En la serie Inventos ingeniosos recorremos objetos de la vida cotidiana en los que no solemos pensar a menudo. Tratamos de mostrar cómo a veces olvidamos las cosas que tenemos delante, considerando interesante sólo el aprender sobre complicadas teorías o descubrimientos: muy a menudo existen cosas realmente curiosas delante de nuestros ojos, o pegadas a nuestros oídos.
Tratamos también, aunque sea difícil, de trasladar al lector al momento de la invención, para dar una idea de lo emocionante y revolucionaria que fue en su momento. Si conseguimos que sientas, aunque sea un poco, el entusiasmo que debió de suscitar la invención de hoy en el siglo XIX, estaremos satisfechos.
En la entrada de hoy veremos uno de esos ejemplos en los que descubrimientos científicos producen una cascada de inventos inevitables: cuando el inventor no es quien piensa primero en una idea, pues todo el mundo está ya pensando en ella, sino que es quien logra primero superar los obstáculos técnicos para llevar esa idea a la práctica. Mi idea era inicialmente hablar sobre el teléfono, pero para entender su funcionamiento hace falta antes comprender el de un invento anterior y más simple, aunque igualmente fascinante: el telégrafo eléctrico.
Receptor de telégrafo de Morse (1844). Observa la aguja y los rodillos donde giraba el papel.
¿Quieres conocer una revolución en la comunicación como no la ha habido de nuevo hasta Internet? ¿Para qué sirve electrocutar monjes unidos en corro? ¿Por qué unir una línea telegráfica a un martillo y un clavo? ¿Quieres ver el telegrama de Orville Wright hablando de un “vuelo de 57 segundos”? ¿Saber cómo se capturó al primer criminal a distancia? Pues ya sabes, sigue leyendo.
Hubo un tiempo, por supuesto, en el que no había telégrafos eléctricos, pero la necesidad de un sistema de comunicación de ese tipo ha estado siempre presente. El problema era que no existía una manera factible de llevarlo a cabo: las comunicaciones a larga distancia se producían, en su mayor parte, de forma muy lenta, como a través del correo o mensajeros. El mundo era un lugar enorme y las cosas iban muy despacio – pero todo eso iba a cambiar.
Sí existían, desde siempre, maneras rápidas de comunicación a distancia, como el silbo gomero, instrumentos de percusión, torres de semáforos, telégrafos hidráulicos o señales de banderas, pero que tenían varios problemas. En primer lugar, su distancia y efectividad estaban limitadas por la capacidad de ver u oír al emisor; en segundo lugar, no permitían la menor intimidad o secreto en la comunicación, ya que cualquiera podía recibir el mensaje. Muchos exigían un entrenamiento específico para poder utilizarlos, de modo que cualquiera no podía simplemente ponerse a usarlos. Finalmente, o bien requerían saber de antemano que se iba a recibir un mensaje (como en el caso de las banderas y otros sistemas visuales), o bien todo el mundo recibía todos los mensajes, como en el caso del silbo, lo que hacía imposible que muchas personas se estuvieran comunicando a la vez.
Estas limitaciones hacían de estos primitivos sistemas útiles para cosas muy específicas, pero no como métodos de comunicación a distancia globales. Hacía falta un sistema que permitiese elegir quién recibía el mensaje y quién no de forma privada, que no dependiese de la distancia, que pudiera ser utilizado por muchas personas a la vez sin interferencias y que no requiriese un entrenamiento extenso. Cada uno de estos requisitos fue siendo superado por inventos sucesivos, pero reconocerás que se trata de una lista bastante exigente.
Aunque parezca mentira, desde el siglo X ya existía un sistema que cumplía casi todos los requisitos: la Gaceta de Pekín menciona, en el año 968, una invención de Kung-Foo-Whing que, por la descripción, debía de ser algún tipo de sistema de tubos para comunicarse a distancia mediante la voz. El problema era, por supuesto, que sólo servía para distancias cortas, pues era la propia voz la que se transmitía por el tubo. Eso sí, era privado, no requería entrenamiento y no había interferencias, siempre que se dispusiera de los tubos necesarios. Se parece más al próximo invento de la serie que al de hoy, pero bueno.
