Tras trece años de Premios Nobel, nuestra crónica llega a una región de transición originada no por la ciencia sino por la política. El 28 de julio de 1914 estalló una de las contiendas más devastadoras que hubiera conocido el ser humano: la Gran Guerra. Más terrible aún es el nombre que le daríamos posteriormente, por lo que sugiere para el futuro – la Primera Guerra Mundial.
La Guerra y la Ciencia se influyeron mutuamente como había sucedido pocas veces. Por una parte, las grandes potencias trataban de superar a sus rivales en ciencia y tecnología para obtener una ventaja en el conflicto, de modo que se espoleó enormemente el avance científico y se financió la investigación como no se había hecho antes. Al mismo tiempo, por supuesto, se empleó el conocimiento adquirido antes y durante la guerra para matar con una eficacia nunca vista. No en vano la Primera Guerra Mundial fue la primera guerra de envergadura en la historia de la humanidad en la que murió más gente en combate que debido a enfermedades derivadas de la propia guerra. Sí, nos habíamos graduado en el horror. Creo que no hace falta que diga más sobre esto.
Sin embargo, la Gran Guerra influyó sobre la ciencia de otra manera mucho menos importante pero que sí nos afecta en esta serie: impidiendo la colaboración y el diálogo abierto entre científicos de ambos bloques. Como veremos en un par de artículos, hubo varios Premios Nobel que no se entregaron durante la contienda. Además, dado que los viajes entre distintos países no siempre eran fáciles, en muchas ocasiones sí se entregó el Premio pero no se realizó la celebración de la entrega, ni hubo discurso, ni nada de lo que tanto disfrutamos aquí. Tampoco se siguió el calendario normal (la entrega a finales de cada año del Nobel de ese mismo año), sino que a veces se retrasó el proceso.
Afortunadamente, Suecia se mantuvo neutral durante la guerra como todos los países escandinavos, de modo que la Real Academia Sueca de las Ciencias no tuvo presiones políticas –al menos, que yo sepa– para entregar premios a científicos de uno u otro bando de manera preferente. Como veremos, de hecho, a lo largo de la Guerra recibirían el Nobel de Física investigadores de ambos bloques, empezando hoy por un alemán.
Si te parece bien, olvidemos por un momento las miserias de nuestra especie para disfrutar juntos de la investigación pura y hablemos del Premio Nobel de Física de 1914, otorgado casi un año más tarde, en noviembre de 1915, al alemán Max von Laue, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
Por su descubrimiento de la difracción de rayos X en cristales.
Como nos suele pasar, esto puede sonar poco impresionante, y para comprender su alcance necesitamos viajar hacia el pasado y dar ago de perspectiva al asunto. Esta vez, eso sí, no hace falta que viajemos muy lejos, ya que hemos hablado de los rayos X antes, puesto que fueron el estreno de esta misma serie –y te recomiendo encarecidamente que leas ese artículo antes de seguir con éste, si es que no lo has hecho ya, porque te aclarará bastante las cosas–.