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Historia de un ignorante, ma non troppo… Sinfonía núm. 6, “Patética”, de Tchaikowsky




Varias veces he comentado en esta ya larga serie musical obras del gran compositor ruso Piotr Ilich Tchaikowsky; de hecho resulta que, junto con Beethoven, es el compositor al que más artículos he dedicado: tres, y con éste de hoy, cuatro. El primero, dedicado a su Obertura Festival 1812, luego, a su maravilloso Concierto para Violín y Orquesta y, por fin, a su Concierto para Piano y Orquesta número 2. Por cierto, preferí comentar este segundo concierto de piano antes que el famosísimo primer concierto precisamente por lo famoso que éste último es, para así daros a conocer este precioso segundo concierto, un tanto oscurecido injustamente por su deslumbrante hermano mayor.

Sí, varias veces he traído por aquí a colación a Tchaikowsky, pero todavía no había aparecido ninguna de sus seis sinfonías, todas ellas magníficas. Y el caso es que a lo largo de la serie he citado en varios momentos la Sinfonía Patética de Tchaikowsky, por unas u otras causas. Pues bien, hoy ha llegado el día en que me atrevo por fin a comentar esta magnum opus absoluta del repertorio. Porque sí, ésta es una obra de las que nunca faltan en las temporadas musicales de las grandes orquestas del mundo. Muchas veces la he escuchado yo en Salas de Conciertos, porque muchas veces se programa. Y es porque se lo merece. A pesar de que no es ésta una sinfonía que te deje precisamente de buen humor…

Piotr Ilich Tchaikowsky

Nació Piotr Ilich Tchaikowsky en Votkinsk, cerca de los Urales, en 1840, estudió en el Conservatorio de San Petersburgo, a pesar de que su familia quería dedicarle a la carrera funcionarial, fue alumno de Anton Rubinstein, etc, etc. Como ya he comentado brevemente su biografía en artículos anteriores, hoy no voy a centrarme en ella, sino más bien en cuál fue su papel en la música universal.

El caso es que Tchaikowsky fue un rara avis en la música rusa de la época, dominada por las nuevas tendencias nacionalistas que una serie de compositores (grandes compositores, ciertamente) estaban llevando a efecto con el fin de independizarse de algún modo de la absoluta dominación que la música centroeuropea, alemana y austriaca, sobre todo, y en menor medida francesa e italiana, tenía sobre el panorama musical ruso.

Hay que tener en cuenta que Pedro el Grande había fundado en 1704 la nueva capital del Imperio Ruso, San Petersburgo, fundamentalmente por razones geoestratégicas, pero también huyendo del asfixiante ambiente imperante en la “vieja” capital, Moscú. Para construir San Petersburgo, el primer Romanov importa arquitectos, ingenieros, constructores y artistas de la Europa Occidental que él tanto admiraba, y les da carta blanca para construir su ciudad. Eso sí, a lo grande, que para eso él era Pedro “El Grande”.[1] Lo que hicieron estos artistas y artesanos fue tomar un poco de París, otro poco de Berlín, bastante de Viena o de Amsterdam, mezclarlo todo, a lo que queda lo multiplicaron en tamaño por quince o veinte, y ése fue el resultado: San Petersburgo, donde todo es graaaaande…

Obviamente, los Romanov que sucedieron a Pedro siguieron en su misma línea, convirtiendo la corte rusa en una de las más refinadas y, desde luego, ricas, de la época. Y, claro, no sólo arquitectónicamente San Petersburgo era una ciudad de corte europeo más que ruso, sino que artísticamente lo era también, y eso incluía la música. Durante muchos años la corte rusa sólo tenía oídos para compositores y músicos llegados del sur, ignorando los burdos intentos de los músicos rusos de componer obras tan refinadas y modernas como las que componían Mozart, Beethoven, Schubert, Berlioz, Mendelssohn, Wagner, Rossini y tantos otros.