De hecho, este sistema de tubos se ha venido utilizando hasta muy recientemente, puesto que es realmente eficaz para distancias cortas y no requiere una gran inversión. Seguro que has visto el sistema en alguna película en su versión utilizada en barcos (aparece mucho en películas en las que hay buques de guerra), ya que se instalaba en prácticamente todos los de gran tamaño. Con un conjunto de tubos que salieran del puente hasta otros lugares del navío, era posible impartir órdenes y recibir información de forma extremadamente rápida.
Cabina del piloto del destructor japonés Kikuzuki (1926-1942).
Desde luego, no existía ningún sistema de conmutación, y se trataba de un dispositivo puramente mecánico: para “llamar” al otro lado se solía utilizar un silbato, que estaba unido al tubo por una cadena para que no se perdiese. Al soplar el silbato frente al tubo, en el otro lado se podía oír incluso sin tener la oreja pegada al extremo (otros tenían un cordel que iba a lo largo del tubo, unido a una campana o timbre al final). Entonces, el que recibía la “llamada” se ponía a la escucha. Ni qué decir tiene, además, que era imposible emitir y recibir a la vez. Los interlocutores se turnaban, pegando primero la boca y luego la oreja al extremo del tubo. Sí, tenía muchas limitaciones, pero el sistema de tubos estaba por todas partes, no sólo en barcos sino también en coches de lujo (de modo que los pasajeros pudieran comunicarse con el conductor), mansiones (una vez más, para comunicarse con el servicio) y en oficinas, para establecer comunicación entre distintos departamentos sin levantarse del sitio.
Como puedes ver por el Kikuzuki, los tubos de voz se siguieron utilizando mucho después de la invención del teléfono, del que hablaremos en la próxima entrega. En la siguiente foto puedes verlos en una oficina de 1903, también después de la aparición del teléfono:
Oficina en 1903. Observa los tubos colgados de la mesa a la izquierda.
Todo el mundo era consciente de que hacía falta algo más avanzado que estos tubos: el problema era que no existía, durante la primera parte de su existencia, ninguna alternativa. Los siglos XVIII y XIX, con sus enormes avances científicos en los campos de la electricidad y el magnetismo, cambiaría las cosas de manera radical.
La revolución en la comunicación a distancia empezó en 1746, cuando el abad francés Jean-Antoine Nollet se encontraba investigando algunos aspectos de la electricidad. En su faceta como científico se aprovechaba sin pudor de su poder como abad, y utilizaba a sus monjes como parte de sus experimentos. En uno de ellos hizo a doscientos monjes unir sus manos cada uno con el siguiente, formando un gran círculo, y luego descargó una batería de botellas de Leyden (los condensadores primitivos) a través de ellos, produciendo una reacción de dolor en los desafortunados y obedientes monjes.
Lo interesante del asunto es que Nollet observó que la reacción era inmediata: no era capaz de percibir el menor transcurso de tiempo entre la reacción del primer monje y la del último (evidentemente, sí transcurre cierto tiempo, pero es muy pequeño), ni una disminución apreciable de la intensidad de la reacción. Un sistema de comunicación basado en la electricidad sería realmente rápido y llegaría más lejos que un sistema puramente acústico.
