Como sabéis los habituales, Hablando de… es la serie caótico-histórica de El Tamiz. En ella vamos saltando de asunto en asunto, sin orden ni concierto, aunque casi siempre centrados en aspectos históricos y enlazando unas cosas con otras según avanzamos: porque eso es precisamente lo que pretendemos poner de manifiesto, el hecho de que absolutamente todo está conectado de una manera u otra.
En los últimos artículos de esta larga serie hemos hablado acerca del ascensor espacial, propuesto por primera vez por Konstantin Tsiolkovsky, partidario (como casi todos sus contemporáneos) de la eugenesia, promovida por Sir Francis Galton tras ser inspirado por el debate Huxley-Wilberforce sobre la evolución, en el que participó el “bulldog de Darwin”, Thomas Henry Huxley, que utilizó para defender las ideas de su amigo un cráneo de Homo neanderthalensis, nombre científico según el sistema creado por Carl Linneo y empleado en su obra magna, el Systema Naturae, que acabó en el Index Librorum Prohibitorum, lo mismo que todas las obras de Giordano Bruno. Pero hablando de Giordano Bruno…
Tal vez recuerdes, cuando eras pequeño, las funciones de marionetas, y cómo aparecía el lobo detrás de alguna marioneta y tú, como niño, gritabas y gesticulabas tratando de avisar a la posible víctima de la presencia del depredador. “¡Cuidado, cuidado, el lobo!”, gritabas… y, ¿te hacía caso la marioneta? Algo similar te ha pasado de mayor, seguro, cuando ves una película de terror y una inocente víctima va a abrir una puerta tras la cual estás seguro de que se esconde una horrible criatura. “¡No abras la puerta, no abras la puerta!”, piensas, pero el personaje de la película siempre acaba abriéndola ante tu frustración y sufrimiento. Pues mucho me temo que la historia de hoy va a ser algo parecido. Así que, si te sorprendes a ti mismo pensando “¡No, Giordano no! ¡Cierra la boca por una vez, por el amor de Dios!”, y te sirve de consuelo, a mí me pasa exactamente lo mismo.
Antes de nada –parece que siempre comenzamos estos artículos hablando de nombres–, Giordano no era su nombre de pila al nacer: Filippo Bruno nació en 1548 en Nola, en el Reino de Nápoles. Tras pasar su infancia en su ciudad natal, viajó a Nápoles para completar su educación y allí, a los diecisiete años –muy tarde, de acuerdo con lo habitual en la época–, entró como novicio del monasterio de San Domenico Maggiore. Tal vez la tragedia del final de su vida podría haberse evitado si no hubiera dado ese paso, puesto que su carácter era absolutamente incompatible con cualquier jerarquía, dogma y autoridad central. Una personalidad perfecta para entrar en la Iglesia del siglo XVI, ¿verdad?
San Domenico Maggiore, Nápoles (dominio público).
El caso es que, en San Domenico Maggiore, Filippo (a la derecha, en un grabado muy posterior a su muerte, ya que no hay retratos contemporáneos) tomó el nombre con el que lo conocemos hoy por Giordano Crispo, uno de sus profesores. En ese monasterio, aún sin ser ordenado sacerdote, empieza lo que será una constante en su vida: Bruno es de una inteligencia agudísima, mente abierta e inquieta y un ansia de conocimiento insaciable. No sólo eso: cuestiona las cosas que le vienen dadas, busca alternativas y, además, es bastante bocazas y su inteligencia social es, digamos, limitada, y consigue ofender fácilmente a sus semejantes. En resumidas cuentas, un verdadero dolor de cabeza para cualquier institución que tenga normas estrictas y que se resista al cambio (¿se te ocurre alguna institución de la época que se ajuste a esas características?). En sólo un año en San Domenico, Bruno ya recibe sanciones disciplinarias: cuestiona el culto a los santos y los símbolos asociados a ellos, además del culto a la Virgen, y lo dice en voz alta; hace recomendaciones a otros novicios sobre lecturas que rozan la herejía, y lee cosas que, de acuerdo con sus superiores, no debería. Vamos, un problema constante para el rígido monasterio.
