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Música y ciencia -12 El gran cisma musical del siglo pasado.




En el artículo anterior de esta serie sobre Música y Ciencia llamábamos la atención acerca del inconveniente de razonar exclusivamente en base a notas y alteraciones, y decíamos, al terminar, que eso puede llevar a los músicos a caer en errores de concepto tan graves como querer fundar teorías que no resisten la prueba del cálculo matemático.

Una actitud tal como ésa podrá parecer incongruente, pero tuvo sus causas. Y, lógicamente, también tendría consecuencias. A comienzos del siglo XX se produjo un verdadero cisma musical cuyas causas fueron varias, pero también hay evidencias de que hubo carencia de bases científicas, por parte de los músicos, para hacer ciertas propuestas de reforma de la teoría general de la música. No es que tal cosa haya ocurrido por primera vez en la historia, pero ahora la irrupción de las nuevas ideas tuvo ribetes nunca vistos que perduran todavía hoy, en pleno siglo XXI. Me refiero a la ruptura de la tonalidad y sus consecuencias – incluso para los oyentes. Debido a que la ciencia fue invocada repetidas veces para fundamentar esa ruptura, ése será precisamente el enfoque que le daremos a este artículo.

La otra cara de la escala de 12 sonidos.

En el artículo dedicado al círculo de quintas indagábamos a fondo en el sistema tonal y la escala temperada de 12 sonidos. Vimos también que una música se puede definir como “tonal”  cuando utiliza únicamente 7 de los 12 sonidos de la escala cromática. Esos 7 sonidos, recordemos, son los que corresponden exclusivamente a la escala diatónica elegida para componer la música. Desde luego, éste es un ámbito bastante restringido, y los compositores comenzaron a recurrir forzosamente a los cambios de tonalidad, es decir, a las “modulaciones”, durante el desarrollo de una misma partitura. En otras palabras, utilizaron normalmente más de 7 sonidos a lo largo de una misma composición. Y, lógicamente, a medida que fueron combinando cada vez más cantidad de tonalidades en una misma obra, terminaron por utilizar casi constantemente la escala completa de 12 sonidos. En consecuencia, las obras así creadas parecieron carecer de un perfil tonal nítidamente definible. A causa de ello se creyó que la música había entrado en una fase nueva que sería irreversible: el atonalismo (ausencia de tonalidad).

Por otra parte, ese momento coincidió con el empuje del conocimiento científico y el desarrollo rápido de la tecnología que caracterizaron al siglo XX. Entonces, a pesar de una resistencia tenaz de parte de muchos artistas, surgiría con fuerza la iniciativa de apelar a la ciencia para explorar nuevos caminos.

Pues bien, esta iniciativa no encierra ninguna novedad. Como ya sabemos, la ciencia estuvo presente a lo largo de casi toda la historia de la música, y no pocas veces en forma decisiva y hasta profética. La escala de 12 sonidos es un buen ejemplo de esto que decimos. Ya en el año 234 AC., un teórico chino llamado Lin-Len escribió uno de los documentos más antiguos que se conocen relativos a la música, y ahí él ya calculaba una octava dividida en 12 semitonos, aunque sería recién en 1850 cuando se comenzaría a generalizar el uso del temperamento igual (con la evolución del piano moderno). Es decir, la escala de 12 sonidos es muy antigua y, de hecho, Pitágoras también había calculado una, si bien no era la escala temperada actual. Lo que estos hechos demuestran es bastante evidente: en todas las épocas los músicos tuvieron la necesidad de disponer de herramientas teóricas lo más exactas posibles para componer la música. Y la ciencia se las proporcionó.

Pero en ningún antecedente histórico ocurrió lo que sucedería, al transcurso de los siglos, con la escala temperada moderna: ésta heredaría de la Edad Media 7 nombres para las notas, los famosos Do-Re-Mi-Fa-Sol-La-Si, en tanto que los sonidos utilizables son, en realidad, 12. Tal hecho marcaría – sin exageración – casi un destino en los fundamentos teóricos de la música.

Esta escala de 12 sonidos – que, como se recordará, también se llama “cromática” – se escribe, en efecto, con 7 notas. Pero éstas son alteradas de tal manera que los sonidos puedan quedar representados a distancia de ½ tono cada uno. Y, debido justamente al uso de las “alteraciones” (cinco de uso común en total: sostenido, bemol, becuadro, doble sostenido y doble bemol), ocurre que se multiplican mucho las posibilidades de notación. Esto da la apariencia de una enorme riqueza armónica, pero… tan sólo en la escritura, pues los sonidos son ¡nada más que doce!

Este hecho incontrovertible fue la premisa de los primeros partidarios del atonalismo en la primera década del siglo pasado. Ahora bien, para alcanzar la comprensión cabal de una solución tan drástica como el atonalismo hay que seguir un orden histórico que justifique ese desenlace.

El célebre álbum de Juan Sebastián Bach titulado “El Clavecín bien temperado”, fue escrito en demostración, precisamente, de las grandes posibilidades que ofrecía el temperamento igual para usar cualquier tonalidad en los instrumentos de teclado – no sólo en el clavecín, sino también en el órgano, instrumento para el que escribió muchas obras importantes. Estudios recientes indicarían que en realidad la escala temperada utilizada por Bach no habría sido la deducida a partir de la raíz 12 de 2 como separación entre semitonos, sino otra, se cree que de su propia invención, pero muy similar a la que hoy se usa.

Pero, como sea, a partir de ahí, muchos cambios comenzarían a producirse en la composición de la música: he aquí que la capacidad así adquirida para cambiar de tonalidad sin dificultades, cuantas veces se quisiera y a cada pocos momentos si hiciese falta, permitió a los compositores una libertad como nunca se había visto antes. No tardaron en pensar en que usar, por ejemplo, ocho o diez tonalidades distintas en una misma composición podía ser algo perfectamente normal, incluso en la música orquestal y el canto.

Pero siguieron utilizando sólo 7 notas.

Y, como es evidente, y lo hemos dicho más de una vez, 7 notas no son suficientes para anotar todas las escalas posibles. De ahí que cuanto más abundantemente el compositor combine las diferentes tonalidades, mayor será la cantidad de alteraciones necesarias para poder escribir la partitura – y mayor será también la cantidad de sonidos utilizados, por lo que fácilmente se ve que la tendencia es a usar el total de 12.

