En la entrada anterior de esta serie acerca de la Biografía de lo Humano habíamos empezado a hablar de la Consciencia Reflexiva como aquello que puede representar con mayor claridad la esencia de nuestra “humanidad”. Comentamos la cadena operativa de la misma como la de “vigilia/proto-Yo/Yo-mismo/Yo-autobiográfico”. Hoy, en la presente entrada, vamos a intentar imaginar una historia para tal personaje. Y digo imaginar por razones evidentemente obvias: no hay fósiles y todo son teorías, hipótesis y opiniones. Aún así, y de sobra sé que el tema es polémico, podemos intentarlo.
Advierto: En esta entrada uso palabras que las emociones humanas perciben como vivas y con alma, aunque simplemente reflejan en este caso una mecanicidad biológica. Al usar, por ejemplo, la palabra “conoce“, quiero sugerir que el cuerpo, de alguna manera, “sabe” de él mismo. Y con “individualidad“, aquello que el sistema químico, el organismo, “siente” que normalmente siempre está allí, sean cuales sean los avatares del proceso de gestión homeostática.
Sea como fuera lo que decíamos en la entrada anterior, hay bastante de razón en lo que comentaba el biólogo alemán Bernhard Rensch en su libro Homo sapiens, de animal a semidiós: “Hemos de presuponer también una filogénesis de los componentes psíquicos, una psicofilogénesis”. Según lo dicho por Rensch, la razón y la consciencia tuvieron un devenir evolutivo. ¿Cómo no iba a ser así si son construcciones del cerebro, sujeto él mismo a este devenir?
A lo largo del proceso evolutivo es lógico pensar que se fueron consolidando modificaciones orgánicas cada vez más sofisticadas, aquellas que eran precisas para mantener el equilibrio químico vital de individuos también más complejos. Desde las primeras neuronas que iniciaron la encefalización, que más tarde concretaron la habilidad casi mágica de manejar la información mediante la generación de mapas cerebrales internos; pasando por el desarrollo del particular software cerebral que es la mente, gracias al cual se posibilita la retroalimentación en sus procesos; hasta llegar a la consciencia reflexiva, que fue posible merced al reforzamiento de las redes neuronales.
¿Cuándo sucedió esto? Hay teorías para todos los gustos. Apuntamos aquí simplemente un párrafo de una conferencia del neurólogo Francisco J. Rubia, dada en la Real Academia Nacional de Medicina el 12 de enero de 2010: “Ya mencionamos que el psicólogo norteamericano Julian Jaynes piensa que -la consciencia- surgió muy recientemente en el ser humano, en la época homérica. Por el contrario, el neurofisiólogo australiano John Eccles pensaba que surgió con el neocórtex de los mamíferos y la bióloga norteamericana Lynn Margulis es de la opinión que la consciencia es una propiedad tan antigua como la vida de organismos unicelulares simples, hace miles de millones de años. Otros científicos piensan que la consciencia surgió por la necesidad de comunicación con otros individuos, es decir, que fue cercana al lenguaje. El filósofo austriaco Karl Popper decía que la consciencia emerge con el lenguaje, tanto ontogenética como filogenéticamente”. No podía ser de otra manera la diversidad de opiniones.
Y ¿por qué sucedió? Realmente ésta no es una pregunta que nos deberíamos hacer, puesto que, si nuestro objetivo principal es la supervivencia, al observar a la gran mayoría de seres vivos podríamos pensar que la consciencia es algo superfluo. ¿Para qué la consciencia? Ningún animal es manifiestamente consciente, o al menos no nos lo pueden comunicar, y sin embargo aquí están, acompañándonos. Y con éxito. Podríamos sobrevivir sin consciencia… y sin embargo emergió evolutivamente de nuestro entramado cerebral. Algunos autores, como el psicólogo Nicholas Humphrey, consideran que la ventaja evolutiva de la consciencia reside en la capacidad de entender las intenciones del de enfrente en base a un modelo de comparación, que es nuestro propio “Yo”. Con ello anticiparíamos sus movimientos e intenciones, e incluso podríamos elaborar estrategias para confundirles o atraerles hacia posiciones convenientes a nuestros intereses. De hecho, se conoce un tipo de neurona, la espejo, que se excita de igual manera si es el propio sujeto el que hace algo, que si es el de enfrente -al que estoy mirando- el que hace ese “algo”. Un periscopio interno, un ojo interior, como lo definen algunos, con el que conocer al otro. La base de lo que en la entrada anterior definíamos como “teoría de la mente”.
