace ser “espasmódicamente” excitables. De forma que cada cono requerirá la asistencia de una sola neurona bipolar para su interconexión con las neuronas ganglionares que conforman con sus axones el nervio óptico.
Me diréis, pues: ¡vaya fake con eso de la potencia en la captación de fotones de los conos! ¡No es capaz de “rellenar” los canales de información de varias neuronas! Pero es que todo es relativo y aquí podemos aplicar aquello de que el tuerto es el rey en el mundo de los ciegos, ya que sus vecinos bastones deben agruparse unos cuantos para dar de “comer” a una sola neurona bipolar. Y es lógico, son buenos trabajadores de la noche cuando la luminosidad es mínima, muy estática y homogénea, por lo que interesa poder apreciar el máximo de lo poco que haya en el campo visual sin perder información, ni siquiera la que les pueda llevar un triste fotón nocturno. Por eso los bastones están repartidos preferentemente en la periferia de la retina -mirar de reojillo puede ser trascendental para sobrevivir, y ese campo no lo cubren los conos- y deben sumar toda la escasa información individual para poder estimular a las neuronas de la base de la retina. En compensación, cualquier excitación perdura en ellos mucho más que en los conos, lo cual también parece coherente con la intensidad lumínica del momento particular en que cada tipo de fotorreceptor trabaja. La poca luz de la noche necesita en el ojo, al igual que en una cámara fotográfica, una mayor apertura de diafragma –mayor número de fotorreceptores a la vez- y un mayor tiempo de exposición -mayor permanencia en el tiempo de la señal-. En fin, eso de bastones es un buen nombre… parece jocoso, pero sí… los bastones son mejores para ver de noche así como otro tipo de bastones son útiles para andar de noche sin tropezar.
En resumen, tanto los conos como los bastones, según circunstancias lumínicas particulares, van a provocar en una neurona ganglionar de la retina el inicio de una cadena de potenciales de acción. Todos iguales en amplitud pero con mayor o menor frecuencia según sea la intensidad de la luz excitadora. Y cada uno, dependiendo del axón por donde vayan, con un cartel que avisa de la calidad cromática que posee. Una buena información que llega al cerebro: él sabrá lo que hacer con ella. Fin.
Pues no, no es el fin. La retina no es tan marginal como un simple camión de transporte. También es una oficina de logística en donde se realiza la organización previa de la información luminosa, de forma que le llegue “precocinada” y matizada al cerebro. Cada neurona ganglionar, a través de las bipolares, recibe datos de varios fotorreceptores. Realmente de todos los que están dentro de, más o menos, un círculo que conforma lo que llamamos el “campo receptivo” de la célula ganglionar. Podemos imaginar que los “precisos” conos disponen de campos más pequeños que los “precarios” bastones. Si extrapolamos el concepto de “campo receptivo” a algo más real, habrá que decir que el círculo de fotorreceptores no es más que la concreción en la retina de un haz circular de fotones que corresponde a un conjunto circular tangible de algo que hay en el exterior. Como intentamos hacer más claro en la imagen siguiente, la respuesta de la neurona ganglionar a los estímulos que le vienen desde su “campo receptivo” circular no es homogénea, ya que no generan la misma respuesta cuando los fotones luminosos han atacado el centro que cuando lo han hecho en su periferia. Parece como si las ganglionares estuvieran preparadas para dar una respuesta mayor cuando, habiendo luz en el centro, se da un mayor contraste de luminosidad entre este centro y los alrededores de su campo de sensibilidad. Todo ello nos hace pensar que las unidades primeras de información visual no son los conos o los bastones individuales, sino que son pequeñas áreas circulares sobre la retina.
Ya tenemos a la célula ganglionar excitada, habiéndose observado que, dependiendo del tipo de fotorreceptor que inerve, su respuesta va a ser muy diferente. Lo cual no debe sorprendernos una vez que ya sabemos a lo qué se dedican conos y bastones. Las ganglionares que dan servicio a los primeros, los conos, son células pequeñas que vehiculan información muy detallada, principalmente de tipo cromática, con una sensibilidad frente al contraste no tan acusada como en los bastones y una capacidad de respuesta más lenta. Mientras que las que atienden a los nocturnos bastones son todo al revés, grandes y rápidas. Recordad lo que dijimos en la segunda entrada de la serie cuando hablábamos del tálamo: “ …unas -neuronas- pequeñas -parvocelulares- pero con una sensibilidad brutal, que al estimularse son capaces de llevar mucho detalle en la información, y otras más grandes -las magnocelulares- que se excitan mucho más rápidamente a cambio de llevar “poca carga”, la información justa”. Seguro que os suena parecido a lo que hemos dicho de las neuronas ganglionares de la retina, ¿no? Por eso las clasificamos como grandes -o células M magnocelulares-, medianas –células K koniocelulares- y pequeñas –células P parvocelulares-, asociadas a su vez a diferentes propiedades fisiológicas -que ya podéis intuir- como veremos en la siguiente entrada al ir avanzando en la descripción de los caminos sensoriales de la vista.
Así que la estresada y laboriosa retina transmite al encéfalo una gran riqueza de información muy poco integrada: datos de la posición espacial del foco emisor de luz, de su intensidad luminosa y de los matices cromáticos y de contraste lumínico. Paquetes pequeños que van muy rápidos y paquetes muy ricos en datos, pero que van más despacio. Vayamos, entonces, a ver qué pasa más allá del ojo, qué es lo que sabe hacer el cerebro con este material en bruto. Aunque eso va a ser en la siguiente entrada.
- El que quiera saber más acerca de las caracterísicas ópticas de la retina puede leer este artículo [↩]
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