Y sin embargo, a pesar de ser una espina en la planta del pie de sus superiores, Bruno completa su noviciado. Es nombrado subdiácono en 1570, diácono en 1571 y sacerdote en 1572, y completa su doctorado en Teología en 1575. Además, pronto se hace bastante famoso no por su inteligencia –que, insisto, debía de ser afiladísima–, sino por su memoria. Curioso, ¿verdad? Aparte de que probablemente sí disponía de una memoria excelente, el nolano desarrolló durante su juventud técnicas mnemotécnicas para ser capaz de recordar cosas con una gran eficacia (y más adelante veremos cómo esto, más que cualquier otra cosa, le granjeó la cercanía a muchas personas poderosas a lo largo de su vida). Tan notable debía de ser su habilidad que fue llamado a Roma para demostrar sus técnicas ante el Cardenal Scipione Rebiba y nada menos que el Papa, Pío V.
Desgraciadamente para él, este tira y afloja entre sus extraordinarias capacidades y su heterodoxia incómoda y rebelde continuaba. Según pasaba el tiempo en San Domenico Maggiore, los “deslices” (siempre desde el punto de vista de la Iglesia, claro) de Bruno serían más y más difíciles de ignorar. Y, a riesgo de que alguien me llame cosas al leer este artículo, y sin tratar de defender en absoluto la injustificable postura de la Iglesia de la época, creo que sus mayores –al menos, en esta época– lamentaban que esto tuviera que ser así, y apreciaban la inteligencia y las demás capacidades de Bruno, e intentaban que éste se retractase, ¡o por lo menos se callara!, antes de meterse a sí mismo en problemas, y a ellos también si no hacían nada al respecto.
El problema siempre era parecido. Bruno leía las obras de los teólogos de la Iglesia, y aceptaba muchas de las cosas que decían… pero otras no; a veces defendía ideas que la Iglesia denostaba, como algunas de la herejía arriana. Dentro de la tragedia que todo esto supuso a lo largo de toda su vida, espero al menos hacerte sonreír esta vez: como cualquier otro estudiante de Teología, Bruno se empapaba de las obras de Tomás de Aquino, pero también quería aprender otras cosas menos aceptables para el Papado, y en una ocasión se encontró escondida, en un excusado del monasterio, una copia de las obras de Lutero, ¡de Lutero!… con notas manuscritas del propio Bruno, que lo había estado estudiando mientras usaba el retrete.
Grabado de uno de los libros de mnemotétnica de Giordano Bruno.
El caso es que las cosas se pusieron muy mal, y Bruno era consciente de que se preparaba un proceso contra él, pues había notas y testimonios que mostraban que ponía en cuestión cosas tan centrales para el dogma católico como la Trinidad. Bruno, que era todavía más pragmático que rebelde –algo que luego cambiaría, al revés de lo que suele suceder a lo largo de la vida–, puso pies en polvorosa y abandonó los hábitos y Nápoles, y se dedicó a viajar, aprender, dar clases y escribir. Entre 1576 y 1578 viajó por Noli, Savona, Turín, Venecia, Padua, Bérgamo, Chambéry, Lyon…
Tampoco pienses que Bruno había dejado completamente atrás a la Iglesia, ni viceversa. Las cosas, como en algunas relaciones sentimentales, eran complicadas. Durante esos años, Giordano mantiene el contacto con otros dominicos, y algunos amigos lo convencen de que vuelva a vestir los hábitos. Incluso obtiene permiso para publicar algunas obras no polémicas, y la Inquisición no lo persigue para procesarlo. Mi impresión, ignorante y alejada, es que en estos años se alcanza un statu quo en el que Bruno se mantiene un poco más callado, sin dar problemas, y la Iglesia lo deja en paz. Por otro lado, oficialmente ya no es un sacerdote dominico, por más que lleve hábitos (¡a instancia de otros dominicos!)… como digo, la cosa no es simple.
