En esta serie sobre los Premios Nobel recorremos estos galardones, en sus categorías de Física y Química, desde sus orígenes en 1901 en adelante. Aprovechamos así para matar dos pájaros de un tiro: hablar sobre el asunto científico de que se trate con cierta profundidad, y conocer el contexto histórico y los acontecimientos que llevaron al descubrimiento en cuestión. En el último artículo de la serie hablamos en dos partes sobre el Nobel de Física de 1918, otorgado al alemán Max Planck por su famosa hipótesis. Hoy lo haremos, por tanto, del Nobel de Química del mismo año, entregado a otro alemán, Fritz Haber, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
Por la síntesis del amoníaco a partir de sus elementos.
Por si no lo recuerdas, hace mucho tiempo que no hablamos de Química en esta serie: no hubo Nobel de esta categoría en 1916 ni en 1917. De hecho en 1918 se dejó vacante el premio una vez más; como sabes si sigues esta serie, la Academia a veces hace eso temporalmente, en espera de si el año siguiente puede otorgar el Nobel del año anterior. Eso pasó en este caso, y en 1919 la Academia entregó el Nobel de 1918 a Fritz Haber.
Fritz Haber (1868-1934) [dominio público].
Se trata de uno de esos premios aparentemente anodinos, y no es ningún logro teórico revolucionario (Haber no era ese tipo de químico). Eso sí, su importancia es absolutamente crucial para nuestra vida, como espero demostrar a lo largo del artículo, y además la historia de Haber me parece interesante, trágica e irónica a la vez.
¿Preparado? Como siempre, debemos retroceder en el tiempo para comprender la relevancia del logro de Fritz Haber, aunque esta vez no demasiado – tan sólo unos cien años, cuando nos empezamos a dar cuenta de que teníamos un enorme problema como especie.