Hoy terminamos (salvo por el estudio de sus satélites, aún pendiente) la entrada múltiple dedicada al planeta Marte, dentro de nuestra serie sobre el Sistema Solar. Tras hablar de aspectos generales del planeta, su geografía, la exploración más moderna y las posibilidades de vida, hoy nos dedicaremos a especular acerca de una posible colonización y terraformación del Planeta Rojo.
Marte terraformado. Versión a 4450x4450 px. Crédito: Wikipedia/FDL.
Hablaremos en primer lugar, por lo tanto, de cuáles son las maneras en las que podemos adaptarnos a las condiciones de Marte para poder vivir allí permanentemente en un plazo relativamente corto, para luego adentrarnos en terreno más resbaladizo y considerar cómo hacer justo lo contrario: adaptar Marte a nosotros para vivir en él de la forma más parecida posible a cómo vivimos en la Tierra. Intentaré además hacer énfasis en algunos aspectos prácticos que no suelen escucharse cuando se habla de la colonización de Marte, ya que tendemos casi todos (yo incluido) a convertirlo en una especie de inevitabilidad y de cuento de hadas que, con toda probabilidad, no sería.
Antes de nada, ¿para qué diablos colonizar Marte? No voy a repetir aquí algunas de las razones que ya di al hablar de Venus para expandir nuestra presencia. Dicho mal y pronto, concentrar nuestra especie en una sola roca espacial es tan mala idea como llevar todos los huevos en una misma cesta. Pero en el caso de Marte se suma a esas razones (que se aplican a cualquier lugar que podamos colonizar) una más, aunque se trata de una razón muy a largo plazo.
Es absolutamente inevitable que colonicemos otros planetas en el futuro si no queremos extinguirnos como especie, por la sencilla razón de que nuestro Sol, como cualquier otra estrella, abandonará en un momento dado la secuencia principal y, dada su masa, se convertirá en una gigante roja. Pero mucho antes de eso, la Tierra será ya un lugar inhabitable: cualquier estrella, incluido el Sol, se va calentando poco a poco todo el tiempo, de modo que llegará un momento en el que tendremos que salir de aquí o achicharrarnos. De hecho a largo plazo, como ves, no se trata de una elección sino de una necesidad, y no se trata de una mera colonización por parte de un grupo de seres humanos sino, inevitablemente, de una migración de toda la raza humana. Es algo de tal magnitud que se hace difícil imaginarlo pero, afortunadamente, tenemos mucho tiempo para prepararnos – ¡pero no para olvidarnos del asunto!
El caso es que Marte, al estar más lejos del Sol que la Tierra y teniendo en cuenta que la intensidad de la radiación solar decrece con el cuadrado de la distancia, será entonces un lugar mucho más agradable para vivir que nuestro propio planeta. Estará durante cierto tiempo en la ecosfera del Sol cuando la Tierra ya no lo esté, de modo que es un sitio relativamente parecido a nuestra cuna, bastante cercano a ella y accesible fácilmente. No puede ser, claro está, un destino permanente como refugio de un Sol que se va a convertir en gigante roja, pero puede darnos unos cuantos cientos de miles de años para preparar el viaje real: el que nos lleve a otra estrella y su sistema planetario.
De modo que tenemos que colonizar otros lugares, y Marte es especialmente adecuado para una primera etapa cuando aún somos una especie tecnológicamente primitiva. Es, como mencioné en la entrega anterior, un destino natural para el ser humano en su exploración del Sistema Solar, el segundo tras la Luna. De hecho, es muy probable que se convierta en el segundo objeto del sistema en el que plantemos el pie tras hacerlo sobre nuestro satélite, y las razones por las cuáles esto es así deberían resultarte, si has seguido la serie hasta el momento, bastante evidentes.
