En la primera entrega sobre la fuerza gravitatoria recorrimos nuestro conocimiento sobre esta fuerza desde Aristóteles hasta Kepler. Como recordarás, terminamos con una idea del alemán que ya ponía los dientes largos: la de que los cuerpos con masa se atraen unos a otros a distancia.
Kepler había obtenido la inspiración del magnetismo de Gilbert, que ya postulaba la acción a distancia. Pero, a su vez, la idea de Kepler sirvió de inspiración a científicos de las décadas posteriores, que nos revelaron la gravedad en todo su esplendor. De todos ellos, desde luego, destaca Sir Isaac Newton –alabado sea su nombre–, pero él no fue el único en refinar las ideas de Kepler, ni mucho menos.
Aunque al principio sus ideas fueron rechazadas, unos veinte años después de la publicación del Epitome de Kepler, como dije en la primera parte, el número de keplerianos entre los científicos europeos era ya considerable. Eso no quiere decir, sin embargo, que estuvieran absolutamente de acuerdo con todo lo que afirmaba el alemán.
De hecho, el científico que nos hizo avanzar desde Kepler y servir de escalón a Newton estaba muy en desacuerdo con algunas de las ideas de Johannes. Era un francés, Ismaël Bullialdus (a veces se ve como Boulliau), entre cuyos amigos estaba lo mejor de la ciencia y las matemáticas francesas: Huygens, Gassendi, Pascal… y que además era uno de los pocos miembros extranjeros de la Royal Society.
Ismaël Bullialdus (1605-1694) [dominio público].
Bullialdus aún acarreaba una buena medida de “equipaje aristotélico”. Por ejemplo, pensaba que las órbitas de los planetas debían ser necesariamente circulares, ya que la circunferencia es la curva perfecta. Dado que Kepler había demostrado que realmente se trataba de elipses, el francés se dedicó a argumentar que sí, efectivamente lo eran, pero una elipse no es sino una curva cónica, es decir, el corte de un plano con un cono, y es posible describirla entonces como un conjunto infinito de fragmentos infinitamente pequeños de circunferencias: una para cada punto de corte entre plano y cono, y cada una correspondiente a la circunferencia que en ese punto se obtendría de hacer un corte horizontal al cono. ¡Toma castaña!
Sólo menciono esto para que veas por qué seguramente nunca habías oído hablar de Boulliau: le faltaba dar ese paso que otros científicos de su generación sí dieron, el paso de la filosofía natural a la ciencia. Pero ésa no es la única idea errónea de Bullialdus. Por ejemplo, pensaba que el Sol efectivamente ejercía una influencia sobre los planetas, pero que se trataba de una fuerza a veces atractiva y otras repulsiva.
El francés explicaba las órbitas elípticas así: cuando un planeta está cerca de su afelio, es decir, el punto más alejado del Sol en su órbita, la estrella lo atrae mucho. Pero según el planeta se acerca al Sol, la fuerza disminuye, hasta que se invierte y se convierte en una repulsión cuando el planeta está demasiado cerca. Esta repulsión es máxima cuando el planeta se encuentra en el perihelio, el punto más próximo al Sol, y por eso el planeta se aleja de nuevo de él.
Es decir, la gravedad boulliana era una atracción-repulsión. Pero eso no es lo que la hace inferior a otras concepciones contemporáneas –como por ejemplo la de Kepler–. Bullialdus no explicaba muchas cosas que hacían de su hipótesis algo incoherente. Por ejemplo, Venus se encuentra más cera del Sol en su afelio que Júpiter en su perihelio. Sin embargo, el Sol atrae Venus en ese punto mientras que repele a Júpiter en el otro… ¿cómo es esto posible? Aunque desconozco la respuesta de Bullialdus, imagino que sería algo como “La posición natural de equilibrio del uno es más cercana al Sol que la del otro”, es decir, una aristotelada de las gordas.
¿Por qué hablamos entonces de Bullialdus? Por dos razones. La primera es para que veas que Europa, a mediados del XVII, bullía con las consecuencias de las leyes del movimiento planetario de Kepler. Las discusiones entre científicos de la Académie y la Society, tanto dentro de cada una como entre ellas, eran constantes, en persona y por carta, y todos intentaban dar explicación a esos movimientos elípticos de rapidez variable.
La segunda razón es que, irónicamente, en uno de sus desacuerdos con Kepler Bullialdus postuló una propiedad de la fuerza gravitatoria que no sólo resultó ser cierta sino que sirvió a otros para desarrollar una auténtica teoría de la gravitación e incluso tendría consecuencias para otras fuerzas más allá de la gravitatoria.
La propiedad en cuestión tiene que ver con el ritmo de disminución de la fuerza gravitatoria con la distancia. Como recordarás de la entrega anterior, Kepler afirmaba que la influencia del Sol disminuye con la distancia, y en esto acertó de pleno.
