Por si no conoces Hablando de…, en esta larga serie de artículos recorremos diferentes aspectos de ciencia y tecnología de manera aparentemente aleatoria, haciendo especial énfasis en aspectos históricos y enlazando cada artículo con el siguiente. Tratamos, entre otras cosas, de poner de manifiesto cómo absolutamente todo está conectado de una manera u otra.
En las últimas entradas de la serie hemos hablado acerca del proyecto nuclear Nazi, algo que nunca llegó a ocurrir posiblemente gracias a Werner Heisenberg, aunque el bando aliado sí utilizó armas atómicas en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, llevados a cabo por bombarderos B-29 Superfortress, cuyos motores estaban construidos por la empresa fundada por los famosos hermanos Wright, los primeros en hacer volar un aeroplano, máquinas que se convertirían en armas en la Primera Guerra Mundial, aunque no tan terroríficas como el gas mostaza, que en el mar se polimeriza y puede ser confundido con ámbar gris, utilizado en la Edad Media como amuleto de protección contra la Peste Negra, posiblemente causada por la bacteria llamada originalmente Pasteurella pestis en honor de Louis Pasteur, una de cuyas hazañas fue terminar con la plaga que estaba acabando con las larvas de Bombyx mori francesas, productoras de seda, una sustancia que, en comparación con su peso, puede llegar a ser bastante más resistente que el acero, aunque no llega a la resistencia de los nanotubos de carbono. Pero hablando de los nanotubos de carbono…
Hemos mencionado estas interesantes estructuras brevemente en un par de ocasiones en la vida de El Tamiz: cuando hablamos sobre el carbono y sus formas alotrópicas, y cuando hablamos del grafeno. Como espero que recuerdes si leíste ese artículo, el grafeno es simplemente una lámina formada por átomos de carbono unidos unos a otros formando una especie de “panal de abejas”. Bien, un nanotubo de carbono es, en su forma más simple, lo que se obtiene si “enrollas” una lámina de grafeno en forma de cilindro:
Diagrama de un nanotubo de carbono. Crédito: Wikipedia/GPL.
Los nanotubos están formados, por lo tanto, únicamente por átomos de carbono (aunque pueden, por supuesto, tener impurezas). Pertenecen a la familia de alótropos del carbono denominados fullerenos (en honor al arquitecto Richard Buckminster Fuller). Otros fullerenos son las el grafeno del que hemos hablado antes y las buckybolas, llamadas así también por Buckminster Fuller. De hecho, a los nanotubos de carbono se los conoce también como buckytubos. Pero ¿por qué son tan especiales?
La cuestión es que los carbonos situados en los vértices de los hexágonos (a veces también pentágonos o heptágonos) están unidos a los que los rodean –tres, en el caso de los hexágonos– por enlaces de una fuerza tremenda: más intensa que en los cuatro enlaces por átomo de carbono del diamante. El resultado es una estructura a escala nanométrica que tiene una consistencia pasmosa, pero la cosa no acaba ahí: además es posible construir estructuras más complejas (como si se tratara de piezas de Lego), y todo ello combinado con unas propiedades eléctricas fuera de lo común.
Los buckytubos se diferencian de otros fullerenos porque en ellos, como puedes ver en la animación superior, los átomos de carbono se unen de modo que forman un cilindro. Pero que las proporciones del dibujo no te engañen: la relación entre el diámetro y la longitud de estos tubos es también exagerada. Un nanotubo de carbono tiene un diámetro de unos cuantos nanómetros: podrías tener cincuenta mil de ellos uno al lado de otro, y todos ellos cabrían dentro del grosor de un cabello humano. Pero, al mismo tiempo, son larguísimos: se han fabricado de hasta unos cuantos milímetros de longitud. ¡Una molécula tan larga que podrías llegar a verla a simple vista…si no fuera tan fina, claro!
Aunque los primeros nanotubos (que entonces ni siquiera tenían nombre propio) fueron descritos en la década de los 50, la mayor parte de la comunidad científica ni se enteró. Los científicos que publicaron los resultados fueron Radushkevich y Lukyanovich, dos soviéticos, pero el artículo sólo se publicó en ruso y la guerra fría se encargó de que la repercusión fuera mínima. Es posible incluso –por la descripción de procesos anteriores– que otros científicos hayan producido buckytubos en el laboratorio con anterioridad, pero Radushkevich y Lukyanovich fueron los primeros en disponer además de un microscopio electrónico capaz de ver los tubos.