En primer lugar, como vimos en la primera entrega, Marte es en muchos aspectos el planeta más similar de todos a la Tierra: la duración de un día, la inclinación de su eje y la existencia de estaciones, el rango de temperaturas sobre su superficie, la existencia de una atmósfera, por tenue que sea, la existencia de agua en cantidad… Sí, las condiciones sobre la superficie marciana, como hemos visto a lo largo de estas semanas, son bastante extremas, pero no tanto como pudieran parecerlo. Por ejemplo, la temperatura en Marte es baja, pero tenemos bases en la Antártida en las que sobrevive gente a temperaturas muy similares. La presión es minúscula, pero eso es difícilmente un problema con compartimentos presurizados. Se trata, de hecho, de un lugar mucho menos hostil que el propio Venus, cuyas temperaturas superficiales son mucho mayores que cualquier cosa a la que hayamos tratado de adaptarnos hasta ahora. De hecho, sólo hay dos cosas en las que Marte es un problema real por sus características, pero de eso hablaremos luego.
En segundo lugar, Marte no sólo es muy parecido a la Tierra en muchas cosas, sino que está muy cerca de nosotros. Dicho de otro modo, es muy barato, energéticamente hablando, llegar de la superficie terrestre a la marciana o viceversa. No tanto como llegar a la Luna o Venus, desde luego, pero sí más que hacerlo a cualquier otro lugar del Sistema Solar. Por un lado, la diferencia de velocidad orbital alrededor del Sol de Marte y la Tierra es relativamente pequeña: recordarás, porque lo mencionamos al hablar de Hermes, que viajar de la Tierra a Mercurio y al revés es carísimo energéticamente porque el pequeño planeta está tan “hundido” en el campo gravitatorio solar. En el caso de Marte esto no es así, y además la atmósfera marciana es lo suficientemente densa como para que podamos utilizarla para frenar al llegar allí (y la de la Tierra lo es más aún), con lo que se reduce el coste energético de cualquier viaje entre ambos cuerpos.
Órbita de Hohmann. Crédito: Leafnode. Publicado bajo licencia Creative Commons Attribution Sharealike 2.5.
Para que te hagas una idea, utilizando una órbita de transferencia de Hohmann, el método de viaje más económico entre ambos planetas, se tardan unos nueve meses en llegar del uno al otro. Hoy en día utilizamos algo más de energía al llevar las sondas robóticas hasta allí, de modo que estamos tardando alrededor de seis meses, y es posible desde luego gastar más energía para tardar aún menos. No se trata, por supuesto, de un tiempo tan corto como el que nos lleva ir a la Luna o volver de ella, pero es algo factible sin necesidad de que nuestra tecnología avance enormemente: estoy seguro de que seis o nueve meses le hubieran parecido una broma a Valeriy Polyakov, una de cuyas misiones en la estación MIR duró catorce meses. Al contrario que en el caso de los planetas exteriores del sistema, no hace falta que desarrollemos la criogenización, drogas de hibernación, ni formas de propulsión revolucionarias para llevar personas a Marte de forma realista.
Analema marciano. Crédito: NASA.
Esta cercanía a la Tierra también supone otra ventaja: la de las comunicaciones. Por muy bien preparados que estén los futuros exploradores (o colonos), la sensación de aislamiento ahí fuera será mucho mayor que la que tienen, por ejemplo, los astronautas de la Estación Espacial Internacional. Si además algo va mal, el apoyo desde la Tierra, técnico o psicológico, puede ser fundamental. Una señal de radio tarda en llegar entre 3 y 22 minutos de la Tierra a Marte o viceversa, dependiendo de la distancia entre ambos planetas en cada momento. Esto quiere decir que, en el mejor de los casos, hacer una pregunta y recibir la respuesta puede tardar de 6 a 44 minutos. Vale, tres cuartos de hora para recibir una respuesta puede parecer mucho, pero piensa que en el caso de una base en una luna de Júpiter, por ejemplo, esos tres cuartos de hora se convertirían en unas dos horas.
Desgraciada e inevitablemente, las comunicaciones no pueden ser continuas entre Marte y la Tierra salvo que establezcamos algún satélite repetidor en los lugares adecuados, lejos de ambos planetas: durante cierta parte del año, el Sol se encuentra en la línea que une Marte con la Tierra con lo que sería imposible enviar señales de uno a otro lado. Esto sólo sucede durante dos semanas cada vez, pero serían indudablemente dos semanas muy duras. Creo que, si establecemos una base permanente en Marte, el precio de un repetidor de este tipo merecería mucho la pena, de modo que se trata de un problema de importancia muy pequeña.