El siglo XIX fue el punto culminante de esa tendencia, durante el Romanticismo, con el agregado de notas alteradas para ornamentar la armonía y saltar de una tonalidad hacia otra. Llegaría un momento en que no se podría decir con exactitud en qué tonalidad estaba compuesta una obra musical. Esto ocurriría principalmente con algunas de las últimas obras de Franz Liszt y mucho más con Richard Wagner. La característica más saliente del último período creador de ambos autores fue el cromatismo, es decir, un uso tan abundante de notas alteradas que hizo tambalear las mismísimas bases de la tonalidad. Y si no se podía decir con certeza absoluta si una música estaba compuesta en alguna tonalidad, entonces se iba derecho a la abolición de la escala diatónica como estructura básica para componer música. Menos de un siglo atrás, nadie habría sospechado que la escala de 12 sonidos, tan útil como siempre había sido, tenía una faz oculta, y ahora la estaba mostrando: ¿Qué seguiría de ahí en adelante? Ya comenzaba el siglo XX.

 

El cambio de siglo marcó mucho más que una fecha para la música.

La música es el arte que más vínculos puede llegar a tener con la ciencia, pero no únicamente por el cálculo de escalas y acordes, o la tecnología, que puede influir de manera directa en las herramientas materiales – como el perfeccionamiento de los instrumentos y otros aspectos afines -, sino porque el sonido en sí es un hecho físico que constituye la materia prima para el músico. Y el tiempo, a su vez, es un intangible, pero es el medio en el que “vive” la música. Ese medio ambiente donde lo físico convive con lo inmaterial hace posible la existencia de un arte tan particular.

El músico de comienzos del siglo pasado fue consciente quizá como nunca antes de este hecho, tal vez a consecuencia de creer en la inminente caducidad de las bases que habían sustentado la música hasta ahí. Era un callejón sin salida. Si a ello agregamos las rápidas transformaciones sociales, la fuerte pujanza del conocimiento científico y el consecuente avance de la tecnología, pareció muy lógica una reacción contra la estética ochocentista, considerada desubicada para los nuevos tiempos. Y de ahí resultó un panorama bastante complicado. En ese mundo el artista comenzó a verse a si mismo casi como un cuerpo extraño engendrado en el Romanticismo.

En Europa nacieron algunos movimientos intelectuales que buscaron nuevas concepciones artísticas, aunque conciliándolas en lo posible con la estética heredada del arte del siglo anterior. Pero también hubo movimientos radicales de vanguardia que sostuvieron que una etapa se había cerrado definitivamente, sin vuelta posible atrás, y se sintió urgencia en despegar definitivamente del pasado. De ahí derivaron encontradas posiciones en todas las artes, que oscilaron entre mantener la esencia de las tradiciones o, bien al contrario, negarlas rotundamente. Y la música no escaparía a tales discusiones. Dichos movimientos no tardaron en trasladarse hasta América, con lo que adquirieron proporciones mucho mayores. Paralelamente se miró hacia Oriente, con la esperanza de hallar, quizá, alguna idea diferencial basada en tradiciones milenarias, y así, otras escalas y otros ritmos fueron puestos bajo la lupa del análisis de la musicología y otras ciencias. Hacia 1911 ya se podía afirmar que la música occidental iniciaba otros rumbos.

Pero la perspectiva desde el siglo XXI nos muestra – cien años después – una brecha profunda y de ribetes paradójicos. Por un lado, las corrientes que permanecerían vigentes necesitaron, ya desde sus propios comienzos, una especie de “carta científica de presentación” para tener aceptación en la comunidad musical dominada por las corrientes de vanguardia, donde sus más fervientes partidarios no vacilaban en hablar de la “música de la era tecnológica”. Esta posición fue firmemente combatida y despreciada por quienes no compartieron esas ideas, creándose un verdadero cisma sin parangón en toda la historia de la música, pues nunca se había visto un enfrentamiento tan violento entre un pensamiento conservador contra una intención tan perseverante de alcanzar una ruptura total y absoluta con el pasado. Ese enfrentamiento envolvió al público, dividiéndolo en forma obstinada hasta el día de hoy.

 

La carta científica de presentación.

La carta de presentación de cualquier nueva idea debía ser científica, por una causa muy lógica: se consideró imprescindible una adaptación del arte al rápido avance de los conocimientos en ciencia y tecnología. La invención de los motores, el desarrollo de la electrónica, los descubrimientos de la Física, la Teoría de la Relatividad y, más tarde, el comienzo de la era espacial, fueron tan sólo algunos de los factores que influyeron poderosamente en la mentalidad de muchos músicos de la época, haciéndoles sentir una falta de “actualización” del arte respecto a la marcha del mundo. Los motivos de inspiración para el artista ya no podrían ser nunca más los que siempre habían sido. Esta cuestión todavía está lejos de ser resuelta, pues queda implícito un problema existencial: Incluir necesariamente el arte en el rumbo presente de la civilización.

Esa necesidad de inclusión tuvo infinidad de facetas de origen, donde tampoco faltó la imitación directa de ruidos y hasta cuestionándose si era real la diferencia entre música y ruido. Surgieron así propuestas que llegaron a incluir la posibilidad de hacer música con el sonido de diversos aparatos de uso industrial. Pero tales propuestas fueron duramente condenadas por varios músicos vanguardistas que, siendo ya contrarios al impresionismo que ganaba mucho terreno, dijeron: - Si no estamos de acuerdo con que el impresionismo pretenda imitar a la naturaleza, pues eso es extramusical, también es inaceptable imitar el ruido de una locomotora.

Así estaban las cosas cuando adquirió mucha fuerza una pregunta aparentemente simple: ¿Por qué renunciar a la evidencia que está ante los ojos de todo el mundo, que es la escala de 12 sonidos? Prescindir de las tonalidades no tendría por qué equivaler a renunciar a la estructura que había sustentado a la música durante los últimos siglos; haría falta solamente darle otro sentido partiendo de la base de que, en sí misma, se trata de una escala atonal.

Las primeras tentativas de música atonal datan de 1909, pero fue Arnold Schönberg (1874 -1951) quien en 1923 expondría formalmente su teoría del dodecafonismo, donde las 12 notas están en plano de igualdad, al contrario de las escalas diatónicas donde las notas tienen un orden jerárquico determinado por un sonido fundamental (tónica). Más tarde el dodecafonismo derivaría en el serialismo dodecafónico, donde se aplica el cálculo combinatorio para organizar los sonidos al componer la partitura. Luego vendría el serialismo integral, donde el cálculo de las combinaciones se aplica a todas las cualidades del sonido: altura, duración, intensidad y timbre.

