En la última entrega de la serie Conoce tus elementos estudiamos el de treinta y tres protones, el arsénico. Hoy lo haremos con el de treinta y cuatro protones –y por tanto, salvo que esté ionizado, treinta y cuatro electrones–, un elemento de los que han tardado en ser descubiertos hasta hace bastante poco: el selenio.
Existen varias razones para ello y si eres un veterano de la serie estoy seguro de que te hueles cuáles son. La primera es la escasez de este elemento químico en la corteza terrestre: tan sólo un 0,000 005% en masa, es decir, prácticamente nada. Esto ya supondría una dificultad para percatarnos de que existe, pero en segundo lugar el selenio es muy reactivo, de modo que no aparece puro jamás. Forma óxidos con una facilidad pasmosa, lo mismo que reacciona con casi cualquier metal para formar sales binarias, de modo que en la Naturaleza sólo aparece en forma de compuestos.
Pero, para hacerlo aún más difícil, también es casi imposible encontrar compuestos del selenio en grandes concentraciones. Dicho de otro modo, no es que haya muy pocas rocas de selenio en la corteza y haya que encontrar uno de esos raros yacimientos, es que no hay yacimientos específicos de minerales de selenio. Aparece como impureza en minerales de otros elementos similares pero mucho más comunes, de modo que para darse cuenta de que está ahí hace falta examinar esos otros minerales y percibir que hay algo extraño e inesperado en ellos.
Todas estas razones son las que hicieron que no fuéramos conscientes de la existencia del selenio hasta principios del siglo XIX. Su descubrimiento se trató, de hecho, de una casualidad, aunque era inevitable tarde o temprano según nuestra ciencia química avanzaba y nos fijábamos más en pequeños detalles que antes se nos hubieran pasado desapercibidos. El responsable fundamental fue un genio sueco que no ganó varios Nobeles por una razón muy simple: no existían aún durante su vida. Estoy hablando de un viejo conocido nuestro, Jöns Jacob Berzelius.
Jöns Jacob Berzelius (1779-1848).
Como digo, todo fue fruto de la casualidad. El primer laboratorio químico industrial de Suecia había sido establecido en Mariefred, en la antigua destilería del castillo de Gripsholm. Sin embargo, por las razones que fuesen, la empresa quebró y salió a subasta pública en 1816. Un químico sueco, Johan Gottlieb Gahn –a quien conocimos como descubridor del manganeso–, convenció a algunos inversores y otros dos químicos amigos suyos –H. P. Eggertz y Jöns Jacob Berzelius– para entrar en la subasta y comprar el laboratorio. Aunque Berzelius no estaba muy interesado en los negocios, imagino que poder formar parte del laboratorio industrial más importante de Suecia y el primero de todos lo tentaría mucho: tanto que aceptó y se convirtió en uno de los directores.
Aunque no estoy seguro, sospecho que Berzelius no estaba motivado sólo por la posibilidad de ganar dinero, sino también de disponer de un laboratorio bien guarnecido con el que poder realizar nuevos descubrimientos. Si así fue, tenía toda la razón, como se demostraría tan sólo un año más tarde de comprar el laboratorio de Gripsholm.
Los tres químicos cambiaron el rumbo del laboratorio –algo inteligente, ya que había quebrado–. Anteriormente se había dedicado a producir alcohol etílico para fabricar luego con él ácido acético, pero ahora empezó a producir ácido sulfúrico (H2SO4) y ácido nítrico (HNO3), aunque ahora mismo el que nos interesa más es el primero, enseguida verás por qué.
La fábrica de Gripsholm obtenía parte del azufre necesario para producir ácido sulfúrico de la mina sueca de Falun llamada Stora Kopparberg (Gran Mina de Cobre), que además del metal que le daba nombre extraía muchos otros minerales. Entre ellos se encontraban grandes cantidades de pirita (FeS2), uno de los más importantes minerales de hierro. Gripsholm usaba pirita de Stora Kopparberg y también de otras minas, pero algo extraño succedía cuando se usaba la pirita de esta mina en particular.
Stora Kopparberg (Lapplaender / Creative Commons Attribution-Sharealike 2.0 Germany License).