Tenemos entonces una posible explicación de la ventaja evolutiva que supuso la consciencia. Pasaremos ahora a proponer una respuesta a la siguiente pregunta. Y ya dijimos de entrada que hay casi infinitas propuestas sobre ¿cómo apareció la mente?
En los primeros momentos evolutivos, el cuerpo y las estructuras neuronales de los organismos animales funcionaban simplemente como un todo único. Sin más adornos. Conformaban una entidad estable dentro de los estrechos límites entre los que se mueve el equilibrio homeostático. El núcleo estable del organismo. Este ente unitario es precisamente nuestro conocido “proto-Yo”. Ya sabemos que constituye la entidad, o más bien el proceso neuronal, sobre el que más tarde se va a desarrollar el “Yo” consciente. Con el proto-Yo había nacido una estrella, pero no un actor interpuesto, sino el personaje de la historia, el sólido cimiento sobre el que se consolidarán las sucesivas etapas hacia la consciencia. La encefalización acababa de insinuarse y todavía no se habría desarrollado una mente, mecanismo que siempre imaginamos como libre e independiente del resto del cuerpo. La fisiología del proto-Yo era automática e inconsciente.
Aquel proto-Yo era un personaje absolutamente cortoplacista, que en su continuo mirar al interior del organismo, constataba la realidad de sus alteraciones con la ayuda de imágenes internas del momento. Estas imágenes, sin necesidad de ser percibidas, provocaban una sencilla reacción fisiológica de acuerdo a sus texturas de recompensa-castigo, lo que se conoce como “sentimientos primordiales”, de los que más tarde derivaría el amplio abanico de emociones que conocemos. Los sentimientos primordiales eran meras instrucciones químicas operativas orientadas por señales de “bueno-malo” (adecuado-inadecuado, vital-letal…) que eran inducidas por determinadas biomoléculas específicas. Su propósito era generar un criterio espontáneo de reacción frente a señales que vendrían del medio externo.
Estos mecanismos los contemplamos en la biología actual y son compartidos por muchos animales. Moléculas químicas como la dopamina y la oxitocina tintan las comunicaciones sinápticas entre neuronas, de forma que el cuerpo, tras un complejo proceso, aprecia una sensación placentera. Mientras que los sentimientos desagradables o amenazantes los incitarían procesos orgánicos disparados por otro tipo de moléculas, como el cortisol o la prolactina.
Poco a poco el proto-Yo fue alcanzando un “conocimiento inconsciente” de la individualidad del propio organismo. Pero el proceso no acabó con ello, sino que continuó su evolución.
Con el tiempo, el propio cuerpo, que ajustaba su homeostasis como una unidad cerrada, iba trabajando progresivamente con procedimientos más elaborados. Se comenzaron a superar las primordiales instrucciones químicas operativas, lo que definíamos como sentimientos primordiales, pasando la función a ser realizada por unos bucles de información autónomos y complejos entre el cuerpo y el encéfalo, mediante los cuales el organismo “percibía” su identidad a través de sensaciones espontáneas acerca de la existencia de un cuerpo vivo, el suyo propio. Con ello, y apoyados en el proceso del proto-Yo, los organismos pasaron a tener la posibilidad de fijar comportamientos.
La repetida gestión del quehacer corporal debió ir conformando estructuras e interrelaciones neuronales cada vez más complejas, cuya arquitectura representaba físicamente los diversos estados del cuerpo, los conocidos mapas cerebrales. Es fácil imaginar que el hecho de su elaboración fuera algo que, una vez despertó como un proceso vital, se impusiera evolutivamente. Con ellos se podía evaluar mejor, con mayor precisión y detalle, lo que le pasaba al cuerpo, ampliando más tarde sus competencias también a la gestión de lo que venía del entorno. Con ellos, los mapas, el organismo tenía un arma más ágil y completa para defender su supervivencia.
