El artículo de hoy de esta ignorante serie musical está dedicado a una obra bastante extraña para el momento en que fue compuesta y por el compositor que la escribió: una obra deliciosa, muy cortita y escrita con un estilo en las antípodas de todo lo que se estaba escribiendo en la época. Naturalmente, fue un éxito al estrenarse, como no podía ser de otro modo, y continúa siéndolo cada vez que se programa en las Salas de Conciertos del mundo, lo que ocurre con bastante frecuencia.
El compositor ruso Serguéi Serguéievich Prokófiev, uno de los mejores compositores de la primera mitad Siglo XX, vivió sin lugar a dudas una época interesante. Tanto desde el punto de vista de la evolución del género musical como, desde luego, desde el punto de vista de los cambios y transformaciones que sufrió el mundo esos años… transformaciones, digamos, violentas en la mayoría de los casos. Todo este ambiente de cambio y revolución se refleja en la música de Prokofiev, que escribió algunas de las obras más vanguardistas de su momento, pero también quizá algunas de las más amables y “clásicas” de esos años, como por ejemplo el delicioso cuento musical Pedro y el Lobo, o esta Sinfonía Clásica, de la que van estas palabras.
Porque esta Sinfonía número 1 en re mayor, “Clásica”, compuesta entre 1916 y 1917, en plena Primera Guerra Mundial, y estrenada en abril de 1918 en Petrogrado,[1] a los pocos meses de la Revolución Bolchevique, tiene todas las características necesarias para ser apodada “Clásica”, cosa que hizo el propio compositor, que aseguraba con total desparpajo que “si Haydn viviera, así hubiera escrito su Sinfonía”: tiene cuatro movimientos con una adecuada estructura clásica, está escrita para una orquesta clásica, en el sentido de que la plantilla orquestal es la misma que podemos encontrar en las sinfonías de Haydn o Mozart (cuerda no muy numerosa, madera doble, dos trompetas, dos trompas y timbal), y los temas son de corte clásico, completamente tonales y sin apenas concesiones a las innovaciones de los grandes compositores del Romanticismo, aunque naturalmente que alguna concesión a las últimas innovaciones musicales sí que tiene. En efecto, poco encontraremos aquí de Beethoven, y menos aún de Wagner, Bruckner, Richard Strauss o Mahler y sus compactas sinfonías repletas de temas diferentes y de largas duraciones… esta primera sinfonía de Prokófiev dura menos de catorce minutos… ¡completa!
Otras obras que Prokófiev compuso casi simultáneamente a ésta son de una temática y una estructura completamente diferentes, mucho más modernas y cercanas al tipo de música (o lo que sea) que se hacía a principios del Siglo XX, por ejemplo sus Visiones Fugitivas (1915-1917), “piezas experimentales para piano”… Ya sólo leyendo su título podéis imaginar de qué van esas experimentales visiones. En fin, de todas estas obras de Don Serguéi, yo me quedo sin lugar a dudas con esta pequeña obra de orfebrería que es la Sinfonía Clásica, y de ella, y de su autor, hablaremos hoy.
Aunque la ciudad donde nació en 1891, Sóntsokva, es en la actualidad una ciudad ucraniana, Krásnoye, cerca de Donetsk, en el momento de su nacimiento era parte del Imperio Ruso, y tras la Revolución de Octubre, de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), el propio Prokófiev se consideró a sí mismo siempre como ruso, aunque pasara buena parte de su vida lejos de la Madre Rusia.[2]
Hijo de un ingeniero agrícola y de una gran aficionada al piano que dos meses al año dejaba el ambiente rural de Sóntsokva para tomar clases de piano en Moscú o San Petersburgo, fue hijo único y recibió educación musical desde su más tierna infancia. Su primera obra fue compuesta con ¡cinco años, por favor!, transcrita por su madre en la partitura (porque lógicamente no sabía solfeo), y parece que la escribió en modo “lidio”.[3]
Tal era su capacidad musical que su madre arregló que un pianista y compositor reputado, Reinhold Glière, aceptase por un módico estipendio pasar el verano de 1902 en la mismísima Sóntsovka, una pequeña ciudad aislada en medio del campo, para enseñar al joven músico de 11 años. Después, con tan solo catorce años ingresó nuestro precoz Serguéi en el Conservatorio de San Petersburgo… donde era uno más entre una miríada de estudiantes, sólo que varios años más joven que ellos. Pronto adquirió fama de “rebelde”, “arrogante” y de “enfant terrible”, convencido de su propia superioridad sobre colegas e incluso profesores, y cuando se graduó varios años más tarde lo hizo con la nota más alta jamás otorgada a ningún estudiante: el premio “Anton Rubinstein”.
