En la serie Inventos ingeniosos recorremos objetos de la vida cotidiana en los que no solemos pensar a menudo. Tratamos de mostrar cómo a veces olvidamos las cosas que tenemos delante, considerando interesante sólo el aprender sobre complicadas teorías o descubrimientos: muy a menudo existen cosas realmente curiosas delante de nuestros ojos. Algunos inventos, como el de hoy, además son suficientemente antiguos y sencillos como para servir de “trampolín” para entender otros más modernos.
Hace algún tiempo os pedimos sugerencias para posibles “inventos ingeniosos” de los que hablar en la serie, y nos disteis muchas ideas. Una de las muchas –y muy interesantes– sugerencias fue el CD. Sin embargo, antes de dedicar un artículo a ese invento (que puedes leer aquí) tiene sentido fijarnos en ideas anteriores relacionadas con él (y no como un par de párrafos en el artículo sobre el CD), de modo que hoy nos dedicaremos a hablar sobre el “abuelo” de los reproductores de CD actuales: el fonógrafo.
Fonógrafo de 1899. Crédito: Wikipedia/GPL.
¿Sabías que los primeros fonógrafos ya tenían auriculares? ¿Y que originalmente eran regrabables? ¿Puedes imaginar a un cantante interpretando una canción miles de veces, una para cada copia de su “disco”? ¿Quieres escuchar una grabación fonográfica de hace más de ciento cuarenta años? Si es así, sigue leyendo.
La idea de almacenar de alguna manera sonidos para poder escucharlos de nuevo a voluntad tuvo su primer fruto en 1857. El francés Édouard-Léon Scott de Martinville patentó entonces su fonoautógrafo, “escritor del sonido por sí mismo”, un dispositivo realmente ingenioso –si bien, como verás, primitivo– para grabar sonido.
Fonoautógrafo de de Martinville.
El fonoautógrafo funcionaba de la siguiente manera: tenía una especie de barril abierto por un extremo, hacia el cual se hablaba (o tocaba un instrumento, o lo que fuera). En el otro extremo del barril había una membrana flexible que tenía una cerda pegada –esto es, un pelo duro de cerdo o jabalí, no un ejemplar femenino de la especie–. Cuando la membrana vibraba por el sonido recibido, la cerda oscilaba. Al otro lado del barril se ponía un cilindro de vidrio (o, posteriormente, papel enrollado) que se había tiznado antes con una lámpara de gas. Cuando se quería grabar un sonido, se hacía girar el cilindro manualmente mientras se hablaba hacia el barril: la cerda iba “limpiando” el tizne negro del cilindro, formando una línea que era la representación visual del sonido.
Naturalmente, el fonoautógrafo de de Martinville era simplemente una curiosidad científica: desde luego que “grababa” el sonido, ¡pero no había manera de volver a escucharlo después! Se utilizaba, eso sí, para comparar sonidos diferentes de una manera más rigurosa que simplemente escuchándolos, al comparar las gráficas que producían en el fonoautógrafo.
Sin embargo, recientemente se ha conseguido [vía Microsiervos] reproducir una de las grabaciones del fonoautógrafo del francés utilizando tecnología moderna: la grabación más antigua de una voz humana. No es que la calidad sea muy buena, pero mientras lo escuchas, piensa que oyes sonidos grabados el 9 de Abril de 1860. Aquí tienes la grabación:
Otro francés, Charles Cros, escribió sobre posibles mejoras al diseño de de Martinville, pero nunca construyó nada. Para ir más allá y convertir la idea básica del fonoautógrafo en un invento práctico hacía falta algo más: ese “algo más”, como en tantísimas otras ocasiones, lo proporcionó el genial Thomas Alva Edison, independientemente de Cros. Edison patentó su fonógrafo (“escritor de sonido”) en 1877. El nombre de fonógrafo es anterior y se debe a una patente fallida de F. B. Fenby, otro inventor estadounidense.
Edison dudó al principio entre utilizar un disco con un surco espiral o un cilindro, pero finalmente se decidió por el cilindro porque, al ser el radio de giro constante, podía funcionar girando siempre a la misma velocidad (la velocidad lineal de cualquier punto del cilindro es siempre la misma). Su sistema era parecido al del fonoautógrafo, pero el fonógrafo utilizaba una aguja metálica para grabar el sonido como un surco sobre una fina lámina de estaño (un metal muy blando) envuelta en el cilindro.
Thomas Alva Edison junto a uno de sus primeros fonógrafos en 1878.