Sin entrar en detalles técnicos excesivamente complicados para el objetivo de estos artículos, podemos ver la intervención evidente de las matemáticas, pero esta vez es una intervención directa hacia el acto creador. Ya no se trataba de una base teórica predeterminada, como herramienta para la fantasía del compositor, tal cual habían sido las escalas en el pasado. Ahora, las ideas del compositor debían partir de posibilidades estructurales que él mismo debía calcular para componer la partitura. Es decir, el compositor debía tener necesariamente ciertos conocimientos científicos para poder componer. Parecería entonces que la música tendría, por fin, una carta de presentación aceptable en el mundo moderno.

 

¿Pero quiénes creyeron que eso significaba algo importante?

Quizá ésta sea una pregunta cruel en el momento actual, pero si tenemos en cuenta las palabras de Schönberg: “El arte no es para muchos; y si fuese para muchos, no es arte”, lo cierto es que han transcurrido más de 100 años desde las primeras manifestaciones vanguardistas y, si de verdad el arte lo es solamente cuando lo comprenden unos pocos, hay que reconocer que sigue siendo una minoría la que entiende propuestas tan privilegiadas, ésas que serían realmente arte, pero… cuidado: hoy son cada vez más quienes advierten que hay peligro de que el público se aleje definitivamente de la música clásica como género que interese escuchar. Es decir, hay algo que no encaja bien en la cultura musical del mundo moderno, y no sería conveniente caer en explicaciones fáciles.

Los oyentes parecerían haber quedado navegando entre dos aguas: la marea mediática de la música comercial – que no es lo mismo que la música popular – y el reflujo de la música clásica con preferencias marcadas hacia los autores de los siglos XVIII y XIX. Por primera vez en la historia el público no logra comprender la música de su propia época, aunque pase el tiempo y surjan nuevos compositores.

Por supuesto, me refiero a esa música genéricamente llamada “música clásica”. Sin distraernos en revisar si ese calificativo es o no acertado, hay una pregunta muy interesante que podemos hacernos: ¿Será cierto que la música contemporánea refleja el espíritu de la época, el de la “era tecnológica” – como se dijo –, y será verdad que la ciencia halló cabida en aquellas ideas que ya dejaron de ser novedosas, por el tiempo transcurrido, aunque todavía haya continuadores? ¿Tan elevado habrá sido, o es, el pensamiento de los músicos, que aún hoy pocos lo entienden?

Los detractores de la música de vanguardia suelen creer que el único motivo es un afán irracional de desafiar todo lo establecido y aceptado, recurriendo a veces hasta a lo insólito con tal de llamar la atención. Pero no es exactamente así.

Arnold Schönberg

El debilitamiento de antiguos imperios, la inminencia de la Primera Guerra Mundial y los descubrimientos de Freud acerca del subconsciente, que provocaron la crítica frontal de las instituciones tradicionales, fueron sólo algunos de los hechos que motivaron un sentimiento generalizado de inseguridad, de derrumbe de los valores socialmente aceptados. No deja de ser lógico que en aquel medio ambiente haya surgido la propuesta de un “retorno al sujeto” a modo de reencuentro del arte con el “ser”. Esto fue el expresionismo que se manifestaría fuertemente en la pintura, pero también en la música, como la exteriorización más pura y directa posible del inconsciente. Influido por estas ideas, en 1912 Arnold Schönberg componía en Viena su “Pierrot Lunaire” definiendo así un camino de enorme influencia en la música del siglo XX.

Pero la estética expresionista no resistiría la prueba de una incompatibilidad entre, por un lado, la expresión pura del inconsciente, y por el otro, la síntesis necesaria de alguna teoría manejable por la razón. Tratar de hacer encajar una cosa con la otra llevaría a Schönberg a una concepción estructuralista, que se concretaría en su teoría del dodecafonismo, pero, en esencia, tal teoría se oponía mucho a la “inspiración” del artista. En otras palabras, la expresión del inconsciente estaba limitada por la teoría.

Edgard Varèse

Y, como era natural que ocurriese, hubo reacciones contra eso. Surgiría muy destacadamente la propuesta de Edgard Varèse, de corte filosófico y no estructuralista. Para Varèse el sonido debía ser ambiguo, el oyente debía entenderlo como un lenguaje primitivo de la música, sin tiempo ni lugar definidos, aunque tal vez no llegase a ser comprensible por ignorarse el “código” de ese lenguaje. Para el oyente, descubrir ese código podría ser una aventura fascinante e imposible de explicar objetivamente. Según algunos críticos ese lenguaje expresaría simplicidad, soledad, desierto. Puede decirse que es una concepción anti-teórica de la música y así lo expresaba en parte el propio Varèse, cuando decía que “El compositor no puede decirle a nadie de dónde le viene la sustancia de su obra, y de ella puede hablar solamente como artesano”. Como es natural, el lenguaje artesanal de Varèse es atonal y libre de toda regla predeterminada.

Tanto las ideas de Schönberg como las de Varèse – y sus respectivos discípulos más tarde – reflejan claramente, aunque desde ángulos opuestos, que creían que uno de los peores obstáculos a ser superados era la inercia de la música del siglo XIX que todavía proclamaba, y reclamaba, la expresión de “sentimientos”. El impresionismo era particularmente mal visto y calificado como resabio disimulado de la expresión romántica, pues estaba “sugiriendo más que representando” pero, en definitiva, pretendía una imitación bucólica de la naturaleza. Imitar la naturaleza y expresar o sugerir sentimientos, se pensaba, eran pretensiones extramusicales y, por lo tanto, estéticamente inadmisibles.

Existía así un panorama complejo donde se intentaba redefinir el papel del músico en la sociedad, pero también el significado de la música para el hombre. Se trataba evidentemente de enfoques distintos, aunque motivados por una misma inquietud: buscar una forma de insertar al artista en una época futura, con la certidumbre de que el presente ya indicaba claramente los cambios que inevitablemente habrían de producirse. Sería sólo cuestión de tiempo esperar a que un gran vacío resultase evidente, a medida que una estética conservadora caducase irremisiblemente, a pesar de que el público aún no se percataba de esa posibilidad. El pensamiento vanguardista se inclinaba a pensar que la sensibilidad, en la mayor parte del público, se encontraba en un estado de letargo y los artistas tenían la misión visionaria de alcanzar un despertar futuro. Sintieron necesidad de llamar la atención, así fuese a costa de incomprensión, repulsas y caricaturizaciones. Debían hallar un lugar entre el público, y estaban convencidos de que buscar el camino sería para el bien de la música.

