Por si no conoces Hablando de…, en esta larga serie de artículos recorremos diferentes aspectos de ciencia y tecnología de manera aparentemente aleatoria, haciendo especial énfasis en aspectos históricos y enlazando cada artículo con el siguiente. Tratamos, entre otras cosas, de poner de manifiesto cómo absolutamente todo está conectado de una manera u otra.
En las últimas entradas de la serie hemos hablado acerca del proyecto nuclear Nazi, algo que nunca llegó a ocurrir posiblemente gracias a Werner Heisenberg, aunque el bando aliado sí utilizó armas atómicas en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, llevados a cabo por bombarderos B-29 Superfortress, cuyos motores estaban construidos por la empresa fundada por los famosos hermanos Wright, los primeros en hacer volar un aeroplano, máquinas que se convertirían en armas en la Primera Guerra Mundial, aunque no tan terroríficas como el gas mostaza, que en el mar se polimeriza y puede ser confundido con ámbar gris, utilizado en la Edad Media como amuleto de protección contra la Peste Negra, posiblemente causada por la bacteria llamada originalmente Pasteurella pestis en honor de Louis Pasteur, una de cuyas hazañas fue terminar con la plaga que estaba acabando con las larvas de Bombyx mori francesas, productoras de seda, una sustancia que, en comparación con su peso, puede llegar a ser bastante más resistente que el acero, aunque no llega a la resistencia de los nanotubos de carbono, una de cuyas posibles aplicaciones más prometedoras es como estructura de un futuro ascensor espacial. Pero hablando del ascensor espacial…
Crédito: Wikipedia/GPL.
Como probablemente sabes, escapar del campo gravitatorio terrestre es una tarea ardua. Para que te hagas una idea, es algo así como salir de un pozo de una profundidad de unos 6.000 km, lo cual requiere una cantidad ingente de energía. Existen diversas maneras de lograrlo, y muy pronto los pioneros de la astronáutica se dieron cuenta de que unas eran mucho más eficaces que otras.
La menos eficaz de todas, por ejemplo, es la de De la Tierra a la Luna, de Julio Verne: disparar un proyectil con una velocidad suficiente como para escapar a la atracción de la Tierra. Este sistema tiene varios problemas; el primero de ellos es que hace falta disparar el proyectil con una velocidad de unos 40.000 km/h desde el suelo, y la fricción y la presión de la atmósfera contra el frente del proyectil serían tremendos. Una cantidad gigantesca de energía se perdería en los primeros kilómetros, lo que convierte a este sistema en muy poco eficaz. Pero, además, alcanzar esa velocidad desde el suelo exige aceleraciones que espachurrarían a los posibles astronautas que viajasen en la nave justo en el momento del lanzamiento.
Los viajeros de Verne no sonreirían si supieran lo que los espera.
El sistema que utilizamos hoy en día es bastante mejor, aunque no ideal: un cohete con varias etapas, que utiliza principalmente combustible líquido (hidrógeno, aunque también acarrea su propio oxígeno líquido) para impulsarse. Según cada una de las etapas consume su combustible se deja caer, para disminuir la masa del resto. De este modo puede controlarse la aceleración y la velocidad: se acelera relativamente despacio para que los astronautas puedan sobrevivir al viaje, y sólo se va realmente rápido una vez se ha ascendido algo en la atmósfera, para que la densidad del aire disminuya antes de alcanzar grandes velocidades. Algún día tenemos que hablar más en detalle sobre todo esto, pero en cualquier caso es un sistema muy ingenioso y bastante eficaz.
Sin embargo, sigue siendo incómodo, peligroso y caro: poner un kilogramo de masa en órbita cuesta unos 15.000-20.000$, y las enormes velocidades y violentas combustiones involucradas suponen un riesgo mortal para los astronautas, como desgraciadamente hemos podido comprobar ya en varias ocasiones.
Transbordador espacial Discovery en el lanzamiento de la misión STS-120.
Ah, pero fíjate en las diferencias más sustanciales entre ambos sistemas: uno de ellos exige gastar toda la energía “de golpe”, mientras que en el otro somos capaces, hasta cierto punto, de controlar el gasto de energía y hacerlo poco a poco. Digo “hasta cierto punto” porque no es posible, por ejemplo, detener el ascenso a una altitud determinada y detener la nave espacial: sólo se puede hacer esto si la velocidad de la nave coincide con la velocidad orbital a esa altitud, que suele ser muy grande. En cualquier otro punto o velocidad los motores tienen que seguir gastando combustible a gran ritmo para mantener la nave en el aire sin que caiga.
Desde muy pronto hubo científicos que pensaron en cómo seguir esa tendencia hasta el límite: la construcción de un ascensor espacial, es decir, una estructura que alcanzase el espacio y permitiera subir por ella a nuestro gusto, utilizando la energía a cualquier ritmo (¡o incluso deteniendo el vehículo!) y sin aceleraciones ni rozamientos con la atmósfera apreciables.