Sin embargo, la influencia solar, de acuerdo con el alemán, disminuía proporcionalmente a la distancia al Sol, y Bullialdus pensaba que esto no tenía demasiado sentido. Aquí está la ironía del asunto: Bullialdus no pensaba siquiera que las elipses pudieran explicarse con una fuerza meramente atractiva, ¡él era partidario de la atracción-repulsión gravitatoria! Pero de tener razón Kepler, argumentaba el francés, no era lógico pensar que esa atracción fuese inversamente proporcional a la distancia, sino inversamente proporcional al cuadrado de la distancia.
La razón, una vez más con tremenda ironía, la había dado el propio Kepler en 1604. En ese año el alemán publicó un libro de óptica llamado precisamente Óptica, y allí expuso un descubrimiento crucial no sólo para la óptica sino para la física en general: la intensidad luminosa de una fuente puntual disminuye con el cuadrado de la distancia.
Aunque es un descubrimiento empírico, tiene todo el sentido del mundo. Cuando algo brilla es porque emite energía luminosa; por ejemplo, el Sol emite enormes cantidades de energía en forma de radiación cada segundo. Pero si observamos el Sol desde una determinada distancia, el brillo que percibimos no es el mismo si la distancia cambia: cuanto más lejos estamos, menos brilla el Sol.
La cuestión es, por supuesto, que la energía emitida por el Sol no nos llega sólo a nosotros, sino que se reparte por toda la superficie del frente de onda. Esto significa que, según nos alejamos de la estrella, aunque la cantidad total de energía sea constante, la superficie sobre la que se reparte aumenta, de modo que la cantidad de energía que le corresponde a la misma superficie es más pequeña.
Una manera de verlo es con una piedra que cae en un estanque, ya que seguro que has experimentado esto y la onda es muy fácil de ver. La piedra crea una onda que parte del punto en el que cayó, y esa onda tiene forma de anillo. El anillo se expande según avanza aumentando de radio, y la energía total en el anillo entero es más o menos constante: pero, dado que la longitud de la circunferencia aumenta, la energía que corresponde a cada punto del anillo es más pequeña, con lo que la altura de la onda va disminuyendo incluso en ausencia de rozamiento. Este fenómeno se llama atenuación.
En el caso del anillo de la piedra, la longitud de la circunferencia aumenta proporcionalmente al radio. Pero ¿qué pasa con la luz del Sol o cualquier otra fuente más o menos esférica? En ese caso la onda se propaga en todas direcciones, de modo que el frente de onda es esférico. Y la superficie sobre la que se reparte la onda es la de una esfera, es decir, es proporcional al cuadrado del radio.
Esto significa que duplicar la distancia al Sol no disminuye su intensidad a la mitad, sino a la cuarta parte, y triplicar la distancia la disminuye a la novena parte. La mejor manera de verlo es con un dibujo:
La superficie a una distancia r es A, que luego se ve como fracción de la superficie correspondiente al doble y triple de distancia [Borb / Creative Commons Attribution-Sharealike 3.0 License].
Kepler había deducido esta ley de disminución con el cuadrado de la distancia para la luz, pero Bullialdus –que, insisto, no considera que la gravedad sea siempre atractiva como dice Kepler– es de la opinión de que la gravedad, sea lo que sea, se comportará probablemente de un modo similar, con lo que su “poder de atracción” se repartirá sobre la superficie de una esfera, de modo que cuanto más lejos se esté de un cuerpo, menos se sentirá esa influencia, y la proporción será con no con la distancia, sino con su cuadrado, como si fuera luz.
En su libro Astronomia Philolaica de 1645, Bullialdus realiza la siguiente afirmación:
Respecto al poder con el que el Sol atrae o sujeta a los planetas […], se vuelve más débil y atenuado cuando la distancia o intervalo aumenta, y la proporción de esta disminución es la misma que en el caso de la luz, es decir, la proporción doble [esto quiere decir al cuadrado], pero inversa, de las distancias.
Es una afirmación de una enorme intuición física, y serviría de inspiración a Newton, pero Bullialdus no hace lo más importante de todo: no da una demostración de ninguna clase, ni empírica, ni matemática. Es una de esas hipótesis tan útiles en Ciencia, en las que alguien dice “Tendría sentido que esto fuera de tal manera…” pero es incapaz de demostrarlo. La utilidad está en que, a menudo, alguien viene más adelante que lee esa hipótesis y consigue demostrarla, mientras que tal vez nunca hubiera tenido la idea él mismo. No sabemos si Newton la hubiese tenido, pero sí que en sus Principia reconoce a Bullialdus como inspiración para la gravedad.
Y llegamos, por fin, al inglés. Leer a Kepler o Boulliau maravilla por el genio de ambos, pero después de leer a Newton, los otros parecen niños. Sin embargo, por genial que fuese, espero haber dejado claro que no trabajó en un vacío y de pronto obtuvo una ley de la nada: ni mucho menos. Un buen puñado de científicos de la Royal Society, no sólo él, estaban trabajando en el asunto y discutiendo sobre él, y de hecho uno de ellos, Robert Hooke, siempre mantuvo que fue él quien dio la inspiración final a Newton.
