La serie de los Premios Nobel recorre estos galardones desde su fundación en 1901, en sus ramas de Física y Química –generalmente con más calidad en la primera que la segunda, todo hay que decirlo–. En cada artículo, como bien sabéis los habituales del lugar, intentamos dar un contexto histórico al descubrimiento y a sus descubridores, explicar cómo se llegó a realizar y, cuando es posible, sus consecuencias e importancia en general.
El anterior episodio estuvo dedicado al Premio Nobel de Física de 1913, otorgado a Heike Kammerlingh Onnes por su obtención de helio líquido y su descubrimiento de la superconductividad. Hoy, por lo tanto, saborearemos juntos, si tienes a bien quedarte, el Premio Nobel de Química de 1913, el último de la relativa paz anterior a la Primera Guerra Mundial.
Este galardón fue entregado al suizo Alfred Werner, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
En reconocimiento de su trabajo sobre los enlaces atómicos en las moléculas, mediante el que ha arrojado nueva luz sobre investigaciones anteriores y ha abierto nuevos campos de investigación, especialmente en química inorgánica.
Sí, has leído bien: ¡química inorgánica! Como sabes si has leído el resto de la serie, es el primero de todos. El resto de los premios que hemos visto fueron de “borrado de líneas”: entre la física y la química o entre lo orgánico y lo inorgánico. La “vieja” química inorgánica de toda la vida había sido, hasta 1913, ignorada.
Me gustaría decir que la cosa cambió a partir de entonces, pero lo cierto es que no fue así, y Werner fue una excepción durante muchísimos años… pero eso ya lo verás según sigamos avanzando por el siglo XX. Además, tengo que decir que incluso el premio de Werner en cierto sentido supone un desdibujar de líneas entre la química orgánica y la inorgánica, aunque en este caso al revés de lo habitual: el suizo logró en inorgánica cosas que antes sólo se habían logrado en orgánica.
Antes de empezar, avisos varios: en primer lugar, este artículo no es demasiado bueno. No es falsa modestia, porque no tengo ese defecto: es que no soy tonto y sé perfectamente cuándo escribo bien y cuándo no. El caso es que no soy químico, sé menos de esto de lo que me gustaría y además, si profundizo más de cierto grado en cosas como ésta, me aburro. De manera que no sólo no lo explico demasiado bien, sino que además no sé hacerlo lo fascinante que realmente es (porque estoy seguro de que lo es). Lo siento. Podría simplemente abandonar esta rama de los Premios y centrarme en la Física pero, mientras pueda dar una crónica de cada uno, aunque sea concisa y no demasiado brillante, intentaré seguir haciéndolo; si veo que la cosa empeora con los años, lo dejo.
En segundo lugar, como he dicho antes en la rama de Química de los Nobel, agradezco enormemente que los químicos que me leéis corrijáis las barbaridades e inexactitudes que pueda decir. ¡Cuento con ello!
Dicho esto, veamos cómo Alfred Werner dio la vuelta a la tortilla de las químicas orgánica e inorgánica, tomando de ejemplo a la primera para mejorar la segunda, en vez de como suele ser habitual.