En esta entrada de la serie “Los sistemas receptores” vamos a analizar el sentido nociceptivo, etimológicamente noci-, daño, capere, coger. Es decir, el que nos va a dar al final la percepción del dolor. Y de la temperatura, que a veces se percibe también como dolorosa. En cualquier caso, nos vamos a quedar exclusivamente en la descripción de la captación de las señales que se van a sentir como dolorosas y en el transporte de esta información hasta el cerebro. No vamos a profundizar en el detalle de la evidente influencia de las emociones en la percepción del dolor, aunque daremos alguna pincelada del momento del proceso en donde se mueven y los sistemas neuronales que intervienen. Y, como ya os comenté en otras entradas, antes de entrar definitivamente en harina os recomiendo que repaséis las tres primeras de esta serie si no las habéis leído ya.
Quién puede dudar acerca de la importancia vital de “sentir” el dolor. Lo podemos imaginar en esta situación hipotética: Estoy tratando de sobrevivir lo mejor que puedo en una cabaña perdida entre las nieves de la montaña, tras una larga jornada de esfuerzo. El frío es aterrador, pero me da igual, tengo encendida una gran fogata que me proporciona por delante las calorías que voy perdiendo por la fría espalda. Estoy participando de una interesante charla con mis colegas, tan interesante que casi no me doy cuenta de que he acercado demasiado el pie hacia el fuego. De repente huelo a carne asada, miro a todos los lados, hasta que me fijo en que mis pantorrillas lucen un agradable colorido de un churrasco de morcillo, mientras destilan unos olorosos vapores que han excitado mi pituitaria. ¡Dios mío, no he notado el calor, no me ha funcionado mi sentido de la temperatura y del dolor! Me he puesto en riesgo de perder la pierna. Realmente acabo de apreciar el valor vital del sentido de la nocicepción.
Por lo general ese sentido actúa avisándonos en todo momento de la potencial amenaza que incorpora un variado abanico de circunstancias con las que nos podemos encontrar en el día a día. Nos va a alertar de un daño que podría recibir nuestro cuerpo, por lo que es fácil hacernos idea acerca de la importancia de esta herramienta en nuestro continuo navegar por el mundo que nos rodea. Y no sólo nos ayuda en este aspecto, sino que también colabora con nuestro sistema de propiocepción –el conocimiento en cada momento del estado de la arquitectura física de nuestro cuerpo-, con quien comparte estructuras y de cuya importancia hemos hablado en otra entrada anterior.
Entremos ya en la descripción de las estructuras sensoras de aquellos estímulos externos que a la fin nos van a producir percepciones de dolor o de temperatura. Los nociceptores varían según su localización en el organismo o según el tipo de estímulo lesivo que los excita –químico, mecánico o térmico-. La mayoría se encuentran en la piel, pero también los hay en el interior del cuerpo, como puede ser la superficie de las articulaciones y de los huesos, o en algunos órganos.
Se suele percibir el dolor cuando se produce una agresión que trascienda un cierto umbral en cualquier parte del organismo. En un primer momento, en la zona afectada, se liberan sustancias químicas orgánicas que son protectoras de las células dañadas, pero que por contra vuelven hiperestésicos a los nociceptores, que disminuyen así su umbral de activación, es decir, se han vuelto más sensibles. Bastantes de estos nociceptores no solamente son sensibles a agresiones que puedan ser dolorosas, sino que también inician el proceso de percepción del calor-frío, al tener unos canales iónicos que se activan, además, por altas o bajas temperaturas. No en vano hay un espectro de temperaturas en el que nuestro organismo se encuentra cómodo, mientras que fuera de él el frío o el calor lo percibimos como doloroso. Es curioso cómo hay determinadas sustancias, como la “quemadora” capsaicina picante o el “frío” mentol, que nadie diría que tienen que ver con el frío o el calor, pero que su “agresión” realmente nos produce este tipo de percepciones. Y es así porque tales sustancias activan esos canales termoceptores paralelos a las vías del dolor.
