Hace algún tiempo empezamos una nueva serie, Las cuatro fuerzas, en la que recorremos las cuatro fuerzas fundamentales de la Naturaleza –en la introducción verás a cuáles me refiero, y por qué cuatro–. Mi objetivo para cada una de ellas es explicar qué la hace especial, dónde aparece a nuestro alrededor, cómo descubrimos que existía y cómo ha evolucionado nuestro conocimiento sobre ella.
La primera de las cuatro que estamos atacando es la que primero descubrimos como tal: la gravedad. En los dos primeros artículos sobre ella hablamos acerca de nuestro conocimiento sobre la fuerza gravitatoria desde la Antigüedad hasta la llegada del gran Isaac Newton. Hoy continuaremos nuestro camino más allá del divino inglés, empezando por hablar sobre algo que el propio Newton nunca descubrió: el valor de la constante gravitatoria que él mismo postuló en su Ley de Gravitación Universal. Y, si no sabes de lo que estoy hablando, ¡empieza desde el principio!
Como vimos en la anterior entrega, el problema de determinar la constante de gravitación era simple: hacía falta utilizar al menos un cuerpo muy masivo –como la Tierra– cuya masa fuera conocida, o bien utilizar cuerpos de tamaños más modestos y ser capaces de medir fuerzas diminutas. En la época de Newton no conocíamos el valor de la masa de la Tierra ni ningún cuerpo celeste, y éramos incapaces de medir fuerzas muy pequeñas como las que puede ejercer una naranja sobre otra, de modo que no había manera de calcular el valor de la constante G.
Hizo falta esperar setenta años después de la muerte de Isaac Newton para que alguien midiese el valor de su constante de gravitación. Ese alguien fue otro inglés, Henry Cavendish, miembro como Newton de la Royal Society, que no lo hizo explícitamente sino que… pero vamos poco a poco.
Henry Cavendish (1731-1810) [dominio público].
El objetivo de Cavendish no era calcular ninguna constante: era determinar la densidad de la Tierra. Sin embargo, como veremos luego, una vez conocida la densidad de la Tierra lo demás es trivial. De ahí que sea común decir que Cavendish midió el valor de la constante de gravitación, aunque en sus publicaciones en la Philosophical Transactions de la Royal Society nunca se mencionase explícitamente ese valor – tras el experimento de Cavendish lo demás es obvio.
Aunque el experimento de Cavendish es muy ingenioso, es injusto llamarlo así: no fue él quien tuvo la idea sino otro inglés, el clérigo John Michell, que además postuló una hipótesis absolutamente maravillosa relacionada con la gravedad, de la que hablaremos luego. Michell, que entre otras cosas era geólogo, tenía gran interés en obtener el valor de la masa terrestre, y se le ocurrió un experimento genial.
La idea tenía dos partes. En primer lugar, supongamos que tenemos un objeto de masa conocida, como una bola de plomo A, y que somos capaces de medir la fuerza de atracción gravitatoria que sufre por parte de otra masa conocida B. Si luego medimos la fuerza gravitatoria que la Tierra ejerce sobre nuestra bola y comparamos ambas fuerzas, tendremos la relación entre las masas de la Tierra y del objeto B. Por ejemplo, si el peso de la bola –es decir, la fuerza con la que la Tierra la atrae– es un millón de veces mayor que la fuerza ejercida por B, entonces la masa de la Tierra es un millón de veces mayor que la del objeto B, ya que de acuerdo con Newton la fuerza gravitatoria es proporcional a cada masa.
La segunda parte de la idea consistía en resolver la pega evidente: ¿cómo medir la fuerza de atracción gravitatoria ejercida entre masas mucho menores que la de la Tierra? Haría falta un instrumento más sensible que cualquiera diseñado hasta entonces, pero Michell también tenía una respuesta para ello, en parte gracias a Robert Hooke, del que hablamos ya en la anterior entrega de la serie.