Cuando Bruno se instala en Ginebra en 1579 parece que por fin ha encontrado su lugar, ya que sus ideas parecen encajar mejor con el calvinismo que con el catolicismo. En Ginebra entabla amistad con otro exiliado de la península italiana, Gian Galeazzo Caracciolo, Marqués de Vico. Este individuo se había convertido en una suerte de protector de refugiados italianos en Ginebra, y él y sus allegados proporcionan a Bruno un hogar fuera del hogar. En Ginebra, Giordano Bruno abandona de nuevo los hábitos y puede enseñar de nuevo en la Universidad sin temor a persecuciones de la Iglesia, ya que el brazo de la Inquisición no puede alcanzarlo en Suiza. Tengo que decir que no estoy seguro de si, en Ginebra, Bruno abraza el calvinismo o no: algunas fuentes dicen una cosa y otras la contraria. De lo que no tengo duda es de que, cualquiera que fuera el paquete de ideas que pudiera abrazar alguna vez, Bruno acabaría de malas con la jerarquía de cualquier institución de manera inevitable, así que probablemente no importa si lo hizo o no.
Porque la historia se repetía una vez más. Cuando Bruno llevaba sólo unos meses como profesor en la Universidad de Ginebra y había obtenido seguridad, libertad y cierta comodidad, llegó a la conclusión de que uno de los profesores de la Universidad no tenía razón en varias de las cosas que decía: no un profesor cualquiera, sino el Catedrático de Filosofía. Bruno llevaba allí unos cuantos meses. ¿Cuál fue la reacción del nolano? Publicó un texto nada sutil en el que ponía de manifiesto al menos veinte errores filosóficos cometidos por el Catedrático en cuestión, Antoine de la Fay. Ginebra tal vez no era Roma, pero allí los hombres también eran hombres, las jerarquías también eran jerarquías, y una espina en la planta del pie seguía siéndolo. Bruno es acusado de difamación, arrestado y procesado. Se le ofrece la posibilidad de rectificar, pero la rechaza y es excomulgado (aunque luego la medida sería retirada)… pero, de cualquier manera, Bruno abandona Ginebra lleno de resentimiento. ¡Otra vez a vagabundear!
Esta vez Bruno acaba en Toulouse, de vuelta al mundo católico, e intenta incluso volver al seno de la Iglesia pero se le niega la absolución, con lo que sigue sin poder dar ni recibir los sacramentos. Lo que sí se le permite es dar clases de Filosofía como un caso especial. Sin embargo, sólo permanece en Toulouse dos años, ya que el ambiente se va tornando cada vez más tormentoso en cuanto a la religión se refiere, debido a las disputas entre católicos y hugonotes. En 1581 se desplaza hasta París, y comienza allí la etapa más tranquila, segura y fructífera de su carrera.
En París enseña Aristóteles y Santo Tomás de manera magistral, mientras siguen haciéndose famosas sus técnicas mnemotécnicas. Tan increíble era su memoria que algunos decían que era fruto de la magia, por más que él explicase lo contrario. De hecho, su fama es tan grande tanto por su maestría al enseñar Filosofía como por su fantástica memoria que es requerido nada más y nada menos que por el Rey de Francia, Enrique III (a la derecha), a quien muestra sus habilidades memorísticas y convence de que no son sobrenaturales. Bajo la protección de Enrique, Giordano enseña en la Sorbonne, y goza de una libertad bastante grande para la época. Escribe algunas obras en las que detalla sus técnicas mnemotécnicas, como De umbris idearum (La sombra de las ideas) y, a través de Enrique III, amplía su círculo de protectores entre los poderosos de Francia.