Poco a poco, esta capacidad aprendida de capturar al propio cuerpo en mapas debió ir tomando una autonomía. Entendemos por ello que realmente estos mapas quedaban en algunas estructuras neuronales como un backup informativo del resto del cuerpo, que seguía con la actividad de mantener su equilibrio homeostático. Algunos de estos primeros mapas irían fijando el “recuerdo” de momentos, y sus circunstancias, en las que el organismo había reaccionado de alguna manera determinada. Situaciones “percibidas”, ya lo hemos repetido muchas veces, como de premio-castigo.
El proto-Yo pronto abandonó su soledad. A esta realidad inconsciente -un estado orgánico- de entidad propia se le iba añadiendo la información que le venía del exterior, que con la ayuda de una incipiente atención “visualizaba” (no sé cual pueda ser la palabra para describirlo, aunque eso es lo de menos: allí estaban estas realidades físicas) también a través de mapas que construían físicamente las neuronas incorporando esta información. Posiblemente lo que sucedió fue que a partir de los mapas corporales que se iban generando se pasó, mediante el mismo proceso, a mapas de la realidad exterior. Serían hijos y extensiones de algunos mapas corporales que reflejaban las modificaciones que el propio organismo experimentaba como respuesta a las condiciones externas.
Con ello el cuerpo, el proto-Yo, tuvo la oportunidad de “ver” que lo que venía de fuera cambiaba los mapas neuronales internos que él conocía de la situación de su propio organismo, por lo que contaba con todos los datos para “descubrir” una individualidad cambiante dentro de un entorno ajeno y también cambiante. Había emergido un nuevo ente, un nuevo proceso encefálico distinto a proto-Yo, el “Yo-mismo” central, que ya era percibido por el laborioso software “mente”, el gran gestor de los mapas cerebrales, como una continua serie de imágenes instantáneas, aisladas y cambiantes, cada una con su entidad propia. Todo ello le permitía, de una forma totalmente inconsciente, relacionar al introspectivo proto-Yo con su entorno y a reaccionar en consecuencia según la situación. En la historia había aparecido un nuevo personaje orientado a la acción. Un personaje que, usando la moderna maquinaria de la mente -en ella se elaboran los mapas- y trabajando afirmado sobre el introvertido proto-Yo, al final había superado a éste, su viejo maestro .
Como sugerimos, en estos momentos la mente estaba iniciando sus primeros escarceos. Así entiende sus inicios el conocido médico neurobiólogo colombiano Rodolfo Llinás: “El control cerebral del movimiento organizado dio origen a la generación y naturaleza de la mente“. Y si acudimos al Diccionario de la Real Academia de la Lengua, “mente” es el “conjunto de actividades y procesos psíquicos conscientes e inconscientes, especialmente de carácter cognitivo”. Aunque en este momento del Yo-mismo aún nos encontraríamos en el estadio mental de “inconscientes”.
Si seguimos el camino de los albores de la mente, podemos imaginar cómo en el encéfalo se tuvo que ir perfeccionando la biblioteca de mapas del cuerpo. La información que les llegaba a aquellos primitivos cerebros era cada vez más abundante e ingobernable. El proto-Yo se volvía loco observando cómo el continuo paso de la información por sus bucles vitales le suponía, sin saber el porqué, cambiar incesantemente su realidad. Cambios que llegaban al proceso del Yo-mismo conectado con el exterior, generando así una interminable sucesión de fotogramas de experiencias vitales. Poco a poco la dinámica cerebral se iba haciendo más compleja. La mente bullía y se arremolinaba en sus pasillos. El encéfalo, con sus recursos al límite, necesitaba hacer una selección de la información que le llegaba y organizar lo seleccionado, de forma que sirviera a los propósitos del equilibrio vital y, por ende, a su supervivencia. En este momento la evolución echó una mano y enhebró un nuevo saber estar. Una refinación del proceso que definía al Yo-mismo y que comentamos a continuación.