Hoy, con la perspectiva de un siglo transcurrido, se tornó evidente aquel vacío predicho, pero tan sólo a causa de que su lugar entre el público nunca fue hallado. Sigue habiendo minorías de entusiastas, tal como fue en los comienzos. ¿Habrá alguna explicación, no convencional, que pueda justificar este hecho? Si Varèse es considerado un precursor de la música de la segunda mitad del siglo XX, si sus propuestas estético-filosóficas siguen considerándose vigentes todavía entre los compositores de la actualidad, si las ideas de Schönberg pudieron ser la puerta para otros caminos bien definidos de la vanguardia, como realmente ocurrió, pero la gran mayoría de los oyentes de hoy no entiende nada de toda esa música, tal vez habría que pensar muy seriamente en una posibilidad: Quizá sea una música que no acierta a expresar la época, tal vez porque idealice un estereotipo imaginario de la sociedad moderna.

Si considerásemos esta posibilidad habría que ver en seguida que la sociedad humana no es algo estacionario que se pueda estereotipar. El medio ambiente social de principios del siglo XX no era el mismo cincuenta años después, ni tampoco idéntico al de fin de siglo y comienzos del XXI. ¿Podría haber, entonces, un error de interpretación, por parte de los músicos, acerca de cómo es la psicología de la sociedad moderna y no acertarían a expresar la época? Esta posibilidad explicaría, aunque quizá sólo en parte, por qué una música que supuestamente quiere expresar la época que vivimos sigue resultando tan incomprendida.

Pero salgamos de los terrenos especulativos y ya mismo vayamos a lo práctico. Escuchemos con atención, y de forma consecutiva, estos tres ejemplos que siguen:

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Dos de estos ejemplos no pertenecen a ninguna obra y fueron confeccionados cuidando mantener constante la disonancia general, y tan sólo eso. Solamente uno de los ejemplos es de una obra real, y es de un autor célebre. ¿Alguien puede distinguir cuándo es un caso o el otro? Posiblemente un músico especialista pueda hacer la distinción, pero quizá casi nadie más. En cambio, no ocurriría lo mismo si fuese una música inimitable como ésta:

Lo dramático de una situación así planteada nos lleva directo a estudiar cuáles fueron las bases científicas invocadas tantas veces por varios músicos del siglo pasado y por sus continuadores en el siglo presente. ¿Cuáles han sido los argumentos de peso que le aseguren a tal género de música contemporánea un sitial en el mundo moderno?

 

Primero que nada: ¿Existe realmente el atonalismo?

En el octavo artículo de esta serie, demostrábamos que los sonidos llamados “cromáticos” se originan en el conjunto de sonidos que forman todas las escalas diatónicas, y en el artículo anterior  demostrábamos que en acústica no existen sonidos “ajenos” a la tonalidad. Recomiendo leer lo dicho en esos artículos para comprender bien lo que diremos de ahora en adelante.

Mediante la solución de la escala temperada de 12 sonidos, lo que realmente se consigue es disponer, con aproximación suficiente, de todos los sonidos que forman el conjunto de tonalidades, y eso ya lo sabemos. El pasaje de una tonalidad para otra (modulación), funciona debido a que existen grados de afinidad muy perceptibles entre las diferentes escalas. ¿En qué consisten esas afinidades? Las mismas se miden por la cantidad de sonidos en común que haya entre dos o más escalas, y eso depende de la relación armónica que exista entre sus respectivas notas fundamentales, es decir, sus respectivas tónicas: cuanto más simple sea la relación, mayor será la afinidad, porque también será mayor la cantidad de sonidos en común. Por ejemplo, las escalas de Do y de Sol son muy afines porque sus respectivas notas fundamentales (do y sol) están en relación 3/2 (quinta justa) – que es la relación más simple exceptuando al intervalo de octava (2/1) –, y esto hace que ambas tonalidades (la de Do y la de Sol) tengan 6 notas en común y sólo una diferente (Fa o Fa #). Ésta es la causa de que el oído perciba poco el cambio de tonalidad entre ambas escalas. En cambio, las tonalidades de Do y Mi son menos afines, pues las respectivas notas fundamentales están en relación 5/4, que es una relación algo más compleja, lo que hace que haya nada más que 3 notas en común entre ambas tonalidades (Mi, La y Si), mientras que hay 4 notas diferentes. En este caso, el cambio de tonalidad es más perceptible.

El gráfico siguiente permite ver dichas diferencias y coincidencias. Los puntos amarillos muestran cuáles son las notas pertenecientes a cada escala (Do, Sol y Mi), y los azules marcan las notas de la escala de Do que no forman parte de las escalas de Sol o de Mi.

Afinidades entre escalas musicales (Do-Sol-Mi)

 

Existe una gama muy amplia de afinidades entre las tonalidades, y el grado de afinidad depende de la simplicidad o complejidad de la relación armónica entre las respectivas notas fundamentales, es decir, entre las respectivas “tónicas”. Se dice que no existe afinidad entre dos escalas cuando no existe ningún sonido en común, pero ¿es posible que esto pueda ocurrir?

Eso depende de cómo le llamemos a las notas. Si observamos de nuevo el gráfico arriba, y si pensamos que la escala de Mi se puede escribir también como Fa bemol, entonces no habría afinidad alguna con la escala de Do ni con la de Sol, pues la escritura de la escala resultaría así: Fab, Solb, Lab, Sibb, Dob, Reb, Mib, Fab, pero éste es el meollo de la discusión entre la entonación justa, la escritura y la escala temperada. En efecto, una vez aceptado el temperamento igual (el basado en la raíz 12 de 2) como aproximación suficiente de la entonación justa, entonces, comoquiera que las notas sean escritas, el grado de afinidad es idéntico por igual, sea que la escala se anote como Mi o como Fa bemol.

Desde este punto de vista, es decir, insisto, aceptando la aproximación suficiente del temperamento igual, la falta de afinidad entre tonalidades es imposible para cualquier caso sin excepción. Si cada escala diatónica tiene siete notas de un máximo de 12, es obligatorio que haya siempre como mínimo dos notas iguales entre cada par de escalas, y la explicación es simple: dada una escala inicial cualquiera, con sus siete notas de las doce posibles, la escala más alejada posible de esta inicial, la que menos notas tenga en común, será la que contenga todas las notas restantes, las cinco notas que no están en la escala inicial. Pero para completar la escala faltan dos sonidos, que tienen obligatoriamente que ser dos de los siete que componían la escala inicial. Así es como las escalas de Do y Re bemol son entre sí las más alejadas posibles, con 5 notas diferentes (Reb, Mib, Solb, Lab y Sib) y 2 notas en común (Fa y Do). La afinidad es muy poca, pero existe, aunque la escala de Re bemol se escribiese como Do sostenido.

