Hoy volvemos a Hablando de…, la serie en la que hablamos más o menos de todo. Su objetivo es mostrar cómo todo está conectado de una manera u otra, de manera que cada artículo enlaza con el siguiente por algo que ambos tienen en común; los primeros 32 artículos de la serie están disponibles, además de en la web, en forma de dos libros, y probablemente algún día haya un tercero.
En los últimos artículos hemos hablado de Johann Sebastian Bach, cuya aproximación intelectual y científica a la música fue parecida a la de Vincenzo Galilei, padre de Galileo Galilei, quien a su vez fue padre de la paradoja de Galileo en la que se pone de manifiesto lo extraño del concepto de infinito, cuyo tratamiento matemático sufrió duras críticas por parte de Henri Poincaré, el precursor de la teoría del caos, uno de cuyos padres, Sir Robert May, fue Presidente de la Royal Society de Londres, sociedad formada a imagen de la Casa de Salomón descrita en el Nova Atlantis de Francis Bacon cuando científicos de las siguientes generaciones leyeron sus escritos, como le sucedió a Robert Boyle, cuyo trabajo en óptica fue bienintencionado pero muy inferior al de otros estudiosos de la naturaleza de la luz, cuyo carácter de onda electromagnética nunca hubiéramos descubierto sin la ayuda de Michael Faraday, que también propuso mejorar el alcantarillado de Londres pero no se le hizo caso porque no había sido aceptada aún la teoría microbiana de las enfermedades, que la humanidad empleó para crear la guerra biológica.
Pero hablando de la guerra biológica…
Aviso: Aunque intentaré no ser demasiado explícito, se trata de un artículo duro, en el que se describen sucesos terribles que pueden resultar desagradables. Si no quieres deprimirte, tal vez sea mejor que no sigas leyendo.
Es una lástima, pero como ya hemos visto otras veces en esta misma serie, los seres humanos somos así: en cuanto descubrimos algo que no conocíamos antes, una de las primeras preguntas que nos hacemos es “¿Cómo podemos matar usando esto?” Dado que las enfermedades infecciosas matan, nuestra comprensión sobre su naturaleza en el siglo XIX hizo nacer una nueva forma de acabar con nuestros semejantes a escala industrial: la guerra biológica, es decir, el uso de microorganismos o venenos biológicos para acabar con el enemigo.
Esto no quiere decir que la guerra biológica, como tal, no existiese antes: ha existido siempre. La diferencia es que, al descubrir qué organismos microscópicos provocan diferentes enfermedades, pudimos emplearla de un modo muchísimo más eficaz; antes de eso lo hacíamos básicamente a ciegas.
Ni siquiera estamos seguros de cuál fue la primera vez que se empleó alguna forma de guerra biológica. Algunos científicos piensan que pudieron ser los hititas hacia el año 1300 a. C., aunque las fuentes históricas son confusas, como no podría ser de otro modo: no se conocía el origen microbiano de las enfermedades, los síntomas eran descritos de un modo muy vago, se mezclaba observación con especulación y magia…
El caso es que, en esa época, enemigos de los hititas sufrieron brotes de una enfermedad infecciosa: la tularemia. Se trata de una enfermedad bacteriana, producida por Francisella tularensis (aunque esto no lo sabían los hititas, ya que fue identificada en 1922), y a veces se la llama también fiebre de los conejos porque esos animales son uno de los reservorios de la enfermedad.
Cultivo de Francisella tularensis [dominio público].
La tularemia es una enfermedad desagradable pero no demasiado peligrosa: alrededor del 7% de mortalidad si no se trata con antibióticos –y en el siglo XIV a. C., por supuesto, no se trataba– y sólo el 1% con ellos. Produce fiebre, inflamación de los ganglios linfáticos y los ojos. A veces, sin embargo, se extiende a los pulmones y entonces la mortalidad aumenta hasta el 50% si no se trata.
Varios brotes de tularemia surgieron en Oriente Medio hacia 1400 a. C., y tenemos testimonios en forma de cartas al Faraón Akhenatón procedentes de Simyra, una ciudad fenicia. Parece que lo más común era que llegase a las ciudades mediante burros y otros animales, que eran picados por tábanos que luego a su vez picaban a las personas –no es contagiosa entre seres humanos–.