Al igual que lo que decíamos para las sensaciones del tacto, y es lógico el pensar que sea así, la detección primera se encuentra en las primeras capas del tejido dérmico. Pero en este caso no encontramos unos corpúsculos especiales, sino que, directamente, la epidermis está inervada por las terminaciones de los axones de unas primeras neuronas [n1] en la cadena de transmisión de la información dolorosa. Adelantamos que estas neuronas tienen su cuerpo en los mismos ganglios, junto a la columna vertebral, donde comentábamos que también se encuentran las primeras neuronas del tacto. En las membranas celulares de los terminales de esos axones hay incrustadas unas proteínas especiales que se comportan como canales iónicos, sensibles a variadas moléculas iniciadoras, por donde se desestabilizará el equilibrio iónico entre el interior y el exterior de la célula neuronal, provocando así el inicio de la cadena de potenciales de acción. Todos los potenciales son iguales en amplitud, pero será su frecuencia la que determine la intensidad dolorosa.
Las rutas del dolor y la temperatura que estamos iniciando con estas neuronas presentan una doble versión: la autopista rápida y la lenta. Que seguirán independientes, cada una con su cometido, hasta el final del proceso. En (a), la rápida, los axones están bastante mielinizados, lo que, recordad lo que decíamos en la entrada correspondiente, supone velocidad en la transmisión del potencial de acción. En (b), las lentas, los axones están escasamente mielinizados, por lo que la velocidad de transferencia de la información es baja. Evidentemente, si disponemos de estas dos alternativas paralelas es por algo, la evolución las ha puesto ahí porque ambas prestan su servicio en las labores de la supervivencia. Las primeras van a transportar, a la vez, información mecanosensorial y térmica; mientras que las segundas, más rápidas, vehicularán estímulos más variados: además de los mecanosensoriales y térmicos también se atreven con las reacciones producidas por agresivos químicos, como puede ser el cloro con el que nos hemos salpicado cuando estamos limpiando la piscina, la capsaicina tras frotar una guindilla en la piel o la histamina que el propio cuerpo lleva a la zona donde nos ha picado un mosquito.
¿Por qué estas dos rutas, la rápida y la lenta? Imaginemos que estamos a punto de sufrir un pisotón. Nos pisan y… ¡ay! un dolor agudo insoportable que desaparece rápidamente para dejar posiblemente otra sensación, la de un vaivén doloroso, una pulsación de “se me va, se me viene”, mucho más duradera. La primera sensación dolorosa se asocia a la percepción sensitiva relacionada con el lugar del daño, todo muy racional, mientras que la segunda fase correspondería a la impronta emocional de la agresión, todo muy inconsciente: ¡algo horroroso sucede al comer pimientos jalapeños! ¡lo recordaré para el futuro!
Parece ser que la vía rápida va relacionada con la primera fase de la sensación del dolor, la de la percepción aguda de una agresión en un lugar muy localizado, mientras que la vía lenta es la encargada de llevar la información que produce la percepción emocional del dolor, la que servirá para el futuro. Algunos conciben esa diferencia como la manifestación de un dolor con carácter primario diferenciado de otro tipo de dolor, secundario.
La vía rápida, por tanto, trabajaría para dar información “de lugar” al encéfalo, información muy necesaria para, junto con la propioceptiva, tomar decisiones motoras para paliar los efectos de la fuente del dolor. Ya sabemos, por lo que dijimos al hablar del tacto, que la “localización”, el mapa topográfico sensorial de nuestro organismo, se encuentra en la corteza primaria somatosensorial, en el lóbulo parietal, justo detrás de la cisura central que lo separa del lóbulo frontal. Así que esta primera carretera informativa, la rápida, lleva un camino muy semejante a la del tacto. Una primera neurona [n1] gestora del producto, que como hemos dicho tiene su cuerpo en un ganglio adosado a la columna vertebral, llega con su axón y la información sensorial hasta una segunda neurona [n2] localizada en la médula espinal. Ésta, que se comporta como la encargada de la logística del producto, recoge el testigo, lo cambia de lado y lo lleva hasta el tálamo, en el interior del encéfalo. Desde allí, una tercera neurona [n3], la encargada inicial de la manufactura, lleva la señal hasta nuestra conocida corteza somatosensorial, a partir de la cual se integrará con otros procesos que determinan la percepción dolorosa y lo que consiguientemente haya que hacer. Esa es la vía rápida.