Los compositores han aplicado infinidad de veces el recurso de la afinidad entre las diversas tonalidades – y mucho más al imponerse el temperamento igual, suprimiéndose la diferencia de la “coma” – siguiendo distintos propósitos dictados por la propia fantasía. En el ejemplo siguiente se puede percibir auditivamente el efecto de afinidad entre tonalidades: un mismo elemento melódico va repitiéndose en forma ascendente, a la vez que va cambiando de tonalidad; los primeros cambios están en relación 3/2 y entonces se percibe bien que la melodía va “subiendo”, aunque no tanto que la tonalidad va cambiando; pero después, hacia el final, las relaciones armónicas entre las tónicas son más complejas y el efecto del cambio de tonalidad se vuelve mucho más notorio al disminuir la afinidad:

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La importancia de este tipo de efectos de los que estamos hablando no está en que con ello hayamos “descubierto” alguna novedad, se entiende, sino que hay algo de mucho peso: a pesar de que en el ejemplo que terminamos de escuchar hay 6 tonalidades diferentes en menos de un minuto, esa música es explicable por vía de la acústica de punta a punta. Además, suena bastante tradicional, a pesar de tales características tonales, excepto quizá al final. Pero aquí está justamente el foco de la cuestión: el mismo ejemplo que terminamos de escuchar, tan convencional por cierto, bien podría transformarse en esto otro:

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¿Atonal? Pues no, no exactamente. Se trata de las mismas notas que las del otro ejemplo, el que habíamos escuchado antes, ni una nota más, ni una menos. Los sonidos están, eso sí, desorganizados.

¿O tal vez debimos decir organizados de acuerdo a algún patrón sonoro diferente, y sólo eso? ¿Y cuál sería ese nuevo patrón? No podríamos decirlo. No podríamos, porque no basta con desorganizar los sonidos de un sistema y afirmar que se ha creado otro diferente. No podríamos afirmar tampoco la existencia de algún orden coherente, ni siquiera en caso de recurrir al cálculo combinatorio para explicar la ordenación, pues las combinaciones no se tienen que corresponder necesariamente con las leyes de la física. Y todos sabemos que cuando las matemáticas son aplicadas sobre premisas falsas, los cálculos pasan a ser un mero ejercicio de entretenimiento intelectual – artístico sí, tal vez, pero jamás la base de una teoría.

¿Deberíamos creer, entonces, que para que la música concuerde con la acústica deberemos contentarnos necesariamente con eso que se llama “convencional”, y que ya está “superado”? Es claro que no, que no hay ninguna razón para suponer tal cosa. Según seguiremos viendo – y demostrando – en este artículo, la tonalidad le sigue ofreciendo al músico muchas más posibilidades de originalidad que, en cambio, el atonalismo.

Saliendo por un momento de los ejemplos sencillos que sirven a las explicaciones, y entrando ahora en el arte, podemos apreciar la forma como Henryk Gorecki (1933 – 2010), en el primer movimiento de su Sinfonía N° 3 “de las Lamentaciones”, nos hace oír un único tema (de alrededor de un minuto de duración) que se repetirá a lo largo de todo el movimiento, pero, a cada vez que se reinicia, lo hace modulando a una tonalidad que se halla una quinta justa más alta – en otras palabras, las respectivas tónicas se hallan en relación 3/2, y eso corresponde a las tonalidades de mayor afinidad posible en la marcha de la música. El resultado es que, mucho más que los cambios de tonalidad, lo que se percibe aquí es que el tema único “viene avanzando” desde alguna parte, reforzado por la orquestación y el crecimiento del volumen de la masa orquestal. O sea, es un buen ejemplo de cómo hasta los recursos más sencillos que pueden provenir de la acústica pueden llegar a ser tan efectivos como insustituibles para el arte, y todo ello sin caer en lo convencional (esta obra fue comentada completa por Macluskey en su serie). Escuchemos el mencionado primer movimiento:[1]

Es probable que, para un partidario del dodecafonismo y el serialismo, todo esto que se está diciendo sea absolutamente discutible, pero eso es porque está acostumbrado a pensar la música con 7 notas, con sólo 7 notas. Es un hecho que la escritura atonal, aunque utilice 12 sonidos, sigue usando sostenidos, bemoles y becuadros para las notas do, re, mi, fa, sol, la, si, lo cual es un evidente absurdo, aunque esté aceptado por los compositores. Así que tenemos un problema: no basta con borrar de un plumazo el diatonismo, diciendo que es suficiente usar 12 sonidos donde ninguno tiene valor de tónica (o sea, deja de existir el sonido fundamental de una escala), porque eso no es cierto: cualquier sonido que sea – incluyendo los de la escala temperada – puede producir la serie de armónicos 1,2,3,4,5,6,7… y esto permite afirmar que desde cualquiera de las 12 notas temperadas se podría calcular, si se quisiera, una escala diatónica aun en su entonación justa.

Obvio, ¿verdad?

Sí, tal vez sea excesivamente obvio como para haberlo reiterado, pero ese hecho pone al atonalismo de cara a un problema que jamás podrá resolver: si se puede demostrar (no suponer) que las notas cromáticas tienen como único origen el cálculo de las escalas diatónicas que forman el conjunto de todas las tonalidades posibles (ver el octavo artículo de esta serie), y si no existe ninguna excepción – sea que se escriba con bemoles o sostenidos –, y si, todavía, la escala temperada es tan sólo una solución práctica para expresar los mismos resultados del cálculo original con aproximación suficiente, la deducción es, sin error posible, que el atonalismo en general no existe como tal, sino que, en cambio, se trata de un sistema que prescinde deliberadamente de cualquier cálculo matemático vinculado con la acústica.

Pero, aunque afirmaciones así produzcan acaloramientos, lo cierto es que los problemas tampoco terminan ahí. Las modulaciones están vedadas por principio, al igual que los modos, o sea que hay una renuncia expresa a muchas de las posibilidades que una serie armónica le puede dar al músico, y eso es un empobrecimiento. El conocido argumento de una base cultural, del hábito auditivo heredado por siglos para rechazar hoy al atonalismo, pierde fuerza cuando la acústica dice otra cosa.