Aunque Hooke apareciera entonces por sus ideas sobre el movimiento planetario y la gravedad, también es el responsable de la famosa Ley de Hooke, que describe el comportamiento de los cuerpos elásticos y cuánto se alargan al sufrir una fuerza. La elasticidad era la solución al problema de Michell, y el inglés ideó lo siguiente: tomaría un par de bolas de plomo y las colgaría de un brazo de madera, pendiente a su vez de un cable. De este modo el brazo podría girar sobre su centro según el cable se iba enroscando sobre sí mismo, aunque si se dejaba libre, por supuesto, el cable se relajaría hasta alcanzar su posición de equilibrio.
A continuación se tomaría un segundo par de bolas de plomo más pesadas y fijas, que quedarían cada una de ellas cerca de una de las bolas más pequeñas. La idea era la siguiente: las bolas ligeras y móviles sufrirían una minúscula atracción gravitatoria por parte de las grandes, de modo que tenderían a moverse hacia ellas. Esto sería posible, ya que las bolas ligeras colgarían del brazo pendiente del cable, pero al moverse hacia las más pesadas el cable se iría enroscando. Dado que, de acuerdo con Hooke, cuanto más enroscado estuviese el cable más se opondría a seguir enroscándose, llegaría un momento en el que el sistema quedase en equilibrio.
¿Cuándo? Cuando la fuerza gravitatoria que tendiese a mover las bolas y enroscar el cable fuese igual que la fuerza elástica que tratase de devolver el cable a su posición relajada. Y gracias a Hooke y otros, era posible medir la fuerza de torsión elástica del cable, de modo que así sería posible medir a su vez la fuerza gravitatoria entre bolas pesadas y bolas ligeras – si luego se pesaba una de las bolas ligeras y se comparaba su peso con aquella fuerza, sería posible determinar la relación entre la masa de la Tierra y la de una bola pesada.
No me negarás que la idea de Michell era ingeniosísima, pero tenía un problema: la fuerza a medir era tan minúscula que casi cualquier cosa afectaba al resultado. Una leve brisa, una imperfección en el cable, la vibración del suelo al andar sobre él… el inglés nunca pudo determinar el resultado de manera consistente. La chispa del genio había sido suya, pero no pudo llevar a cabo la idea con la suficiente meticulosidad. De ahí la llegada de Cavendish.
Como siempre, los científicos de la Royal Society formaban grupos de amigos que colaboraban bastante. Michell murió en 1793 y dejó el aparato a John Hyde Wollaston, que a su vez se lo pasó a otro amigo de ambos, Henry Cavendish. Éste no intentó utilizar el aparato de Michell, sino que se inspiró en él para fabricar otro basado en la misma idea pero mucho más preciso, y lo logró en 1797.
Cavendish construyó un aparato bastante grande: las bolas de plomo más pesadas eran de nada menos que 160 kg, y las ligeras de unos 0,73 kg. El brazo de madera del que pendían las bolas ligeras tenía unos 180 cm, y el cable tenía una longitud similar. Pero Cavendish, que era sumamente cuidadoso, además encerró todo el aparato en una caja de madera casi hermética para evitar corrientes de aire y vibraciones.
¿Cómo observar entonces cuánto se enroscaba el cable? Mediante un sistema de catalejos y lámparas que permitían mirar dentro de la caja. De este modo era posible aislar lo más posible el experimento pero seguir pudiendo observar lo que pasaba dentro. Sé que mi descripción es más bien pobre, pero tal vez cuando veas esta figura –obra del propio Cavendish– todo quede más claro:
Experimento de Cavendish [dominio público].
Como ves, las dos bolas grandes atraen a las otras haciendo girar el brazo en el mismo sentido: la bola ligera de la derecha de la figura vendrá hacia nosotros, y la de la izquierda se alejará de nosotros, haciendo así girar el cable vertical que cuelga de F. También puedes ver las lámparas y los catalejos a los lados.
Cuando Cavendish dejó el sistema libre, las dos bolas pequeñas hicieron lo que el gran Newton había predicho que harían: se desplazaron ligerísimamente hacia las grandes, cada vez más despacio según iban torsionando el cable, hasta que la fuerza elástica de torsión detuvo el movimiento. Las bolas pequeñas se habían movido unos 4 mm.