La vía lenta lleva otros caminos que podemos imaginar más complejos, ya que sus objetivos parecen que también lo son: poner la “matrícula emocional y afectiva” al suceso y actuar según esta información hasta cierto punto abstracta. Pensemos lo importante de esta gestión, ya que en el futuro esta experiencia emotivamente dolorosa llevará esta matrícula: emotivamente dolorosa. Con ello, el cerebro almacenará en su memoria una información valiosísima para tomar decisiones futuras.
Ya podemos imaginar que las fibras lentas llevarán la información por derroteros distintos a los de las rápidas. Tal como entran en el cráneo comienzan a establecer sinapsis con diversas zonas ganglionares [n3] que se encuentran en el tronco encefálico, mucho antes de donde se encuentra el núcleo talámico. En ellas se facilita y modula el tránsito de las señales del dolor y temperatura –en la formación reticular ascendente-, o se ponen en guardia los niveles de atención o el estado de vigilia –en la sustancia gris periacueductal-. Pasadas estas estaciones del tronco, la vía lenta alcanza núcleos de neuronas [diversas n3] directamente relacionados con el sistema emocional. Estamos hablando de la amígdala -núcleo duro de la gestión de ciertas respuestas emocionales, en particular la del miedo- y del hipotálamo -núcleo duro de la gestión hormonal durante la respuesta emocional-.
Tras estas “derivaciones” sinápticas, el axón de la neurona de la vía lenta ya llega al tálamo, en donde en unos núcleos no relacionados directamente con la corteza somatosensorial, pero sí con otras cortezas que podemos llamar emocionales, le esperan las terceras neuronas [n3] de la cadena de sinápsis, unas nuevas iniciadoras de la manufactura del producto. A partir de estas neuronas n3 sigue la cadena, proyectándose a zonas corticales del encéfalo que están más relacionadas, como ya hemos comentado, con la cognición que con la localización de los estímulos somatosensoriales. Estas últimas cortezas –la cingulada anterior y la ínsula- consideradas parte del sistema límbico, están situadas en la parte interna anterior del cerebro, protegidas por los lóbulos frontal y temporal (ver el esquema de la figura anterior).
Lo que hemos descrito hasta aquí corresponde a una visión general del dolor que se inicia en algún punto de nuestro cuerpo. Pero también la excitación dolorosa o de temperatura puede tener origen en la cara. El sistema neuronal que gestiona este tipo de percepciones de la cara está canalizado inicialmente por el nervio trigémino. La fisiología de la excitación y los caminos de los relevos de los potenciales de acción -y los resultados percibidos- son muy similares a lo visto para el resto del cuerpo aunque, lógicamente, la mayoría del proceso sucede a la altura del tronco encefálico, pero también con una vía que va desde el tálamo hasta la corteza somatosensorial, que será la que defina el lugar de la agresión en la cara, y una segunda vía, más particular, formada por los axones de las segundas neuronas [n2] situadas en el tronco encefálico. Estas neuronas, a la par que envían sus axones hacia el tálamo, emiten unas ramificaciones que establecen sinapsis con otras neuronas situadas en núcleos particulares de dicho tronco, que son muy antiguos desde un punto de vista evolutivo. Comprenderéis el porqué si os digo que en ellos se gestionan las funciones más básicas de la vida –sueño, vigilia, ritmo cardíaco y respiratorio, pulsos reflejos como el hipo, la tos, el vómito…-. Así que el camino doloroso del trigémino establece comunicación con los núcleos de la formación reticular del tronco, la cual genera una rápida respuesta motora refleja -que es lo mismo que inconsciente- de defensa frente a las agresiones. Y así toseremos si nos atragantamos o lloraremos si nos entra una mota en el ojo. Es como si inconscientemente nos hubiéramos anticipado al dolor y hubiéramos colocado un parche por adelantado frente al potencial daño que este dolor hubiera avisado.