Esto cambió por fin a mediados del Siglo XIX, cuando Mijaíl Glinka tuvo éxito por fin con un estilo mucho más “ruso” de composición, particularmente con su ópera Ruslan y Ludmila, y su ejemplo fue el germen de una nueva generación de compositores rusos orgullosos de su condición de rusos y que, en consecuencia, componen “a la manera rusa”. Los más destacados de ellos formaron el conocido grupo de “Los Cinco”, obras de tres de los cuales han tenido oportunidad de aparecer por estas ignorantes páginas: Alexander Borodin (aquí y aquí), Nikolai Rimsky-Korsakov, Modest Mussorgsky, Cesar Cui y Mili Balakirev.

Pues bien, nuestro protagonista de hoy es contemporáneo de Los Cinco, con los que se llevaba profesional y personalmente razonablemente bien… pero sin intimar mucho, quizás con la excepción de Rimsky-Korsakov, con el que sí tenía una buena relación. Al buen Piotr le interesaba mucho más el estilo de composición europeo que el ruso, y su ilusión era estrenar y triunfar en los grandes templos musicales alemanes, austriacos, londinenses y parisinos mucho más que en los moscovitas o los de San Petersburgo. No es que despreciara esta música “oriental” que hacían sus coetáneos, porque de hecho sí que usa estas estructuras y modos musicales en muchas de sus obras, pero no le interesa hacerlo tanto como a ellos, sino más bien estar al tanto de las corrientes musicales europeas. Seguramente todo ello era motivado en buena medida por su carácter: retraído, tímido e inseguro, en ocasiones depresivo, fuertemente marcado por su reprimida homosexualidad en un lugar, el Imperio Ruso, y una época, mediados y finales del siglo XIX, donde ser homosexual era, simplemente, inaceptable.[2]

Contrajo matrimonio más por aparentar una vida “normal” que por otra cosa, matrimonio que terminó en apenas unos meses como el rosario de la aurora. Iba de depresión en depresión, siempre inseguro, siempre dubitativo. Sólo su larga amistad, platónica puesto que fue exclusivamente epistolar (nunca llegaron a conocerse personalmente), con Nadezhda von Meck, rica viuda enamorada de su arte, le mantuvo relativamente cuerdo durante los 13 años que duró. Pero su vida personal fue una auténtica montaña rusa con más valles que picos, siempre luchando con su homosexualidad reprimida, siempre ocultándola, siempre insatisfecho, siempre infeliz. Pero en cambio, cuando se sentaba frente al piano a componer… ahí acababan sus penas, sus desilusiones y sus cuitas, y se convertía en un gigante, con una capacidad y una inspiración al alcance de muy poquitos.

¿El resultado? Evidente: Tchaikowsky es uno de los tres o cuatro más destacados compositores de la historia de la música. O al menos eso me parece a mí, claro. Hagamos un brevísimo resumen de su producción musical:

Seis sinfonías, todas ellas extraordinarias, en particular las tres últimas, incluyendo esta Patética de hoy.

Tres conciertos para piano y orquesta, de ellos seguramente el más conocido de todo el repertorio pianístico, el número 1, Op.23 que todo el mundo conoce, y el número 2, menos conocido pero de calidad incluso superior. En cuanto al número 3, en realidad es una adaptación del primer movimiento de su nunca terminada séptima sinfonía.

Un concierto para violín y orquesta, considerado como el Everest de los conciertos de violín, el culmen del género, aunque en su estreno fue silbado y pateado por un público que no estaba preparado para semejante exhibición.

Varias óperas, de las que la más conocida, y considerada como una de las mejores óperas rusas, es Eugenio Oneguin.

Tres ballets… pero eso sí, seguramente los tres ballets más conocidos del repertorio: El Lago de los Cisnes, La Bella Durmiente y El Cascanueces.

Diferentes oberturas y obras sinfónicas en un movimiento, como la Obertura 1812 o el Capricho Italiano, además de canciones, obras de cámara, sonatas para piano…

Es resumen, uno de los tres o cuatro mejores compositores de la historia. Un grandísimo compositor… y un hombre desgraciado.