En 1583, de forma temporal, Bruno viaja a Inglaterra –esta vez de forma voluntaria, no porque tuviera problemas, que los tendría, pero no durante un tiempo– en Francia. Llega allí gracias a una buena recomendación: la del propio Enrique III, que escribe una carta al Embajador francés, Michel de Castelnau. El italiano permanece en Inglaterra dos años, bajo la protección de Castelnau, y allí escribe algunas de sus obras más geniales y más interesantes para aquellos a quienes nos fascina la ciencia. Porque Bruno, que era filósofo y no científico, y cuyas razones para creer o no creer en algo eran todo menos empíricas, no sólo acertó en algunas ideas sobre el Universo, sino que dio en el clavo de una manera que parece mágica.
De hecho, aunque en otras ocasiones los problemas de Bruno se debían a unas ideas diferentes de las de las autoridades correspondientes pero tan indemostrables como ellas (por ejemplo, la naturaleza de la Virgen), en este caso el divino Giordano tenía toda la razón en la esencia del asunto, y seguro que ya sabes por dónde van a ir los tiros. Bruno era un gran estudioso de Aristóteles, y hemos visto como era una auténtica autoridad en ese asunto, pero no estaba de acuerdo con la cosmología aristotélica. Muy al contrario, consideraba mucho más acertadas las ideas de un polaco, Nicolás Copérnico, que sostenía con gran atrevimiento que no era la Tierra, sino el Sol, el centro del Universo, y que nuestro planeta giraba alrededor del Astro Rey y no al revés.
Esto producía en la Iglesia Anglicana la misma reacción que en la Católica, claro. Estamos aún a un par de décadas antes del proceso a Galileo, y en este caso Bruno tiene suerte porque sus controvertidas ideas heliocéntricas son recibidas con más sorna que hostilidad. George Abbot, profesor en Oxford y posteriormente Arzobispo de Canterbury, dedica al italiano el siguiente comentario jocoso:
[Bruno sostenía] la opinión de Copérnico de que la Tierra giraba, y los Cielos estaban quietos; pero, en realidad, era su propia cabeza la que giraba, y sus sesos no se quedaban quietos.
Ya sé que es fácil, y a mí también me pasa, simpatizar con Giordano Bruno, porque tenía razón en lo que decía, y sus ignorantes contemporáneos se reían de lo que no comprendían. Pero él tampoco se quedaba corto: tenía razón, pero lo expresaba de una manera mordaz y sarcástica, y conseguía ofender a la gente constantemente. El 14 de febrero de 1584, Bruno asiste a una cena, invitado por Sir Fulke Greville. Durante la cena, Bruno expone sus ideas y se pone a discutir con dos profesores de Oxford también presentes. La cosa empieza a ponerse incómoda, la discusión se acalora, y Bruno se siente tan ofendido por algunos de los comentarios de sus contertulios que abandona la cena, airado.
Y, una vez más, nuestro terco italiano hace gala de su discreción y aguda inteligencia social, y publica La Cena de le Ceneri (La cena de las cenizas), en la que, entre otras cosas, habla de la susodicha cena en casa de Greville y sus asistentes en particular, y hace una ácida crítica sobre la sociedad inglesa en general, ofendiendo de un plumazo al país en el que vivía y enseñaba.
Sin embargo, a pesar del disgusto que le producían algunos aspectos de la sociedad inglesa, fue allí donde Bruno escribió las obras que me parecen más impresionantes, y las que más nos interesan desde el punto de vista de la ciencia –aunque, insisto, él no era un científico y las razones por las que creía en las cosas que creía no eran las que hoy aceptaríamos desde el punto de vista empírico–. En 1584, inmediatamente después de La Cena de le Ceneri, publica otras dos obras en las que expone algunas de sus ideas cosmológicas, De la Causa, Principio et Uno (Sobre la causa, el principio y la unidad) y De l’Infinito Universo et Mondi (Sobre el Universo infinito y los mundos). Sólo por los títulos, si no conocías al lenguaraz Bruno, supongo que ya estarás arqueando la ceja.