Todos, para empezar, habían leído a Bullialdus, de modo que el problema de la ley del cuadrado inverso de la distancia no era un problema de inspiración (es decir, de establecer una nueva hipótesis) sino de demostrarla, si es que era cierta. Los más interesados en el asunto en la Royal Society parecen haber sido Robert Hooke, Edmond Halley, Christopher Wren y el propio Newton.
Christopher Wren (izquierda) y Edmond Halley (derecha) [dominio público].
En enero de 1684, tras una reunión de la Society, Wren, Hooke y Halley se sentaron juntos para discutir del asunto y Wren ofreció una recompensa a quien pudiera responder a la pregunta: ¿qué tipo de órbita seguirán los planetas si están sometidos a una atracción hacia el Sol inversamente proporcional al cuadrado de la distancia?
Hooke afirmó que él tenía la respuesta: órbitas elípticas. Naturalmente los tres sabían que las órbitas planetarias eran elipses, ya que eran todos keplerianos, pero Hooke prefirió no desvelar sus cálculos. Según él, prefería que los otros dos intentasen llegar antes a sus propias conclusiones.
Halley aprovechó una visita a Cambridge para hacerle a Newton la misma pregunta. Un amigo de ambos, Abraham De Moivre, relata así el encuentro –creo que de boca de Newton–:
Sir Isaac respondió inmediatamente que sería una elipse. El Doctor [Halley], lleno de alegría y asombro, le preguntó cómo lo sabía. “Pues hombre”, respondió él, “lo he calculado”. A lo que el Dr. Halley le preguntó por sus cálculos sin más dilación. Sir Isaac buscó entre sus papeles pero no pudo encontrarlos, de modo que le prometió escribirlos otra vez y enviárselos.
Es decir, que tanto Hooke como Newton decían tener la solución, pero no la mostraban públicamente. Sospecho que la razón era parecida en ambos casos: tenían la intuición de que una cosa estaba relacionada con la otra, que una gravedad inversamente proporcional a la distancia produciría órbitas elípticas, habían realizado algunos cálculos al respecto pero no estaban completamente seguros de que fuesen cálculos “a prueba de bomba”. Ambos probablemente buscaban tiempo para desarrollar esos cálculos y mostrarlos de veras.
Sin embargo, había una diferencia entre los dos: uno de ellos era Sir Isaac Newton –alabado sea su nombre– y el otro no. Eso sí, me parece justo dar mérito a Hooke, en el sentido de que es probable que sus discusiones con Newton ayudasen al otro. Sin embargo, aunque Hooke publicó varias cosas sobre gravedad, la proporcionalidad entre ella y el cuadrado de la distancia y demás zarandajas, nunca demostró matemáticamente la relación entre la hipótesis de Bullialdus y las leyes de Kepler. Newton hizo eso y muchísimo más.
Isaac Newton (1642-1727) [dominio público].
Lo irónico del asunto es que la influencia de Hooke fue probablemente crucial, pero no porque le diera ninguna idea a Newton, sino porque la rivalidad –combinada con la soberbia de ambos– proporcionó a Sir Isaac una motivación feroz, que lo hizo trabajar a destajo durante años hasta estar absoluta, completamente seguro de sus conclusiones. Newton quería saber la verdad, desde luego, pero en este caso sospecho que, sobre todo, Newton quería ganar.
Así que se puso a trabajar denodadamente para contestar a Halley. En pocos meses envió a su amigo un manuscrito titulado De motu corporum in gyrum (Sobre el movimiento de los cuerpos en órbita), en el que trataba sobre el asunto y demostraba la relación entre una gravedad inversamente proporcionalmente al cuadrado de la distancia y las tres leyes de Kepler. Para conseguirlo, de paso, Newton escribió el núcleo de lo que luego sería su magnum opus: definía multitud de conceptos generales sobre las fuerzas y el movimiento de los que ya hablamos en la introducción y establecía las bases de la Mecánica Clásica.
Tan maravillosa le pareció la respuesta a Edmond Halley que la presentó ante la Society en diciembre de 1684, y convenció a Newton de pulir el documento para publicarlo, a expensas del propio Halley. El otro se lo tomó muy en serio: la tarea le llevó tres años. En 1687 se publicó la versión refinada y el mayor logro de la historia de la Física: Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (Principios Matemáticos de Filosofía Natural), del que ya hablamos en la introducción, ya que no sólo hablaba de gravitación sino prácticamente de todo.
Copia de la primera edición de los Principia perteneciente al propio Newton (Andrew Dunn / CC Attribution-Sharealike License 2.0).
En lo que a nosotros respecta hoy, el genio de Newton estuvo en la síntesis de dos fenómenos aparentemente independientes. El primero era el que interesaba a todo el mundo: las órbitas keplerianas.