Al final de su vida, Tchaikowsky se había convertido en el compositor de cabecera del zar Alejandro III, que le condecoró con la orden de San Vladimiro, le concedió un subsidio anual y, lo más importante, le encargó estrenos y producciones. Había llegado a ser considerado dentro y fuera de Rusia como el mejor compositor ruso del momento, cosa que no pudieron soportar los integrantes de la vanguardia musical rusa, que le consideraron como proscrito por “venderse a la música occidental” o algo así.[3] En una palabra, había logrado el éxito, tenía independencia económica, era reconocido incluso por el mismísimo zar… ¡había triunfado!

Y entonces, entre febrero y agosto de 1893, compone su Sexta Sinfonía, en si menor, Patética, que se estrena el 16 de octubre de 1893… y, vaya, tan sólo nueve días después, el 25 de octubre de 1893 según el entonces vigente en Rusia calendario juliano (6 de noviembre según nuestro calendario gregoriano),[4] el gran Piotr Ilich Tchaikowsky fallece en San Petersburgo. El zar lloró amargamente su muerte y, cuando le interpelaban diciéndole que sólo era “un compositor más”, él contestaba que “¡Marqueses, Condes y Duques los tengo a decenas, a centenares, pero Tchaikowsky sólo había uno!”

La versión oficial sobre su muerte es que falleció de cólera, debido a haber bebido agua contaminada unos días antes. Quizás. Pero, queridos lectores, después de escuchar esta brutal Sexta Sinfonía, compuesta ese mismo año de 1893 y estrenada unos días antes de su muerte, nadie diría que se trata de una sinfonía compuesta por un hombre contento, económicamente bien situado, satisfecho con su triunfo, cuando su arte ha sido reconocido en todo el orbe…

No. Se trata de una “sinfonía de réquiem” que más bien parece un testamento, la recapitulación de una existencia atormentada, un triste adiós a la vida. Es la sinfonía que escribiría un tipo sensible y angustiado como Tchaikowsky que se sabe condenado, que sabe que su vida está llegando a su fin, que sabe con certeza que ésta, una Sinfonía “Patética”, es la última obra que va a componer y estrenar. Por cierto, el sobrenombre de “Patética” se lo sugirió su hermano Modest, y el nombre en ruso, “patetyscheskaya”, se traduce más bien como “emotiva” o “apasionada”… el falso amigo ha sido lo que hace que se conozca universalmente como Patética, pero es que, veréis, la sinfonía es emotiva como pocas, cierto, pero lo de “Patética” le va realmente como anillo al dedo. Es, seguramente, la obra musical que mejor tiene puesto el sobrenombre.

Sí, oficialmente Tchaikowsky murió de cólera. Sin embargo, lo que muchos suponían fue corroborado por la musicóloga rusa Aleksandra Orlova en 1979, cuando emigró a Occidente. Adujo Orlova que Piotr Ilich Tchaikowsky en realidad se había suicidado debido al cumplimiento obligatorio de una sentencia de muerte impuesta por un informal “tribunal de honor” de la Escuela Imperial de Jurisprudencia de San Petersburgo, como reprobación por la homosexualidad del compositor, que habría seducido a un joven (y aristócrata) oficial del Ejército, traspasando así los límites de la rígida sociedad rusa de la época. Se trata de una teoría no demostrada, claro… a estas alturas no hay forma de saber la verdad, desde luego, pero oyendo la sinfonía muchos, como yo mismo, lo tenemos claro.

Describamos brevemente cómo es la sinfonía mientras escuchamos una versión mítica, que es la que os propondré: la de Herbert von Karajan dirigiendo a la Filarmónica de Viena en la Musikverein vienesa,[5] en una de las mejores interpretaciones de todos los tiempos de esta difícil sinfonía. En el video se ve a Karajan dirigiendo y a los músicos ejecutando la sinfonía… la realización es un poco antigua, con gran protagonismo del director sobre los instrumentistas; en estos tiempos se habría invertido la relación pero, claro, ¡era von Karajan!, así que había que sacar al gran astro siempre que se pudiera. Últimamente hay críticos que denuestan a Karajan tildándole de exnazi, anticuado y bla, bla, bla. Pues bien, es en grabaciones como ésta donde demuestra el gran Herbert el por qué de su inmensa fama.