El proceso químico extraía el azufre de la pirita, pero la de Stora Kopparberg dejaba un residuo rojizo que no era azufre y que no aparecía en la de las otras minas: el azufre obtenido de ella era impuro. Los técnicos de Gripsholm pensaron al principio que se trataba de arsénico, algo que no sólo no tenía utilidad para ellos sino que era muy tóxico, con lo que dejaron de utilizar la pirita de Stora Koppaberg. Sin embargo, cuando Gahn y Berzelius se enteraron de esto decidieron asegurarse de que ese resto rojizo era, en efecto, arsénico.
Para ello aislaron unos 200 kg de azufre impuro de la pirita de la mina de Falun y luego separaron, a su vez, el azufre del residuo rojizo que constituía la impureza. Consiguieron así una pequeña muestra de 3 g del polvo rojizo que supuestamente era arsénico. Como puedes imaginar, no llevó mucho tiempo a dos químicos de la talla de Gahn y Berzelius –sobre todo el segundo– darse cuenta de que aquello no podía ser arsénico.
Al principio Berzelius pensó que podía tratarse de un elemento muy raro descubierto unas décadas antes, el teluro (aún no hemos llegado a él en la serie, pero se parece en muchas cosas al selenio por estar en el mismo grupo). En alguna carta inicial el sueco expresó esta sospecha. Sin embargo, como no estaba seguro, se llevó parte de la muestra de Gripsholm a su laboratorio principal en Estocolmo y allí realizó un examen más detallado. Tras ese análisis no le quedó duda: aunque se parecía al teluro, el residuo rojizo era un elemento nuevo y desconocido hasta entonces. El descubrimiento se produjo en 1817, tan sólo un año después de la compra de Gripsholm.
Dado que se parecía al teluro y que el nombre de ese elemento provenía del latín tellus (tierra), Berzelius decidió bautizar al nuevo elemento con un nombre relacionado. Si el teluro era el elemento de la Tierra, el otro sería el elemento de la Luna, cuyo nombre griego es Selene, con lo que lo llamó selenio. Sí, es un poco tonto y lleva a confusión –el helio, por ejemplo, se llama así porque se detectó por primera vez en el Sol, Helios–, ya que el selenio no tiene absolutamente nada que ver con la Luna, pero así son las cosas.
Berzelius determinó cuidadosamente las propiedades del selenio puro, así como los tipos de compuestos que formaba con oxígeno, fósforo, azufre y otros elementos conocidos. El selenio resultó tener varias formas alótropas, es decir, de la misma composición pero diferente estructura y propiedades, como sucede con muchos otros elementos. El polvo rojizo que se había encontrado en Gripsholm era uno de estos alótropos, formado por anillos de ocho átomos de selenio (Se8), y es una forma muy común al obtener el elemento a partir de reacciones químicas a alta temperatura. Recibe el nombre de selenio rojo.
Selenio rojo (W. Oelen / Creative Commons Attribution-Sharealike License 3.0).
Las otras dos formas alotrópicas más comunes son menos llamativas. Si se funde el selenio rojo es posible luego enfriarlo de modo que forme una sustancia amorfa parecida al vidrio pero de color negro, cuya estructura química es mucho más compleja que la del selenio rojo. Este selenio recibe el nombre de selenio negro y está formado por polímeros de miles de átomos de selenio unidos unos a otros en forma de anillos entrelazados.
Selenio negro (Images of Elements / Creative Commons Attribution-Sharealike License 3.0).
Como dije al principio ninguna de estas formas de selenio puro es químicamente estable: al exponerlas al aire, por ejemplo, ambas forman óxidos de selenio y dejan de ser puras. El selenio suele venderse en forma de pastillas de selenio negro, pero cubiertas con una fina capa del alótropo más estable, el selenio gris, formado fundamentalmente mediante el enfriamiento muy lento de selenio fundido. Este enfriamiento lento permite que se formen cristales hexagonales de átomos de selenio, a diferencia de las dos formas amorfas anteriores. Aunque, como digo, siga sin ser estable, la estructura cristalina lo es mucho más que las otras dos: por ejemplo, no se oxida tanto al ser expuesta al oxígeno del aire.
Pastillas de selenio negro recubiertas de selenio gris (W. Oelen / Creative Commons Attribution-Sharealike License 3.0).