No me refiero a muy pronto después de los primeros viajes espaciales, sino a muy, muy pronto: el primero en sugerir la idea fue el genio ruso Konstantin Tsiolkovsky en 1895. Seis años antes, en 1889, había sido construida la fabulosa Torre Eiffel en París, y la tremenda estructura –para la época– de trescientos metros de altura impresionó profundamente a Tsiolkovsky. Con cierta ingenuidad, el ruso pensó lo siguiente: si pudiera construirse una estructura similar a la Torre Eiffel, pero de 35.790 km de altura, un castillo situado en la cúspide de la torre se encontraría exactamente en la altitud de la órbita geoestacionaria (de la que hablaremos en un instante). Cualquier objeto soltado en el aire desde el castillo no caería al suelo jamás, sino que quedaría girando en órbita alrededor de la Tierra sin utilizar un solo ergio de energía (aunque, desde luego, haría falta energía para subirlo a la cima de la torre).
Konstantin Tsiolkovsky.
La clave de la cuestión, por supuesto, es el propio concepto de velocidad orbital. Dicho mal y pronto, querido y paciente lector, para estar en órbita alrededor de la Tierra en cualquier altitud hace falta ir a una velocidad determinada. Cuanto más cerca del suelo, más deprisa haría falta moverse para estar en órbita y no caer al suelo: por ejemplo, si quisieras poner algo en órbita justo a ras del suelo (suponiendo que no hubiera atmósfera ni obstáculos, por supuesto) haría falta que lo pusieras a unos 28.500 km/h. Si calculas el tiempo que tardaría en dar una vuelta, resulta ser de alrededor de una hora y media. ¡Va muy rápido!
Sin embargo, si quisieras hacer lo mismo más arriba no haría falta que el objeto se moviera tan rápido, porque la atracción de la Tierra es menor. Por ejemplo, a 5.000 km de altura la velocidad necesaria sería “tan sólo” de 21.000 km/h, y el objeto tardaría en dar una vuelta a la Tierra unas tres horas y media. Si hicieras lo mismo más arriba, iría aún más lento y tardaría más tiempo, etc.
Lo importante es que, si un objeto está en órbita, la altura a la que se encuentra, la velocidad a la que se mueve y el tiempo que tarda en dar una vuelta están todos determinados unos por otros – si sabes uno, los demás sólo pueden tener un valor. Es decir, sólo hay una altura sobre el suelo en la que una órbita circular tarda, por ejemplo, doce horas en dar una vuelta a la Tierra, y esa órbita –por si tienes curiosidad– está a 20.271 km de altura sobre el suelo.
Existe un lugar especial entre todos los que puedas imaginar: el lugar en el que un objeto en órbita da una vuelta al centro de la Tierra cada 24 horas. Un objeto en una órbita circular que tardase justo 24 horas en dar una vuelta, si girase en el plano ecuatorial, se encontraría siempre exactamente sobre el mismo punto de la Tierra, ¡pues ambos girarían al mismo tiempo uno sobre el otro!
Esa órbita se denomina, por lo tanto, órbita geoestacionaria, y es una de las órbitas geosíncronas de período 24 horas (otras de ellas no son circulares o no están en el plano ecuatorial). Por si te estás preguntando a qué altura sobre el suelo se tarda en recorrer la órbita 24 horas, por supuesto es la altura de la torre propuesta por Tsiolkovsky: 35.790 km. A veces se denomina a esta órbita –y no puedo dejar de mencionarlo– órbita de Clarke, pues el genial Arthur C. Clarke fue el primero en sugerir situar satélites artificiales a esa altitud para que siempre pudieran cubrir una zona del suelo.
La cuestión es que la torre de Tsiolkovsky estaría construida sobre el suelo, es decir, daría una vuelta al centro de la Tierra cada día (como el suelo). De modo que su cima daría también una vuelta al centro de la Tierra cada 24 horas, exactamente el período de la órbita a esa altura, que es la geoestacionaria. Por lo tanto, si dejases caer una manzana desde la cima de la torre, estaría moviéndose exactamente a la velocidad adecuada para estar en una órbita alrededor de nuestro planeta.
Órbita geoestacionaria. Crédito: Wikipedia/GPL.
Desde luego, un ascensor que llegase a lo alto de la “Torre Tsiolkovsky” necesitaría una gran cantidad de energía para hacerlo, pero podría gastarla al ritmo que se deseara, o incluso pararse por el camino. No habría aceleraciones incómodas, pérdidas por calentamientos ni fricción con el aire, motores de combustión violenta… A cambio, por supuesto, es posible que se tardasen días en alcanzar la cima, pero ¿qué más da? Podrían fabricarse grandes ascensores con habitaciones como las de un hotel, e incluso tener cocinas y salas de billar para entretener a los viajeros.