En pocos años, la misma idea surgió de varias mentes menos sádicas que las de Nollet: en vez de utilizar sufridos monjes, podrían emplearse conjuntos de cables metálicos para transmitir mensajes. Por ejemplo, si se dispusiera de un cable por cada letra del alfabeto, y se pusiera en el receptor una esfera de resina cargada eléctricamente, sería posible “leer” un mensaje que se está recibiendo simplemente tomando nota de qué esferas se mueven, cuando circula corriente por el cable correspondiente: era posible “escribir a distancia”, es decir, telegrafiar. Esto requería de muchos cables y un suministro constante de electricidad, algo que a mediados del siglo XVII era inviable, pero no me negarás que la idea es ingeniosa, dado lo primitivo de la tecnología del momento. La cuestión es que casi todos tenían claro qué podía lograrse, pero no cómo construir el telégrafo eléctrico de forma práctica.
Había que esperar a dos descubrimientos científicos del siglo XIX, y a partir de entonces surgiría la catarata de inventos que he mencionado al principio. Por un lado, el italiano Alessandro Volta inventaría su famosa pila en 1800, lo que permitía un suministro de corriente continua con el que realizar multitud de experimentos, y con el que enviar mensajes una vez se hubiera perfeccionado el sistema de emisión y recepción. Ya entonces se diseñó el primer telégrafo eléctrico: lo hizo el alemán Samuel Thomas von Soemmering, aunque se trataba de un dispositivo electroquímico muy primitivo comparado con los telégrafos posteriores.
Hacia la misma época Francesc Salvà i Campillo, un médico barcelonés, realiza una demostración de un telégrafo electroquímico que debía de ser similar al de von Soemmering; sin embargo, para lograr grandes distancias y precisión en la comunicación hacía falta esperar al segundo descubrimiento físico que haría del telégrafo la revolución de la primera mitad del siglo XIX.
En 1820, el danés Hans Christian Ørsted coloca una aguja imantada cerca de un cable, y observa que cuando circula corriente por el cable, la aguja se mueve hasta apuntar en una dirección determinada. Es así posible detectar la corriente de un cable sin siquiera tocarlo. Es más, uniendo la aguja a un pequeño muelle que la fuerce a estar en una dirección determinada, es posible medir la intensidad de la corriente del cable: cuanta más intensidad, más se desviará la aguja de su posición inicial. Con alguna modificación para aumentar la sensibilidad, se trata del primer galvanómetro de la historia.
Lo revolucionario de todo el asunto es que los científicos observan, sorprendidos, que el fenómeno funciona en los dos sentidos: cuando por un cable circula corriente, éste se convierte en un imán capaz de atraer agujas imantadas y moverlas. Pero también pasa lo contrario: cuando se mueve algo imantado cerca de un cable, aparece una corriente en él, una corriente eléctrica inducida. La combinación de estos dos efectos cambiará la faz de la Tierra para siempre, y ya me están entrando ganas de hablar del fundamento físico de todo esto, cuando dediquemos una serie entera a la electricidad y el magnetismo.
A partir de aquí, las mejores mentes del siglo ven las posibilidades de forma casi instantánea. El francés André-Marie Ampère sugiere un sistema de cables, cada uno unido a un galvanómetro, de modo que utilizando una pila de Volta puedan leerse mensajes a distancia. El problema es que, según el cable se hace más largo, aumenta la resistencia, y a partir de unos 60 metros la señal no tiene la suficiente intensidad como para mover el galvanómetro del otro lado, con lo que no se logra mucho más alcance que con los tubos de voz.
Otro genio de la época llega al rescate: se trata del estadounidense Joseph Henry, que discurre cómo lograr que una corriente muy débil pueda controlar otra más grande utilizando el electromagnetismo. La solución es hacer pasar la pequeña corriente por una bobina de cable, que se convierte en un imán. Este imán puede entonces atraer a otro imán, aunque sea ligeramente… si el segundo imán es el interruptor de un segundo circuito eléctrico, al moverse debido a la atracción del primer circuito puede tocar un contacto metálico y encender el segundo. De ese modo, una corriente muy débil puede poner en marcha una corriente mucho mayor (pues las pilas del primer y segundo circuito pueden ser independientes). Acaba de nacer el relé, y el telégrafo ya no tiene barreras por delante.
