Hace unos días, en la serie de los Premios Nobel , hablamos acerca del galardón de Física de 1904 , otorgado a Lord Rayleigh por su descubrimiento del argón a partir de la diferencia de densidad entre el “nitrógeno atmosférico” y el “nitrógeno químico”, y hoy nos toca la contrapartida: el Premio Nobel de Química del mismo año, otorgado al valiosísimo colaborador de Rayleigh, Sir William Ramsay. Como dijimos al hablar del primero, ambos premios están íntimamente relacionados, como debería ser evidente al leer este segundo artículo si recuerdas el primero, y no tiene mucho sentido leer esta entrada sin leer la dedicada a Rayleigh.
Sir William Ramsay obtuvo el Premio Nobel de Química de 1904, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
En reconocimiento a sus servicios en el descubrimiento de los elementos gaseosos inertes del aire, y la determinación de su lugar en el sistema periódico.
En 1894, William Ramsay era catedrático de Química en el University College de Londres, y una verdadera autoridad en la química de los gases. Ese año asistió a una conferencia impartida por Lord Rayleigh, en la que éste hablaba sobre el dilema que suponía la diferencia de densidad entre el nitrógeno procedente de la atmósfera y el preparado químicamente. Ramsay estaba interesado en ayudar a Rayleigh, y ¿quién mejor para esa investigación que alguien tan versado en ese campo? Ambos científicos empezaron una colaboración que los llevaría, a ellos y a nosotros, al descubrimiento de un grupo entero de elementos nuevos, literalmente bajo nuestras narices… e incluso dentro de ellas.
Sir William Ramsay (izq.) y Lord Rayleigh (der.).
La conferencia de Rayleigh fue en abril, y en agosto (!) Ramsay ya había conseguido aislar del aire un componente bastante pesado y que aparentemente no reaccionaba con nada: el argón. Sí, estrictamente hablando, fue Ramsay y no Rayleigh quien logró obtener e identificar por primera vez ese gas, pero la mayor parte del mérito es de Strutt; de ahí que fuera él quien consiguiese el Premio Nobel de Física por el descubrimiento del argón, como ya dijimos al hablar del asunto.
¡Pero Ramsay no se quedó ahí! Había algo que suscitaba su curiosidad y, como suele suceder con los investigadores geniales, la curiosidad de Ramsay era casi obsesiva. El escocés se preguntó lo siguiente: si el argón constituía un porcentaje apreciable de la atmósfera, ¿cuál era su origen? ¿se trataba de un producto biológico, de algo emanado por volcanes o a través de las rocas, procedente de reacciones químicas en la propia atmósfera?
De modo que el químico se dedicó a tratar de aislar argón, no a partir del aire, sino a partir de otras fuentes, en particular, diversas rocas. Básicamente, lo que necesitaba era obtener gases de la roca y luego comprobar si alguno de esos gases no reaccionaba con nada, ya que esa extraña propiedad era la más característica del recién descubierto argón. Y hete aquí que en marzo de 1895, menos de un año después de empezar su colaboración con Rayleigh, había conseguido su objetivo: un gas inerte en ciertas rocas de uranio. Pero algo no encajaba.
¡El gas obtenido de esas rocas era muchísimo más ligero que el argón! Mientras que la masa atómica del argón era de unas 40 veces la del hidrógeno, la del nuevo gas era la décima parte… no podía ser argón. Al estudiarlo espectroscópicamente, Ramsay comprobó que no se trataba de un nuevo elemento, sino que era helio, que había sido detectado en el Sol en 1868 de forma conjunta por el francés Pierre Janssen y el británico Norman Lockyer. De modo que, sí, una vez más, el nuevo elemento no era mérito único de Ramsay, sino que otros se habían llevado ya la gloria por él. Por otra parte, antes de Ramsay sabíamos que el helio existía en el Universo, pero no podíamos medir casi ninguna de sus propiedades, y tras aislarlo el escocés pudimos “saborearlo” en todo su esplendor.