El inglés trataba de explicar las órbitas planetarias, que se producían con un objeto masivo en uno de los focos de la elipse, por ejemplo, la Luna alrededor de la Tierra. Para hacerlo utilizó los conceptos que él mismo estaba definiendo en los Principia: aceleración, fuerza, inercia.
Así, según el primer principio o principio de inercia definido por el propio Newton, si un cuerpo no sufre fuerza alguna –o si la fuerza neta es nula– seguirá moviéndose por su propia inercia en línea recta y con velocidad constante. Ahora bien, la Luna no se mueve en línea recta ni mucho menos, luego del primer principio se deduce que la Luna sufre una fuerza constantemente.
Pero Newton no se para ahí. Según su segundo principio, o principio fundamental, la aceleración que sufre un cuerpo (por ejemplo, la Luna) es proporcional a la fuerza neta que sufre. Una consecuencia de esto, y aquí Newton es muy superior a casi todos sus contemporáneos, es que la aceleración tiene la misma dirección que la fuerza; Newton no estaba pensando únicamente en números, sino también en direcciones del espacio.
Imaginemos que la Luna se estuviera moviendo, en un momento dado, en dirección perpendicular a la distancia hacia la Tierra. Si la Luna no sufriera fuerza alguna, de acuerdo con el primer principio seguiría moviéndose en línea recta y a la misma velocidad:
Ahora bien, la Luna no hace eso. Sin preocuparnos de la escala en absoluto, en el dibujo de arriba la Luna cambiará la dirección de su movimiento para hacer algo así:
Esto significa que la Luna ha sufrido una aceleración en la dirección de cambio de su movimiento. Pero si representamos la dirección de movimiento antes y después de este pequeño “giro”, veremos en qué dirección va la aceleración. He superpuesto el movimiento de la Luna antes y después del cambio de dirección:
Si lo hacemos en varios puntos diferentes, representando en cada uno la dirección de la aceleración, verás el quid de la cuestión:
Aunque la flecha roja, que representa el cambio de velocidad en el tiempo, es decir, la aceleración, tiene una dirección diferente en cada punto, ¿ves qué tienen todos los puntos en común? La flecha roja siempre se dirige hacia la Tierra. Dicho de un modo más técnico, se trata de una aceleración centrípeta, es decir, dirigida hacia el centro de la órbita. En la realidad, como sabes, no hay un centro, sino que la aceleración se dirige hacia un foco de la elipse, pero he hecho un dibujo lo más circular posible para que sea más simple.
De acuerdo con el segundo principio de Newton, el que relaciona aceleración con fuerza, la conclusión estaba muy clara: la fuerza que sufre la Luna va dirigida siempre hacia la Tierra, lo cual indicaba que era una influencia de la Tierra sobre la Luna – la gravedad terrestre, que atrae a la Luna hacia la Tierra constantemente.
Newton no se limitó, claro está, a hacer esto de manera cualitativa: calculó la órbita exacta que debería tener la Luna alrededor de la Tierra (o la Tierra alrededor del Sol, o una luna galileana alrededor de Júpiter) suponiendo una gravedad à la Boulliau, es decir, inversamente proporcional al cuadrado de la distancia.
El resultado fue exactamente el esperado: las órbitas deberían ser curvas cónicas –parábolas, elipses o hipérbolas–. Que se produjese un tipo de órbita u otro dependía de la velocidad del cuerpo que orbita frente a la distancia al cuerpo central. Así, un objeto que se mueve muy rápido es capaz de realizar una hipérbola, es decir, una cónica abierta, y nunca jamás volver a pasar cerca del objeto central. Por el contrario, un objeto más lento puede realizar elipses –que son cónicas cerradas– y permanecer en órbita mucho tiempo.
Es también posible que un objeto orbital se mueva tan lentamente que la curva cónica que describe entre en contacto con la superficie del cuerpo central, con lo que la órbita tampoco será eterna, ya que el objeto chocará contra el objeto central. Dicho de otro modo, no todas las órbitas consecuencia de una gravedad boulliana son estables. Algunas acaban en la superficie del objeto central, y otras –todas las parábolas e hipérbolas– son curvas abiertas, luego no producen órbitas periódicas sino que el objeto se pierde en la inmensidad del espacio.
Los tres tipos de órbitas cónicas [Stamcose / CC Attribution-Sharealike 3.0 License].
¿Por qué las órbitas que vemos son elípticas? De acuerdo con Newton la respuesta es evidente: son las únicas que permanecen durante un tiempo muy largo. El Sistema Solar pudo haber sido diferente en el pasado, pero lo único que podemos ver es lo que ha permanecido estable.