Los dos problemas fundamentales que planeta Marte para establecer bases permanentes en él son la escasa gravedad y la ausencia de un campo magnético, aunque ambos tienen solución hasta cierto punto si somos cuidadosos. Hablemos de cada uno de los dos con más detenimiento.
Respecto a la gravedad, como dijimos en la primera entrega, el campo gravitatorio sobre la superficie marciana es más o menos la tercera parte que en la Tierra. No sabemos todavía los efectos que esto puede tener a largo plazo sobre los seres humanos adultos, mucho menos sobre los niños o el desarrollo embrionario. Puesto que una primera etapa en la colonización de Marte involucraría únicamente adultos, haría falta proporcionar a los colonos recursos para minimizar los efectos de la baja gravedad sobre sus organismos: salas de ejercicios o incluso salas rotatorias en las que simular la gravedad terrestre, aunque fuese sólo durante algún tiempo. Es posible también que podamos adaptarnos a la gravedad marciana si estamos dispuestos a abandonar la Tierra permanentemente. Dicho de otro modo, la menor masa muscular de un habitante de Marte puede parecernos patológica porque no permitiría una vida normal en la Tierra, pero puede ser perfectamente viable para vivir en Marte, y si ese habitante nunca va a volver a la Tierra, ¿qué problema hay? Como digo, hará falta tiempo para que sepamos qué efectos reales tiene sobre nosotros vivir con un tercio de gravedad terrestre durante mucho tiempo.
Entre sus muchos otros proyectos, la Mars Society (de la que hablaremos luego) planteó el lanzamiento de un satélite que experimentase precisamente sobre este asunto, y la idea ha sido desarrollada por el Massachusetts Institute of Technology (el famoso MIT) y el Georgia Institute of Technology. El satélite, llamado Mars Gravity Biosatellite (Biosatélite de Gravedad Marciana), girará sobre sí mismo con la velocidad angular precisa para producir una gravedad aparente idéntica a la de Marte, y llevará ratones que vivirán en esas condiciones durante cinco semanas. De ese modo podremos comprobar, hasta cierto punto, los efectos de la gravedad marciana sobre los seres vivos. Esperemos que este proyecto, que no tiene fecha fija por problemas de financiación, se lance pronto.
El asunto del desarrollo embrionario y el crecimiento de los niños es un problema más serio, si nos planteamos no sólo bases permanentes sino una migración real, porque tienen una solución más difícil. No es factible, por ejemplo, mantener a una mujer embarazada permanentemente “anclada” en una cámara giratoria para que el feto se desarrolle en una gravedad aparente similar a la de la Tierra. Si somos afortunados, el desarrollo podrá producirse con la gravedad marciana, o lograremos separar el desarrollo de nuestros embriones del cuerpo, con lo que puedan desarrollarse en cámaras específicamente diseñadas para ello y en permanente rotación. Si no, todos los habitantes de Marte serán, por necesidad, inmigrantes.
Respecto a la ausencia de campo magnético, es un problema de relativamente fácil solución. El problema no es el campo magnético en sí, por supuesto (por mucho que algunos anuncios de productos de “magnetoterapia” quieran engañarnos al respecto), sino que no existe protección de la radiación ionizante procedente del Sol. Aunque, como he dicho antes, la lejanía de Marte respecto al Sol hace que la intensidad de la radiación sobre la cima de su atmósfera sea bastante menor que en el caso de la Tierra, sí es suficiente como para que sea preocupante. El peligro se acentúa además por lo tenue de la atmósfera marciana: nosotros estamos protegidos de la radiación ionizante solar tanto por el campo magnético (que nos protege de las partículas cargadas) como por la atmósfera (que nos protege, además de ellas, de la radiación electromagnética).