Quizá por razones de inconsistencia, al poco tiempo el dodecafonismo evolucionaría hacia la idea de ordenar los sonidos por permutación, que es una parte del cálculo combinatorio que permite saber de cuántas maneras diferentes es posible ordenar los elementos de un conjunto. En este caso el conjunto es de cantidad 12 y el resultado para esta cantidad es una cifra tan grande que, aun renunciando a todas las ordenaciones que podrían sugerir tonalidades, la variedad es enorme. Cada combinación deducida por permutación puede constituir una “serie” que, como ordenación, es única. Se creyó, por esta razón, que el serialismo dodecafónico sería la solución definitiva, generadora de una cantidad casi infinita de música hacia el futuro. La frontera de la tonalidad, se dijo, se había cruzado definitivamente y por delante había un vasto universo sonoro por explorar.

Pero hubo varios motivos para que una teoría que, en su momento, pareció tener el futuro asegurado poco menos que para los siglos venideros, tuviese vigencia plena durante no mucho más de treinta años. Tuvo una rápida decadencia y, aunque hoy todavía hay compositores que la aplican, se considera que el dodecafonismo, como método de composición, es cosa más bien del pasado. La primera causa provino de las características que el propio cálculo combinatorio demuestra. Es decir, a medida que crece la proyección de las permutaciones posibles para un mismo conjunto de elementos, si el número de elementos es suficientemente grande, la diferencia entre una u otra ordenación se vuelve cada vez más difícil de percibir. El ejemplo siguiente permite corroborarlo, pues son nada más que cuatro ordenaciones diferentes de las 12 notas de la escala cromática, pero es muy difícil percibir dónde están las diferencias en las sucesivas ordenaciones. Escuchemos:

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En los cuatro casos que terminamos de escuchar, no sólo se cambió en cada caso el orden en que aparecen los sonidos, sino que también se modificaron las frecuencias de algunos sonidos bajándolos o subiéndolos una octava. Debería ser algo muy perceptible para el oyente, pero no lo es. Para el dodecafonismo esto fue un enemigo solapado, pues muy pronto ocurrió que todas las melodías dodecafónicas empezaron a parecerse excesivamente unas a otras.

También conspiró una cualidad intrínseca del dodecafonismo, y es que la consonancia casi siempre sugiere tonalidad – y esto es a causa de que la consonancia pone en evidencia las relaciones armónicas simples que son el fundamento de la escala diatónica –, razón ésta que lleva a evitar de manera muy sistemática cualquier consonancia en lo posible. La música dodecafónica es esencialmente disonante a causa de sus propias leyes, produciendo en el oyente una sensación de monotonía sumamente difícil de evitar. Eso contribuyó a que todavía hoy el público en su gran mayoría no la acepte, a pesar de que en los orígenes ya lejanos se creyó que era música imaginada para el oído de las futuras generaciones.

Así empezó a resquebrajarse desde muy temprano aquel vasto universo recién descubierto, que hasta se pensó que estaba regido por leyes desconocidas que recién se comenzaban a investigar. El propio Schönberg pareció intuir toda esta problemática cuando cierta vez dijo, decepcionado de su propio método, que “El futuro de la música posiblemente será un retorno a la tonalidad, aunque una tonalidad renovada”. Esto sería hacia el final de su vida, y se le atribuye haber dicho incluso cuánto le gustaba escuchar un buen Do mayor…

No obstante, el serialismo dodecafónico tendría una influencia muy grande en otro campo experimental: la música electroacústica. Hacia 1935, Karlheinz Stockhausen (1928 – 2007) desarrolló el serialismo hasta sus últimas consecuencias en una teoría que denominó “serialismo integral”. El concepto de serie no se limitaría a ordenaciones según la altura (frecuencia) relativa de los sonidos, sino que se volvería extensible a la duración, a la intensidad y al timbre. Se pensó que esto revolucionaría el concepto de la forma (que es la manera de organizar los elementos que componen una partitura), pues a partir de ahora el cálculo combinatorio se aplicaría a la totalidad los elementos que componen el propio sonido, lo que también permitiría pensar en que no era imprescindible limitarse a un conjunto de 12 sonidos de afinación predeterminada. La tecnología disponible en un laboratorio electroacústico permitió efectuar combinaciones muy desarrolladas al irse aplicando herramientas informáticas combinadas con sintetizadores de gran poder. El impacto causado por las ideas de Stockhausen trascendería el ámbito del laboratorio y, aún hoy día, tiene muchos partidarios entre compositores que aplican el serialismo integral hasta en la música instrumental, convencidos de que no está todo dicho en materia del uso de instrumentos clásicos.

Karlheinz Stockhausen

Sin embargo, el serialismo integral tampoco lograría escapar de los límites para percibir diferencias en las combinaciones. Así que, una vez más, hubo que poner un punto de inflexión en tanto entusiasmo. Sin necesidad de cálculo matemático alguno, es suficiente introducir cualquier modificación arbitraria en la ordenación – como podría ser en la medida del tiempo – y la combinación general resultará alterada aunque nada hubiese variado en la disposición de la altura de los sonidos, ni en el timbre o la intensidad. Para decirlo con toda sencillez: si tengo un conjunto de sonidos organizados por su frecuencia (altura), amplitud de onda (intensidad), mezcla de armónicos (timbre) y duración medida según una unidad de tiempo, y por “inspiración” se me ocurre cambiar la duración de tan sólo un sonido en algunas fracciones de la unidad de tiempo, ya habré creado una nueva combinación sin necesidad de cálculo matemático alguno. Y así lo entendieron los compositores opuestos al estructuralismo de las teorías seriales. Se pensó: - Pongamos la inspiración en el lugar que el arte se merece, y también al intérprete, dejándolo todo librado al azar y la espontaneidad. De este pensamiento, que muchos consideran quizá demasiado extremista, nacería la “música aleatoria”.

En la música aleatoria – como lo dice su nombre – se da por sentado que cualquier combinación al azar es admisible en el universo de todos los elementos de la música. Cualquier combinación así descubierta es válida, y la probabilidad de que jamás volverá a repetirse es muy grande.

El compositor de música aleatoria escribe de todos modos una partitura, pero solamente indica en ella elementos sueltos que el intérprete podrá ordenar, y aun desarrollar, según le dicte la inspiración al azar. Existen básicamente dos formas de interpretar la música en ese contexto. Una es la improvisación total y espontánea sobre los elementos sueltos indicados por el compositor. Una interpretación así jamás volverá a repetirse, porque ha sido impredecible, al azar. La otra forma es más planificada y el intérprete puede escribir, a su vez, una partitura para uso propio, ordenando – y aun desarrollando – a su gusto los elementos indicados por el compositor. El azar, en este caso, es librado a la incógnita de quién será el intérprete y qué decidirá escribir a partir de las ideas del compositor e incluso – por qué no – dejar algunos trozos para improvisar al azar durante la presentación en público. La única condición es que nunca, en ningún momento, se sujete a cualquier “fórmula” preestablecida.