Con ese dato, el inglés dedujo la fuerza elástica ejercida por el cable, y con ella pudo conocer la fuerza gravitatoria que cada par de bolas ejercía la una sobre la otra; en términos modernos eran unos 1,7·10-7 newtons, más o menos el peso de un grano de arena.
Mediante la comparación entre esa fuerza y el peso de una bola ligera, que no es otra cosa que la fuerza que la Tierra ejerce sobre ella, Cavendish determinó indirectamente la masa y densidad de la Tierra –que era lo que él quería obtener al fin y al cabo–. Una vez más en términos modernos, la masa de la Tierra era de unos 6·1024 kg y su densidad de unos 5450 kg/m3, más de cinco veces la densidad del agua.
Aunque él no dedujese el valor de la constante de gravitación, hoy podemos usar sus datos para calcular el valor cavendishiano de G, que es 6,74·10-11 N m2 kg-2, tan sólo un 1% superior al valor aceptado actualmente. Como tantas veces en ciencia, este logro fue una combinación de idea genial y mimo al detalle, en el duo Michell-Cavendish.
Puede que te parezca una tontería pararnos tanto en el cálculo de la constante gravitatoria: el mérito mayor, al fin y al cabo, está en postular la ley de gravitación, y no en calcular la constante de proporcionalidad. Pero el cálculo de esta constante supuso a su vez que podíamos calcular una miríada de cosas que antes eran imposibles.
Por ejemplo, conocida la trayectoria de la Tierra alrededor del Sol –su radio orbital y su período– y teniendo el valor de la constante newtoniana, era posible determinar la masa del Sol, que resultó ser unas 333 000 veces la masa de la Tierra. ¡Descomunal!
Pero es que la cosa no acaba ahí. Al conocer el valor de G teníamos, ahora sí, la forma completa de la Ley de Gravitación Universal, y esto significaba que no teníamos que aplicarla solamente al Sol: para cualquier objeto orbitando alrededor de otro a causa de la gravedad, conocida la órbita y su período, era posible determinar la masa del objeto central. Esto significó que, en poco tiempo, pudimos conocer la masa de todos los objetos celestes con satélites conocidos, como Júpiter o Saturno, sin necesidad de acercarnos a ellos.
De modo que el experimento de Michell-Cavendish resultó ser de una importancia enorme. Cavendish, por cierto, era un hombre honorable y dio todo el mérito de su experimento a John Michell, que desgraciadamente había muerto para cuando el otro realizó el experimento refinado. Pero Michell no sólo tuvo esta contribución al conocimiento de la gravedad y sus consecuencias.
En 1783 Michell tuvo una idea imperfecta pero absolutamente genial, desde luego adelantadísima a su tiempo. Este fue el razonamiento del inglés: de acuerdo con las leyes de Newton –de la dinámica y de la gravitación– es posible determinar la masa de un objeto central, como el Sol, observando el movimiento de los astros que lo orbitan. Pero debería ser posible hacer lo mismo observando la luz emanada por el objeto.
Recuerda que la hipótesis newtoniana sobre la naturaleza de la luz, algo de lo que hemos hablado largo y tendido en el pasado, era corpuscular: de acuerdo con el divino Isaac, la luz está compuesta por minúsculas partículas indivisibles. Puesto que Michell era un newtoniano convencido, él también concebía la luz como una miríada de pequeñísimos objetos materiales que viajan muy deprisa.
Pero entonces, necesariamente, la luz debería estar afectada por la gravedad. Más específicamente, si un objeto muy masivo, como una estrella, emite luz, esta debería ir decelerando según se aleja de la estrella, ya que avanza contra la fuerza gravitatoria. Sería entonces posible medir –al menos en teoría– la disminución en la velocidad de la luz que abandona cualquier estrella y así estimar la masa de la estrella.