La sonda Mars Odyssey, de la que ya hemos hablado hace unas semanas, midió precisamente los niveles de radiación sobre la superficie marciana para estimar el peligro que podría suponer para una futura misión tripulada al Planeta Rojo: en un año se reciben unos 0.8 grays. Ya sé que esto puede no decirte mucho, pero por si te sirve de referencia, las normas de seguridad de la NASA establecen un límite de unos 2.5 grays como radiación total absorbida durante las misiones de un astronauta a lo largo de su vida. Por lo tanto, un ser humano que viviese sobre la superficie de Marte alcanzaría ese límite de seguridad en unos tres años terrestres (más o menos un año y medio marciano). Si pretendemos tener habitantes permanentes de Nirgal hace falta, por tanto, protegerlos de algún modo. Afortunadamente, hacerlo es bastante fácil.
Visión artística de una base en Marte, con invernadero, planta solar, etc. Versión a 4400x3400 px. Crédito: NASA.
No hace falta más que construir nuestras bases (o casas, a largo plazo) bajo tierra. Es más, dado que existen complejos de cuevas bastante extensos en Marte gracias a la erosión hídrica en el pasado, algunos de ellos probablemente con hielo de agua líquida, no haría falta ni siquiera excavar la mayor parte del tiempo, sino simplemente adaptar las cavernas ya existentes a nuestras necesidades. De este modo, aunque los colonos salieran a la superficie con regularidad, la mayor parte del tiempo estarían protegidos de lo peor de la radiación ionizante de una manera muy barata. Naturalmente, sería conveniente que salieran protegidos por vehículos o trajes especiales, pero esto es inevitable de todos modos por la ausencia de atmósfera, ya que siempre necesitarían estar dentro de un entorno presurizado.
Si nos planteamos a corto plazo una misión tripulada que dure relativamente poco tiempo, los niveles de radiación recibidos por la tripulación serían mucho menos peligrosos y no haría falta construir un entramado subterráneo. Los planes en este sentido son ya bastante más detallados de lo que podrías pensar: hace tiempo que diversas mentes bien amuebladas llevan pensando sobre los aspectos prácticos de un viaje así. De hecho, todos los problemas “cotidianos” de una base avanzada en Marte, así como sus posibles soluciones, no sólo han sido planteados teóricamente sino que están siendo probados ahora mismo, según lees este artículo.
Dos “pseudo-astronautas” frente a la MARS de Utah.
En la Tierra hay dos simulacros de bases marcianas, de las que puede que no hayas oído hablar, denominadas MARS (Mars Analog Research Station, algo así como Estación de Investigación en un Análogo de Marte). Una de ellas está en la isla de Devon, en el ártico canadiense y otra en una zona desértica de Utah, en los Estados Unidos; una tercera iba a construirse en una región volcánica de Islandia, aunque se ha detenido su construcción por falta de fondos, y hay otras más planeadas. A las dos existentes acuden regularmente científicos de diversas disciplinas (geólogos, astrónomos, biólogos, etc.), que simulan en lo posible la vida de una base en Marte. De este modo, cuando finalmente vayamos allí tendremos experiencia práctica en los problemas que encontraremos y sabremos mejor cómo solucionarlos.
MARS de la isla de Devon, Canadá. Crédito: Mars Society.
Las MARS son parte de un proyecto mayor relacionado con la exploración y colonización de Marte, coordinado por la Mars Society, cuyo propósito es precisamente ése: colonizar el Planeta Rojo. ¡No se trata de un puñado de lunáticos, ni mucho menos! Sus planes son de tal calidad que el borrador actual de misión exploratoria de la NASA, el Design Reference Mission 3.0, está basado en una modificación del plan Mars Direct propuesto por uno de los fundadores de la Mars Society, Robert Zubrin. Entre los miembros de la Mars Society hay astronautas retirados, físicos, biólogos, etc. Por si te dice algo el nombre (te recomendaré sus libros al final del artículo), es miembro también el genial Kim Stanley Robinson.
MARS de Utah, EE.UU. Crédito: Mars Foundation.