Cuando su padre falleció (y se secó su fuente principal de financiación), había conseguido una cierta fama como compositor a base de componer obras a cuál más infumable (politonales o directamente atonales), provocando escándalo tras escándalo en su estreno… y entrando por derecho propio en lo más in de la música, a formar parte de lo más granado de la grey musical del momento. Cosas que pasaban entonces… y ahora. Por cierto que mientras componía todas estas obras que le dieron tan mala fama como músico en su formalista Rusia natal, compuso la Sinfonía Clásica que luego oiremos… Curioso caso de esquizofrenia musical.
El caso es que consiguió un contrato para ejercer sus habilidades en París y Londres, donde conoció a los fabulosos Ballets Rusos de Serguéi Diaghilev, para quien escribió un ballet, “Chout” (El Loco), que no llegó a estrenarse debido a que por entonces estalló la Gran Guerra, y él volvió al Conservatorio de San Petersburgo, donde consiguió no ser reclutado como carne de cañón… ¡apuntándose a clases de órgano![4]. Pero cuando estalló la Revolución de Octubre no se sintió seguro, puesto que su música experimental y revolucionaria no cuadraba bien con el tipo de revolución que estaba teniendo lugar en Rusia, que rápidamente se convirtió en la URSS. En cuanto pudo, unos meses tras el estreno de la obra de hoy en San Petersburgo, se largó a Estados Unidos, vía ferrocarril transiberiano y Japón, llegando a San Francisco en agosto de 1918.
Allí consiguió rápidamente cierta fama, como otros ilustres exiliados rusos, por ejemplo Serguéi Rachmaninoff,[5] y le encargaron la ópera “El Amor de las Tres Naranjas”, pero su estreno fue cancelado debido al fallecimiento del director.[6] Entonces volvió a París en 1920, donde retomó los contactos con Diaghilev. En 1921 se estrenó por fin su ballet “Chout” (El Loco), con el que obtuvieron (los Ballets Rusos, Diaghilev y él mismo) un enorme éxito que le cambió la vida.
Durante 15 años se dedicó a componer en diversos lugares de Europa y Estados Unidos, ejerciendo de exiliado ruso, lo que resultaba bastante glamouroso en el momento… pero como buen ruso[7] echaba de menos las grandes extensiones y el clima infernal de su tierra. Con cada vez más frecuencia iba aceptando encargos procedentes de su país (de la URSS, quiero decir), como “El Teniente Kijé”, la música para una instructiva película soviética, o el ballet “Romeo y Julieta”, encargo del prestigiosísimo Teatro Kirov de Leningrado.[8] Con el tiempo se decidió a regresar a su Unión Soviética natal, cosa que hizo en 1936. Visto con la perspectiva de los años, no parece que fuera una decisión acertada, porque sufrió bastante con la censura de la “Unión Soviética de Compositores”, creada para seguir (o perseguir) a los autores y sus creaciones y vigilar que no se apartaran de la “ortodoxia comunista”, que no sé yo cómo sabrían si una música era buena comunista o no, pero en fin.
Estuvo siempre en el alambre, como todos los compositores soviéticos de la época (Khachaturian, Shostakovich, él mismo…), escribiendo obras musicales que agradaran al régimen para poder comer, mientras que de tanto en cuando se atrevían a escribir su música, teniendo en cuenta, además, que los criterios de qué música era aceptable, y cuál no, cambiaban de pronto con la llegada de tal o cual personaje a la poltrona adecuada… Por ejemplo, el precioso cuento musical “Pedro y el Lobo” (un cuento comunista, pero comunista-comunista, como saben todos los que lo conocen), o las bandas sonoras de varias películas de Serguéi Eisenstein,[9] entre ellas dos de las mejores: Alexander Nevsky e Iván el Terrible. De esta manera, su Sinfonía nº 5, dedicada a la victoria final sobre los alemanes, le proporcionaría su Segunda Orden de Stalin en 1945 (una importante condecoración soviética; la primera la había obtenido en 1943), aunque unos años antes, en 1939, había estado cerca de ser ejecutado por traidor.