Con un relé en el receptor, una corriente muy débil permitía cerrar el segundo circuito para producir un efecto claramente apreciable, como el movimiento de la aguja de un galvanómetro, incluso a enormes distancias del emisor. Varias versiones del telégrafo fueron surgiendo entonces, con diferencias técnicas y en el sistema de “traducción” de la señal eléctrica a un mensaje humano. El primer sistema comercial (no experimental) se puso en marcha en Gran Bretaña en 1839: se trataba de una línea telegráfica de 21 km de longitud a lo largo de la vía del ferrocarril entre las estaciones de Paddington y West Drayton, y servía de sistema de emergencia y alarma entre las estaciones. Este telégrafo utilizaba el sistema de agujas de galvanómetro que he mencionado antes. Nunca jamás había sido posible comunicarse a esa distancia con tal precisión y rapidez.
La impresión que causó el sistema en la gente fue aún mayor seis años después (en 1845) cuando, por primera vez en la historia, la comunicación casi instantánea entre dos lugares lejanos permitió apresar a un asesino. La estación de Paddington recibió el siguiente mensaje telegráfico desde la de Slough:
Un asesinato acaba de cometerse en Salt Hill y el presunto asesino ha sido visto con un billete de primera clase a Londres en el tren que partió de Slough a las 7:42 pm. Viste ropas de cuáquero con un gran abrigo marrón que le llega hasta los pies. Está en el último compartimento del segundo coche de primera clase.
Cuando el asesino, John Tawell, se bajó del tren en Londres, un policía de paisano lo estaba esperando. Unas horas después, Tawell era arrestado, algo que nunca hubiera sucedido sin el telégrafo. Cuando se publicó la noticia en los periódicos, la opinión pública quedó impresionada, y los gobiernos inmediatamente se pusieron en marcha para avanzar en la tecnología correspondiente (en la guerra, disponer de un sistema de comunicación así daría una ventaja increíble).
Por cierto, no puedo dejar de mencionar algunos detalles más del tal Tawell, porque es una historia bien curiosa: era un químico sin el menor escrúpulo, que puso sus conocimientos al servicio del crimen realizando falsificaciones en Gran Bretaña, por lo que fue arrestado. En 1820 fue enviado, como muchos otros criminales convictos, a Australia, pero logró la libertad y se enriqueció durante unos años en Sydney. Entonces volvió a su país natal, donde se casó… pero volvería al crimen en poco tiempo. Tenía al menos una amante, y en un momento dado decidió acabar con la relación por miedo a que fuera descubierta por su mujer.
La solución a ese problema, si eres un químico malévolo sin escrúpulos a mediados del XIX, está bien clara: le dio a beber ácido prúsico, el nombre de la época para el ácido cianhídrico (cianuro de hidrógeno, HCN, en disolución acuosa). Seguro que has leído sobre el HCN en las novelas de Agatha Christie, donde suele mencionarse su característico olor a almendras amargas. Tras acabar con la vida de la muchacha utilizando la ciencia, Tawell escapó del lugar del crimen utilizando la tecnología: no existe un suceso anterior confirmado en el que un asesino huya de la escena del crimen utilizando el ferrocarril. Desgraciadamente para él, la tecnología y la ciencia se volvieron en su contra y fue apresado gracias a ellas. No me digas que, aunque sea algo morboso, el asunto no es interesante.
Sin embargo, antes de que Tawell fuera apresado y la reputación del telégrafo en Europa ganase tantos puntos, los Estados Unidos ya habían avanzado mucho en ese campo: Samuel Morse y su ayudante, Alfred Vail, habían diseñado un telégrafo eléctrico muy eficaz a largas distancias que no requería de un circuito por cada letra ni nada parecido – un único circuito era suficiente para transmitir un mensaje.