Esto es erróneo: como veremos más adelante, es cierto que la luz siente el efecto de la gravedad, pero no para disminuir su velocidad. De acuerdo con la relatividad especial, la velocidad de la luz es constante. El efecto gravitatorio sobre la luz es de otro tipo, y en esto Michell estaba equivocado, ya que no hay disminución de velocidad, luego sería imposible estimar la masa de ningún objeto midiendo cuánto se frena la luz que emite. No, la maravilla de la idea de Michell es otra.
El inglés se planteó lo siguiente: si la luz se frena más cuanto más masivo es un objeto, ¿no sería posible que llegara a detenerse y caer de nuevo al objeto que la emitió? El danés Ole Christensen Rømer había estimado la velocidad de la luz el siglo anterior, de modo que Michell pudo incluso calcular, utilizando la gravitación y la segunda ley de Newton, cuál debería ser la masa de una estrella para que su propia luz no pudiera escapar de ella. El resultado resultó ser un diámetro de unos quinientos soles, pero eso es lo de menos, porque Michell partía de varios datos y conceptos erróneos (la propia velocidad estimada por Rømer era de unos 220 000 km/s, por ejemplo).
John Michell estaba postulando la existencia de agujeros negros. Objetos tan masivos que la velocidad de escape debida a su propia influencia gravitatoria es mayor que la velocidad de la luz, luego sería imposible verlos. Él no los llamó agujeros negros, pero la idea es exactamente ésa. Mejor que yo lo explicó el propio Michell en su artículo de 1783 publicado en la Philosophical Transactions de la Royal Society el año siguiente (no te pierdas la cautelosa frase final):
Si el radio de una esfera de la misma densidad que el Sol fuera mayor que la del Sol en una proporción de 500 a 1, un objeto que cayese desde una distancia infinita hacia él adquiriría, al llegar a la superficie, una velocidad mayor que la de la luz, y por lo tanto si suponemos que la luz es atraída por la misma fuerza en proporción a su vis inertiae respecto a otros cuerpos, toda la luz emitida por un cuerpo así volvería a caer a él por efecto de su propia gravedad. Esto supone que la luz es afectada por la gravedad del mismo modo que los objetos con masa.
Una “estrella oscura”, en términos de John Michell [Alain r / CC Attribution-Sharealike 2.5 License].
Una estrella de este tipo sería invisible para nosotros, ya que al volver toda su luz a caer a ella, sería negra. Pero ¿cómo detectar entonces estas estrellas oscuras? Michell también tiene respuesta para esto:
No podríamos tener información de objetos de este tipo a partir de la luz; sin embargo, si hubiese algún otro objeto luminoso orbitando a su alrededor, podríamos inferir por el movimiento de los cuerpos que orbitan la existencia de un objeto central con cierto grado de probabilidad.
Dicho de otro modo, si viésemos una estrella normal moviéndose alrededor de una “estrella fantasma”, es que en ese lugar probablemente hay una estrella oscura. Y así es precisamente como, muy a menudo, detectamos la presencia de agujeros negros hoy en día. ¿Tiene mérito Michell, o no lo tiene?
Pero, volviendo a nuestro conocimiento de la propia naturaleza de la fuerza gravitatoria, los años posteriores a Newton fueron –como en casi todo lo demás que estudió el inglés– una interpretación y refinamiento de sus teorías. Uno de los principales problemas filosóficos, ya planteado por el propio Newton, era lo aparentemente absurdo de una fuerza que actúa a distancia. Aunque me repita, te recuerdo la frase de Sir Isaac:
Que […] un cuerpo pueda actuar sobre otro a distancia, a través del vacío, sin la mediación de ninguna otra cosa […] me parece algo tan absurdo que creo que ningún hombre que posea facultades de razonamiento en asuntos filosóficos pueda caer en ello.
Multitud de científicos, algunos de ellos contemporáneos de Newton y la mayor parte posteriores a él, intentaron resolver el dilema proponiendo un buen puñado de explicaciones diferentes que no requerían de acción a distancia alguna. Este tipo de explicaciones, aunque diferentes, tienen algo en común: tratan de dar cuenta de la gravedad como un proceso derivado, no fundamental, que requiere de presiones y empujones mecánicos de alguna cosa, y suelen llamarse hipótesis mecánicas o hipótesis cinéticas de la gravedad.