Para grabar un sonido se colocaba una lámina de estaño “en blanco” en el cilindro y se hablaba sobre un pequeño “embudo” situado sobre el cilindro, con la aguja unida a la membrana elástica, mientras se hacía girar el cilindro con una manivela. Como puedes ver, el concepto básico es exactamente igual que el de de Martinville, pero con una diferencia esencial: el sistema de Edison producía un surco mecánico en vez de un simple cambio de color.
Esto significaba que el fonógrafo no sólo era capaz de grabar sonidos en un soporte físico, sino que podía reproducirlos de nuevo. No había más que volver a recorrer todo el cilindro con la aguja: ésta se movía según el surco del papel de estaño, la membrana vibraba de manera parecida a como lo había hecho al grabar el sonido, y luego se amplificaba la vibración de la membrana mediante, por ejemplo, una trompeta metálica. ¡Se podía oír de nuevo el sonido original! Desde luego, la calidad del sonido no era muy buena, pero nunca antes el ser humano podía haber oído su propia voz de este modo, y almacenada nada más y nada menos que en un simple papel metálico.
Pronto, otras patentes aparecieron en el mercado: el papel de estaño fue reemplazado por cilindros cubiertos de cera de abeja. Al grabar, la aguja creaba el surco en la cera, y se reproducía luego de manera idéntica al fonógrafo de papel de estaño. Sin embargo, para regrabar el cilindro no había más que alisar la cera y volver a empezar, ¡un sistema regrabable en 1890!
Pero la patente más importante de todas, aunque al principio pareciera un mal competidor de la máquina de Edison, fue el gramófono de Emile Berliner, de 1887. El gramófono de Berliner utilizaba un disco en vez de un cilindro. El disco estaba hecho de zinc, y para grabarlo se cubría con una capa de cerca de abeja y benzina. La aguja iba “limpiando” un surco de la cera según se grababa el sonido. Cuando se había terminado de grabar, se introducía el disco en un baño de ácido que atacaba al zinc: las zonas protegidas mediante la cera permanecían intactas, pero las zonas limpiadas por la aguja se corroían, dejando un surco en el propio metal. Finalmente, se retiraba toda la cera: el resultado era un disco metálico con un surco que podía utilizarse para reproducir el sonido. La calidad (no he logrado averiguar por qué) no era tan buena como la de los cilindros, pero el soporte era bastante resistente.
Sin embargo, al principio nadie dudaba de quién iba a dominar el mercado: los cilindros de Edison estaban por todas partes. A finales de los 80, su empresa, junto con Columbia Phonograph y otras empresas de la época, acordaron el estándar de los cilindros fonográficos para que todos pudieran reproducir los fabricados por los demás. Los cilindros tenían unos 10 cm de longitud y unos 3 cm de radio, y podían albergar hasta dos minutos de grabación (sí, sólo una canción si se trataba de música, y no una demasiado larga). Posteriormente, Edison patentaría un sistema nuevo que duplicaría la capacidad de almacenamiento… hasta cuatro minutos.
Aparte de reproducir el sonido grabado con una de esas trompetas metálicas tan características, también era posible escucharlo con auriculares. Naturalmente, los fonógrafos eran aparatos totalmente mecánicos, de modo que no había electricidad por ningún sitio. Los auriculares no eran más que tubos de goma conectados a la membrana vibratoria, de modo que el sonido se transmitía directamente por el aire de los tubos. Anuncio de la época al canto:
El fonógrafo tenía la ventaja respecto al gramófono de Berliner de que podía emplearse para grabar y reproducir (los discos de zinc, naturalmente, tenían que ser manufacturados en una fábrica). Los anuncios de la época hacían buen uso de esta capacidad:
“Haz una grabación de tu voz y envíasela”.
Durante el pico de popularidad de los cilindros fonográficos de Edison existían “salones fonográficos” en muchas ciudades, algo parecido a los Apple Centers de hoy en día. Allí se mostraba la tecnología, se reproducían anuncios grabados en los cilindros y se permitía a los posibles clientes grabar su voz y luego escucharla, dejándolos realmente maravillados. Si te manejas en la lengua de Shakespeare, no te pierdas este anuncio que se reproducía en estos salones hacia 1906, una verdadera joya:
Nota: Si el botón de audio no funciona, puedes descargar el archivo aquí.
Por otro lado, los cilindros de cera tenían un problema: cuando se quería grabar la voz de uno mismo, escucharla un par de veces y luego borrarla “alisando” el cilindro, todo iba bien. Pero cuando se pagaba dinero por una canción y se escuchaba una y otra vez, cada reproducción hacía que la aguja fuera deformando el surco de cera hasta que no se podía escuchar correctamente el sonido. Afortunadamente, las tiendas permitían llevar los cilindros “gastados” y recibir un descuento para comprar otros nuevos, de la misma canción o de otra distinta.