Gran parte del mérito se debió a Vail, que discurrió un sistema binario que traducía el alfabeto a pulsos cortos y largos de la corriente (los relés del telégrafo de Morse también se deben a Vail, sin el cual no hubiera llegado a nada). Este sistema se denomina, con tremenda injusticia, código Morse, y en lo que solemos pensar al oír hablar de él es en “rayas y puntos”. La razón es que los primeros telégrafos de Morse y Vail hacían justamente eso: marcaban rayas y puntos sobre un papel.
Interruptor del telégrafo de Morse/Vail.
El sistema, aparte de los aspectos evidentes, tenía un par de detalles que me parecen realmente ingeniosos. El emisor disponía de un interruptor que podía dejar pasar corriente por el circuito o no; y el receptor tenía un relé y una aguja con un muelle de modo que, dependiendo de si por el circuito pasaba corriente o no, se encontraba “arriba” o “abajo”. Cuando no pasaba corriente, la aguja se encontraba levantada por un muelle; cuando el emisor pulsaba el interruptor y pasaba corriente, el electroimán en el receptor atraía la aguja hacia abajo, de modo que presionaba contra un rodillo de papel giratorio (que a veces tenía tinta, y a veces simplemente se marcaba con un surco de la aguja). Puedes ver los rodillos y la aguja receptora en la foto al principio del artículo, y un diagrama explicativo aquí:
Diagrama del telégrafo de Morse/Vail. Crédito: PACO/CC 2.5 Attribution License.
En 1843 el Congreso de los Estados Unidos aprobó una inversión de 30 000$ (y esa cantidad en la época era una barbaridad) para establecer una línea experimental entre Washington, D.C. y Baltimore. Pronto había líneas telegráficas entre los lugares de gobierno más importantes del país, las principales estaciones de ferrocarril, etc. En 1844 Morse realizó una demostración pública del sistema en la que transmitió un pasaje de la Biblia, y puesto que el sistema Morse/Vail utilizaba papel, aún disponemos del mensaje original. No te pierdas, sobre cada letra escrita a mano, las rayas y puntos originales dejados por la aguja (puede que te haga falta ver la imagen a gran resolución para distinguirlas):
“What hath God wrought”, parte del mensaje de Morse en 1844. Versión a 3860x190 px.
Sin embargo, pronto se hizo evidente que no hacía falta marcar ningún papel salvo que realmente se deseara un documento escrito por el telégrafo. Los operadores de telégrafo eran capaces de seguir los mensajes a partir del ruido que hacía la aguja: al subir o bajar, producía un clic metálico al tocar la pieza que la sujetaba. De hecho, en muy poco tiempo los operadores habían asimilado tan bien el código Morse que ni siquiera les hacía falta escribir rayas y puntos en un papel según oían los clics y clacs de la aguja: eran capaces de “traducir” la serie de ruidos a letras del alfabeto sin el menor problema.
Lo mismo sucedía, claro, con los emisores: al principio era necesario convertir las letras a puntos y rayas cuidadosamente, pero pronto la práctica hizo que los operadores pudieran coger un texto normal y corriente y transmitirlo según lo leían. A partir de entonces, el telégrafo se extendió por todas partes. No sólo era útil para aprehender criminales, sino en prácticamente todos los campos: la capacidad de transmitir información de manera segura (salvo que alguien “pinchara” el cable, claro) y fiable, además de inmediata, a distancias enormes, era algo que no tenía precio. Militares, políticos, hombres de negocios, periodistas… era útil para todo el mundo.
Es difícil hoy comprender lo revolucionario del asunto, pero piensa que el tiempo que se tardaba en propagar la información por el mundo era muy largo hasta la invención del telégrafo: las noticias tardaban semanas o meses en llegar a sus destinos. Tras un par de intentos fallidos, en 1866 se puso en marcha el primer cable de telégrafo transatlántico. Era posible enviar un mensaje de forma inmediata entre Londres y Nueva York. Utilizando puestos de telégrafo intermedios que actuasen de “repetidores” de la señal, en muy pocos años era posible dar una noticia sobre algo que había sucedido, por ejemplo, en el Canal de Suez entre África y Asia, y que la noticia fuera recibida en San Francisco.