Parece que los propios hititas, al robar animales a los fenicios de Simyra, se llevaron consigo la enfermedad y la sufrieron en sus propias carnes, pero poco despues pasó algo interesante. Los hititas fueron atacados por el reino de Arzawa (de cultura emparentada con la suya propia), en Anatolia occidental –hoy Turquía–. Mientras los hititas y los arzawos luchaban, de vez en cuando, en los caminos de Arzawa empezaron a aparecer carneros sueltos sin dueño aparente.
Los arzawos se los llevaban a casa, por supuesto: ¡un carnero era algo muy valioso! Y en los pueblos que recibían esos carneros empezaban a aparecer brotes de lo que, por la descripción de los síntomas, parece haber sido turaremia. Los arzawos llegaron a la conclusión de que los carneros estaban malditos de algún modo, algo que en cierto modo puede haber sido cierto.
¿Se trató de algo premeditado? Aunque algunos científicos piensan que sí, otros no lo tienen tan claro – ¿podían los hititas comprender siquiera que había una conexión entre los animales y la enfermedad? Tal vez, ya que tenemos noticia de que varias ciudades de la región, durante la epidemia de tularemia, impedían el paso de burros de las caravanas al interior de las ciudades porque sospechaban que sí había conexión. No lo sabemos, pero no me negarás que la historia es sugerente.
De lo que no nos caben muchas dudas, ya que se trata de un suceso más reciente y mucho mejor documentado, es del uso de una planta venenosa en la Primera Guerra Sagrada entre la Liga Anfictiónica de Delfos y la ciudad de Cirra, hacia el 590 a. C. No se trató en este caso de una enfermedad, sino de un veneno, de modo que es difícil diferenciar guerra biológica de guerra química, pero dado que era una planta venenosa creo que merece la pena que hablemos de ello, sobre todo porque en esta serie, al fin y al cabo, disfrutamos precisamente hablando un poco de todo.
En esa guerra entre griegos, los aliados de la Liga Anfictiónica estaban sitiando la ciudad de Cirra, que se había convertido en enemiga de Delfos –la del famoso Oráculo de Apolo–, un terrible error. Durante el sitio, los atacantes descrubrieron una tubería que llevaba agua potable a la ciudad. Aunque no está claro qué pasó después exactamente, ya que algunos historiadores de la Antigüedad dicen una cosa y otros otra, todos coinciden en algo – en un momento dado los sitiadores envenenaron el agua de la tubería.
Posiblemente el primer agente biológico: eléboro negro o rosa de navidad [Archenzo Moggio/CC Attribution-Sharealike 3.0 License].
La versión más antigua –y más cercana en el tiempo a los hechos– dice que un médico llamado Nebros tuvo una idea: utilizar una planta llamada eléboro negro o rosa de navidad. Se trata de una planta venenosa que produce, entre otras cosas, una terrible diarrea y puede llegar a provocar la muerte. Los médicos helenos usaban el eléboro blanco –pariente del negro pero menos tóxico– para purgar el sistema digestivo, pero en este caso el uso fue mucho más siniestro.
El agua de Cirra fue envenenada con el eléboro negro y los defensores sufrieron diarreas y vómitos tremendos; los atacantes aprovecharon la oportunidad, tomaron la ciudad e hicieron una carnicería en ella. Nebros había abierto las puertas a algo nuevo, poderoso y terrible.
Por una parte, el médico había empleado un conocimiento que supuestamente había recibido para ayudar al prójimo –el de las plantas con propiedades medicinales– para matar. Esto es algo que no sólo produce rechazo hoy en día, ya que muchos contemporáneos de Nebros, así como las generaciones inmediatamente posteriores que escucharon el relato de la toma de Cirra, respondieron con espanto.
En la entrada sobre la teoría microbiana de las enfermedades hablamos precisamente sobre un descendiente de Nebros, Hipócrates de Cos, por su teoría humoral, que seguro que recuerdas. Hipócrates es más conocido aún por el juramento hipocrático, en el que entre otras cosas el médico jura no emplear su conocimiento para causar daño. Es muy probable que la historia de su antepasado fuese una de las razones para la creación de esa parte del juramento.
Hipócrates (ca. 460-370 a.C.), en un grabado de Rubens.