Al final de la entrada dejaré enlaces a los documentos más detallados de la posible misión tripulada, pero los planes actuales (cambian todo el tiempo, sobre todo debido a la falta de fondos) involucran en primer lugar unos cuantos lanzamientos desde la Tierra de módulos diversos hacia Marte, sin tripulación: los hábitats y laboratorios, los vehículos robotizados y no robotizados, la planta de energía, el vehículo de retorno, etc. Algunos de estos recursos se depositarían en la superficie marciana para ser utilizados posteriormente por la tripulación del “primer turno”, y otros permanecerían en órbita alrededor del Planeta Rojo, como el vehículo de retorno. La misión tripulada podría así llegar a una base ya más o menos establecida, y si todo va bien, el plan terminaría con una base permanente en Marte y con viajes de ida y vuelta regulares llevando y trayendo los siguientes “turnos” de tripulación.
Diseño de hábitats para una futura base marciana. Crédito: NASA.
Al principio, naturalmente, absolutamente todo tendría que ser llevado allí desde la Tierra, pero no hace falta meternos en ciencia-ficción para visualizar una base autosuficiente, excepto en lo que a las personas se refiere. Si la localización es la adecuada, la base dispondría de agua y luz solar de sobra: agua a partir del hielo de H2O y radiación solar gracias a la tenue atmósfera del planeta, a pesar de su distancia al Sol. Con ellos, el suministro de oxígeno está asegurado, y sería incluso posible tener cultivos hidropónicos al principio y, ¿por qué no? cultivos en el terreno posteriormente, ya que la sonda Phoenix ha verificado que el suelo marciano no es tan diferente del nuestro. Respecto a otros recursos, Marte dispone de minerales varios y la base podría, llegado un momento, expandirse y construirse a sí misma.
De lo que no me cabe duda es de que, durante mucho tiempo, una base de este tipo tendría un objetivo puramente científico, y por lo tanto una financiación muy limitada. Sí, ya sé que mucha gente se queja de los millones gastados en la exploración espacial por la NASA, cuando tenemos tantos problemas por resolver aquí abajo. Mi respuesta es la misma que di al hablar de la sonda Solar Probe: contexto, por favor. EE.UU. gastó durante 2008 unos cuatrocientos millones de dólares cada día en Iraq. Sí, tenemos problemas aquí abajo (y la mayor parte los hemos creado nosotros mismos), pero lo que gastamos en exploración espacial es absolutamente ridículo comparado con lo que se gasta, por ejemplo, en armamento, y a largo plazo la exploración espacial es la única esperanza de nuestra supervivencia como especie. De modo que, si reducimos el gasto en armamento y lo invertimos en colonizar otros planetas, estamos aumentando nuestras esperanzas de supervivencia doblemente sin quitar gastos de otras cosas útiles. Desgraciadamente, no creo que lo hagamos así: como diría Asimov, ¡asnos estúpidos!
El caso es que, la naturaleza humana siendo como es, no creo que esta base llegue más allá hasta que haya un beneficio económico claro en colonizar el planeta, o bien una presión debida a la sobrepoblación en la Tierra que empuje a una migración a Marte. El problema con ambas es el mismo: el dinero, ¡poderoso caballero!. Los emigrantes potenciales debidos a la sobrepoblación no tendrán los recursos necesarios para llegar a Marte, y la explotación de los recursos naturales marcianos probablemente será demasiado cara para ser ventajosa durante mucho tiempo.
La minería, por ejemplo, sería una industria provechosa en Marte, puesto que sus recursos aún no han sido explotados en absoluto: el problema es que, salvo que haya una población considerable allí, esos recursos tendrían su demanda en la Tierra, y sólo tendría sentido explotarlos si son tan escasos aquí que el coste del transporte sea menor que la diferencia de precio al extraerlos de nuestro planeta y de Marte. El transporte entre las órbitas de ambos planetas es relativamente barato, pues se trataría de envíos “no urgentes” que pueden utilizar órbitas de Hohmann económicas, y se trataría de viajes no tripulados. El problema es sacar esa cantidad de mineral del pozo gravitatorio de Marte.