Los sentimientos primordiales que encarrilaban la actividad vital, dolor/placer, se fueron haciendo más matizados. La necesidad de seleccionar información exigía una paleta de “incentivos/castigos” más rica en tonalidades. En ello iba una gran ventaja evolutiva, por lo que poco a poco se fue desarrollando un más amplio acervo de emociones. Hay que decir que a este nivel, “emoción” no tiene la profundidad del concepto abstracto que el hombre ha imaginado al sentir conscientemente una emoción. Esto fue muy posterior en el proceso de alumbramiento de la consciencia. En el momento en que nos encontramos en esta historia, “emoción” era una información interna o externa que manejaba la homeostasis y que, como consecuencia, producía cambios en el propio cuerpo (hoy en día sabemos que se concretan como alteraciones hormonales, cambios en lo exigido a los músculos, sudoraciones…) y cambios en el propio cerebro (nuevas ideas, reactivación de viejas vivencias…). El museo de imágenes del proto-Yo se hizo casi infinito al abrirse para cada estado orgánico la posibilidad de asignarle una etiqueta emocional de, por ejemplo, duele, asco, agradable… La biblioteca de fotogramas del Yo-mismo acumuló un número nunca visto. El abanico de emociones que guiaban a la atención, una antigua habilidad del proto-Yo que se había ido reforzando, y a las prioridades que definían el devenir temporal de la historia que el propio cerebro iba creando, se fue haciendo por tanto más y más variado: los miedo, asco, enfado, tristeza,… fueron en lo sucesivo patrimonio de los animales, mucho antes de que el planeta intuyera la posibilidad de existencia de los Homo’s. Y es que, además, les iba en ello la vida.
Los procesos anteriores operaban casi como inconscientes fantasmas del momento, aunque no se quedó ahí: el camino hacia la consciencia añadió un nuevo paso, la complejidad en la capacidad de gestión aportada por la memoria, que hasta ahora estaba sólo volcada en el trabajo de manejar la información del momento. Los mapas se iban guardando en las redes neuronales que los dibujaban y, gracias a algunas zonas del cerebro que fueron tomando funciones de coordinación, poco a poco se generó también la capacidad de recuperarlos y manejarlos. Podríamos decir que la maquinaria cerebral había alcanzado más o menos, con este nivel de gestión, el “estatus” definido como “cerebro límbico” o cerebro emocional.
“Las funciones principales del sistema límbico son la motivación por la preservación del organismo y la especie, la integración de la información genética y ambiental a través del aprendizaje, y la tarea de integrar nuestro medio interno con el externo antes de realizar una conducta” (Wikipedia). En aquellos momentos el cerebro límbico ayudaba al organismo a observar y actuar en un mundo que penetraba la niebla de la consciencia.
La memoria y la coordinación de los mapas neuronales permitió manejarse en los campos del tiempo y el espacio, información que desde siempre estaba enviando el mundo exterior. Con ello, y el ya consolidado sentido de la atención, la mente podía organizar relatos de imágenes a partir de los mapas existentes en sus estructuras encefálicas. El poder trabajar con información diferenciable en tiempo y espacio, que además se organizaba según los valores modulados con las emociones, permitió que en el individuo, en los procesos de su Yo-mismo central, percibiera un sentimiento de sujeto con autobiografía, de actor central e independiente en un mundo cambiante, situación que no era obligada, ajena o imperiosa, sino que se podía manejar. El juego que permitía la “biblioteca” de mapas desarrollado en su cerebro no sólo le posibilitaba comparar lo actual con lo memorizado, sino que le permitía, al acudir a la sección de “emociones”, el buscar un criterio para valorar alternativas. Con lo que, más tarde, pudo dar el salto a valorar posibilidades, a planificar y decidir futuros. El Yo individual se hizo por primera vez consciente de él mismo y de que todo lo que pasaba a su alrededor era parte de su propia experiencia. Había emergido, por fin, la conciencia autobiográfica, el “Yo-autobiográfico”, el proceso cerebral que nosotros consideramos el sancta sanctorum de lo humano. El personaje definitivo de la obra… por ahora.
¿En qué momento de este largo proceso, a lo largo del intervalo existente entre los modos de los primitivos microorganismos y el cerebro ya razonador, se dejaron los automatismos y emergió el sentimiento consciente como parte esencial en la dirección de la homeostasis? Para esta pregunta no tengo respuesta. Ni creo que nadie llegue a saberlo nunca, pero eso fue lo que sucedió.
Una vez alumbrada la consciencia, la realidad se pudo controlar y manipular. No fue un hecho instantáneo, sino progresivo. El cerebro consciente de la propia individualidad se iba percatando de que había otros cerebros pensantes fuera de él. Y se dio cuenta de que eran distintos. Y que podía intercomunicarse con ellos y compartir experiencias y conocimientos. Tras ello pudieron aparecer nuevos valores que podían ser aplicados a fijar la atención y a modular el comportamiento, nuevas emociones de carácter social cuya materialidad exigía la consciencia de la existencia de otras individualidades: la empatía, la compasión, los celos, el amor maternal, la envidia… que, como se demostrará más tarde, fueron sillares fundamentales en la cimentación de la condición humana.
