Nota: Ya sé que no hemos mandado el número de diciembre, porque como cada año, lo colgaremos para todo el mundo como pobre “regalo navideño”. Solemos hacerlo el día de Reyes, pero esta vez no me he dado cuenta y se lo he pasado tarde a johansolo, con lo que tardará un poquito más que otras veces. ¡Paciencia!
En la anterior entrega dedicada a la viruela entramos, por fin, en una etapa más alentadora que las anteriores. Hablamos sobre la variolación, mediante la cual se redujo mucho la mortalidad debida a esta enfermedad, aunque nadie supiera exactamente por qué. Pero este primer triunfo conta la viruela era sólo eso, un primer paso: cosas más maravillosas estaban por venir.
Como dijimos al final de la entrega anterior, en 1756 fue variolado un niño inglés, Edward Jenner. El proceso fue, como solía ser siempre, muy desagradable, en parte por nuestra ignorancia sobre el carácter microbiano de la enfermedad. En preparación para la variolación se sangraba a los niños, se los ponía a dieta durante días y se los sometía a todo tipo de barrabasadas para “purificar” su sangre. Esto hacía, por supuesto, que estuvieran especialmente débiles al recibir la variolación, y a su vez esto disminuía sus posibilidades de sobrevivirla… pero, como digo, nuestra ignorancia era entonces tremenda.
El caso es que este niño variolado, Jenner, estudió medicina bajo la tutela de Daniel Ludlow, que a su vez recomendó al joven como aprendiz a un médico que ejercería una gran influencia sobre él: John Hunter. Hunter era un buen ejemplo de una nueva estirpe de médicos británicos en la segunda mitad del XVIII: no se limitaba a repetir los tratamientos tradicionales, sino que investigaba para descubrir otros nuevos empleando el método científico, y cuestionaba las supuestas verdades conocidas desde siempre. Se consideraba a sí mismo (y con razón) un científico por encima de todo, y desde 1767 fue miembro de la Royal Society.