Una de las primeras es precisamente contemporánea de Newton: la postuló un suizo, Nicolas Fatio de Duillier, y no me negarás que, aunque errónea, es deliciosa. Este suizo era amigo tanto de Huygens como de Newton, y en 1688 expuso su explicación sobre el origen de la gravedad ante la Royal Society. La explicación de Fatio no requería de acción a distancia alguna. No sólo eso, sino que es de una sencillez apabullante.
De acuerdo con Fatio, la atracción gravitatoria entre los cuerpos no existe: es una ilusión, una consecuencia aparente de un efecto físico real. El Universo es atravesado por partículas diminutas, que lo llenan todo, y que viajan a una velocidad gigantesca y aleatoria. Esto significa que un objeto situado en el espacio –como por ejemplo un planeta– recibe una miríada de impactos minúsculos cada segundo, procedentes de estas innumerables partículas.
Ahora bien, si un planeta tiene otro planeta cerca, entonces ya no recibe impactos de todas direcciones. El segundo planeta sirve de escudo al primero, de manera que desde esa dirección hay menos impactos –porque las partículas que provienen de ese lugar han impactado ya contra el planeta “escudo”–. Dicho de otro modo, un planeta puede “hacer sombra” a otro, protegiéndolo de los pequeños impactos de esa dirección.
Pero entonces, ¿qué le sucederá al planeta protegido? Que sufrirá una fuerza neta hacia el otro. Antes los impactos eran en todas direcciones, pero ahora hay más en una dirección –la que no tiene escudo– que en la otra, luego el resultado neto es un empujón hacia el otro planeta. No porque el segundo planeta atraiga al primero, ni porque haya interacción alguna entre ellos, sino simplemente porque se ha roto el equilibrio de impactos en todas las direcciones.
Y, por supuesto, el planeta original sirve de escudo al nuevo, de modo que a éste le pasa exactamente lo mismo: sufre una fuerza neta hacia su compañero, ya que no recibe impactos provenientes de esa dirección.
Observa los matices: la gravitación fatiana no es una atracción, sino el resultado de un empujón en sentido contrario. Y no es una fuerza fundamental, sino que es un efecto mecánico de impactos de pequeñas partículas. Pero, aunque ingeniosa, la idea del suizo no se sostiene, y sus propios contemporáneos ya le encontraron agujeros sin problemas. No hablo ya de los enigmas que deja sin resolver, como por ejemplo de dónde provienen esas partículas y cuál es su naturaleza, sino de contradicciones con lo observado.
En primer lugar, si el espacio está lleno de partículas materiales capaces de mover los astros con sus impactos, un objeto en movimiento recibiría más impactos de frente que en su parte posterior, luego debería frenarse: al igual que todas las otras hipótesis de la época en las que el espacio no está realmente vacío, la gravedad de Fatio exige que haya un arrastre sobre los planetas en sus movimientos, algo que no se observaba.
Además, tal número de impactos –por pequeños que fuesen– debería producir un calentamiento en los objetos… un calentamiento que tampoco se observaba. De manera que la explicación del suizo no fue generalmente aceptada, y con razón. Pero Nicolas Fatio no fue el único en proponer una solución ingeniosa pero errónea, ni mucho menos.
Otro contemporáneo –y, como seguro que sabes si eres viejo del lugar, terrible rival– de Newton, Robert Hooke, propuso una hipótesis ondulatoria de la gravitación. Según Hooke, todos los objetos con masa emiten constantemente ondas gravitatorias, que son ondulaciones del éter que rellena todo el espacio. Y cualquier objeto que recibe esas ondas se mueve, no en el sentido de las ondas, sino hacia la fuente que las produjo. De este modo todo objeto con masa siente una fuerza hacia cualquier otro objeto con masa.
Pero, como seguro que ya entiendes, la hipótesis de Hooke tiene más agujeros que un colador. En primer lugar requiere del éter, que tiene el mismo problema que las partículas de Fatio: ¿por qué los objetos no se frenan al viajar a través de él? Además, si todo objeto está emitiendo ondas constantemente y las ondas propagan energía, ¿de dónde proviene la energía que necesitan constantemente los objetos para emitir esas ondas? Finalmente, ¿por qué razón los objetos se mueven hacia la fuente, y cómo se produce ese efecto exactamente?