El problema de la genial idea de Tsiolkovsky es que una estructura de ese tipo, apoyada en el suelo y soportando su propio peso, sería total y absolutamente imposible de construir: se colapsaría bajo la presión de esa gigantesca cantidad de acero muchísimo antes de alcanzar la altura requerida. Sin embargo, otro ruso (en este caso, soviético, pues hablamos de 1959), Yuri N. Artsutanov, propuso una idea alternativa (que es, básicamente, la que seguimos tratando de llevar a la práctica): no hay que construir algo apoyado en el suelo, sino colgado del espacio. La solución no era la compresión, sino la tensión.
¿Cómo puede estar algo “colgado” del espacio, te estarás preguntando? La idea de Artsutanov, como tantas otras grandes ideas, es de una elegancia y simpleza extraordinarias: en primer lugar, se pone en órbita geoestacionaria un satélite. Desde ese satélite se empiezan a construir dos cables – uno hacia el suelo y otro hacia el espacio exterior, en sentidos opuestos. El cable que se aleja de la Tierra, una vez construido, tendría en su extremo un contrapeso. El cable que baja hacia el suelo no tendría ningún tipo de contrapeso, literalmente estaría colgado del satélite hasta llegar al suelo. El contrapeso tendría que tener una gran masa: podría ser una estructura artificial o incluso un pequeño asteroide traído específicamente para ese propósito.
De modo que el centro de masa de toda la estructura se encontraría exactamente donde estaba el satélite original: en la órbita geoestacionaria. El cable que llega al suelo sería mucho más largo que el otro, por supuesto: ¡de 35.790 km! Sin embargo, el más corto y su contrapeso tendrían exactamente la misma masa que todo el cable largo, de modo que toda la estructura estaría en órbita geoestacionaria alrededor de la Tierra, incluso aunque uno de sus extremos alcanzase el suelo:
Diagrama de un ascensor espacial: 1. Órbita geoestacionaria, 2. Centro de masa del ascensor (satélite inicial), 3. Contrapeso, 4. Cable, 5. Cabina, 6. Tierra. El dibujo no está a escala. Crédito: Wikipedia/GPL.
Por supuesto, esto es una simplificación y los problemas prácticos han hecho que aún no hayamos logrado la proeza de construir el ascensor espacial. El primer problema evidente para todo el mundo casi desde el principio era el material: aunque la estructura propuesta por Artsutanov tenía la mayor parte de su masa muy alejada del suelo, las tensiones involucradas en el cable serían tremebundas. Un cable de acero se partiría como una brizna de hierba si estuviera sometido a esfuerzos así: y hacerlo más grueso no serviría de nada, porque entonces pesaría aún más.
La solución a ese problema será en el futuro, casi nadie lo duda, la construcción de los cables con nanotubos de carbono, como mencionamos en el artículo anterior. La enorme resistencia a la tensión de estos materiales los convierte en los candidatos ideales. De hecho, aunque no ganaron, ingenieros del MIT ya presentaron un cable de nanotubos de carbono de 2 gramos de masa en la competición Elevator:2010 el año pasado. Tiempo al tiempo.
Diagrama de un nanotubo de carbono. Crédito: Wikipedia/GPL.
Una vez construido el cable está el problema de las cabinas del ascensor: en un ascensor convencional, los cables suben y bajan con las cabinas colgando, pero en este caso el cable está estacionario, de modo que las cabinas deben subir y bajar por él. Existen múltiples soluciones para este problema, y todas ellas tienen la enorme ventaja respecto a las naves espaciales convencionales de que puede subirse y bajarse por el cable al ritmo que se quiera: la energía total puede ser grande, pero la potencia puede ser muy pequeña, a costa de tardar más en llegar arriba. Sin embargo, una semana de ascenso a 35.790 km de altura simplemente requiere una velocidad media de unos 210 km/h. ¡Compáralo con las decenas de miles de km/h de los transbordadores espaciales!
Y, por supuesto, subir carga sería aún más fácil y barato. Si se está dispuesto a esperar un mes, podrían llevarse toneladas de masa subiendo simplemente a 50 km/h. Velocidades medias tan pequeñas nos liberan de la dependencia de los combustibles líquidos de las naves espaciales actuales: podrían usarse muchas otras fuentes de energía de menos potencia, pero espera a oír la siguiente idea excepcional, porque tiene que ver con esto.
Entre las muchas diferencias entre las naves espaciales y el ascensor, una pasa inadvertida fácilmente pero es fundamental – el ascensor tiene una posición fija. Esto significa que la fuente de energía de las cabinas puede no estar en la cabina, sino en el suelo, y dirigir la energía hasta la cabina. De ese modo, el peso de la cabina se reduce muchísimo, ¡todo el combustible necesario puede quedarse en el suelo!