Pero Newton no se detuvo ahí. Además del primer y segundo principio, existía el tercero: el que establece la fuerza como interacción entre dos objetos. Decir que la Tierra atrae a la Luna, por ejemplo, es decir parte de la verdad. Con la noción newtoniana de fuerza la verdad completa es que la Tierra y la Luna se atraen mutuamente con fuerzas idénticas pero de sentidos contrarios.
Pero entonces, ¿por qué la Luna se mueve alrededor de la Tierra y no las dos? ¿Por qué en el dibujo de arriba hemos representado el “objeto central”? La respuesta es, por supuesto, que ambas se mueven, y que no hay estrictamente un “objeto central”. Newton llega a la conclusión de que lo que realmente sucede es que ambos objetos orbitan, realizando curvas cónicas, alrededor del centro de gravedad de ambos.
La diferencia está en que, aunque no supiera los valores de las masas, Newton era consciente de que uno de los objetos (la Tierra en este caso) era muchísimo más masivo que el otro (la Luna). Así, el centro de gravedad Tierra-Luna está muchísimo más cerca del centro de la Tierra que del de la Luna, con lo que la órbita de la Tierra es absolutamente minúscula, mientras que la de la Luna es mucho mayor – por eso solemos despreciar el movimiento terrestre y hablar únicamente de la “órbita de la Luna alrededor de la Tierra”. Lo mismo sucede, por supuesto, para la Tierra y el Sol o cualquier par de objetos de masas muy diferentes.
Como ves, el cálculo de Newton y la conexión con sus leyes de la dinámica son geniales. Pero su auténtico genio no se demostró aquí, sino en la conexión con el segundo fenómeno: la caída de los cuerpos. Ahí es donde el inglés rompe con los últimos restos de la física aristotélica.
Galileo ya había estudiado la caída de los cuerpos, como sabes por la entrega anterior de este artículo. Pero el italiano había considerado que los movimientos celestes eran algo completamente distinto. Newton, por el contrario, era un genio de la síntesis. Si la Tierra y la Luna se atraen, ¿por qué no iba la Tierra a atraer a un objeto situado a una pequeña altura sobre el suelo, muchísimo más cerca de la Tierra que la Luna?
Dicho de otra manera: si todo el estudio de fuerzas que había realizado Sir Isaac para los cuerpos celestes era válido, ¿qué había de especial en los cuerpos celestes que impidiese aplicar los mismos razonamientos a cualquier objeto que dejemos caer sobre el suelo, o a nosotros mismos?
La leyenda dice, como seguro que sabes, que la idea surgió en su cabeza cuando una manzana le golpeó en la susodicha, pero esto es muy probablemente falso. Lo que sí parece ser cierto es que la inspiración tuvo que ver con observar una manzana caer desde un árbol, y vuelvo a hacer énfasis en lo genial del asunto – aplicar exactamente el mismo razonamiento a la manzana que a la Luna.
Si la manzana cae hacia el suelo es porque sufre una aceleración hacia abajo. Ahora bien, esa aceleración es fruto de una fuerza que va hacia abajo. Pero ¿quién ejerce esa fuerza? Y, más importante aún, ¿qué significa “hacia abajo”? Si imaginamos una manzana cayendo de un árbol en las antípodas de donde Newton observa la suya caer, ¿lo hará en la misma dirección?
La respuesta, naturalmente, es que no. Pero si recuerdas el dibujo de la Luna en órbita alrededor de la Tierra y lo que tenían en común todas las aceleraciones, aquí sucede lo mismo: cualquier manzana que cae de un árbol sufre una fuerza que va hacia el centro de la Tierra, exactamente igual que le pasa a la Luna.
Naturalmente, hay una diferencia enorme entre el comportamiento de la Luna y el de la manzana: una cae al suelo, la otra no. Pero Newton explica esta diferencia de una forma genial, para variar: realizando una transición gradual desde la manzana a la Luna.
Imaginemos, dice el soberbio inglés, que disparamos una bala de cañón horizontalmente desde lo alto de una montaña tan elevada que podemos olvidarnos de la resistencia del aire. Si la bala es disparada con una velocidad inicial minúscula, caerá al suelo a una distancia muy pequeña del cañón – el caso extremo es el de la manzana, que es disparada sin velocidad inicial y cae al suelo exactamente bajo el árbol del que se ha desprendido.
Si utilizamos algo más de pólvora para dar a la bala una mayor velocidad horizontal, la bala trazará una curva que la hará caer algo más lejos que antes. Si aumentamos la pólvora un poco más, la bala llegará algo más lejos: la curva es menos cerrada. Pero si seguimos haciendo esto, la bala podrá avanzar tanto que la superficie de la Tierra se curve notablemente bajo sus pies, de modo que la dirección en la que la Tierra tira de la bala hacia abajo vaya cambiando, ya que “hacia abajo” es relativo al centro de la Tierra.