Pero, por otra parte, la sugerencia de Nebros funcionó. La Liga Anfictiónica tomó Cirra, probablemente gracias a su plan. Y si hay algo que el ser humano perdona fácilmente es el juego sucio que gana la partida. ¡Otra cosa muy diferente sucede si se pierde! Hablaremos de esto más detalladamente luego, pero creo que ves el dilema.
El veneno de origen biológico se ha empleado muchas otras veces y en muchos lugares, ya que es algo fácil de comprender y muy eficaz. Sólo he mencionado el sitio de Cirra por ser el primer caso documentado de su uso a gran escala, pero en lo que todos pensamos al hablar de guerra biológica es de microbios (normalmente bacterias, menos comúnmente virus), como en la tularemia hitita.
Los primeros casos en los que tenemos seguridad –no sospecha, como en el caso hitita– del uso de enfermedades infecciosas en la guerra son de la Edad Media. Suelen darse al sitiar ciudades, ya que en batallas rápidas no tiene sentido hacerlo: hace falta un período de incubación y de contagio para que la enfermedad realmente haga su efecto.
Creo que la primera ocasión en la que merece la pena hablar de guerra biológica intencionada es el sitio de Caffa en 1346. Seis años antes, en 1340, el Duque de Normandía había lanzado cadáveres de caballos y otros animales sobre las murallas de Thun-l’Évêque en el curso de la Guerra de los Cien Años, pero no es seguro que la razón haya sido un intento de contagiar a nadie, y de hecho nadie se contagió de nada. El caso de Caffa, sin embargo, es muy claro.
Esta ciudad era una posesión genovesa en lo que hoy es Crimea. En 1346 los tártaros súbditos de la Horda Dorada sitiaron la ciudad. Hubiera sido un sitio como cientos de ellos en esa época, pero en este caso sucedió algo nuevo. Para empezar, los propios tártaros sitiadores sufrieron el azote de una enfermedad de la que hemos hablado largo y tendido en esta misma serie: la Peste Negra, causada por una bacteria llamada Yersinia pestis.
El sitio de Caffa es especialmente interesante porque tenemos un testimonio contemporáneo, probablemente el resultado del relato de algunos supervivientes. Está escrito tan sólo dos o tres años después por un genovés, Gabriele De’ Mussi, que cuenta primero cómo la horrible enfermedad diezmó a los sitiadores:
Era como si lloviesen flechas desde el cielo para golpear y destruir la arrogancia de los tártaros. Todos los cuidados y atención médica eran inútiles; los tártaros morían tan pronto como aparecían los signos de la enfermedad en sus cuerpos: bultos en las axilas o las ingles causadas por humores coagulados, seguidos de una fiebre pútrida.
Los bultos, como sabes si has leído el artículo de la peste bubónica, son los llamados bubones que dan nombre a la enfermedad: ganglios linfáticos inflamados. La moral del ejército tártaro, como puedes imaginar, se desplomó, y el sitio podría haber terminado allí si no fuera porque a alguno de los comandantes se le ocurrió una espantosa pero eficacísima idea: lanzar los cadáveres de los soldados muertos por la enfermedad sobre las murallas. Según De’ Mussi,
[…] ordenaron que se cargasen cadáveres en catapultas y se lanzasen sobre la ciudad, con la esperanza de que el hedor intolerable matase a todos los ocupantes. Se lanzaron lo que parecían montañas de muertos sobre la ciudad, y los cristianos no podían esconderse ni escapar de ellos, aunque tiraron tantos cuerpos como pudieron al mar. Y pronto los cadáveres putrefactos corrompieron el aire y envenenaron el agua, y el hedor fue tan horrible que ni uno de cada mil pudo huir de los restos del ejército tártaro. Además, un hombre infectado llevaba el veneno a otros, e infectaba a otras personas y otros lugares con la enfermedad simplemente al mirarlos. Nadie sabía ni pudo descubrir una manera de defenderse.
La Muerte Negra [dominio público].
Evidentemente el contagio no se producía “simplemente al mirarlos”, ni había corrupción alguna del aire ni el agua, pero el relato de Gabrielle De’ Mussi da una idea del horror que la táctica tártara produjo en la ciudad. Ahí está, de hecho, otra de las ventajas horribles del uso de la guerra biológica: no ya en el daño físico que produce, que en el caso de Caffa fue enorme, sino en el terror que provoca en quienes la sufren.