La única manera práctica de que esto sea viable económicamente es, inevitablemente, la construcción de un ascensor espacial. Afortunadamente, la pequeña gravedad marciana hace de este empeño algo muchísimo más fácil que en la Tierra, con lo que la explotación comercial de los recursos marcianos no se trata de algo imposible. Sin embargo, dudo que esto suceda salvo que descubramos allí algo extraordinariamente inusual en otros lugares: como veremos más adelante en la serie, el futuro de la minería del Sistema Solar probablemente no se encuentra en Marte sino en el cinturón de asteroides.
La exploración y establecimiento de una base humana permanente en Marte, por lo tanto, es algo tecnológicamente posible a corto plazo; si no lo hemos hecho hasta ahora ha sido fundamentalmente por razones económicas. Como digo, adaptarnos a Marte es más fácil de lo que a primera vista podría parecer. Otra historia bien diferente es lo contrario: adaptar Marte a nuestras necesidades transformándolo en un planeta lo más similar posible a la Tierra, es decir, realizar la terraformación de Marte.
En el caso de otros planetas la terraformación es imposible o no tenemos ni la más remota idea de cómo conseguirla; pero en el caso de Marte las condiciones son lo suficientemente similares a las de la Tierra, por extremas que sean, que sí sabemos más o menos bien cómo lograr terraformar el planeta en teoría. El problema, y lo que convierte esta empresa en ciencia-ficción por el momento, es la escala. Estamos hablando de modificar globalmente las condiciones de un planeta. Dicho esto, no olvidemos que ya hemos logrado eso: las condiciones en nuestro propio planeta no son las mismas que antes de que este grupo de monos particularmente ingeniosos y cascarrabias empezasen a coger palos del suelo y golpearse en la cabeza unos a otros; y parte de ese cambio lo hemos producido nosotros.
¿Qué cambios esenciales harían falta, y en qué orden, para convertir a Marte en un lugar en el que poder pasear sin llevar puesto un traje protector y sin recibir dosis letales de radiación en unos pocos años? Básicamente son tres: aumentar la presión atmosférica hasta niveles soportables por el ser humano, modificar la composición de la atmósfera para que tenga el suficiente oxígeno, y elevar la temperatura hasta valores confortables para nosotros. Afortunadamente, hasta cierto punto estos cambios están relacionados entre sí y solucionarlos resuelve el problema de la radiación, con lo que no hace falta atacarlos por separado.
La ausencia de un campo magnético es la responsable, en gran medida, de la tenue atmósfera de Marte, pero esto no significa que sea imposible que el planeta tenga una atmósfera más densa: Venus, por ejemplo, no tiene campo magnético que merezca ese nombre y sin embargo tiene una atmósfera noventa veces más densa que la de la Tierra. Eso sí, conseguir aumentar la presión sería un proceso largo y difícil en la práctica.
Lo ideal sería empezar por añadir a la tenue atmósfera marciana gases de efecto invernadero, como el propio dióxido de carbono que ya hay allí u otros aún más potentes: amoníaco, metano, clorofluorocarbonos (CFCs) o perfluorocarbonos (PFCs), por ejemplo. Sí, los mismos y tan denostados CFCs que tanto tememos y odiamos aquí en la Tierra serían, por la misma razón, recursos muy valiosos en Marte. Por un lado, como cualquier otro gas liberado allí, aumentarían la presión. Por otro lado ayudarían a intensificar el efecto invernadero, elevando la temperatura del planeta.
Esto podría lograrse enviando satélites cargados de estos gases en una trayectoria de colisión con el planeta, aunque haría falta, por supuesto, una cantidad enorme de ellos lanzados a lo largo de muchos años para que empezase a notarse el cambio. Algo más realista, aunque todavía muy lejano, sería utilizar explosivos nucleares para estrellar contra el planeta asteroides procedentes de regiones exteriores del Sistema Solar: asteroides que contuvieran CO2 o NH3 congelados, por ejemplo. La cantidad de gas que podríamos liberar entonces sería muchísimo mayor que la resultante de enviar pequeños satélites, y los propios impactos calentarían levemente el planeta.