Al observar el selenio gris cristalino, su color y su brillo metálico al pulirlo, Berzelius llegó a la conclusión de que se trataba de un metal, a pesar de que hoy sabemos que sus propiedades electrónicas son las de un elemento no metálico o, como mucho, un semimetal. Por ejemplo, desde el principio se realizaron experimentos para medir su resistencia eléctrica, que resultó ser mucho mayor que la de los metales “de verdad”. Está muy a la derecha de la tabla, en el mismo grupo que el azufre y el teluro y justo entre ambos, de modo que tiene propiedades intermedias entre los dos. Este “muy a la derecha” significa, por la estructura de la tabla periódica, que el selenio está muy cerca de completar una capa electrónica, de modo que puede alcanzar la estabilidad ganando un par de electrones más –lo mismo que oxígeno, azufre y teluro–. De ahí que su estado de oxidación más común sea -2.
Sin embargo también puede mostrar estados de oxidación +2, +4 y +6 en los que no gana electrones sino que los pierde. Esto sucede, por ejemplo, si se encuentra con oxígeno –un elemento muy electronegativo, es decir, muy hambriento de electrones–, en cuyo caso puede formar diferentes óxidos como SeO, SeO2 o SeO3. Algo parecido le pasa al azufre, pero el selenio tiene una capa electrónica más, de modo que es menos electronegativo y puede llegar a comportarse como un semimetal, lo mismo que el silicio y otros elementos similares.
El propio Berzelius notó en sus experimentos algo preocupante: el selenio parecía ser tóxico en algunos de sus compuestos. En sus propias palabras describiendo el selenuro de hidrógeno (H2Se),
El gas tiene el olor del sulfuro de hidrógeno [H2S, el gas de las bombas fétidas] cuando está diluido en el aire; pero si se respira más concentrado produce una sensación dolorosa en la nariz y una inflamación violenta que desemboca en una inflamación de las mucosas. Aún sigo sufriendo los efectos de haber respirado hace unos días una burbuja de selenuro de hidrógeno no más grande que un guistante pequeño. Apenas había percibido el sabor hepático en la boca cuando experimenté otra sensación aguda: me entró un mareo que, sin embargo, pronto me abandonó, y la sensibilidad de la membrana schneideriana [una mucosa que cubre el seno maxilar] estaba tan dañada que el amoníaco más fuerte apenas producía un efecto sobre la nariz.
Dejando aparte la audacia o imprudencia de Berzelius, desde el principio estuvo claro que el selenio era algo con lo que era necesario tener cuidado. Las buenas noticias eran que, dada su escasez, era muy difícil estar expuesto a burbujas de selenuro de hidrógeno como las que atacaron a Berzelius salvo que las produjera uno mismo. Sin embargo sí es cierto que muchos compuestos del selenio –no sólo el H2Se sino el selenio puro y muchas de sus sales– son tóxicas, aunque no tengas que preocuparte por ello porque es rarísimo que estés expuesto a estos compuestos.
Al mismo tiempo que satisfacíamos nuestra curiosidad sobre este nuevo elemento, muchos científicos e ingenieros intentaban determinar si tenía alguna propiedad especial que lo hiciera útil industrialmente, o si era simplemente una impureza indeseable. Pronto se determinó que era, eléctricamente hablando, un semiconductor –como el silicio–, pero no era el único ni eso lo hacía especial.
Hubo que esperar décadas, pero en 1873 un ingeniero británico, Willoughby Smith, descubrió algo realmente inusual en el selenio, por total y completa casualidad una vez más. Willoughby estaba involucrado en la fabricación e instalación de cables submarinos de telégrafo eléctrico, y se hallaba intentando diseñar circuitos de prueba que permitiesen comprobar que el cable submarino transmitía perfectamente según se iba soltando bajo el agua.
Para su circuito de prueba hacía falta un semiconductor, y Willoughby empleó cilindros de selenio gris (recuerda, la forma cristalina), que no funcionaron bien: eran inconsistentes en sus propiedades eléctricas, de modo que presentaban una resistencia en el laboratorio y otra distinta –mucho mayor –al meterlos bajo el agua. El británico no hizo lo que imagino que hubiera hecho yo –sustituir el selenio por otro semiconductor– sino que intentó determinar por qué el selenio cambiaba su resistencia eléctrica.