De todas las hipótesis mecánicas, aunque resulte pesado, la más genial es la del propio Newton, de la que hablamos ya en la segunda parte de esta entrada: la idea de que el éter es menos denso cerca de los objetos masivos. Aunque esta hipótesis sigue requiriendo del éter, como la de Hooke, al menos esa menor densidad disminuye el efecto de arrastre y fricción con él. Pero sigue necesitando de la existencia de algo que llena el espacio aparentemente vacío, como todas las otras.
Después de Newton no hubo demasiados intentos de explicar esta acción a distancia. De hecho la cosa no mejoró en este aspecto –a ojos de los científicos de la época, que como Newton odiaban esta especie de efecto fantasmagórico sin contacto físico entre objetos–, sino que empeoró aún más. Como veremos más adelante en la serie, la siguiente fuerza fundamental en ser descubierta resultó comportarse sospechosamente igual que la gravitación: acción a distancia una vez más. ¡No sólo no nos libramos de la primera, sino que añadimos otra!
Algunos científicos del XIX intentaron buscar una explicación a ambas fuerzas que no requiriese de acción a distancia. Los más elegantes fueron el inglés William Thomson –Lord Kelvin para ti–, que ya es casi de la familia si llevas tiempo en El Tamiz, y el noruego Carl Anton Bjerknes. Estos dos científicos se fijaron en algo que parece una acción a distancia pero no lo es: la vibración de esferas en un fluido.
Lord Kelvin y Carl Bjerknes [dominio público].
Cuando se colocan dos esferas en un fluido, como una bañera con agua, y se hace que las dos vibren con determinada frecuencia, a veces las dos esferas se alejan una de otra y otras veces se atraen: todo depende de cómo sean las frecuencias de pulsación de ambas esferas. Si nos olvidamos de la existencia del agua, lo que parece que pasa es que las esferas se atraen o repelen a distancia, pero lo que realmente sucede no es eso: cada esfera genera pequeñas vibraciones en el agua, que se transmiten en forma de ondas hasta llegar a la otra esfera.
Dependiendo de la relación entre ambas frecuencias de vibración esto puede producir un alejamiento o acercamiento, pero tanto el uno como el otro es efecto de los pequeños empujones del agua. No hay acción a distancia: hay la acción “invisible” de un fluido que lo llena todo. ¿Ves a dónde quiero llegar?
De acuerdo con Bjerknes y Kelvin, como había dicho Hooke un par de siglos antes, el espacio está lleno de un fluido invisible y casi incognoscible –el éter–. Los objetos pueden pulsar en el éter con distintas frecuencias, y eso puede producir atracciones y repulsiones como sucede en el agua. Así, en el caso de la gravedad las frecuencias siempre producen una atracción, mientras que en el caso de la electricidad es posible que los cuerpos vibren con frecuencias que produzcan una repulsión mutua.
Pero claro, aunque Kelvin y Bjerknes explican cosas que Hooke no explicaba, gracias a la analogía de las esferas pulsantes en el agua, el elefante en la habitación sigue ahí: ¿por qué el éter no frena los cuerpos, y de dónde proviene la energía de esa pulsación constante en un medio físico?
En resumidas cuentas, que a finales del XIX estábamos exactamente igual que a la muerte de Newton en lo que se refiere a nuestra comprensión de la gravedad. En los siglos posteriores se habían refinado los números, se había avanzado en el tratamiento matemático del asunto –sobre todo por el trabajo en energías y cosas parecidas– pero nada más.
Hacía falta otro genio para hacer avanzar la cosa. No sería, en mi humilde opinión, un genio comparable a Newton, pero sí un genio como ha habido pocos en la historia de la Física: Albert Einstein. Pero de su contribución crucial al entendimiento de la gravedad hablaremos en la siguiente entrega de la serie. ¡Hasta entonces!