La sinfonía consta de cuatro movimientos, como es habitual, pero dispuestos de una forma extraña:

Un Adagio – Allegro non troppo inicial que parece un carrusel autobiográfico. Comienza con un tema oscuro y doloroso entonado por el fagot, que es seguido por el “allegro non troppo” que indica el título. Este tema comienza a revelarnos una lucha interior todavía no manifiesta, breves motivos a cargo de diferentes instrumentos de la orquesta que sugieren preguntas… sin respuesta. Al cabo de un tiempo, sobre el minuto 5:00 del video, se produce un cambio muy perceptible y arranca un bellísimo tema lírico en los violines, un tema que a mí me inspira siempre que lo oigo a un plácido amanecer campestre, una música maravillosa que alza el vuelo, se desarrolla y lo envuelve todo hasta que finaliza con el clarinete “a solo” que se pierde casi en el silencio…

Pero de pronto un hachazo brutal de la orquesta en pleno lo sofoca todo y comienza lo que André Lischke define como “una auténtica tragedia sonora” (podéis escucharlo en el minuto 10:25 de la versión que os propongo). Aparece entonces un tema extraído del Réquiem ortodoxo, una coral con el muy expresivo título de “Las almas de los sirvientes reposan con las de los santos, oh, Cristo…”. Y entonces se produce un clímax recapitulativo (minuto 14:10), donde los trombones van repitiendo su acongojante frase en distintos registros… El movimiento vuelve al segundo tema, el sentimental, en los violines para alcanzar su final de forma muy tranquila en el minuto 19:15. Resignación con su suerte, esto es lo que está expresando a voces este final… bueno, no, a voces no. Susurrando, más bien. Resignación con la vida, con la muerte, con el destino que le ha tocado vivir. That’s all folks, parece decirnos Tchaikowsky al final de este movimiento.

Ésta no es, señores, la música que escribiría un compositor en el culmen de su éxito. O, desde luego, a mí no me lo parece. Sigamos.

El segundo movimiento es un Allegro con grazia, un vals gentil y refinado escrito en el extraño compás de 5/4,[6] que comienza en el minuto 19:20. Sí, refinado, gentil y con gracia, como su nombre indica, pero con un regusto amargo fácilmente distinguible. No es un movimiento lento, como correspondería a un segundo movimiento clásico de una clásica sinfonía, pero es que, como supongo que a estas alturas resulta evidente, ésta sinfonía es cualquier cosa menos clásica. Sí, Piotr Ilich había vivido grandes momentos, había frecuentado los salones, había paladeado el triunfo, sabía de qué hablaba, nos parece decir este movimiento… pero no es oro todo lo que reluce. En el fondo… en el fondo… no deja de ser un pobre hombre infeliz.

En cuanto al tercer movimiento, un Allegro molto vivace que comienza en el minuto 28:15 en el video, se trata de un scherzo dionisíaco, una marcha orgiástica que en ocasiones recuerda a una Danza Macabra como la de la Sinfonía Fantástica de Berlioz. Un movimiento brillante, potente, que, tras los dos movimientos anteriores, resulta en una catarsis para los espectadores, aliviados por fin de los ambivalentes sentimientos de los movimientos anteriores. Tchaikowsky da aquí un grito de rebeldía, de “Pase lo que pase, ¡aquí estoy yo!!! Soy Tchaikowsky y ésta es mi música”, eso me parece a mí que expresa esta brillantísima música. Cuando termina, con poderosas intervenciones de los metales y la percusión, cosa que ocurre en el minuto 36:55, es muy normal que los espectadores de la Sala de Conciertos que escuchan la obra en directo prorrumpan en aplausos. Pero muy normal… casi siempre pasa. Confunden este final “en punta” con el de la sinfonía y aplauden a rabiar hasta que los chiiiist de los avisados les hacen callar… o también puede ser que conocen lo que viene a continuación y prefieren aplaudir ahora, porque saben que cuando termine la sinfonía igual no les quedan ganas…

Porque el cuarto movimiento, que comienza en el minuto 37:00, no es ni por asomo el típico Finale brillante de una obra sinfónica al uso. Es nada menos que un Adagio lamentoso. Sólo con el nombre ya os podéis imaginar lo que viene. Pues os quedaréis cortos.