Tras realizar experimentos en laboratorio Willoughby llegó a una conclusión sorprendente, que publicó en Nature bajo el título Effect of Light on Selenium during the passage of an Electric Current (Efecto de la luz sobre el selenio durante el paso de una corriente eléctrica): el selenio gris era extraordinariamente sensible a la luz. Al iluminarlo su resistencia eléctrica disminuía, de modo que al probar los circuitos bajo la luz del Sol el selenio gris conducía relativamente bien –para ser un semiconductor, por supuesto– pero al sumergirlo en las profundidades y la consecuente oscuridad su resistencia aumentaba mucho. Esto era un problema para probar cables telegráficos, pero una propiedad utilísima para muchas otras cosas.
Se trataba del primer semiconductor fotosensible que conocíamos, y los ojos de los ingenieros de todo el mundo se pusieron a hacer chiribitas. Entre ellos se encontraba nada menos que Alexander Graham Bell, que se planteó lo siguiente: ¿no sería posible convertir la voz en pulsos luminosos en un emisor y luego recibir esos pulsos con un receptor de selenio para convertirlos en impulsos eléctricos? Junto con su ayudante, Charles Sumner Tainter, Bell puso manos a la obra y los dos hombres consiguieron su propósito en 1880.
El aparato, bautizado con el magnífico nombre de fotófono, era de una sencillez propia de los genios. El emisor tenía un espejo parabólico de gran tamaño con una bombilla en su foco, que recibía directamente la voz de quien hablaba. El sonido hacía vibrar el espejo, con lo que los rayos de luz eran reflejados en distintas direcciones cuando el espejo vibraba: el haz se “esparcía” o se “concentraba” según la forma del espejo vibrante.
El receptor, a su vez, tenía otro espejo parabólico con una pieza de selenio en el foco unida a un circuito eléctrico: allí pasaba justo lo contrario. El receptor de selenio recibía pulsos de luz acompasados a la luz que llegaba al espejo, de modo que el circuito recibía pulsos eléctricos cuando el selenio recibía luz y, en consecuencia, disminuía su resistencia eléctrica. El aparato funcionaba estupendamente bien e imagino que a muchos les hubiera parecido magia. A mí lo que me sorprende es su absoluta sencillez.
Receptor del fotófono del Alexander Graham Bell, con su pieza de selenio en el foco (dominio público).
El fotófono fue eclipsado unos años más tarde por la radio, pero siguió utilizándose con usos muy concretos pero importantísimos. A diferencia de las ondas de radio, mucho más difíciles de enfocar, el fotófono permitía comunicarse a distancia y sin cables de un modo muy preciso, con lo que en la guerra era muchísimo más útil que la radio… siempre que hubiera una línea de visión ininterrumpida entre emisor y receptor, por supuesto. Ése era uno de sus puntos flacos, ya que la niebla, la lluvia o una cadena montañosa lo dejaban fuera de juego.
Sin embargo, Alexander Graham Bell lo consideró hasta su muerte su mayor invento –más importante que el teléfono–, y el concepto no es tan diferente del que utilizaríamos muchos años más tarde al desarrollar la fibra óptica, que también convierte la información en pulsos luminosos que luego se transforman, en el receptor, en impulsos eléctricos. Sin embargo, ahora ya no usamos selenio como hizo Bell, por razones que describiré en un momento.
Durante un tiempo el selenio fue muy utilizado como fotorreceptor en muchos circuitos fotosensibles, como los de los fotómetros en fotografía o incluso células fotoeléctricas que usaban luz en vez de radiación ultravioleta o infrarroja como las modernas. Y es que el selenio, como otros semiconductores fotosensibles, es capaz no sólo de disminuir su resistencia eléctrica ante la luz: es capaz, si las condiciones son las adecuadas, de generar una corriente eléctrica al exponerlo a la luz. Es un material no sólo fotosensible, sino fotovoltaico. De hecho, algunos de los fotómetros de selenio usados en fotografía ni siquiera necesitan una pila para funcionar, sino que la pieza de selenio genera el suficiente voltaje para el aparato al exponerlo a la luz.
Fotómetro de selenio (Audriusa / Creative Commons Attribution-Sharealike 3.0 License).
Además de sus propiedades fotovoltaicas, a finales del siglo XIX se descubrió que era posible usarlo como semiconductor para fabricar rectificadores de mayor calidad que los anteriores. Un rectificador es un dispositivo usado en electrónica para convertir una corriente alterna en otra continua, lo cual es utilísimo en una enorme variedad de aparatos, por ejemplo televisores o radios.