Tal vez otras mentes menos inquisitivas se hubieran contentado con esto, pero Ramsay siguió pensando. Tanto el helio como el argón eran gases de comportamiento muy similar, que no reaccionaban con ninguna otra cosa, ni entre ellos, ni siquiera cada uno consigo mismo. Es como si se tratase de una nueva familia de elementos. Pero en las demás familias –los grupos del sistema periódico– había representantes muy ligeros, otros algo más pesados, otros aún más pesados… todo un abanico de elementos por grupo, mientras que el argón pesaba diez veces más que el helio, algo realmente extraño si había un grupo entero de elementos esperando ser descubiertos.
De modo que Ramsay se planteó dos posibles consecuencias lógicas de la existencia del helio y el argón: en primer lugar, con mucha probabilidad había al menos un elemento más de las mismas propiedades y una masa atómica intermedia entre los dos. En segundo lugar, tal vez con menos probabilidad, podría haber otros elementos similares pero más pesados incluso que el argón. El problema, claro está, era demostrarlo.
Ya que el argón había resultado estar “escondido” dentro del nitrógeno atmosférico, en una proporción relativamente pequeña, ¿y si los otros posibles gases estaban “escondidos” a su vez en el argón, pero en proporciones aún menores? Ramsay se dedicó a destilar fraccionadamente el aire, tratando de separar esos componentes de concentraciones cada vez menores… y lo consiguió, ¡vaya si lo consiguió!
En 1898, el científico escocés consiguió encontrar otro gas similar al helio y al argón pero con una masa atómica de alrededor de 20 veces el hidrógeno… justo el que había predicho con bastante certeza: se trataba del neón, del que ya hemos hablado en El Tamiz en el pasado, al igual que del helio y el argón. Pero la predicción menos segura también se cumplió: en el mismo año Ramsay obtuvo del aire otros dos gases más pesados, kriptón y xenón –de estos dos aún no hemos hablado porque no hemos llegado a ellos en la tabla periódica, pero todo se andará–. Por cierto, aunque sucediera posteriormente al Nobel, Ramsay obtendría otro más del grupo, el radón, unos años más tarde, ¡incansable, el tío!
Desde luego, se trataba de gases de concentraciones minúsculas en la atmósfera –de ahí que hubieran estado bajo nuestras narices durante tanto tiempo sin que notáramos su existencia–, pero en tan sólo cuatro años, Ramsay había añadido un grupo nuevo al sistema periódico, y un grupo nuevo de comportamiento extrañísimo, ya que se trataba siempre de gases a temperatura ambiente que no reaccionaban con nadie, por mucho que los científicos lo intentaran. Al igual que a algunos metales se los denominaba metales nobles por no reaccionar fácilmente, como en el caso del oro, estos gases empezaron a denominarse gases nobles, o a veces gases inertes.
Hoy en día sabemos que sí pueden formar compuestos, aunque se trata de algo poco frecuente y que nos costó muchos años lograr; lo hizo por primera vez Neil Bartlett, que consiguió producir un compuesto de xenón, flúor y platino. De modo que, en Química moderna, no es recomendable llamar a estos gases inertes, ya que no lo son, por más que Ramsay y sus contemporáneos no consiguiesen reacción alguna.
Pero, a veces, la ausencia de reacción es incluso más interesante que la reacción: la importancia del grupo de elementos reacios a reaccionar con otros planteó preguntas (pues muchos químicos, hasta entonces, no habían considerado esa posibilidad), y fue una de las cosas que llevó a escudriñar la estructura electrónica de los átomos, las capas y subcapas, la estabilidad… y muchos otros asuntos que seguro caerán en esta misma serie según vayan pasando los años. De modo que la importancia de estos cuatro “años mágicos” de Ramsay, de 1894 a 1898, va mucho más allá del simple hecho de comprobar que había elementos nuevos en el aire que nos rodea. Pero, como siempre, no hay mejor manera de comprender la importancia para la época que leer las propias palabras del discurso en el que se presentó el Nobel.