En la música precisamente se encuentra otra de las curiosidades de la tecnología de la época: al principio no existía patente alguna para duplicar un cilindro. Por lo tanto, cada grabación era única: el intérprete cantaba o tocaba, el fonógrafo grababa, y punto. A lo más que se llegaba era, en algunas salas de conciertos, a tener una batería de fonógrafos grabando a los artistas, y así disponer de diez o doce copias a la vez.
Un caso famoso es el de George Washington Johnston, cuya canción “The Laughing Coon” se convirtió en un éxito arrollador. El pobre hombre tenía que cantar su canción en el estudio de grabación una y otra y otra vez para producir suficientes cilindros que suplieran la demanda. Llegó a cantarla cincuenta veces diarias, y más de mil durante su época de mayor éxito. Afortunadamente para gente como Johnston, pronto se dispuso de un pantógrafo que conectaba la aguja grabadora de un fonógrafo a la reproductora de otro, y permitía realizar copias mecánicas de los cilindros con una calidad aceptable.
Cilindro de cera de Edison, hacia 1904. Crédito: Wikipedia/GPL.
En 1906 empezaron a comercializarse cilindros hechos de celuloide en vez de cera: tenían la desventaja de que el cliente no podía grabar sobre ellos, pero la clara ventaja de que podía escucharse la grabación una y otra vez sin dañar el soporte. De hecho, los cilindros de celuloide son mucho más resistentes y duraderos que los discos de vinilo o las cintas magnéticas posteriores.
Sin embargo, el reinado de los cilindros (que la gente llamaba normalmente “cilindros de Edison”) no duraría mucho: poco a poco los fabricantes de discos de gramófono fueron perfeccionando la calidad del sonido, hasta que hacia 1910 la calidad era equivalente en ambos sistemas. Ambos tenían ventajas e inconvenientes relativos: los cilindros permitían una velocidad de giro constante (los discos requerían que un mecanismo modificase la velocidad de giro dependiendo de si la aguja se encontraba en la parte interna o la externa), y el avance de la aguja a lo largo del cilindro se producía mediante un sistema mecánico del propio reproductor. En los discos, la aguja era guiada por el surco espiral del propio disco y “empujada” hacia dentro por él, lo cual iba degradando el disco más de lo que se degradaría un cilindro.
Los discos, por su parte, eran más fáciles de apilar y guardar que los cilindros, y ocupaban menos espacio en una estantería. La verdad es que no había una ventaja determinante por parte de ninguno de los dos sistemas y la “guerra” fue cruenta: parecida a la de VHS y Betamax, o Blu-Ray y HD-DVD. La mayor parte de los artistas y las compañías discográficas nacientes publicaban en ambos sistemas. Las agresivas campañas publicitarias del gramófono y sus discos tienen parte de la culpa de que ese sistema triunfara finalmente: por ejemplo, las empresas fabricantes de gramófonos convencieron al gran Enrico Caruso de grabar exclusivamente en discos, lo cual convenció a muchos de comprar ese sistema.
Sin embargo, el golpe de gracia a los cilindros lo dio una ventaja de los discos en la que nadie había pensado: tal como se usaban ambos sistemas al principio, la longitud de grabación era muy similar. Pero Columbia Records hizo algo de sentido común: grabar en ambas caras del disco. No había más que darle la vuelta y seguir reproduciendo: por un precio casi idéntico, se duplicaba la longitud de la grabación que habías comprado. Lo mismo no podía hacerse en un cilindro: ¿cómo grabar la cara interior del cilindro? Los discos y el gramófono habían ganado.
En pocos años incluso la empresa de Edison se pasó a los discos, y los últimos cilindros eran ya simplemente copias de grabaciones de discos, con lo que tenían una calidad bastante inferior. Sin embargo, la capacidad de grabación y regrabación de los cilindros seguía haciendo a este sistema muy útil para cosas específicas: la empresa Dictaphone utilizó cilindros de cera en sus dictáfonos (para, por ejemplo, dictar cartas) hasta la Segunda Guerra Mundial.
Pero, usos muy especializados aparte, el disco había triunfado sobre el cilindro, y los tocadiscos inundarían el mercado. Pero eso es otra historia, y hablaremos de ella en otra entrada de la serie; a pesar de sus limitaciones, ninguna otra cosa tendría el encanto primitivo y mágico de los cilindros de cera de principios de siglo.
Entradas de wikipedia relacionadas: Fonógrafo (bastante breve), Phonograph (más completo, en inglés).