Una tercera opción, también factible, es montar en la superficie marciana “fábricas de gas”, es decir, sistemas automatizados que liberen continuamente gas a la atmósfera. Esto podría lograrse realizando reacciones químicas que extraigan de las rocas marcianas gases adecuados, por ejemplo, combinando metano con el ubicuo óxido férrico de Marte:
CH4 + 4Fe2O3 -> CO2 + 2H2O + 8FeO
Disponiendo de una central solar para generar energía eléctrica abundante sería posible también reducir directamente los óxidos de hierro del suelo para obtener hierro (útil en la ampliación de las bases que allí tengamos) y oxígeno molecular que, liberado a la atmósfera, aumentaría la presión y modificaría su composición para hacerla más adecuada a nuestras necesidades.
Lo bueno de cualquiera de estos métodos es que llegaría un momento, más tarde o más temprano –probablemente más tarde– en el que se produciría una especie de “reacción en cadena” tras la cual las cosas casí irían solas. Recordarás de las entregas anteriores describiendo el Planeta Rojo que existen cantidades ingentes de dióxido de carbono congelado en su superficie; de hecho, parte de él se sublima cada verano marciano y se convierte en gas. Si lográsemos que la temperatura aumentase intensificando el efecto invernadero, parte de ese CO2 no volvería a convertirse en hielo en invierno, con lo que la temperatura aumentaría un poquito. Pero claro, eso significaría que el siguiente año más dióxido de carbono se mantuviese en forma de gas, lo cual elevaría ligeramente la temperatura media del planeta de nuevo. Supongo que ves a dónde conduce todo esto.
De hecho, podemos iniciar algo parecido sin necesidad de liberar gases a la atmósfera marciana, sino de un modo que también pertenece, por ahora, a la ciencia-ficción: modificar el albedo de Marte artificialmente. Puede sonar a estupidez, pero si oscurecemos, aunque sea mínimamente, la superficie del planeta, la cantidad de radiación solar absorbida aumentará, y la temperatura media también lo hará. Podríamos lograr esto esparciendo polvo de un color oscuro, procedente por ejemplo de Fobos, sobre el hielo de los polos de Marte. Esto haría que una cantidad mayor de hielo seco se sublimase cada verano, iniciando el proceso que he mencionado antes. Como siempre, el problema es de escala: hace falta cubrir una superficie bien grande del polo con este polvo oscuro para que se note la diferencia.
La primera etapa, sin duda, sería la más difícil: una vez haya una temperatura algo más elevada y una atmósfera ligeramente más densa que reduzca la radiación ionizante que llega al suelo, sería perfectamente factible liberar algas o líquenes en la superficie marciana, posiblemente en las cercanías del hielo de H2O que ya conocemos, de modo que éstos se propaguen: hay una cantidad enorme de CO2, agua y radiación solar de sobra para que prosperasen. Lo bueno de esto es que, además, no haría falta que hiciésemos nada más, ya que estos organismos irían colonizando regiones cada vez más grandes por sí mismos. No sólo eso: puesto que muchos de estos organismos son de un color más oscuro que el suelo, y todos ellos más oscuros que el hielo, el albedo del planeta disminuiría al mismo tiempo, aumentando así la cantidad de radiación absorbida.
Desde luego, haría falta mucho tiempo para que los niveles de oxígeno en la atmósfera y la temperatura permitiesen la vida de seres más complejos que los rudos líquenes y las algas, pero una vez el proceso hubiese alcanzado el punto de no retorno no haría falta más que esperar hasta que el agua líquida pudiese existir durante períodos de tiempo largos en la superficie. Entonces podríamos llevar plantas más complejas que acelerasen el proceso aún más, y finalmente tendríamos un planeta habitable: con agua líquida, oxígeno en la atmósfera, protección contra la radiación ionizante, etc. Desde luego, sería cuestión de muchas generaciones, pero afortunadamente la mayor parte del tiempo sólo haría falta esperar; sólo la primera etapa requiere de nuestra participación activa.