Por último, podemos recordar también que la música electroacústica, por su parte, usa con bastante frecuencia el ruido procesado mediante sintetizadores y lo aplica en el serialismo y en la melodía de timbres. Esta última – la melodía de timbres – consiste en mantener constante la frecuencia fundamental de un sonido cualquiera, en tanto podrá variar la mezcla de armónicos que lo componen. El efecto auditivo es asimilable a una melodía a causa de que, por ejemplo, si los armónicos mezclados son de alta frecuencia, el sonido se percibe como más “alto” que si, en cambio, los armónicos de la mezcla son de baja frecuencia. Esta particularidad fue descubierta en el ruido y se pensó que podía tener aplicación en la música compuesta por procesos electrónicos. El ruido, en sí mismo, se inscribiría luego en una tendencia que ganaría independencia bajo el nombre de música concreta, que se vale casi exclusivamente de ruidos de diversos orígenes como material sonoro e incluso, eventualmente, en estado puro, sin procesamiento electrónico alguno aparte de la grabación directa de los mismos. Esta tendencia cuestionó la existencia real de una frontera entre el ruido y la música.

Cuando se piensa que todas estas teorías y propuestas partieron de elaborar, discutir y aun contradecir al dodecafonismo, uno se pregunta por qué éste decayó tan rápidamente mientras que sus derivaciones pudieron permanecer vigentes, hasta hoy día, como movimientos vanguardistas en el siglo XXI.

Parecería que el entorno que rodeó al dodecafonismo fue de mucho menor peso científico que otras teorías. Incluso la música aleatoria, que tiene la “magia” de la inspiración súbita del artista, dio pasos firmes y respetables dentro del ambiente de los laboratorios electroacústicos. El dodecafonismo, al contrario, aunque en un principio pareció científico al ser explicable mediante el cálculo matemático, terminó evidenciando carencias que fueron vistas por algunos de los propios discípulos de Schönberg. Hoy muchos llegan a decir que cualquier pensamiento vanguardista que manifestase algún vínculo con diferentes ciencias y, por supuesto, con las matemáticas, si tuviese algo que ver con la música dodecafónica, no es serio y pertenece al pasado. Es que en realidad hay algo de cierto en esa afirmación tan intolerante: si nos atenemos estrictamente a lo que dice la ciencia y, por supuesto, las matemáticas, es verdad que la atonalidad es inviable.

Lo irónico del caso es que una deducción de ese calibre, en vez de ayudar a poner en claro las ideas de la vanguardia contemporánea, arroja nuevas dudas sobre ella e induce a meditar más. La intervención de las matemáticas, y aun de la acústica, por sí solas, no garantizan que se esté pensando en términos científicos. Si se aplica el cálculo combinatorio para organizar los sonidos, pero sin considerar si el resultado concordará o no con las leyes de la acústica, se traduce en pensar en base a premisas falsas. Y si interviene la acústica para manejar armónicos y otras cualidades del sonido, pero sin considerar algunas de las cualidades de la percepción humana – por ejemplo, los llamados “umbrales de percepción”, que son los límites donde una sensación comienza o deja de ser percibida –, el resultado podrá ser tan sólo intelectual en base a la lectura de cifras, estadísticas, promedios, etc., pero estará fuera de la consciencia sensorial. No hay método educativo que valga, pues si el estímulo sensorial está fuera de los umbrales de la percepción, y si la persona cree estar de todos modos percibiendo la sensación después de un supuesto entrenamiento, estará tan sólo bajo los efectos de lo que en psicología se llama “percepción imaginaria”, con lo que nuevamente los teóricos de la música estarían girando alrededor de premisas falsas, ignorando ex profeso lo que la psicología le puede aportar a los músicos. Si, en cambio, nos basamos directamente en lo que la psicología nos habla acerca del subconsciente y la percepción, y suponemos que ello será un enfoque enriquecedor para la música, pero no tenemos en cuenta para nada lo que otras ciencias podrían decir respecto al resultado, volverá a ocurrir lo mismo. El enfoque científico – como tal – se caracteriza por formular hipótesis que deberán ser comprobadas de tal modo que concuerden con lo que ya se sabe, o bien, si no concuerdan, habrá que demostrar por qué es así, y validar o rechazar las hipótesis. Lo contrario es seudociencia. No descubriremos nada nuevo en el Universo por más maravillas que el cálculo combinatorio nos mostrase acerca de cómo las galaxias se podrían organizar y cómo funcionaría ese universo que da el cálculo. De manera muy similar, nada nuevo se descubrirá en la teoría de la música aplicando conocimientos de la ciencia en forma parcial e ignorando el resto, afirmando que ciertas hipótesis son ciertas sin demostrarlas.

¿Qué nos ofrece hoy toda esta perspectiva ya centenaria?

Es justo decir que el siglo pasado nos dejó también la herencia de otras propuestas, diferentes de las de la vanguardia, pero no tuvieron continuadores. Una larga lista de compositores inscritos en corrientes como el neoclasicismo, el neorromanticismo o el nacionalismo musical que ya venía del siglo XIX, o el impresionismo, para no hablar de las innovaciones poswagnerianas de Gustav Mahler (fallecido en 1911), fueron – en el mejor caso – “toleradas” por los vanguardistas que, más o menos educadamente, trataban de hacer entender que todos los “neos” , “pos” e “ismos” que observaban tenían raíces más que evidentes en el pasado, mientras que lo que hacía falta era un enfoque “contemporáneo” al pie de la letra.

Y parecería que la comunidad musical habría terminado escuchándoles. No hubo continuadores de cualquier otra tendencia que no tuviese raíz en aquella vanguardia de comienzos del siglo XX.

Pero tampoco nunca más volvió a aparecer alguna otra propuesta tan revolucionaria como lo fue – y eso no se puede negar – el dodecafonismo en su época. Durante la segunda mitad del siglo pasado, y en lo que va del presente, no ha habido alguna idea siquiera medianamente original para salir de una especie de letargo. No hubo nadie de la talla de un Igor Stravinsky, sólo para citar uno de quienes forman una larga lista de compositores con estilos bien diferenciados entre sí por fuera del experimentalismo. Para los compositores nacidos en los últimos cincuenta o sesenta años, ese género que la mayor parte del público hoy no entiende tiene el sello inconfundible de “música contemporánea” congelado en el tiempo.