El dominio de los correlatos mentales autobiográficos, el sentimiento de individualidad dentro de una innovadora relación social, la capacidad de gestión voluntaria del exterior… todo ello le abrió un mundo nuevo de reflexión, dándose cuenta de que podía transmitir sus sensaciones a las otras mentes externas y diferentes, las cuales le entendían, provocando un eco útil para ambos. Como dijimos con anterioridad, eso fue la base de lo que hoy en día se conoce como la teoría de la mente… consciente añadiría yo: la capacidad de atribuir pensamientos, intenciones y deseos a los demás.
A la par, mientras se iba interiorizando la idea abstracta de la individualidad, la memoria y la coordinación de los mapas neuronales también permitieron interiorizar las abstracciones de existencia en el tiempo y en el espacio y percibirlas de forma consciente. En un principio, seguramente, con un alcance de metros y minutos… pero ¡qué gran adelanto para el Yo-autobiográfico!
Tenemos, pues, un proto-Yo que es la base de la subjetividad, un Yo-mismo que habla con su organismo y el exterior para proponer al Yo-autobiográfico una serie continua de instantáneas que este último consiguió ordenar. A partir de ello, la mente se pone en condiciones de interiorizar la idea de la propia individualidad frente al medio externo, al que llegó a conocer y manejar mejor gracias a que también consiguió interiorizar las ideas de tiempo y espacio. Pero, como comentaremos muchas veces a lo largo de esta serie, para la emergencia de la consciencia racional la maquinaria cerebral necesitó también de otros estímulos externos ajenos a él, como pudieron ser la invención de la simbología y la cada vez más practicada socialización. Sin ninguna duda, ambos fueron factores claves.
Podemos muy bien resumir lo que se había gestado usando palabras del filósofo José Antonio Marina: “Cuando los cerebros humanos empezaron a fraguar una mente consciente, nos alejamos de la simple regulación centrada en la supervivencia del organismo para acercarnos a una regulación progresivamente más deliberada, que entonces no sólo se dedicó a buscar la supervivencia, sino ciertas variedades de bienestar. Repitieron la regulación de la vida mediante una serie de instrumentos culturales: el intercambio económico, las creencias religiosas, las convenciones sociales, etc”.
Con los comportamientos de tipo cultural, apalancados en el invento del lenguaje, el Homo pudo ser realmente humano. Y hasta aquí la teoría. Dejemos a los neurocientíficos avanzar en sus estudios.
En la siguiente entrada acabaremos el tríptico que voy a dedicar a la Consciencia intentado traducir el proceso anterior al contexto fisiológico y estructural del cerebro como maquinaria neuronal. En conjunto: ¿qué es? ¿cómo vino? ¿dónde se soporta? Hasta entonces.
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{ 2 } Comentarios
“El ambiente acuático era estresante, estaba superpoblado y presentaba toda clase de peligros, mientras que el terrestre era mucho más seguro, estaba casi despoblado y los recursos eran prácticamente infinitos, dispuestos a ser utilizados por el primero que llegase, sin ninguna competencia” esto está en el capítulo 32 el devónico – los tetrápodos conquistan la tierra –
mister reguart, usted acierta cuando dice que los animales han sobrevivido exitosamente sin conciencia y se pregunta para que surgió esta entonces ? el razonamiento que desarrolla para explicar la conquista de esa vírgen tierra emergida por los primeros tetrápodos se podría aplicar en parte también para el surgimiento de la conciencia . Tal como el universo no para de expandirse y avanzar la evolución tampoco lo hace . felicitaciones , un gran trabajo está haciendo en la divulgación del conocimiento científico.
Hola Marcopolo
gracias por tus amabilísimas palabras. Efectivamente, el motivo fundamental por el que se establece (y permanece) una nueva excursión evolutiva es por su eficacia para la supervivencia. Y nadie duda, al menos yo no, el valor que supuso para algunos animales, en la exigencia de vivir y propagarse, la emergencia de la consciencia con sus habilidades de razonamiento. Al menos por ahora. Me atrevo a augurar que no será lo definitivo.
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