El caso es que, por unas y otras razones, hubo una “edad de oro del selenio” entre 1900 y 1940. Sin embargo esto se terminó y hoy en día apenas se usa en electrónica –y, como veremos, en casi ninguna otra cosa–, una vez más por varias razones. La primera es que ya he dicho repetidas veces que el selenio es muy, muy escaso, y pronto descubrimos otros semiconductores de características muy similares –incluso en sus propiedades frente a la luz–, pero muchísimo más comunes y por lo tanto mucho más baratos. Quien destronó al selenio en casi todos sus papeles fue el silicio, también con propiedades fotovoltaicas, también un excelente semiconductor… y constituyente de un 27% de la corteza terrestre.
Rectificadores de selenio del ordenador MADDIDA (1950).
Pero hubo una razón más que seguro que te estás oliendo ya, como hizo Berzelius desde el principio: el selenio y muchos de sus compuestos son tóxicos. Cuando los rectificadores de las televisiones pegaban un petardazo por alguna razón, del aparato salía un olor desagradable y, además, un gas tóxico. He leído que los técnicos sabían que había fallado el rectificador precisamente por el olor nauseabundo, aunque no sé si también eran conscientes de que estaban respirando un gas venenoso.
De modo que llegó el ocaso del selenio, más o menos hacia 1940-1950. Hoy en día se produce una cantidad bastante pequeña, unas 2 000 toneladas anuales en todo el mundo; sé que parece mucho, pero es una cantidad ridícula comparada con la de cualquier otro semiconductor “exitoso”. Y de esa cantidad apenas usamos nada en electrónica.
De hecho, la mitad de la producción mundial se destina al vidrio de colores. Si recuerdas su forma alotrópica roja, el color es muy bello e intenso, y se emplea para dar color al vidrio. Al estar embebido en el vidrio no hay peligro –salvo que se funda, algo que no va a pasar en una casa– de que se emitan gases tóxicos.
Vidrio tintado con selenio.
También se emplea, en menor medida, en aleaciones diversas, lo mismo que en la obtención de manganeso mediante la electrólisis, en forma de SeO2. Incluso se sigue utilizando en pequeñas cantidades para la fabricación de células fotovoltaicas, haciendo honor a su pasado fotosensible, unido a otros semiconductores. Sin embargo, como dije antes, se trata de un elemento cuyo glorioso pasado ya queda lejos.
Irónicamente, en los años 50 –cuando llegaba su ocaso– se descubrió que formaba parte de la bioquímica de algunos organismos simples. Esto puede parecer contradictorio porque he dicho que es tóxico, pero pasa muchas veces que algunos elementos químicos son necesarios en pequeñas cantidades pero peligrosos en grandes concentraciones.
De hecho un par de décadas después descubrimos que no sólo existe en nuestro cuerpo, sino que es un oligoelemento esencial para la vida de todos los mamíferos. Forma parte de dos aminoácidos, la selenocisteína y la selenometionina, además de varias enzimas, y en resumen sin pequeñas cantidades de selenio no podríamos vivir. Afortunadamente se trata de uno de esos casos en los que no hay que preocuparse: en una dieta normal y corriente hay suficiente selenio para olvidarse de ello, y no hay tanto que sea un peligro.
Selenocisteína (izq.) y selenometionina (der.).
Sí, es uno de esos casos: no podemos vivir sin selenio ni tampoco con un exceso de este elemento. No he conseguido descubrir exactamente qué hace en el cuerpo a nivel químico, pero sí que interfiere en suficientes procesos como para ser terrible en grandes concentraciones. Por encima de 400 microgramos diarios puede producir selenosis, pero una vez más no hay por qué preocuparse ya que, en condiciones normales, no estamos expuestos a tal cantidad de selenio en nuestra vida cotidiana.
Lo que sí es muy peligroso y no hace falta una gran cantidad para que lo sea es el selenuro de hidrógeno, H2Se, el gas que inhaló por accidente el bueno de Berzelius. Es hediondo y además corrosivo, ya que al disolverse en agua le proporciona carácter ácido. En contacto con las mucosas, como comprobó el químico sueco, puede provocar estragos. Una vez más lo bueno es que, salvo en un laboratorio, nadie suele estar expuesto a este gas.
En la siguiente entrega de la serie nos acercaremos aún más al margen derecho de la tabla con un elemento aún más reactivo que el selenio: el elemento de treinta y cinco protones, el bromo.
Para saber más (esp/ing cuando es posible):