Un par de décadas tras su invención, el telégrafo había cambiado la faz del mundo de un modo que sólo puedo comparar al de Internet. Por primera vez en la historia de la humanidad era posible la comunicación global e inmediata, y nada volvería a ser igual: ni los negocios, ni la guerra, ni las relaciones diplomáticas. El mundo se había transformado, y el telégrafo estaba en la punta de lanza del progreso, por primitivo que nos resulte hoy en día.
Para muestra, un botón – observa este mapa de 1891 que muestra las principales líneas telegráficas internacionales:
[Versión a 956x600 px](https://eltamiz.com/wp-content/uploads/2008/10/lineas-de-telefono-1891-grande.jpg “”).
Naturalmente, en poco tiempo los primitivos interruptores de Morse y Vail habían sido sustituidos: se diseñaron teclados, como los de una máquina de escribir, que un sistema mecánico convertía en pulsos de código Morse, y al revés: sistemas que convertían el código Morse en texto alfabético, denominados teletipos. Con el telégrafo, era posible mandar una “carta” a largas distancias, de modo que la mayor parte del recorrido (hasta la estación de telégrafo más cercana al destinatario) se hacía por telégrafo. En la estación de destino, el operador escribía la carta de nuevo: había nacido el telegrama.
Operador de telégrafo cortando un telegrama (1908).
Para que te hagas una idea de la relevancia del telégrafo en la época, un par de ejemplos: probablemente conoces el momento en el que se clavó el último clavo de la vía transcontinental de ferrocarril que unió los Estados Unidos de costa a costa. La importancia de ese momento para el país fue tremenda.
Ceremonia del “remache de oro” de la Transcontinental Railroad, 10 de Mayo de 1869.
Tan importante fue el evento que el martillo y el “remache de oro” (el último remache de la vía, que unía las dos mitades) fueron unidos a líneas telegráficas, de modo que en multitud de estaciones de telégrafo del país pudieran oírse los martillazos como clics de telégrafo. Desgraciadamente, esto no funcionó muy bien, de modo que un operador de telégrafo pulsó el interruptor manualmente al ritmo de los martillazos. En todo el país, los clics de la aguja retransmitieron en directo los martillazos.
El segundo ejemplo: hemos hablado en El Tamiz del fantástico vuelo de los hermanos Wright, un momento de enorme relevancia para la humanidad. Si has leído ese artículo, no hace falta que te explique la importancia de este telegrama de Orville Wright, enviado el 17 de Diciembre de 1903:
La traducción del texto (se cobraba por la longitud del mensaje, así que eran bastante crípticos) es:
Éxito cuatro vuelos jueves por la mañana todos contra viento de veintiún millas empezamos desde el suelo sólo con potencia del motor velocidad media en el aire treinta y una millas el más largo 57 segundos informa a la prensa a casa en Navidad – Orevelle Wright.
Lo que más me gusta es que, después de informar de uno de los mayores logros del ser humano, y de pedir a su padre (a quien iba dirigido el mensaje) que informase a la prensa, Orville aprovecha para decirle que los hermanos estarán en casa por Navidad.
En cualquier caso, el telégrafo continuó avanzando durante su existencia, incluso tras la aparición del próximo invento de la serie. Edison patentó líneas telegráficas de dos sentidos, Tesla y otros hicieron pruebas de telégrafo sin hilos… pero, como digo, un nuevo invento eclipsaría al telégrafo –sobre todo, para el común de los mortales–. Una manera, no de escribir a distancia, sino de hablar a distancia: el teléfono, del que hablaremos en la próxima entrega de la serie.
Para saber más: