Antes de seguir nuestro recorrido por los Premios Nobel de Química desde su nacimiento en 1901, permite que te recuerde los que hemos conocido hasta ahora, pues es posible que al ir acumulando galardones empiecen a bailarte los nombres y termines con un batiburrillo de datos que te haga perder la visión global.
Empezamos con Jacobus Henricus van ‘t Hoff, que ganó el Nobel por su explicación de la presión osmótica; luego conocimos a Hermann Emil Fisher, que sintetizó varios azúcares, purinas y péptidos y recibió el premio de 1902 por ello. Svante Arrhenius ganó el de 1903 al explicar la disociación de moléculas al disolverse en agua mediante su hipótesis electrolítica, y Sir William Ramsay obtuvo el de 1904 por su descubrimiento de los gases nobles. El de 1905 se lo llevó Adolf von Baeyer por ser el primero en obtener añil sintético, mientras que Henri Moissan se llevó el de 1906 por aislar el flúor. En 1907 lo ganó Eduard Buchner por ser capaz de producir una fermentación artificial –no celular–, y en 1908 Ernest Rutherford por su hipótesis de la desintegración radiactiva. Wilhelm Ostwald recibió el galardón de 1909 por parir la cinética química, mientras que Otto Wallach obtuvo el de 1910 por su trabajo con los derivados del isopreno, los aceites esenciales. Finalmente, en 1911 se lo llevó –en una entrega un tanto redundante– Marie Curie por su descubrimiento del radio y el polonio.
Estamos ya, por tanto, en 1912, a un paso de entrar en la Primera Guerra Mundial –luego verás por qué digo esto–. En esta ocasión volvemos a encontrarnos con un Nobel de Química relacionado con la química orgánica, que (como vengo repitiendo en muchos artículos de la serie) estaba sufriendo una expansión explosiva, destrozando a su paso cualquier noción de vitalismo científico que pudiera quedar, reduciendo los “misterios de la vida” a cenizas y otorgándonos un poder sobre las moléculas orgánicas que nunca habíamos tenido antes. ¿Cómo usaríamos ese poder?
Además, el premio de hoy es repartido: dos científicos independientes se llevaron la mitad del Nobel cada uno por investigaciones que no estaban directamente relacionadas. Sí tienen algo en común, como veremos en un momento, pero se trata de uno de esos premios en los que imagino que habría división de opiniones sobre quién debería llevárselo y se llegó a una decisión salomónica.
Finalmente, el de hoy no es un premio demasiado fascinante –al menos para mí–, de modo que no se tratará de un artículo largo. Y, como siempre, que me perdonen los químicos entre el público por las barbaridades que pueda decir en mi ignorancia. ¡No tengáis remilgos en corregirme, que modifico lo que haga falta!
Dicho todo esto, saboreemos juntos el Premio Nobel de Química de 1912, otorgado conjuntamente a dos científicos franceses. Por un lado a Victor Grignard, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
Por el descubrimiento del denominado reactivo de Grignard, que en los últimos años ha hecho progresar enormemente a la química orgánica.
Y, por otro lado, a Paul Sabatier,
Por su método de hidrogenar compuestos orgánicos en presencia de metales finamente pulverizados, mediante el que el progreso de la química orgánica ha avanzado enormemente en los últimos años.
Sí, sí, palabras repetitivas, lo siento, pero no son mías. En cualquier caso, como puedes ver hay un hilo conductor: el avance de la química orgánica (la otra conexión, fruto de la casualidad, es el hecho de que ambos galardonados fueran franceses). Ni el trabajo de Grignard ni el de Sabatier nos proporcionaron nuevo conocimiento teórico directamente, pero tras ellos los químicos orgánicos fueron capaces de lograr muchas cosas de las que antes eran incapaces. Pero vamos por partes.