De hecho, aunque parezca contradictorio, si decidimos realizar este proceso durante cierto tiempo deberíamos estar fuera de Marte: como puedes imaginar, el aumento de temperatura y el deshielo tendrían efectos verdaderamente cataclísmicos. Habría vientos violentísimos, lluvias torrenciales, tormentas de arena tremendas… Vamos, un infierno en el que no querríamos estar, y al que sólo podrían sobrevivir formas de vida simples. No olvidemos tampoco que nuestras formas de vida “importadas” acabarían probablemente con las que puedan existir en la superficie marciana, algo que ya mencioné en el artículo anterior y que no me parece un dilema moral despreciable. De lo que tampoco me cabe duda es de que, si tenemos que elegir entre la extinción y la de esos microorganismos, yo elegiría acabar con ellos, aunque reticentemente.
Es posible que al leer estos últimos párrafos te estés preguntando algo casi inevitable: ¿es posible que vayamos demasiado lejos y perdamos el control? Desde luego, ya que los sistemas climáticos son caóticos y muy difíciles de predecir, al alimentarse a sí mismos. Sin embargo, en el caso de Marte el equilibrio está tan desplazado hacia el frío y la tenue atmósfera por el tamaño del planeta, además de la ausencia de campo magnético, que es mucho más probable que nos quedemos cortos a que nos pasemos de largo. Esperemos que, para cuando el proceso haya alcanzado un punto suficientemente avanzado como para preocuparnos por eso, nuestra ciencia haya avanzado lo suficiente como para que podamos predecir y controlar con mayor precisión los sistemas climáticos.
Tal vez, con todo esto, algún día un porcentaje apreciable de la especie humana viva en Marte. Dudo que ni siquiera se acerque a la mayor parte de nosotros, porque para cuando estos procesos hayan alcanzado su final mi impresión es que ya se habrá producido la verdadera diáspora y muchos de nosotros estemos desparramados por diversos lugares (¡ojalá!), pero sí un número considerable. Cuando eso suceda –probablemente mucho antes de que llegue a suceder– habrá que replantearse el estado legal de Marte y de sus habitantes. Sí, ya sé que se supone que el espacio es de todos, pero eso es porque nadie ha encontrado aún una manera de obtener beneficio de su exclusividad ni de apropiarse de él. Cuando haya un número razonable de personas en Marte, si algún día las hay, su dependencia de centros de decisión terrestres será un verdadero problema y, ¿quién sabe? Tal vez veamos la bandera marciana ondear en la densa, y artificial, atmósfera de Ares.
Bandera de Marte. Crédito: Wikipedia. Publicada bajo una licencia Creative Commons Attribution Sharealike 1.0
La bandera, por cierto, no es oficial ni mucho menos (no puede serlo, porque ningún gobierno ni institución es el “dueño” de Marte, al menos por ahora), pero no me extrañaría que algún dia lo fuese, pues ya ondea en las MARS de Canadá y EE.UU. y ha sido enviada al espacio en la misión STS-103 del transbordador espacial. Sus tres colores se basan en los tres libros de la trilogía de Kim Stanley Robinson, Marte Rojo, Marte Verde y Marte Azul, y representan las tres etapas futuras de la terraformación de Marte, si se produce (puedes ver la similitud con la imagen alargada de la derecha, de Daein Ballard/FDL y que puedes descargar a su máxima resolución aquí).
Y con eso termino: si te interesan la colonización y terraformación de Marte (y si no es así, ¿cómo has logrado llegar hasta aquí sin dormirte?), te recomiendo – no, mejor dicho, ¡te urjo, te espoleo, te azuzo! a que leas esa obra maestra de la ciencia-ficción “dura”. Puedes leer información sobre la trilogía aquí, y puedes encontrarla publicada en castellano por Ediciones Minotauro (ISBN 9788445076811, 9788445076941 y 9788445077085).
En la próxima entrada revolotearemos alrededor de los dos pequeños satélites de Marte, Fobos y Deimos.
Para saber más (como suele suceder, los enlaces en inglés son más completos pero dejo en ambos idiomas):