De acuerdo con De’ Mussi, algunos supervivientes que lograron escapar del sitio en barco llegaron finalmente a Messina y desde allí la Peste Negra se extendió por toda Europa. No estamos seguros de que así fuera, y en cualquier caso hubiera sucedido de todos modos tarde o temprano, pero es posible que la pandemia recibiese un empujón por parte de la Horda Dorada en Caffa. Lo que sí se extendió seguro por toda Europa fue la historia del genovés.
Ochenta años más tarde, la técnica de lanzar cadáveres sobre las murallas volvió a emplearse en un sitio, en este caso el de Karlstein. En 1422 ese castillo de Bohemia estaba siendo sitiado por Segismundo Korybutowicz, un partidario de Jan Hus, durante las Guerras Husitas. Este príncipe polaco decidió acelerar el sitio lanzando dos cosas sobre el castillo: cadáveres y excrementos. Un tipo agradable, Segismundo.
Castillo de Karlstein [desconocido/CC Attribution-Sharealike 3.0 License].
En este caso los cadáveres no parecen haber estado infectados de nada, aunque sí estaban putrefactos. Y el príncipe consiguió una enorme cantidad de excrementos para lanzar sobre las murallas. Desgraciadamente, a diferencia del caso de Caffa, el relato del que disponemos es de un historiador del siglo XVII –Antoine Varrilas–, de modo que no hay la misma inmediatez. Varrillas describe un episodio dantesco:
Korybutowicz ordenó que lanzaran los cadáveres de todos los soldados muertos por los defensores y casi dos mil carretadas de excrementos sobre la ciudad asediada. El gran hedor hizo que se cayeran los dientes de la mayor parte de los defensores […]
Quedan bastante claras dos cosas: por un lado, que tanto sitiadores como sitiados tenían la idea de que el hedor putrefacto conllevaba enfermedades. Esto significa que, independientemente de las consecuencias, la intención de Korybutowicz era emplear la guerra biológica, al menos de acuerdo con su conocimiento sobre el asunto, que era evidentemente escaso.
Por otro, que sea lo que fuese que afectó a los habitantes de Karlstein, no fue consecuencia de los lanzamientos de Korybutowicz. Por los síntomas, y dado que el sitio duró mucho tiempo, los defensores probablemente sufrieron escorbuto, que no es una enfermedad infecciosa sino consecuencia de la falta de vitamina C. Pero la táctica del polaco funcionó al menos en el aspecto psicológico que mencionaba antes: la gente pensaba que ese hedor sí traía enfermedades, luego el terror que sentían estaba ahí, fuera su origen verdad o mentira.
El caso es que tres siglos más tarde la táctica volvió a emplearse. No voy a aburrirte con muchos detalles, porque la historia es similar y sólo cambian cosas menores; el año fue 1710, y la ciudad Revel (hoy Tallin, capital de Estonia). Los sitiados eran suecos y los sitiadores rusos; una vez más hubo un brote de peste entre los sitiadores, y una vez más se lanzaron cadáveres infectados sobre las murallas, provocando el contagio y, sobre todo, el pánico. Sabemos que la ciudad cayó pronto, pero no si el lanzamiento de cadáveres tuvo que ver con ello o no.
Como ves, entre los siglos XIV y XVIII todos los casos de guerra biológica “primitiva” tienen tres cosas en común:
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La enfermedad es a menudo la Peste Negra. Probablemente esto se debe a que es terriblemente contagiosa –aunque por entonces no se supiera cómo–, es mortal en un gran número de casos y, sobre todo, causaba un pánico atroz, con lo que la moral de los defensores se desplomaba.
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La situación es siempre de asedio de una plaza fortificada. La razón es evidente: en una batalla puntual no tiene sentido usar esto, porque es muy rápida y no da tiempo a que pase nada más. En muchos casos, además, los sitiadores ya estaban sufriendo la enfermedad y trataban de “compartirla” con los sitiados.
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La introducción del agente biológico se hace casi siempre mediante el lanzamiento de cadáveres infectados, ya que se trata de un sitio y hay murallas. Apenas había contacto directo –si es que lo había– entre atacantes y defensores, de modo que no había otros modos posibles de introducir la enfermedad en el interior.