El discurso de entrega fue pronunciado, como en el caso del premio de Física, por J. E. Cederblom, el Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, y éstas fueron las palabras que pudieron escuchar los allí presentes:
Su Majestad, Sus Altezas Reales, damas y caballeros.
Una de las características más prominentes de la investigación en las ciencias naturales de nuestros días es la acción recíproca que caracteriza a la Física y la Química, de modo que un descubrimiento importante en una de estas ciencias casi inevitablemente afecta a la ciencia hermana. De este modo, las investigaciones de Lord Rayleigh respecto a las propiedades físicas de ciertos gases que acaban de recibir su premio llevaron a toda una serie de descubrimientos importantes y sorprendentes en la Química pura.
Tras probar Lord Rayleigh la diferencia notable entre las densidades del nitrógeno atmosférico y el nitrógeno preparado químicamente, otro científico británico, conocido ya como un químico eminente, recibió permiso para cooperar en las investigaciones continuadas con la intención de descubrir, si era posible, la causa del peculiar estado de cosas antes mencionado. El resultado de esta cooperación fue el descubrimiento (publicado en 1894) de que el aire contiene un componente gaseoso, previamente desconocido, con casi una vez y media la densidad del nitrógeno, que explica el mayor peso específico del nitrógeno atmosférico. Un estudio cuidadoso de las propiedades del nuevo gas demostró más allá de toda duda que se había descubierto un nuevo elemento químico, el cual, debido a su reticencia a entrar en asociación química con otros elementos, recibió el nombre de argón (“el inactivo”).
No satisfecho con haber demostrado la presencia del argón en la envoltura atmosférica del globo, el colaborador químico de Lord Rayleigh, por iniciativa propia, se dedicó a investigar la existencia de argón en la corteza terrestre. Esto lo llevó a un nuevo descubrimiento, sólo ligeramente menos sorprendente que el precedente. Consiguió aislar, a partir de ciertos minerales del uranio, un gas que se mostró idéntico en el espectroscopio, no el argón, sino el elemento solar, el helio, tan largamente buscado y no encontrado en la Tierra, cuya existencia había sido demostrada por primera vez por Janssen, el astrónomo francés, durante una medición espectroscópica de la cromosfera solar en 1868, mientras observaba un eclipse solar en la India. Se ha mostrado posteriormente que el helio también está presente en el agua de algunos manantiales minerales, en ciertos meteoritos, y que, como el argón, pero en un grado mucho menor, es un componente de la atmósfera terrestre.
Tan pronto como se descubrió el peso atómico ((Hoy ya no lo llamaríamos así, pero recuerda el momento en el que se pronuncia el discurso.)) de los dos nuevos gases se hubo determinado de forma aproximada –4 para el helio y 40 para el argón–, el infatigable científico buscó, llevado por el razonamiento teórico, otro gas elemental, cuyo peso atómico debería estar entre los dos anteriores y que debería ser de alrededor de 20. Tras algunos intentos infructuosos en distintas direcciones, obtuvo finalmente un agente activo cuando se resolvió el problema de condensar el aire atmosférico a gran escala de forma práctica. Con la ayuda de las bajas temperaturas obtenidas al evaporar aire líquido (-200 °C e inferiores) le fue posible obtener cantidades considerables de argón líquido sin grandes dificultades, y mediante destilación fraccionada y fraccionamiento del aire líquido, consiguió demostrar la existencia del elemento que buscaba en las fracciones más volátiles de la muestra, un elemento que denominó neón (“el nuevo”). Pero eso no fue todo: en la parte del aire que había sufrido menor difusión descubrió casi simultáneamente dos elementos nuevos, ambos gases a temperatura ambiente y de mayor densidad que el argón, cuya existencia había predecido –aunque no con tanta seguridad [como en el caso del argón]– y para los que propuso las denominaciones de kriptón (“el oculto”) y xenón (“el extraño”).