En resumen, la información que llega desde la dermis y que conformará la percepción subjetiva de dolor o temperatura, tras una serie de relevos, tendrá un triple tipo de procesamiento final cada uno con un propósito específico. Uno, en la corteza primaria somatosensorial, en donde sabemos que cada punto representa otro gemelo del cuerpo, complejo neuronal en el que “interpretamos el lugar” donde se está produciendo la posible agresión. Hay un segundo procesamiento en las estructuras encefálicas precisas -emocional/visceral- que consigue tres resultados que, resumidos, podemos imaginarlos como el “qué hacer con el cuerpo”: a) poner al cuerpo en una situación fisiológica vital de acuerdo a las señales dolorosas del momento; b) tintarlas de sentido emocional; y c) someterlas a un procesamiento cognitivo de análisis y decisión más elevado. Todo ello nos servirá para determinar qué hacer, que actitudes tomar, que movimientos realizar… ante la magnitud de la amenaza dolorosa exterior. Además, a todo lo anterior hay que añadir un último procesamiento inconsciente, que afecta principalmente a las agresiones en la zona frontal de la cabeza, que provoca “reflejos defensivos motores”.
El haber descubierto la realidad de esta maraña de procesos que se realimentan quizás nos lleve a considerar una vez más ¿qué es lo que sentimos como percibido?, ¿qué es la sensación de dolor, a veces tan intensa que nos cuesta creer que pueda haber personas con patologías que les lleven a no sentirlo? Sorprendentemente, parece como si una cosa fuera el sentir que una cosa duele -la percepción, el hecho en sí- y otra el sentir que realmente es doloroso -la sensación, la cualia-. Hay enfermos que así lo experimentan, enfermos que tienen dañada la vía emocional del dolor y dicen que experimentan esta impresión, “hay dolor” en tal sitio, pero “no duele“. Parece como si el dolor, al esconderse velado por la nebulosa de la actividad cerebral, fuera simplemente el resultado de unos desconocidos caminos por los que este director de orquesta se saca un conejo de la manga para proponer a nuestro cuerpo la ilusión de “experiencias” -por consiguiente absolutamente subjetivas- con el único propósito de que no desentonemos dentro del escenario que nos toca vivir en cada momento. Si es así, ¿existe realmente el dolor? Podríamos decir lo mismo que decía el filósofo francés Nicolás Malebranche ya en el siglo XVII acerca de la percepción del calor -que ahora sabemos que podemos extrapolar al dolor-: “Cuando uno siente calor, no se engaña en absoluto por creer que lo siente… pero uno se engaña si juzga que el calor que siente está fuera del alma que lo siente”… En definitiva: ¿Existe el dolor?
No sé la respuesta… pero ahí queda la profunda pregunta -el adjetivo lo propongo yo-. En la siguiente entrada comenzaremos a hablar de otro sentido, el de la visión, sobre el que descansa gran parte de nuestra guía de navegación por el mundo. Y quizás por esta importancia subjetiva, o por su continua presencia en nuestras vidas, me parece aún más misterioso lo que me propone. Pero no adelantemos pensamientos, que a la postre deben ser de cada uno. Hasta entonces.