Sí, estamos en 1584, y la mayor parte de la humanidad aún no ha sido capaz de darse cuenta de que la Tierra no es el centro del Universo; las hipótesis más avanzadas son las heliocéntricas, en las que el Sol es el centro del Universo. Pero recuerda: los modelos copernicanos del Universo, aunque se parecen más a los modernos que los modelos ptolemaicos, siguen planteando un Universo muy pequeño, básicamente restringido al Sistema Solar, con las estrellas en una esfera más allá de los planetas más alejados del Sol –de los conocidos entonces, claro–. Galileo ni siquiera ha mirado aún a las lunas de Júpiter con su telescopio.
Pero, en sus obras de 1584, Bruno no sólo defiende que la Tierra no es el centro del Universo, sino que el Sol tampoco lo es – simplemente es el astro alrededor del cual orbita nuestro planeta, uno de muchos. Permite que te muestre brevemente algunas pinceladas del Universo de Bruno, siempre recordando dos cosas: que no se basa en herramientas experimentales ni matemáticas, sino en argumentos filosóficos o teológicos, y que nos encontramos un par de décadas antes de que Galileo pose su vista en las lunas jovianas; las estrellas son para nosotros simplemente puntos de luz en el cielo, y pensar que la Tierra gira alrededor del Sol es un atrevimiento.
El Universo de Bruno no sólo no está restringido al Sistema Solar: es infinito. ¿Cómo podría ser de otro modo, si Dios es infinito? Ya sé que es un argumento tan débil como “El Monstruo de Espagueti Volador es perfecto; la existencia es parte de la perfección; por tanto, el Monstruo de Espagueti Volador existe”, pero date cuenta de la agudeza mental y la imaginación necesarias para llegar a un Universo infinito ¡en el siglo XVI! Por lo tanto, para Bruno, lo que nosotros vemos como puntos de luz en el firmamento son probablemente una infinidad de otros Soles como el nuestro, alrededor de los cuales giran otros planetas en los que vivirán otros hombres. ¡Tomad cera, geocentrismo y heliocentrismo!
Además, a pesar de –o como consecuencia de– su profundo conocimiento de la concepción aristotélica del Universo, Bruno rechaza de plano la diferencia sustancial entre la Tierra (imperfecta, compuesta de los cuatro elementos clásicos) y el Cielo (perfecto y hecho del éter, el quinto elemento inmutable). Para Bruno, todos los demás Soles y planetas están compuestos de los mismos cuatro elementos que el nuestro, y las cosas se comportan en aquellos lugares de igual manera a cómo lo hacen en el nuestro; hoy en día expresaríamos esto diciendo que las leyes físicas son universales. Pero este concepto de un Universo regido por las mismas leyes en todas partes, por más natural que nos parezca ahora, sonaba delirante por entonces. ¡Pero ahí no acaba la cosa!
Bruno rechaza el éter como constituyente de otros astros, pero no la existencia de ese elemento; por el contrario, el nolano considera que el éter es una sustancia extraordinariamente tenue que llena el espacio entre los mundos. Al ser tan tenue, no ofrece resistencia alguna al movimiento de los astros a través de él, de modo que los soles y los planetas no se frenan. Como ves, esto significa descartar la idea de las esferas celestes a las que estaban “amarrados” los cuerpos del firmamento.
La infinitud del Universo de nuestro bocazas, además, no es sólo espacial, sino también temporal: no tiene principio ni fin en lugar ni en tiempo. Ya te puedes imaginar la gracia que esto debía de hacer a las autoridades religiosas que leyeran De l’Infinito Universo et Mondi. Me imagino sus rostros tornándose escarlata según iban avanzando por el libro. Sin embargo, estos detalles no eran lo peor, desde el punto de vista de la ortodoxia cristiana, en las obras cosmológicas de Bruno.