Pero tal vez algún giro esté próximo a producirse, porque una vez más la ciencia vuelve a golpear en las puertas casi inaccesibles del arte. En estos últimos años se viene investigando en los procesos cerebrales vinculados a la práctica musical, la creatividad de los músicos y la audición, y se nos están revelando importantes secretos. Muchas creencias se están desmitificando, como es normal que ocurra cuando el conocimiento se amplía. Acerca de este tema hablaremos en el próximo artículo.

 

  1. El vídeo sólo presenta la primera parte del movimiento, cuya duración es prácticamente el doble de la del vídeo mostrado. Para escuchar la obra completa, mejor hacerlo desde el artículo citado. []

Sobre el autor:

Gustavo (Gustavo Britos Zunín)

Investigador en varias áreas del conocimiento, no se limita a su profesión de pianista y compositor. Los grandes temas del mundo moderno, y la ciencia en particular, son el foco permanente de sus intereses.
 

{ 9 } Comentarios

  1. Gravatar Macluskey | 05/05/2013 at 09:29 | Permalink

    Nunca, nunca había leído expuesta de esta forma tan clara la razón por la que no soporto la música dodecafónica.

    No me gusta, sé que no me gusta porque he escuchado bastante en conciertos y ni una sola vez me ha parecido que eso fuera siquiera música.

    Ahora, además, sé por qué no me gusta.

    Gracias, Gustavo. Un gran artículo.

  2. Gravatar Brigo | 05/05/2013 at 12:50 | Permalink

    Enorme, como siempre.

  3. Gravatar Alejandro De Paoli | 07/05/2013 at 10:55 | Permalink

    Hola Gustavo, sabes que yo tampoco puedo separar la ciencia y en especial la quimica de la vida cotidiana. Ni siquiera de lo que comemos o cocinamos. Respecto a tu excelente artículo me gustaría comentar que he leído que, ciertas enfermedades asi comociertas drogas, hacen que esas personas gusten de melodías (por asi llamarlas),que el resto de las personas no gusta. No se que me puedes decir de la alteracion de la quimica del cerebro y del arte.

  4. Gravatar Gustavo | 07/05/2013 at 07:12 | Permalink

    @Alejandro:

    Muy interesante tu comentario. En realidad, desde que se descubrió la función de los neurotransmisores y la relación que tienen con la memoria y las percepciones, y hasta con la actividad mental, ha ocurrido que la psicología y la neurociencia se han acercado mucho entre sí. El efecto que ciertas drogas y enfermedades tienen sobre estados alterados de la consciencia, no es un hecho recientemente descubierto, pero muchas cosas se vienen aclarando a medida que se comprende mejor la función de los neurotransmisores, es decir, la química del cerebro. Hay numerosos estudios acerca del papel de la música en disturbios neurológicos y hasta genéticos. El síndrome de Tourette, por ejemplo, consiste en que la persona sufre de movimientos involuntarios, disturbios verbales que les llevan a decir groserías, e infinidad de tics de toda clase. Pero, en la mayoría de los casos, tanto en niños, adolescentes o adultos, los síntomas desaparecen por completo durante el acto de cualquier actividad musical. Sin embargo, no bien cesa la práctica de la música, los síntomas regresan al instante. Esta particularidad hoy se explicaría – aunque en parte – por haberse descubierto que la actividad musical pone en actividad prácticamente todas las áreas del cerebro, y probablemente eso produzca una mejoría pasajera de las descoordinaciones mentales y psicomotoras.

    Y también hay otro caso rarísimo, que es el síndrome de Williams, donde las personas afectadas tienen un cociente intelectual por debajo de 60, o sea, tienen grandes dificultades de aprendizaje. Sin embargo, aun tratándose de niños, tienen una facilidad impresionante para aprender a tocar un instrumento y memorizar músicas tan sólo con escucharlas una sola vez. Todavía no se ha hallado ninguna explicación para esta particularidad tan extraña en quienes sufren este mal.

    En cuanto al efecto de diferentes drogas, lo que parece suceder es que habría una distorsión muy grande de la realidad que otras personas perciben. Es decir: una música horrenda es “acomodada” en la mente de tal manera que resulte del gusto de quien tiene alterada la percepción. Si cuando pasan los efectos de la droga se le pide a la persona que reproduzca lo que escuchó, pueden suceder dos cosas: una, la mayoría de las veces, no recuerda nada; o bien, lo que dice que recuerda (o mejor dicho, lo que tararea, o toca en un instrumento, si es posible) no tiene nada que ver con lo que realmente se le hizo escuchar. ¿Tal vez haya creado así alguna música nueva en su imaginación? Pues, no. Esa música siempre se parece mucho a alguna otra que ya existe y que la persona no recuerda conocer.

    Perdón por este “apéndice” del artículo, pero me pareció que podía ser interesante.

    Un saludo.

  5. Gravatar Laertes | 12/05/2013 at 04:42 | Permalink

    ¡Qué grande es esta serie! Cuando esté terminada la voy a pasar al e-book y a releer enterita con tranquilidad como si fuera un libro.

  6. Gravatar Gustavo | 13/05/2013 at 05:05 | Permalink

    @Laertes, Qué satisfaccíón para mí… Que lo disfrutes todo cuanto puedas!! Un saludo.

  7. Gravatar Alessio | 08/06/2013 at 11:37 | Permalink

    Siempre he pensado que la anotación de la música es distinto de su interpretación, creo que anotar todos los detalles es anular a los intérpretes, por lo mismo pienso que una correcta interpretación de cualquier partitura, sobre todo si son cuerdas o instrumentos más o menos “flexibles”, tiene que ser variable en cuanto a las fracciones de tono, como es siempre que una pieza se toca expresivamente. Por lo mismo no he tomado en cuenta escribir semitonos o fracciones de tono en la partitura, lo encuentro ocioso, desplaza el trabajo del músico interprete, lo niega. Leí su paper, verdadero paper hay que decir, y describe todo lo que pienso de la música, si bien no entiendo todo y tengo que darme tiempo para leer todos los textos, creo que da usted en el clavo respecto de la música actual y del atonalismo, me siento aliviado de saber que hay teorias distintas que pueden explicar mejor la música, porque también me siento indefenso frente a la música atonal o ante la corriente imperante y este texto me alivia mucho. Muchas gracias, desde ya lo he compartido a algunos amigos y conocidos, saludos.

  8. Gravatar alessio | 29/06/2013 at 10:06 | Permalink

    Saludos, :)

    http://www.youtube.com/watch?v=r4hE_xnsFZ0

  9. Gravatar Pablo | 09/04/2014 at 09:37 | Permalink

    Muchas gracias Gustavo. Estoy fascinado con esta serie. Muchas gracias.

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