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{ 2 } Comentarios
muy interesante la entrada … felicitaciones , pero producto de haber leído las otras entradas de los sistemas receptores ha cambiado la forma de como entendía esto yo , y quiero saber tu opinión de algo que hace tiempo me inquieta . si el cerebro se nutre de los sentidos para procesar todo lo que nos conecta con el exterior y a su vez crea un mundo interior abstracto fruto de la experiencia con el exterior ; es posible pensar que lo más abstracto que podemos desarrollar con nuestra mente siempre tiene un correlato con la experiencia sensorial ? . considerando que la metafísica postula que hay fenómenos que escapan a los dominios del mundo sensorial . gracias por tu gran trabajo de divulgación científica .
Hola Jano,
me parece que me sobrevaloras. Me siento intelectualmente muy por detrás de los grandes filósofos metafísicos y somáticamente incapaz de argumentar acerca de “fenómenos que escapan a los dominios del mundo sensorial”. Digo somáticamente porque creo profundamente que no hay más que lo que pueda ser experimentable, realmente o como posibilidad de futuro. Para mí todo objeto del pensamiento humano es resultado de la interrelación del propio yo con su entorno. Interrelación que es manejado por un órgano complejo que es el cerebro, al que la evolución por azar le ha ido dando la posibilidad de mejorar su operativa y a la postre emerger propiedades que parecen alejadas de la propia experiencia sensorial. La consciencia, la capacidad de pensamiento racional, la generación de abstracciones, el lenguaje… son algunas de esas emergencias. El árbol evolutivo está ahí y nos dice que, por ejemplo, algún antepasado tenemos con los peces… con los que compartimos diseños orgánicos de base, entre ellos la estructura del sistema nervioso, las interfases con el exterior, la funcionalidad de las proteínas y los ácidos nucléicos. Una maquinaria que “es” exclusivamente para mantener el equilibrio vital de los organismos vivos. Una maquinaria que regula el adecuado equilibrio entre el organismo y el exterior gracias a la información sensorial extero e interoceptiva, y a los niveles hormonales y funcionales internos. La misma maquinaria que en la línea de los humanos ha sido capaz de generar abstracciones “metafísicas” ¿No parece más plausible que lo haya conseguido por ella misma a lo largo de un prolongado proceso evolutivo?
Ideas como libertad o dios son constructos de estos cerebros evolucionados. Sólo existen en nuestras mentes y por tanto sólo pueden ser fruto de nuestras mentes. Y nuestra mente es un estado funcional sofisticado de nuestro cerebro muy capacitado para generar abstracciones. Y eso, como cualquier correlato consciente o inconsciente generado en nuestra mente, consiste en datos de entrada (sensoriales externos y somáticos internos), comparación con datos -y patrones estándar de funcionamiento cerebral- almacenados en memoria y tintados con los colores de beneficioso-peligroso por la panoplia histórica y genética de las emociones, generación de respuesta motora -o de pensamiento- y vuelta a empezar tras la realimentación del efecto conseguido. Se me ocurre que los grupos humanos más ancestrales a los que se les ocurrió la idea de un ser superior que explicaba lo que no entendían de la naturaleza pudieron vivir bajo menos estrés -había una explicación-, pudieron formar grupos más cohesionados -lo que era beneficioso para defender sus intereses- y con líderes carismáticos que tenían la llave de las explicaciones y los factores de cohesión -el “pueblo” se sentía protegido-. La idea de un dios fue positiva para la supervivencia de los que la idearon. Y aunque lo que acabo de decir me lo acabo de inventar (aunque me parece que bien pudiera ser), al igual podríamos imaginar procesos semejantes que correlacionen las ideas “no sensoriales” con su particular bondad evolutiva para la supervivencia.
En resumen, ya que me he enrollado bastante como es habitual, mi opinión es que no hay fenómenos que se escapen de las experiencias sensoriales. Y no, no somos duales. Todos estos fenómenos precisan del mundo de las experiencias sensoriales para generarse, para emerger con apariencia de objeto diferente. Sin sentidos ni cerebro no podrían existir. Seguimos en contacto.
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