Pues bien, querido lector, si tú, como yo, eres uno de los impacientes miles de seguidores de la serie sobre “Conoce tus elementos” de Pedro en El Tamiz, serie que recorre la tabla periódica de los elementos, un elemento cada vez en orden de número atómico; si tú, como yo, repito, estás impaciente porque la serie quedó abandonada hace tiempo en el elemento número 38, el estroncio, y sigues, igual que yo, esperando que algún cercano día Pedro la continúe con el elemento 39, el itrio… entonces te recomiendo que leas La Cuchara Menguante, de Sam Kean (“The disappearing spoon” es su título original, que hace referencia, cómo no, a lo que ocurre con la cuchara de pega de galio que, al introducirla en el té caliente, se funde para sorpresa del incauto).
Si recordáis, Alex Girón nos fue contando también aquí cómo era la tabla periódica en su serie homónima, y esta vez lo hacía grupo a grupo, explicando las características comunes a todos los elementos que lo componen… pero, ¡oh, fatalidad!, también Alex tuvo otras obligaciones que le impidieron acabar la serie, justo después de los metales alcalinos (Litio, Sodio, Potasio…), o sea, casi casi al principio.
Pues bien, como las series de Pedro y de Alex, el libro de Kean toma como hilo conductor la tabla periódica de los elementos, pero no lo hace de forma ordenada como ellos, sino que va picoteando de allá para acá, contando más sobre las circunstancias curiosas de los diversos elementos y cómo fueron tomando importancia a lo largo de la historia, o perdiéndola cuando otros materiales fueron sustituyendo a los anteriores. No es, pues, un manual de química ni nada de eso, sino una especie de divertida recopilación de anécdotas, hechos e improbables descubrimientos que han hecho que el mundo sea como hoy lo conocemos. Muy recomendable, pues.
Ya comenta Sam Kean en la introducción su antigua fascinación por el mercurio, ese metal imposible, líquido, plateado, que se disgrega en bolitas al verterse (al romperse un termómetro era lo más habitual, y casi la única forma en que un ciudadano normal podía tener contacto con el mercurio… afortunadamente), pero, aunque es líquido, no moja, y al reunir las pequeñas bolitas éstas se van agregando en otras más grandes, y más, hasta que tienes de nuevo todo el mercurio derramado en una única bola. Luego se descubrió que era un metal tóxico como pocos, y se dejó de usar en casi todas las actividades industriales… tarde, porque ya hay por ahí toneladas de mercurio incorporadas a la cadena trófica, pero más vale tarde que nunca.
No es el único elemento que se ha usado habitualmente en el pasado y que luego ha dejado de usarse al descubrirse que es tóxico, o que daña algo en algún sitio, o simplemente porque se descubre un método más eficaz de hacer lo que sea que hace ese elemento… y pasa al olvido. Es el caso del cadmio, por ejemplo, o del molibdeno, o del plomo, por ejemplo.
El libro va y viene. En ocasiones usa como hilo conductor el propio nombre de los elementos, explicando que, por ejemplo, la pequeña localidad sueca de Ytterby, en una isla cercana a Estocolmo, da nombre nada menos que a cuatro elementos: erbio, terbio, iterbio e itrio, todos ellos tierras raras, y tendría más elementos aún si no fuera porque ya no había forma de combinar más veces las letras del nombre, así que al resto los llamaron: gadolinio (en homenaje a Johan Gadolin, que fue quien descubrió el primero de ellos, el itrio); holmio (por el nombre latino del Estocolmo, Holmia); y tulio (por Thule, nombre antiguo de Escandinavia). Sin embargo, otros países donde se descubrieron muchísimos elementos, como Francia, sólo tiene dedicados dos de ellos, el galio y el francio, que por cierto es el elemento “natural” menos abundante de la corteza terrestre (se calcula que no hay más allá de unos veinte o treinta gramos de francio en todo el planeta, muchísimo menos que el siguiente elemento menos frecuente de la lista, el ástato, del que hay por lo menos diez o doce veces más, menos de medio kilo). O, por ejemplo, los gases nobles, muchos de cuyos nombres son variaciones en griego de la palabra “extraño”: argón, xenón, criptón…
Otras veces se fija más bien en las utilidades comunes del ciertos metales, los metales de la guerra, por ejemplo: cobre, estaño y zinc, que forman el bronce que da nombre a la Edad de Ídem; el hierro, también con su Edad correspondiente, y luego los diversos metales que aleados con el acero permiten más y mejores blindajes, cañones, etc: el vanadio, el molibdeno, el wolframio… u otros metales que originan guerras por su posesión, como el oro o la plata o, más recientemente, el dichoso coltán que forma parte de todo smartphone que se precie y que tanto sufrimiento está ocasionando al Congo. Por no hablar del uranio, claro, o del plutonio.