Es uno de los movimientos más tremendos que yo conozco. Una lucha desesperada por sobrevivir, por vencer al destino, a la incomprensión, a la muerte… una lucha destinada desde el principio a fracasar. Varias veces la música de Tchaikowsky se rebela contra su suerte, intenta vencer al hado, luchar por su vida, escapar del Bardo… y otras tantas es hundida por el Destino, el cruel Destino que es el protagonista de muchas de las obras del gran Piotr Ilich, claramente distinguible en sus Cuarta y Quinta sinfonías. En estas dos obras no queda finalmente claro el vencedor, parece que la lucha termina en tablas… pues aquí no. En absoluto. Mirad, a mí la música de este movimiento me recuerda a la escena final de “Terminator 2”, cuando el terminator malo es por fin arrojado por el terminator bueno en la cuba de metal fundido, y lucha por salir mientras poco a poco se va fundiendo con el hierro candente… hasta que desaparece engullido por el líquido metal. En la música de Tchaikowsky, en este genial, brutal, horrísono movimiento esto queda palmariamente claro cuando un suave gong marca el final de la lucha. No hay ya nada que hacer, el destino se ha consumado. Sólo queda ver (escuchar) cómo el movimiento muere y cómo alguien muere con él, poco a poco, hasta que sólo quedan los latidos de un corazón (interpretados por pizzicatos de los contrabajos) que va parándose poco a poco, poco a poco… hasta que se detiene. Game over.

Cuando esto ocurre y estoy en la Sala de Conciertos, tras dejar unos segundos necesarios para enjugarme las lágrimas, aplaudo, aplaudo mucho… sin ganas. Aplaudo porque es una obra genial, y porque ejecutarla dignamente es muy difícil. Pero sin ganas.

Tremenda sinfonía de réquiem. Tremendo Tchaikowsky. No hay quien me lo quite de la cabeza: sólo un hombre que sabe que tiene los días contados es capaz de escribir semejante barbaridad para cerrar su última obra. Y, vaya, qué curioso, tan sólo nueve días después del estreno el autor muere de cólera. Una coincidencia… O no. Nunca lo sabremos. Cada cual puede pensar lo que quiera y, de todos modos, 120 años más tarde ya poco importa.

¡Honor a Tchaikowsky, pobre infeliz!

Decenas, cientos de grabaciones hay de esta música imprescindible. Yo recomiendo el mismo disco que me acompaña desde hace treinta años, el de la Wiener Philarmoniker dirigida por Herbert von Karajan, grabación de 1985, una interpretación muy parecida a la del video que acabamos de escuchar, que debió haber sido grabado algunos años después. A pesar de su antigüedad sigue en el catálogo y sigue vendiéndose bien, lo que no me extraña… porque a mí me parece sublime.

Disfrutad de la vida, mientras podáis. A ser posible, escuchando música… aunque, por una vez, esta música de hoy no sea la más apropiada. La próxima ayudará más, lo prometo.

  1. Y lo era en todos los sentidos: medía más de dos metros y era fuerte como un toro. []
  2. Cosa que sigue ocurriendo hoy mismo en muchos lugares del mundo. []
  3. En la época de Stalin este argumento de peso sería utilizado una y otra vez, conjuntamente con el adjetivo “decadente”, para perseguir a grandes compositores como Prokofiev, Shostakovich y otros. []
  4. Hasta después de la Revolución Rusa de 1917 no se adoptó el calendario gregoriano en Rusia o, mejor, en la U.R.S.S. []
  5. La Sala donde cada año se ejecuta el famoso Concierto de Año Nuevo. []
  6. Esto lo he leído por ahí… ya imagináis que personalmente no tengo ni idea de qué significa eso… []

Sobre el autor:

Macluskey ( )

Macluskey es un informático de los tiempos heroicos, pero no ha dejado de trabajar en Informática y disfrutar con ella hasta la fecha. Y lo que el cuerpo aguante. Y además, le gusta la música...
 

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