Porque, francamente, considerar siquiera la posible pertenencia de este filósofo al seno del catolicismo me hace sonreír ante lo absurdo de la idea. Para empezar, de acuerdo con los razonamientos de Bruno, en un Universo con infinitos mundos y criaturas en ellos, ¿por qué iba Dios a considerar el nuestro más importante que los otros? El Dios de Bruno siente el mismo afecto por todas y cada una de las infinitas partes del Universo, y de hecho está inmanente en la propia estructura del mundo. No sé Teología para llamar esto por su nombre con la más mínima propiedad, pero hay algo de panteísmo e incluso de animismo en sus ideas, ya que el propio Universo está “vivo” en cierto sentido, imbuído del ímpetu de la vida. Desde luego, todo esto no tiene relación alguna con las ideas científicas modernas del Universo, y causó emociones variadas –casi todas negativas– en sus contemporáneos.
De hecho, aunque a veces se oye a Bruno descrito como una víctima de la lucha religión-ciencia, no creo que hubiera tanto de eso. En otros casos esto ha sido, indudablemente, cierto, pero en el caso del nolano sus ideas sobre la posición y naturaleza de los cuerpos celestes palidecen, a los ojos de cualquier inquisidor, al lado de las heréticas afirmaciones sobre el propio Dios, sobre Jesús (que para Bruno no es divino), sobre la virginidad de María, etc. Su problema fue, naturalmente, vivir en una época en la que defender públicamente ideas como las suyas no sólo suponía ser expulsado de la Iglesia Católica, sino… bueno, luego llegaremos a eso.
Además, la manera de razonar de Bruno no es científica, en parte porque es fruto de la época en la que vivía. Algunos empezaban ya a separar magia de ciencia, y a dar validez a los argumentos basados puramente en la experiencia, pero él no es uno de ellos; al mismo tiempo, es un inspirador y un paso fundamental en el avance de la ciencia del Renacimiento, mientras que también cree en el esoterismo y la magia hermética y escribe varios libros acerca de asuntos esotéricos, como De Magia (Sobre la magia) o Theses De Magia (Tesis sobre la magia). Ironías de la Historia.
La carrera de Bruno no acaba en Inglaterra con su amigo y protector Michel de Castelnau. Junto con él, abandona la isla en 1585 tras algunos disturbios en la embajada (las relaciones entre Inglaterra y Francia… bueno, ya te imaginas), y vuelve a los dominios de Enrique III. Pero ¡ay!, pronto tiene que largarse también de allí, en parte porque la tolerancia religiosa francesa va disminuyendo, pero también en parte por la animadversión que Giordano va generando a su alrededor. Primero publica una crítica a la física aristotélica, Figuratio Aristotelici Physici auditus, que causa cierto escozor en general. Después se enzarza en una polémica con otro italiano residente en París, Fabrizio Mordente. Tras algún desacuerdo entre los dos, Bruno hace lo que mejor sabe hacer: publica un par de artículos sobre Mordente. Creo que no hace falta que te relate el contenido, porque basta con ver el título del primero de ellos, bruniano en toda regla: Idiota triumphans. ¡Zas!, en toda la boca.
De modo que, tras dejar un rastro de amigos y admiradores, Giordano se traslada a Alemania en 1586. Allí, irónicamente, sigue enseñando Aristóteles en Wittenberg. Un par de años después está en Praga, después otra vez en Alemania, en Helmsteldt, luego Frankfurt… no sé los detalles de cada viaje, pero no me sorprendería que en muchos de ellos el italiano se viera obligado a viajar tras enemistarse con alguien poderoso o con el mundo académico en general. Lo que sí sé es que por esta época Bruno es excomulgado por los luteranos.