En décadas posteriores se publicaron de vez en cuando artículos en los que se mencionaban finos tubos de carbono de unos nanómetros de diámetro, pero nunca se les dio la importancia de ahora hasta 1991. En ese año el japonés Sumio Iijima, que estaba tratando de producir otros fullerenos, descubrió en los electrodos de grafito (que estaba sometiendo a una descarga de arco voltaico tremenda) unos finos tubos huecos de carbono. A partir de entonces, sobre todo cuando empezaron a descubrirse las propiedades un tanto extremas de estos tubitos, se ha desatado una especie de fiebre con ellos.
Nanotubos de carbono de distintas geometrías. Crédito: Wikipedia/GPL.
La verdad es que no es para menos: en primer lugar, como he dicho antes, la fuerza de los enlaces entre los carbonos es enorme, de modo que los nanotubos de carbono son los “hilos” más resistentes que conocemos. Para que te hagas una idea, el acero es capaz de soportar una tensión de unos 2 GPa antes de romperse. Bien, los experimentos con buckytubos han alcanzado valores de hasta 65 GPa: unas treinta veces más tensión que en el caso del acero.
Pero eso no es lo más impresionante: piensa que estamos hablando de algo muchísimo más ligero que el acero (unas seis veces menos denso). Si lo que comparamos no es la tensión, sino la tensión respecto a la densidad de cada uno de ellos (es decir, lo que pueden soportar “kilo por kilo”), entonces el acero soporta 254.000 N·m/kg… y un nanotubo de carbono 46.268.000, ¡ciento ochenta veces más!
Otra manera en la que se suele pensar en esto es la siguiente: ¿cuál es la máxima longitud de un cable de ese material que puede erigirse verticalmente sin que se colapse por su propio peso? En el caso del acero se puede conseguir un cable de 26 km, que ya está bien. En el caso de los buckytubos, 4.700 km. De hecho, esta cifra es la que ha puesto a los nanotubos de carbono en el punto de mira como posible material para construir, algún día, un ascensor espacial. Piensa que el radio de la Tierra es de 6.400 km, e imagina la magnitud de un cable de 4.700 km de longitud.
Y esto es lo que se ha logrado hasta ahora experimentalmente: la teoría indica que podrían lograrse nanotubos que resistan hasta tres veces más que los de arriba, aunque no se haya construido ninguno así aún. La tecnología está todavía en pañales en lo que a los buckytubos se refiere, de modo que aún no está claro hasta dónde podremos llegar.
Desde luego, no es lo mismo tener un nanotubo que muchos, y es necesario un grosor macroscópico para construir estructuras que nos sirvan, por ejemplo, en ingeniería. Pero incluso ahí tenemos suerte: los nanotubos se comportan de una manera muy similar al grafito: dos láminas cerca una de otra se atraen por enlaces de van der Waals, de modo que si se coge un haz de nanotubos de carbono, tienden a entrelazarse como si fuera una trenza del pelo, formando cables más gruesos – no con una resistencia tan enorme como un solo tubo, pero que sigue siendo mayor que la de cualquier otro material conocido. Y esto sin intercalar otros átomos con los de carbono para que los tubos se “peguen” unos a otros con más fuerza que mediante los enlaces de van der Waals.
Además, los valores anteriores se refieren a la tensión que puede soportar el tubo si tratas de estirarlo: al estar huecos, si lo comprimes perpendicularmente al eje (como si tratases de estrujarlo como una pajita de plástico) es posible romper su estructura más fácilmente. De ahí que sus posibles usos macroscópicos sean como materiales rígidos que tengan que soportar tensiones “a lo largo”, en la dirección en la que son más resistentes.
Sin embargo, la utilidad mayor de estas minúsculas estructuras parece estar, por ahora, precisamente en utilizarlas como eso mismo: nanoestructuras de una resistencia casi inimaginable. Es posible combinar los distintos fullerenos para formar casi lo que se te ocurra: láminas con un nanotubo como columna, nanotubos con una buckybola en uno o en los dos extremos… La última de las estructuras de este tipo de la que he tenido noticia es el nanobud, que no sé traducir más que como nanocapullo. No, no se trata de una persona muy pequeña y con muy malas pulgas, sino de esto:
Nanocapullo. Crédito: Wikipedia/GPL.