La cosa fue así: había escrito una ópera, Semyon Kotko, con libreto de su viejo amigo Vsevolod Meyerhold, un inconformista declarado, obra en la que, de acuerdo a la percepción soviética de la época, se representaba a unos bárbaros e incultos alemanes invadiendo Ucrania, unos auténticos animales… todo muy convencional y ajustado perfectamente a la cosmovisión bolchevique del momento, así que no debería haber ningún problema, ¿no? Pues sí, lo hubo. Y bien gordo. Resulta que en agosto de ese mismo año se firmó el Pacto Molotov-Ribentropp de No Agresión[10] entre la URSS comunista y la Alemania nazi… y los alemanes pasaron a ser de la noche a la mañana, de los cocos con que se asusta a los niños para que coman, a ser unos tipos guays, pero guays-guays-de-la-muerte. La ópera fue sumariamente cancelada, se retiró el pasaporte a Prokofiev y con Meyerhold la cosa fue peor: fue ejecutado por antipatriota. En fin. Para salvar la piel, nuestro Serguéi aceptó la “sugerencia” de componer una obra a más gloria del padrecito Stalin: la “Salutación a Stalin”, Op. 85, para conmemorar su 60 cumpleaños… una obra que, como podéis imaginar, no se toca mucho en estos tiempos…
Luego, en cambio, tras la invasión alemana de la URSS vivió una época de reconocimiento y éxito… pero por poco tiempo.
Al par de años de acabar la Gran Guerra Patriótica (así es como se llamaba y se sigue llamando en Rusia a la Segunda Guerra Mundial), el férreo control de Iosif Stalin se hizo aún más férreo, y la “Unión Soviética de Compositores”, tras el llamado “Decreto Zhdanov”, cambió una vez más de modo brusco su opinión sobre la música de Prokofiev (como sobre la de otros grandes compositores como Shostakovich o Khachaturian), por muchas órdenes de Stalin que tuviera en su vitrina. Fue acusado de “grave formalismo” (¿?) y de escribir música “decadente” (¿¿??) y “antidemocrática” (¿¿¿???). Como consecuencia cayó prácticamente en el ostracismo, porque además su salud, que ya por entonces no era muy buena, se deterioró bastante, y como consecuencia hubo de limitar sus esfuerzos compositivos a no más de una o dos horas diarias.
En el colmo de la ironía, Serguéi Prokofiev falleció el día 5 de marzo de 1953… exactamente el mismo día y casi a la misma hora que falleció el “padrecito de los pueblos”, su demiurgo, Iosif Stalin. Y para más inri, como falleció en su casa, que estaba justo al lado de la Plaza Roja donde se celebraban las exequias por Stalin, resulta que no fue posible trasladar su cuerpo durante más de tres días para no interrumpir los lamentos por la muerte de uno de los mayores genocidas de todos los tiempos… La noticia de su fallecimiento sólo se publicó en Pravda, el principal y casi único diario del régimen soviético seis días más tarde de su fallecimiento, y en cuanto a la principal publicación musical soviética, su obituario se publicó en la página 116… ¡las 115 anteriores estaban dedicadas a glosar la enorme figura musical del padrecito Stalin!
Esta historia de amor-odio entre Serguéi Prokofiev y el aparato del Partido Comunista de la URSS acabó, 4 años después de su muerte, con la concesión a título póstumo de la Orden de Lenin, el máximo galardón que la URSS podía otorgar a un artista. No sé qué hubiera opinado él, de haber estado vivo.
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Bien, vamos ya con la obra de hoy, esa “Sinfonía Clásica” (Sinfonía número 1 en re mayor) que fue la primera de las siete que compuso Serguéi Prokofiev. El proceso de su composición es curioso, porque no usó ni un solo instrumento para apoyarse o para “oír cómo quedaba” lo que iba componiendo: lo hizo exclusivamente de memoria, escuchando en su cabeza lo que iba escribiendo en el pentagrama… ¡caramba, como Beethoven en sus últimos años! En su estreno en Petrogrado cosechó una fuerte salva de aplausos, a pesar de su “falta de modernez”. (¿!)