Ya que el mundo protestante no es ya un refugio para él, y haciendo alarde o bien de valentía o bien de atrevimiento, Bruno vuelve a la península italiana, al servicio de Giovanni Mocenigo, quien está interesado en aprender sobre las técnicas mnemotécnicas del nolano –recuerda que en Italia su fama en este aspecto era enorme–. De paso, Bruno intenta conseguir la cátedra de Matemáticas de la Universidad de Padua, aunque no lo logra. ¿Adivinas quién consigue ese puesto en su lugar? Nada más y nada menos que Galileo Galilei.
De modo que, durante un par de años, Bruno vive bajo la protección de Mocenigo y lo instruye en sus técnicas mnemotécnicas. Naturalmente, el resultado de la convivencia diaria durante dos años con Giordano Bruno es la inevitable: Mocenigo se convierte en un enemigo feroz del nolano, no estoy seguro de por qué (aunque no me sorprende lo más mínimo). Tanto rencor alberga el corazón de Mocenigo que no se contenta con despedir a Bruno: lo denuncia a la Inquisición veneciana.
En 1592, Bruno es arrestado y acusado de multitud de cosas. El problema de nuestro protagonista, claro, es que era un pedazo de hereje como la copa de un pino; él lo sabía, la Inquisición lo sabía, todo el mundo lo sabía porque él mismo había publicado multitud de obras bastante claras al respecto, y en cada una de ellas había suficientes afirmaciones blasfemas o heréticas para ejecutar a Bruno tres veces. Lo cual, naturalmente, debería escandalizarnos, pero también hacernos sentir afortunados por vivir en una época y lugar –en mi caso, y espero que en el tuyo– en la que las cosas, sin ser perfectas en este sentido, ya no son iguales.
No voy a aburrirte con una descripción detallada de todo el proceso que siguió, de modo que permite que lo resuma bastante: tras un año en Venecia, es extraditado a Roma, donde la Inquisición romana continúa el proceso. Bruno es acusado de sostener creencias erróneas sobre la naturaleza de Cristo, la Santísima Trinidad, la Virgen, la Santa Misa, y prácticamente cualquier aspecto del dogma católico que se te pueda ocurrir. El proceso completo dura unos ocho años en los que Bruno permanece encarcelado y, anque admite dudas sobre algunos aspectos, se niega a dar su brazo a torcer y se reafirma en muchas de sus ideas heréticas.
El proceso a Giordano Bruno, de Ettore Ferrari (dominio público).
Curiosamente, quien preside el tribunal de la Inquisición que procesa a Bruno no es otro que el Cardenal Roberto Bellarmino, quien posteriormente haría lo propio con Galileo Galilei, aunque con un final afortunadamente diferente. Bellarmino exige que Bruno rechace de plano todas sus ideas anteriores contrarias al dogma, algo que nuestro genial y terco nolano se niega a hacer. Esto no significa que pierda toda esperanza: apela al Papa, Clemente VIII, intentando al menos que una corrección parcial de sus afirmaciones anteriores baste para salvarlo, pero el Papa se niega. El final es el que te imaginas.
Bruno es entregado a las autoridades seculares romanas y ejecutado el 17 de febrero de 1600 en el Campo de’ Fiori, en Roma. Se le impide hablar durante la ejecución con un trozo de madera en la boca, y es quemado en la hoguera públicamente. En el siglo XIX se construyó un monumento en su honor en el lugar en el que murió de tan horrible forma, a manos de una sociedad que no estaba preparada para él.
Un documento de la época, escrito dos días después de la ejecución, nos da una idea tanto de la imagen que de Bruno tenía la sociedad romana como de la actitud del propio filósofo ante lo que le sucedía. Escalofriante:
El jueves por la mañana, en el Campo de’ Fiori, ese perverso monje dominicano de Nola fue quemado vivo […] afirmó que moría como un mártir y de voluntad propia, y que su alma, ascendiendo junto con el humo, iría al Cielo.
No sé cuándo Bruno pronunció esas palabras –no cuando tenía el bloque de madera en la boca, imagino–, pero en cualquier caso toda la escena da una idea de lo terrible de aquellos tiempos.