En otras ocasiones toma Kean como motivo algunas características comunes de algunos elementos, como la radioactividad, o la dificultad para aislarlos, o si para obtenerlos había que depurarlos, o romper un átomo más pesado, o fusionar otros más ligeros; o también los errores que se cometieron en su clasificación, o en su descubrimiento, etc. Por fin, otras más se fija en la historia de la propia tabla en sí y cómo se fueron rellenando los huecos que iban quedando sin descubrir, con las muy poco científicas peleas entre investigadores rivales que se hacían la puñeta en cuanto podían… Todo ello trufado de anécdotas como, por ejemplo, la inquina que el Mahatma Gandhi le tenía al pobre yodo, qué culpa tendrá el elemento 53, indispensable para la vida (es el elemento fundamental para que el tiroides genere la tiroxina; la falta de yodo conduce al bocio y, por fin, a la muerte) para ganarse el odio de un pacifista convencido como Gandhi… Un libro de química muy variado, vaya.
En fin, ya digo que no es un libro en absoluto ordenado… y se agradece. Yo, al menos, que no soy químico ni de lejos (aunque ya me gustaría saber mucho más de lo que sé), lo agradezco, pues está escrito casi como una novela de misterio, en la que no sabes qué va a ocurrir en el próximo capítulo, ni quién es definitivamente el asesino (un spoiler: para los que no podáis esperar a leer el libro para desvelar el misterio, sabed que el asesino es el talio).
El libro tiene 6 partes, cada una de ellas con varios capítulos, normalmente tres o cuatro, más un extenso bloque final de notas, agradecimientos, bibliografía, etc. Esas seis partes se titulan de la forma siguiente:
Introducción.
I: Orientación. Fila a fila y columna a columna.
II: Hacer átomos, romper átomos.
III: Confusión periódica. La emergencia de la complejidad.
IV: Los elementos del carácter humano.
V: La ciencia de los elementos de hoy de mañana.
En fin, una última recomendación: si no sois químicos profesionales (o en curso de serlo) conviene que tengáis a mano una tabla periódica cuando leáis el libro, pues os ayudará a ubicar el elemento o elementos de los que está hablando y os ayudará a comprender el texto. Pero si no tenéis una cerca, también se puede leer sin perderse mucho.
Leerlo y perderse entre sus páginas, en fin, es una forma útil de esperar a que Pedro pueda retomar la serie (¡y todas las demás!) algún día y nos deleite con la historia y la dudosa utilidad del itrio (símbolo Y), el elemento número 39, artículo para el que ya tiene una pista que le ayude a escribirlo: el itrio es uno de los cuatro elementos nombrados en honor a Ytterby, tal como dije hace un momento. Por algún lado se empieza…
Ya me diréis si os ha gustado.
Disfrutad de la vida,
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{ 2 } Comentarios
Sí, un libro realmente entretenido. Disperso, pero precisamente por eso muy ágil. Un libro posterior del mismo autor, “El pulgar del violinista”, relativo a la genética, me gustó bastante menos. Por otro lado, otro libro de temática “química fascinante” es “El elemento del que solo hay un gramo”, de Sergio Parra. A la altuura de “La cuchara…”
Anotado en la lisa de pendientes de leer.
¡¡¡¡Que vuelva ya PEDRO!!!! ¿podemos ayudar de alguna forma a acelerar su vuelta?
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