Mejor que yo lo explica el propio Newton en los Principia (énfasis mío):
Y al incrementar la velocidad, podríamos aumentar a voluntad la distancia hasta la que llegase [la bala], y disminuir la curvatura de la trayectoria que describe, de modo que termine cayendo a una distancia de 10, 30 o 90 grados, o incluso que gire alrededor de toda la circunferencia de la Tierra antes de caer; o, finalmente, de modo que nunca caiga al suelo, sino que siga viajando hasta los espacios celestes, y continúe en su movimiento hasta el infinito.
El “cañón orbital” de Newton [dominio público].
La bala que nunca cae al suelo es, al fin y al cabo, indistinguible de la Luna, ya que su trayectoria se repetiría una y otra vez por toda la eternidad girando alrededor de la Tierra. El inglés ha llegado, con un argumento de una simpleza y elegancia pasmosas, de la caída de una manzana desde un árbol al movimiento de la Luna alrededor de la Tierra. El párrafo es largo, pero merece la pena:
Y de la misma manera que puede hacerse, mediante la fuerza de la gravedad, que un proyectil gire en órbita alrededor de toda la circunferencia de la Tierra, la Luna también puede, ya sea por la fuerza de la gravedad, si es que la posee, o cualquier otra fuerza que la impela hacia la Tierra, ser desviada constantemente hacia la Tierra y alejarse de la trayectoria rectilínea que mediante su fuerza innata [la inercia del primer principio] seguiría; y no es posible que la Luna, sin una fuerza de algún tipo, realice su órbita.
El inglés termina con otra clave de la cuestión: la cuantitativa. Es posible obtener una expresión para esa fuerza conociendo las órbitas keplerianas:
Si esta fuerza fuese demasiado pequeña, no bastaría para desviar lo suficiente a la Luna de una trayectoria rectilínea; si fuese demasiado grande la desviaría demasiado, y la haría descender desde su órbita hacia la Tierra. Es necesario que la fuerza tenga la magnitud justa, y es trabajo de los matemáticos [y él lo hace en este mismo libro, claro] encontrar la fuerza que sirva exactamente para mantener a un cuerpo en una órbita determinada con una velocidad determinada; y viceversa, determinar la trayectoria curvilínea que describirá un objeto impulsado desde cierto lugar con cierta velocidad al ser desviado de su trayectoria rectilínea natural [se refiere otra vez al primer principio con esta desafortunada palabra] a través de cierta fuerza.
Esa fuerza “que sirva exactamente” para producir las trayectorias planetarias observadas, de acuerdo con Newton, debe tener las siguientes tres características fundamentales:
-
Es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre los centros de los cuerpos, como había sugerido Bullialdus.
-
Es directamente proporcional al producto de las masas de los cuerpos involucrados.
-
Es una fuerza de atracción universal, entre todos los pares de cuerpos que existen.
Se trata de lo que hoy conocemos como ley de gravitación universal y que es uno de los muchos logros de Newton, pero probablemente uno de los más importantes –aunque no tanto como los tres principios de la dinámica–.
Isaac Newton en su madurez [dominio público].
Una vez más, aquí es donde Newton es capaz de ir muchísimo más allá que sus contemporáneos. La gravitación no es una propiedad únicamente de los cuerpos celestes, como si hubiera un “orden celestial” que los afecta a ellos y otro “orden terrenal” a los objetos cercanos al suelo. No, como has visto por el experimento mental del cañón, la gravitación newtoniana es universal y afecta lo mismo a la Luna que a la manzana.
¿Por qué entonces, si todos los cuerpos sufren esta atracción universal, no la noto en absoluto al acercarme yo a la manzana? No es porque haya algo inherentemente distinto en la Tierra que en mí, que haga que la una pueda atraer a la manzana y el otro no: es una consecuencia de la proporcionalidad con el producto de las dos masas. Sólo cuando al menos uno de los dos objetos es muy masivo la fuerza es algo notable.
Escribir la expresión que solemos usar hoy para resumir la gravitación universal newtoniana puede ayudar a que explique esto en términos más modernos de los que empleaba Newton. Si usamos $F$ para representar la fuerza gravitatoria de atracción entre los cuerpos, $m$ y $m’$ las masas de los cuerpos y $d$ la distancia entre ellos, la ley de Newton puede expresarse matemáticamente así:
La fuerza es proporcional al producto de ambas masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, pero proporcional no significa igual. De ahí que en la expresión aparezca una constante de proporcionalidad, $G$, que hoy en día llamamos constante de gravitación universal.
Aunque Newton no lo expresase así, permite que yo lo haga para explicar por qué la manzana y yo no parecemos atraernos el uno al otro: la razón es que la constante $G$ es minúscula. Al multiplicar la masa de la manzana por la mía y luego dividir el producto por el cuadrado de la distancia que separa nuestros centros, el resultado es un número razonable; pero al multiplicarlo luego por un valor absolutamente diminuto, $G$, el resultado es imperceptible. Sólo cuando una de las dos masas es descomunal –por ejemplo, la de la Tierra– es posible compensar la pequeñez de $G$.