Monumento a Giordano Bruno en el Campo de’ Fiori (Sputnikcccp/CC Attribution Sharealike 3.0 License).
No contento con acabar con su vida, en 1603 el Papa Clemente VIII publica el edicto por el cual las obras de Bruno entran en el Index Librorum Prohibitorum. Como recordarás del caso de Linneo, su Systema Natura también acabó en el tétrico Index, pero en el caso de Bruno el edicto se extendió a todas sus obras: la intención era, por lo que parece, borrarlo del mapa. Cuando el Vaticano abolió el Index en 1948, los libros de Bruno todavía seguían en él.
Edicto por el que las obras de Giordano Bruno entraron en el Index Librorum Prohibitorum (dominio público).
Afortunadamente, eso era imposible. El legado de Bruno quedó ahí, y la censura, como suele suceder, no funcionó demasiado bien. Aunque algunas de sus ideas eran peregrinas y muchos de sus razonamientos tenían poca solidez, muchas de las cosas que imaginó Bruno han inspirado a generaciones enteras de filósofos y científicos. Si tienes la suerte de poder leer en italiano, te recomiendo casi cualquiera de sus libros, pero especialmente La Cena de le Ceneri, De la Causa, Principio et Uno y De l’Infinito Universo et Mondi (enlaces al final). Desgraciadamente, los ignorantes como yo tenemos que contentarnos con traducciones.
Me parece inevitable, para cualquiera que valore la tolerancia y la libertad de adquirir e impartir conocimiento, sentir resentimiento hacia el Papa Clemente. Sin embargo, hay algo que me tienta a perdonarlo ((Bueno, la verdad es que lo digo con sorna, no se lo perdono en absoluto.)), pues es gracias a él que una sustancia maravillosa y pecaminosa –por entonces– se extendió finalmente entre los europeos: el café. Y la historia es tan irónica, al leerla tras el proceso de Bruno, que espero que te haga terminar sonriendo tras sufrir con Giordano.
A través de los comerciantes venecianos había entrado en Europa una bebida muy valorada en el mundo musulmán, el café. Debido a ello, la reacción de una gran parte de la Iglesia fue rechazar de plano la bebida, calificada como una “amarga invención de Satanás”. ¿Cómo iban los buenos cristianos a beber un brebaje que provenía de los infieles? De modo que los consejeros de Clemente (a la derecha) lo presionaron para que declarase la deliciosa y aromática sustancia como prohibida.
Y parece que Clemente, un personaje dogmático, cerrado de mente y aparentemente tan ajeno al empirismo como es posible serlo… se negó sin probar primero la bebida. De modo que pidió que se le preparase un café, lo probó… y le encantó. ¿Su veredicto sobre la bondad de la bebida para los cristianos, de acuerdo con la leyenda?
Esta bebida satánica es deliciosa… sería una pena dejar que los infieles tuvieran uso exclusivo de ella. Engañaremos a Satanás bautizándola.
Así que Clemente “bautizó” el café en 1600 y, de un plumazo, el mismo año que el pobre Giordano Bruno sufría su horrible y cruel muerte en la hoguera, la satánica e infiel bebida se convirtió en algo perfectamente aceptable para casi todo el mundo –no para todos, hubo a quien siguió sin hacerle la menor gracia–. De modo que, a pesar de sus enormes defectos y horribles acciones, tal vez es gracias a Clemente VIII que hoy los cristianos beben café. Pero hablando del café…
Para saber más (idioma señalado entre paréntesis):
- Giordano Bruno (esp) / Giordano Bruno (ing)
- Giordano Bruno (sitio oficial, ita)
- Giordano Bruno 1548-1600 (ita)
- La Cena de le Ceneri
- De la Causa, Principio et Uno
- De l’Infinito Universo et Mondi
Puedes encontrar este artículo y otros como él en el número de mayo de 2010 de nuestra revista electrónica, disponible a través de Lulu: