En el último artículo de Cuántica sin fórmulas hablamos acerca del teletransporte cuántico. Como recordarás, si tu mente no fue dañada por su lectura, se trató de una entrada un poco deprimente, en el sentido de que destrozaba muchas de las concepciones más ingenuas sobre el teletransporte que suelen verse en películas y televisión. No es que sea por compensar, pero hoy haremos justo lo contrario: veremos un experimento en el que los efectos cuánticos sí nos permiten realizar algo que a primera vista parece imposible –y lo sería sin la cuántica, claro–, y que nos permitirá hincarle el diente a aspectos muy teóricos relacionados con la cuántica moderna en el artículo siguiente.
Aunque la entrada de hoy no es tan terrorífica como algunas anteriores en esta serie, es de las “puntillosas”. Requiere que explique –mal y pronto, como siempre– algunas cosas no relacionadas directamente con la cuántica pero necesarias para entender el experimento, y hay detalles varios a los que hay que seguirles la pista. No nos engañemos: por mucho que lo haya intentado, este artículo es bastante petardo, estoy seguro de que contraviene la Convención de Ginebra y sólo cuando finalmente lleguemos a la parte “cuántica” tendrá más interés. Si te sirve de aliciente, al final sí llegaremos a conclusiones de las que hacen arquear la ceja. Al menos, he tratado de ilustrar cada paso y detalle para que sólo te tires de los pelos lo necesario durante el planteamiento inicial.
Si recuerdas el teletransporte cuántico, una de sus claves era obtener información sin “medir” algo, de modo que no lo modificásemos. Hoy iremos mucho más lejos en este aspecto; mi intención es que no te sorprendan los argumentos, sino que te parezcan lógicos dentro de lo posible, mientras que a la vez la conclusión te haga maravillarte, como me sucedió a mí la primera vez que oí hablar del experimento de hoy. Hablaremos del detector de bombas de Elitzur–Vaidman y, dicho mal y pronto, conoceremos de la existencia y naturaleza de algo sin mirarlo.