Existen distintas maneras de lograr esto, pero las dos más plausibles son utilizar un láser o (mi favorita, una vez más por su sencillez) emplear el propio cable:
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Las cabinas podrían tener paneles fotovoltaicos en la base. Un láser de gran potencia podría lanzar un haz de luz hacia arriba a lo largo del cable que impactaría exactamente en los paneles, y la cabina emplearía la energía eléctrica producida en subir a lo largo del cable.
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Si se logran materiales superconductores a temperatura suficientemente alta y razonablemente ligeros, puede llevarse la corriente eléctrica hasta la cabina directamente a lo largo del cable.
Para ascender físicamente por el cable existen también diversas ideas, aunque casi todas se basan simplemente en algún sistema de agarre (con ruedas o engranajes) que vaya “trepando” a lo largo del cable, arriba o abajo, según se desee – porque no hay que olvidar el problema de bajar.
Crédito: Wikipedia/GPL.
Sería posible, en primer lugar, simplemente dejar caer las cabinas desde la órbita geoestacionaria. Por supuesto, “dejar caer” es un término relativo: si se soltasen del cable en la cima, ¡no caerían al suelo! Simplemente se quedarían en órbita, dando una vuelta al centro de la Tierra cada 24 horas. Haría falta frenarlas de alguna manera, gastando algo de energía, para que empezasen a caer. Una vez conseguido esto, una de dos: o se deja que se destruyan en la reentrada, o se construyen con la suficiente resistencia como para que sobrevivan la caída y puedan recogerse en el océano, para volver a utilizarlas.
Otros, como el estadounidense Bradley C. Edwards, proponen que las cabinas no vuelvan a bajar, al menos al principio, sino que sigan subiendo hasta el contrapeso en el otro extremo del cable, ayudando a alcanzar la masa necesaria, ¡que es mucha! Finalmente, es posible hacer que las cabinas bajen de manera similar a la que subieron, o que llegado cierto punto desciendan por su propio peso, frenándose contra el cable regularmente para no ir demasiado deprisa.
¿Cómo sería el viaje en uno de estos ascensores espaciales? Me imagino que las cabinas tendrían bastantes comodidades, pues no se van a mover muy deprisa (con lo que los pasajeros podrían caminar y moverse libremente excepto al principio y al final), y el largo viaje requeriría distracciones. Al principio todo sería muy parecido a un crucero tranquilo, y supongo que la gente pasaría mucho tiempo en las terrazas o miradores para admirar la belleza del ascenso.
Sin embargo, poco a poco la temperatura disminuiría y la presión también, obligando a presurizar el interior de la cabina, como en un avión. No sólo eso – llegaría un momento en el que los viajeros notarían claramente la disminución de la atracción gravitatoria, hasta que hicieran falta medidas de seguridad para que la gente (especialmente niños o ancianos) no se hiciera daño cuando las condiciones fueran de microgravedad. Al llegar al “castillo geoestacionario” de Tsiolkovsky, la gravedad aparente sería nula. No es que no haya gravedad, sino que la sensación sería tal. Estoy seguro de que ahí arriba habría algún tipo de hotel, y de que mucha gente pagaría enormes cantidades de dinero por visitarlo.
Naturalmente, el turismo no sería el principal beneficio que una estructura de estas características supondría para la humanidad, ni mucho menos: un ascensor espacial sería un punto de inflexión en la exploración de nuestro Sistema Solar. Podríamos llevar cantidades gigantescas de masa al espacio gastando una fracción del dinero que nos cuesta hacerlo ahora, de una manera muchísimo más segura. Cuando se construya (pues no tengo dudas de que se logrará, aunque no sé cuándo) habremos cruzado un umbral muy significativo en nuestra historia, y no habrá vuelta atrás. ¿Quién se lo hubiera dicho a Tsiolkovsky?
Pues la verdad es que no haría falta que nadie se lo dijera: este verdadero genio de la Rusia Imperial (y posteriormente de la U.R.S.S.), injustamente ignorado por muchos, llegó a establecer un plan de 16 puntos que culminaba con el abandono del Sistema Solar y la colonización de la Galaxia entera (ojito al individuo), un plan que incluía cosas como el cultivo hidropónico de plantas en estaciones espaciales para producir oxígeno. La idea del ascensor espacial fue muy ingeniosa, pero espera a oír otras del tremendo Tsiolkovsky. Pero hablando de Konstantin Tsiolkovsky…
Para saber más:
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Ascensor espacial (escasito).
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Space elevator (mucho más completo).
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[The Space Elevator: A Brief Overview](http://www.liftport.com/files/521Edwards.pdf “”)