Lo interesante es, por supuesto, que Newton nunca dio el valor de la constante de proporcionalidad, porque no pudo calcularlo. El problema está en que, para hacerlo, hace falta conocer el valor de todas las variables en la expresión excepto el de la propia $G$, y eso no es fácil de lograr. Por ejemplo, en el caso de la manzana y yo conocemos las masas y la distancia, pero al intentar medir la fuerza que nos atrae obtendremos una fuerza nula: no porque realmente lo sea, sino porque es tan pequeña que medirla es muy difícil. Como desconocemos $F$, no podemos obtener $G$.
Pero ¿y si lo hacemos con una fuerza mayor? Por ejemplo, la fuerza con la que la Tierra atrae la manzana es fácil de medir: consiste simplemente en pesar la manzana. Conocemos la masa de la manzana, la distancia que la separa del centro de la Tierra (el radio terrestre se conocía ya con cierta precisión en época de Newton)… ¡pero no conocemos la masa de la Tierra!
Aquí está la ironía total de la cuestión: la única manera de conocer la masa de la Tierra es aplicando la ley de gravitación universal de Newton, pero el modo más simple de completar esa ley con la constante correcta es conociendo de antemano la masa terrestre. La consecuencia fue que no conocimos el valor de $G$ hasta casi finales del siglo XVII.
Puedes pensar que esto convierte la ley de gravitación de Newton en incompleta, pero sólo es así en un detalle. La grandeza de los Principia en general y de la gravitación newtoniana en particular es descomunal, y dudo que pueda expresar aquí cuánto.
Con cuatro principios absolutamente universales (los tres de la dinámica más el de gravitación universal) el inglés es capaz de deducir el movimiento de la manzana cuando cae del árbol, una bala de cañón que recorre unos kilómetros o la Tierra en su movimiento elíptico alrededor del Sol, la forma de la Tierra y la situación de las sustancias que la componen. La separación aristotélica en esferas, la idea de los “lugares naturales” para cada cosa, todo queda completamente desterrado.
Newton es capaz de explicar, por ejemplo, por qué la atmósfera está por encima del océano, y éste de la roca: no es porque las sustancias se “ordenen” de acuerdo con sus tendencias naturales. Todas son atraídas hacia el centro de la Tierra, pero no con la misma fuerza. El inglés no sólo es capaz de explicar las tres leyes de Kepler, sino también el principio de Arquímedes y, francamente, casi todo lo que ingenuamente habíamos llamado “física” antes de llegar él.
La Tierra esférica, consecuencia de la gravedad newtoniana [NASA].
Eso sí, esto no quiere decir que Newton estuviera completamente satisfecho con su conocimiento de la gravedad. Había varias cosas que le quitaban el sueño, y ninguna de ellas era la cuestión de la constante de proporcionalidad.
Su principal preocupación era la causa. Su ley de gravitación explicaba cómo se comportaba la fuerza gravitatoria cuantitativamente, pero no qué la producía. El Sol y la Tierra se atraen, pero ¿cómo exactamente? ¿Cómo es posible que dos objetos situados a una distancia de varios cientos de miles de kilómetros puedan “tirar” el uno del otro?
Newton no tenía ni idea. En un par de cartas de 1675 y en la segunda edición de su libro Óptica de 1717 el inglés intentó dar una explicación mecánica de la gravedad, pero ni fue algo duradero ni lo convenció demasiado. Su razonamiento era algo así:
El espacio interplanetario no está vacío, sino que lo inunda una sustancia llamada éter –esta noción no es nueva, sino que aquí Newton vuelve al aristotelismo pero con una vuelta de tuerca–. El éter es muy poco denso, lo cual hace que apenas ofrezca resistencia al paso de los planetas. Sin embargo, tiene una propiedad especial: su densidad disminuye cerca de las grandes masas y aumenta lejos de ellas.
Así, si un objeto está a la distancia que sea de la Tierra, no tendrá la misma cantidad de éter en todas direcciones, sino que habrá más éter en la dirección lejos de la Tierra, y menos cerca de la Tierra. Por lo tanto, aunque el éter empuje al objeto en todas direcciones, lo hará más hacia la Tierra que en contra, y la fuerza neta estará dirigida hacia la Tierra. Cuanto más cerca del planeta, más brusco el cambio de densidad del éter gravitatorio y más intensa la fuerza neta.
Esta concepción de la gravedad es la de una presión etérica sobre los objetos, es decir, la considera como una fuerza mecánica y de contacto, no a distancia, por muy lejos que estén los objetos. Pero claro, lo que no explica es por qué ese hipotético éter es más denso cerca de los objetos, ni cómo es posible que si es más denso no haya resistencia al movimiento de astros muy masivos… es, en resumen, una hipótesis más bien peregrina, aunque interesante.