Estos gases están presentes en el aire, pero en general de forma muy tenue, puesto que mientras que el argón forma apenas un 1% del volumen del aire, el neón sólo representa un 1-2 por mil, el helio un 1-2 por millón, el kriptón un 1 por millón y el xenón solamente una parte en 20 millones en volumen. Esto, más que cualquier otra cosa, puede darnos una idea de las enormes dificultades inherentes a estas investigaciones. Sin embargo, a pesar de todos los obstáculos, no sólo ha sido posible aislar estos nuevos elementos, sino también estudiar sus peculiaridades con una precisión que ha permitido situarlos en el sistema periódico de los elementos. Se ha demostrado que los cinco gases nuevos, llamados frecuentemente “gases nobles”, forman una familia natural de elementos que se diferencia de todos los elementos conocidos previamente por su ausencia de polaridad eléctrica, con lo que llenan un vacío existente hasta ahora en el sistema periódico entre los elementos halógenos altamente negativos ((Actualmente diríamos “electronegativos”)) y los metales alcalinos altamente positivos.
El descubrimiento de un grupo totalmente nuevo de elementos, sin que se hubiera conocido antes la existencia de ningún representante del grupo, es algo totalmente único en la historia de la química, algo que constituye un avance muy significativo para la ciencia. Este avance es aún más notable si pensamos en el hecho de que estos elementos son componentes de la atmósfera terrestre y que, aunque aparentemente están disponibles fácilmente para la investigación científica, han desafiado durante tanto tiempo el ingenio de eminentes científicos quienes, desde la época de Scheele, Priestley y Lavoisier hasta nuestros días han tratado de determinar las propiedades químicas y físicas del aire.
Este descubrimiento representa, sin embargo, mucho más que la simple adición de cinco nuevos elementos a los setenta y tantos que se conocen ya ((Fíjate en cómo ese “ya” deja claro que se dan por sentado nuevos elementos que irán siendo descubiertos con el tiempo)). Esto se debe en gran parte debido al carácter inerte de los nuevos gases, que hace de su estudio una ardua tarea, pero al mismo tiempo los sitúa en una posición muy especial entre los otros elementos. A pesar de los intentos repetidos e infatigables, ha resultado imposible en ningún caso comprobado lograr la combinación química de estos elementos entre ellos o con otros elementos conocidos ((Posteriormente sí ha sido posible lograr compuestos de estos gases, el primero de ellos en 1962)). Este carácter totalmente inerte entre los elementos era hasta ahora desconocido; de hecho, se pensaba de forma general que el potencial de tomar parte en reacciones químicas era un atributo fundamental que –en un mayor o menor grado– caracterizaba a todos los elementos. El descubrimiento de los gases nobles ha eliminado esta restricción de nuestro conocimiento, nos ha abierto la mente, hasta ahora demasiado cerrada, a la verdadera naturaleza de los elementos y, por esta razón, desde un punto de vista teórico, es de especial interés.
Este interés ha sido azuzado últimamente por la observación de que las líneas espectrales del helio aparecen también en las emanaciones del radio, ese elemento tan sorprendente, una observación que tal vez dé fruto en forma de resultados en el futuro, aunque la naturaleza y extensión de esos resultados son imposibles de predecir.
Los triunfos científicos obtenidos por el descubrimiento de los gases nobles se describen fácilmente, pero han sido adquiridos mediante un gran esfuerzo, no por la combinación de circunstancias afortunadas sino como el resultado de un trabajo bien planeado, perseverante y agotador. El hombre que ha abierto estos nuevos horizontes de la Naturaleza a la ciencia, y a quien la Real Academia Sueca de las Ciencias ha decidido otorgar el Premio Nobel de Química del presente año, es Sir William Ramsay, Catedrático en el University College de Londres.
Como siempre recomiendo, si tienes tiempo, ganas y puedes entender la lengua de Chesterton, aunque sea más o menos, lee las palabras del propio Ramsay al aceptar el premio, porque merece realmente la pena.
En la próxima entrega de la serie, el Premio Nobel de Física de 1905.
Puedes encontrar este artículo y otros como él en el número de marzo de 2010 de nuestra revista electrónica, disponible a través de Lulu:
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