Como dije antes, son cuatro movimientos configurados al más puro estilo clásico, es decir: Allegro, Adagio, Minuetto (u otra danza), Allegro… aunque más bien diríamos mini-movimientos. La verdad es que son sencillos, muy bonitos y escuchables, una alegría para el oído… sólo queda escucharla en la versión de Yuri Temirkanov dirigiendo a la Orquesta Filarmónica de San Petersburgo (muy adecuado, ya veis), en un video donde se escucha la música sobre una imagen fija. Los movimientos son:
Primer Movimiento: Allegro (comienza en el principio del video, claro)
Segundo Movimiento: Larghetto (comienza en el minuto 4:10).
Tercer Movimiento: Gavotta – Non troppo allegro (minuto 8:15).
Cuarto Movimiento: Finale: Molto vivace (minuto 9:55).
Según Prokofiev, si Haydn hubiese vivido en el Siglo XX, ésta sería la obra que hubiera compuesto. Vaya Vd. a saber qué hubiera compuesto Haydn en ese caso, pero aquí tenemos esta Sinfonía Clásica: ya me diréis si es o no deliciosa.
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Evidentemente, hay bastantes grabaciones de esta preciosa sinfonía tan clásica, pero debido a su corta duración todas ellas sin excepción se encuentran en discos con otras obras, generalmente del mismo Prokofiev, pero también de otros compositores.
Yo tengo un disco editado hace bastantes años, de la Deutsche Grammophon, de la Orquesta de Cámara de Europa dirigida por Claudio Abbado, que es una delicia: además de esta sinfonía clásica, tiene Pedro y el Lobo (donde el locutor es José Carreras y hace la alocución en español, cosa rara, pero rara-rara), la Obertura sobre temas hebreos y una Marcha… pero no lo encuentro ahora, debe ser que lo han descatalogado.
Así que una buena opción puede ser ésta, con Vladimir Ashkenazy dirigiendo a la Orquesta Sinfónica de Sydney esta Sinfonía Clásica y también la Quinta,[11] o esta otra, un disco doble de un poco de todo revuelto, pero todas, obras de Prokofiev.
Y para terminar aseguro, una vez más, que escuchar esta obra en el youtube o en cualquier estereo no tiene nada que ver con oírla en directo. No hay nada como el directo. Y… sí, soy pesado.
Disfrutad de la vida, mientras podáis. A ser posible, escuchando música.
- Petrogrado es el nombre que tuvo la ciudad de San Petersburgo durante unos meses, antes de convertirse durante casi 80 años en “Leningrado”. [↩]
- De hecho, la región ucraniana recibía el sobrenombre de “Pequeña Rusia” en los tiempos del zar. [↩]
- En realidad él no tenía ni idea de lo que era el modo lidio… ejem, lo mismito que me pasa a mí; lo que ocurrió es que en su ignorante infancia le daban repelús las teclas negras del piano, así que sólo usaba las blancas… y he ahí que, sin saberlo, compuso una obra en modo lidio con cinco años. Qué cosas. [↩]
- Se ve que el sistema de reclutamiento de la época no era como el de unos años después. [↩]
- ¿Os habéis dado cuenta de que todos los rusos notables que han aparecido hasta ahora en la historia se llaman Serguéi? Pues es casualidad, porque hay otros rusos que tienen otros nombres, de veras. [↩]
- Tras varias peripecias, fue estrenada finalmente con éxito en Chicago a fines de 1921, dirigida por el mismo autor. [↩]
- Vale: Ucraniano. [↩]
- Antes de la llegada de los bolcheviques, Teatro Mariinsky de San Petersburgo, que es el nombre que tiene de nuevo en la actualidad. [↩]
- Caramba: ¡Otro Serguéi más en esta historia! [↩]
- Agua y aceite, desde luego. [↩]
- No, no sé cómo suena la Sinfónica de Sydney, pero si Ashkenazy se avino a grabar con ella, será suficientemente buena. [↩]
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{ 3 } Comentarios
Magnífica sinfonía y magnífico artículo.
Como mencionas el disco de Abbado, decir que no está descatalogado, se puede encontrar en Amazon, por ejemplo y hasta se puede escuchar en Spotify. La verdad es que ha sido raro escucharlo en español.
Una delicia Mac. Gracias por tu nueva propuesta.
Gracias. Me alegro que os haya gustado.
Realmente es una sinfonía deliciosa (una mini-sinfonía, en realidad), aunque ¡nunca sabremos si Haydn la hubiese compuesto así!!
Saludos
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