El problema de Newton consistía en que era incapaz de aceptar una acción a distancia a través del vacío, entre cuerpos muy alejados:
Que la gravedad sea algo innato, inherente y esencial para la materia, de modo que un cuerpo pueda actuar sobre otro a distancia, a través del vacío, sin la mediación de ninguna otra cosa […] me parece algo tan absurdo que creo que ningún hombre que posea facultades de razonamiento en asuntos filosóficos pueda caer en ello.
Pero, al mismo tiempo, era incapaz de encontrar ninguna razón demostrable para esa aparente acción a distancia. En sus propias palabras, Hypotheses non fingo, No me invento hipótesis. Para Newton la palabra hipótesis era algo despectivo, y no significaba lo mismo que en la ciencia moderna: era más bien una suposición infundada. Lo irónico es que lo de la presión etérica es precisamente una hipótesis en el sentido despectivo del propio Newton… en fin. En la segunda edición de los Principia el inglés lo explica así:
No he sido hasta el momento capaz de descubrir la razón de estas propiedades de la gravedad a partir de los fenómenos físicos, y no invento hipótesis. Y es que cualquier cosa que no se deduzca de los fenómenos debe llamarse una hipótesis; y las hipótesis, ya sean metafísicas o físicas, o basadas en cualidades ocultas o mecánicas, no tienen lugar en la filosofía experimental. En esta filosofía se infieren proposiciones particulares a partir de los fenómenos, y se hacen luego generales a través de la inducción.
De modo que, tras el paso arrasador de Newton, comprendimos la razón del movimiento planetario, pero también algo probablemente mucho más importante: conocimos la existencia de una de las interacciones fundamentales, la primera de todas con mucha diferencia. La gravedad newtoniana es una fuerza fundamental, ya que afecta a todo objeto con masa; a pesar de que su descubrimiento se produjera a raíz de fenómenos astronómicos, ya hemos visto que Newton la concibió finalmente como una fuerza que afecta a todo lo que existe.
Sin embargo, el genio nos dejó dudas, enigmas y preguntas sin respuesta. La menos preocupante de todas, sin duda, es el valor de la constante de gravitación universal: sólo hacía falta esperar a que los instrumentos de medida progresaran para poder medir fuerzas minúsculas para poder obtener ese valor, como veremos en la próxima entrega de la serie. Ya hemos visto el problema que más preocupaba a Newton: la acción a distancia. Pero había otro.
Newton consideraba –en este caso sin prueba empírica alguna– que el Universo era infinito, eterno y esencialmente estático a largo plazo. Sin embargo, su propia teoría de la gravitación hacía esto realmente difícil, y seguro que enseguida comprendes por qué.
Imaginemos que el Universo fuera espacialmente finito. Al cabo de mucho tiempo, de acuerdo con Newton, la materia acabaría apelotonándose en su centro geométrico, con lo que el mundo no sería como es ahora, o al menos no durante mucho tiempo. Newton habló sobre el asunto a través de cartas intercambiadas con el teólogo Richard Bentley, y su explicación a Bentley es la siguiente:
Respecto a su primera pregunta, me parece que si la materia de nuestro Sol y los planetas, y toda la materia del Universo, estuviera repartida uniformemente a través del firmamento, y cada partícula sufriera una gravedad innata hacia todas las demás, y si el espacio a través del cual está dispersa toda esta materia fuese finito, la materia situada en las regiones exteriores del espacio tendería, por su propia gravedad, a caer hacia la materia del interior, y en consecuencia acabaría en el centro del Universo y formaría allí una enorme masa esférica.
La única explicación posible para un Universo eterno y similar al que vemos, de acuerdo con Newton, es suponer que es infinito:
Pero si la materia estuviera dispuesta uniformemente en un espacio infinito, nunca podría converger hasta formar una sola masa; en cambio, parte de ella formaría una masa y parte otra, de modo que se formarían un número infinito de grandes masas, esparcidas a enormes distancias unas de otras a través de todo el espacio infinito.
Esas grandes masas, por supuesto, son las estrellas y los planetas. La Tierra es, por tanto, una esfera entre muchas otras, formada a causa de la atracción gravitatoria de la materia original, lo mismo que el Sol. A diferencia del Universo de Aristóteles, el de Newton no tiene centro, ya que es infinito – la propia gravedad newtoniana así lo requiere si va a ser estático y eterno.
Pero insisto: Newton no parte de ningún dato experimental para suponer esa eternidad (y, de hecho, hoy sabemos que no es cierta). De igual manera, el inglés parte de nociones en sus Principia que no demuestra, por ser evidentes en sí mismas: el tiempo y el espacio son absolutos e independientes de cualquier cosa. Sin embargo, su propia gravedad demostraría con el tiempo que esto tampoco era cierto.
Ahora bien, de lo que descubrimos tras Newton –alabado sea su nombre–, empezando por el cálculo de la constante de gravitación universal, hablaremos en la siguiente entrega de la serie, si aún te quedan ganas tras este ladrillo. ¡Hasta entonces!