Sin embargo, a mediados del XVIII hay un cambio radical en los tres aspectos, y la razón es que ya no se trata de batallas ni sitios en el Viejo Continente, entre pueblos que han estado en contacto durante muchos siglos: ahora se trata del enfrentamiento entre europeos y pueblos de otros continentes con los que no había habido contacto durante muchos milenios.
La situación es muy diferente porque varias enfermedades contagiosas eran muchísimo más peligrosas para los pueblos nativos del continente americano, ya que nunca habían estado expuestos a ellas. A diferencia del uso de la peste en la Edad Media, los europeos emplearon ahora enfermedades que eran mucho más terribles para sus enemigos que para ellos mismos, y la más usada de todas con diferencia fue la viruela.
Virus de la viruela [dominio público].
Esta enfermedad no es bacteriana, como la peste, sino vírica, y ha sido erradicada gracias a las campañas de vacunación. Una de las diferencias más importantes con la Peste Negra, en lo que a nosotros respecta en este artículo, es que se transmitía muy fácilmente entre personas de manera directa –estando cerca de alguien infectado e inhalando el virus, por ejemplo– y también indirecta –entrando en contacto con objetos contaminados por el virus–. Aquí no hacen falta pulgas ni ratas ni nada parecido.
La viruela causó auténticos estragos en América y Australia, ya que sus poblaciones nunca habían estado expuestas a ella: la aparición de la enfermedad en la especie humana se produjo en Eurasia después de las migraciones a los otros continentes. Mientras que una epidemia de viruela entre europeos solía matar a un 20-30% de la gente, entre los nativos americanos o australianos llegaba a matar al 80-90%.
Casi desde el principio los estragos espontáneos de la viruela sobre los americanos fueron recibidos con alegría por los colonos europeos. En 1634 el primer Gobernador de la Colonia de la Bahía de Massachusetts decía en una carta al Reino Unido,
Respecto a los nativos, casi todos han muerto de viruela, y así nos ha entregado el Señor el derecho a cuanto poseemos.
La verdad es que era un Señor bastante poco misericordioso, pero a mediados del XVIII los europeos decidieron ayudarlo en su tarea. Al fin y al cabo, una enfermedad que mata a nueve de cada diez en un lado y dos de cada diez en el otro es más eficaz que cualquier ejército.
“Enfermedad mortal entre los indios”, grabado de 1853 [dominio público].
En 1763 británicos y franceses estaban enzarzados en una guerra por el control de parte del Canadá, y la tribu Delaware, entre otras, apoyaba a los franceses. Los Delaware amenazaban con tomar Fort Pitt, donde había una guarnición británica, y hubo varias conversaciones entre uno y otro bando. Muchos de los colonos estaban refugiados en Fort Pitt, y en un momento dado hubo un brote de viruela.
Tenemos el testimonio de lo que sucedió entonces en uno de esos encuentros entre nativos y británicos gracias a William Trent, un comerciante de Fort Pitt. Imagino que leer sus palabras te producirá el efecto que a mí:
Fruto de nuestro aprecio, les hicimos entrega [a los emisarios Delaware] de dos mantas y un pañuelo procedentes del hospital de enfermos de viruela. Espero que tengan el efecto deseado.
Hay otras ocasiones en las que tenemos bastante claro que los recién llegados infectaron intencionadamente a los nativos con viruela, pero en el caso de Fort Pitt tenemos la absoluta seguridad de que fue así, no sólo por el testimonio de Trent sino porque hay una retahíla de documentos sobre las mantas y los pañuelos: fue un plan cuidadosamente llevado a cabo para matar al enemigo empleando una enfermedad infecciosa.
Lo que cambió las cosas del todo, sin embargo, fue el descubrimiento de la teoría microbiana de las enfermedades en el siglo XIX, como vimos en el artículo anterior. En la última parte del siglo XIX se identificaron los microorganismos causantes de muchas enfermedades infecciosas, de modo que los científicos ya no actuaron a ciegas – y, como puedes imaginar, muy pronto hubo quien se planteó cómo utilizar ese conocimiento como arma.
Pero de eso hablaremos en la segunda parte de este artículo, cuando llegaremos a uno de los episodios más despreciables de la historia humana. ¡Hasta entonces!