Yo no soy ingeniero, pero me imagino que si lo eres y empiezas a pensar en las estructuras a escala nanométrica que puedes construir con esto, se te debe de hacer la boca agua: se han incluso creado “nanomotores” combinando piezas de este calibre. Puede parecer de ciencia-ficción, pero no te pierdas lo siguiente:
Imagina dos nanotubos de diámetros diferentes, uno dentro del otro. Ambos están unidos por fuerzas de van der Waals, pero al igual que en el caso del grafito, pueden deslizarse uno sobre el otro como si estuvieran perfectamente engrasados. Estructuras de una resistencia extraordinaria y un tamaño minúsculo que pueden rotar apenas sin rozamiento… el “nano-rodamiento” perfecto, que se empleó en el nanomotor del enlace de arriba, que puedes ver aquí (el nanotubo es el “eje” sobre el que rota la pieza y el motor entero es 300 veces más fino que un pelo humano):
Crédito: Wikipedia.
Pero es que, además, las propiedades eléctricas y térmicas de los buckytubos también son excepcionales. Respecto a la conductividad térmica, los metales son excelentes conductores: el cobre, por ejemplo, tiene una conductividad de 385 watios/m·K. Los modelos teóricos de los nanotubos de carbono predicen conductividades de hasta 6.000 watios/m·K. Por otro lado, en el aire pierden su estructura por encima de 750 grados, de modo que no servirían para todos los sistemas de refrigeración.
Eléctricamente tienen, para empezar, la peculiaridad de que su comportamiento depende de la estructura de los “panales” de carbono. Pueden comportarse como conductores o semiconductores, dependiendo de la geometría, y conducen la corriente sólo a lo largo del eje del tubo, pero con densidades de corriente que pueden llegar a ser mucho mayores que en los metales. Las posibilidades están aún siendo exploradas, pero su uso como componentes electrónicos puede llegar a ser revolucionario: en 2001 se construyeron con ellos transistores de unos 20 nanómetros de longitud, de un tamaño tan minúsculo que disciernen un único electrón.
Incluso pueden utilizarse en medicina: imagina “cargar” el interior de uno de estos nanotubos huecos con unas cuantas moléculas de un medicamento. En una pared del tubo se sustituyen unos pocos átomos de carbono con otros que puedan unirse a proteínas específicas de la pared celular. ¡Voilá! Un mecanismo de administración de medicinas específicas para un tipo de célula, que se “abre” cuando llega a la célula correcta, liberando el medicamento. Esto tiene aún pegas de las que hablaremos en un momento, pero ¿no es increíble la multitud de cosas que podrían cambiar en nuestra vida?
Si todo es tan maravilloso, ¿por qué no estamos rodeados de estas estructuras? En primer lugar, como he dicho antes, aún estamos empezando a entenderlas: harán falta años para poder descubrir sus secretos. En segundo lugar, las técnicas de producción actuales –debido a lo primitivo aún de nuestra tecnología en este aspecto– son muy caras. El precio en 2000 era de unos 1.500$ por gramo, aunque el número de “nanoempresas” se multiplica cada año y probablemente el precio de los buckytubos caiga continuamente en el futuro.
Fabricación de nanotubos por deposición química de vapor. El brillo rojo es el sistema calefactor, el violeta es el plasma.
Existen diversas maneras de obtener nanotubos de carbono. Además de la original (una descarga sobre un electrodo de grafito) se emplea la ablación por láser, en la que se vaporiza carbono con un potente láser y el vapor de carbono que se sublima forma nanotubos sobre las superficies frías.
La técnica más empleada comercialmente ahora mismo es la deposición química de vapor (CVD), en la que se emplean catalizadores (nanopartículas de diversos metales) que actúan de “semilla” para que empiece a crecer el nanotubo, y se baña el recipiente con gases como metano, acetileno, etc., de donde los átomos de carbono se van depositando sobre el catalizador. Incluso se utilizan potentes campos eléctricos para convertir los gases en plasma, de modo que todos los nanotubos que van creciendo lo hagan en la dirección del campo eléctrico, todos paralelos unos a otros. Pero, como digo, todo está aún en su nacimiento, de modo que quién sabe si esto seguirá siendo lo habitual en unos años.
Finalmente, aún no sabemos qué efectos puede tener sobre nosotros mismos: estas estructuras no existen en la naturaleza, y aún no se han realizado suficientes estudios sobre su posible toxicidad. Es posible que no haya ningún problema, pero son tan finos que se piensa que podrían ser capaces de atravesar las membranas celulares y acumularse en el citoplasma, provocando la muerte celular. Hay estudios que sugieren que podrían ser muy tóxicos, y otros que afirman que no son peligrosos, de modo que habrá que esperar.
De lo que no hay duda es de que la nanotecnología revolucionará nuestra vida, ya sea proporcionándonos sistemas electrónicos a escala nanométrica, sistemas de administración de medicamentos o permitiéndonos construir un ascensor espacial. Pero hablando del ascensor espacial…
Para saber más: Carbon nanotubes.