En la primera parte de este artículo tripartito hablamos sobre la infancia y juventud de Michael Faraday: sus humildes comienzos como repartidor de periódicos y aprendiz de encuadernador, su viaje por Europa con Sir Humphry Davy, su trabajo como ayudante de laboratorio de la Royal Institution y el experimento fallido de Wollaston y Davy de construir un motor eléctrico. Como dijimos al terminar la historia, Faraday decidió seguir trabajando en el asunto después de que los otros dos –al menos en apariencia– se dieran por vencidos.
Unos meses más tarde el joven había conseguido un prototipo de lo que, por lo que sé, es el primer motor eléctrico de la historia. Se trataba de lo que hoy conocemos como un motor homopolar, es decir, en el que la polaridad nunca cambia. Básicamente era una pila unida a dos electrodos sumergidos en mercurio, y un cable colgando sobre uno de ellos que estaba imantado. El cable daba vueltas alrededor del imán sumergido mientras se mantenía la corriente encendida: se estaba convirtiendo energía eléctrica en energía cinética de manera directa.
Motor homopolar de Faraday.
Fue el gran logro de Faraday hasta ese momento, y también su mayor tragedia. Aunque la idea no era la de Wollaston, que había intentado hacer girar el cable sobre su eje, no alrededor de un imán, Faraday era consciente de que nunca hubiera empezado a experimentar en esto sin la idea de Wollaston. Así, mientras se apresuraba a escribir el artículo que sería publicado con sus resultados, fue a casa de Wollaston para entrevistarse con él para preguntarle si podía dar cuenta de los experimentos realizados por el otro. Pero Wollaston, como Davy, estaba de viaje en ese momento.
Y entonces Faraday metió la pata: no esperó a que Wollaston volviera de viaje, ni mencionó sin permiso del otro sus experimentos en electromagnetismo. Simplemente publicó sus resultados sin mencionarlo. Y eso está muy, pero que muy feo en un mundo en el que el mérito es algo importantísimo y los egos son tan grandes como edificios. Digo que Michael metió la pata porque, por un lado, mostró una gran integridad toda su vida y este episodio, de haber sido deshonesto, sería una excepción rarísima. Al hablar de ello posteriormente él siempre sostuvo que se precipitó y que no mencionó el experimento de Wollaston porque no se atrevió a hacerlo sin su permiso, y creo que es cierto – pero también lo es que cometió un error imperdonable.
Irónicamente la persona en perdonarlo más fácilmente fue el propio William Hyde Wollaston: Faraday le escribió apresuradamente cuando empezaron los rumores sobre que había robado la idea al otro científico, y Wollaston le quitó importancia. Desafortunadamente, quien no le quitó importancia y nunca sentiría el mismo aprecio por él sería Sir Humphry Davy. La actuación de su pupilo había sido una decepción para Davy.
Todo se confunde, además, por los posibles celos de Davy hacia Faraday: éste le pasaba casi todos los artículos que iba a publicar en la Philosophical Transactions de la Royal Society, y poco a poco Davy fue viendo el auge en la fama y la excelencia de Faraday. Davy modificaba los artículos de Faraday para mejorarlos (porque su gramática era mejor y el otro cometía errores a menudo), y en algún caso parece que Faraday sintió cierto rencor porque Humphry se atribuía ideas o “chispas de ideas” que luego llevarían a descubrimientos del joven y que daban más mérito del debido a su mentor.
No he podido averiguar exactamente qué emociones dominaban a los dos hombres, pero por las cartas a lo largo de los años no me cabe duda de que existían dos cosas: cierto resentimiento o alejamiento entre ellos a partir de esta época y, al mismo tiempo, un afecto que nunca abandonarían el uno por el otro. Una relación extraña.
Grabado de Sir Humphry Davy en 1830.
El caso es que en 1823, tras tantos méritos como experimentador, se propuso el nombre de Faraday como fellow de pleno derecho de la Royal Society, y Sir Humphry Davy pidió a Faraday que retirase su nombre. Faraday le contestó que él no se había propuesto a sí mismo, y que no podía retirarse, a lo que Davy replicó que entonces debía ponerse en contacto con quienes lo habían propuesto para que retirasen su nombre. Faraday respondió que no le harían caso, y que Davy debía hacer lo que considerase mejor para la Society: si pensaba que Faraday no merecía ese honor debía actuar al respecto.
Puedes preguntarte qué diablos podía hacer Davy al respecto: muchísimo, porque en 1820 había sido elegido nada más y nada menos que Presidente de la sociedad. Cuando en 1823 se propuso el nombre de Faraday oficialmente el Presidente, mentor y amigo de Faraday anunció públicamente que se oponía a su nominación.
También podrías pensar que esto crearía un abismo entre los dos: ¡pues no! En 1825 Davy propuso a Faraday como director del laboratorio químico de la Royal Society, tan sólo bajo la supervisión del catedrático de Química (eso sí, ¿el nombre del catedrático de Química? ¡Humphry Davy!). Como digo, todo rarísimo, y dudo que alguna vez sepamos seguro lo que pasaba por la cabeza de ambos hombres. Sí parece seguro que el episodio del motor homopolar hizo que Faraday apenas experimentase con electromagnetismo hasta que su mentor murió.
De hecho podríamos dividir la vida de Faraday en dos partes: antes y después de la muerte de Davy. Hasta la muerte de su mentor el joven había sido un científico prometedor pero siempre bajo el ala de alguien: muy poco de su trabajo estaba asociado sólo a su nombre, y casi todas sus investigaciones eran o bien como ayudante o bien bajo la dirección de otro –en muchos casos Davy–. En parte debido a que Davy era fundamentalmente un químico, casi todo el trabajo de Faraday se había dedicado a la química. En 1829, a partir de la muerte de Davy, su protector y mentor, todo cambió. Faraday tenía por entonces treinta y ocho años, con lo que no era viejo pero sí superaba la edad a la que la mayor parte de los genios crean su obra magna.
Faraday al final de su treintena, a la muerte de Davy.
El cambio podría haber sido para mal: al fin y al cabo cualquiera hubiera dado lo que fuese por tener a Davy como maestro. Pero no fue hasta que el maestro murió que el alumno empezó a demostrar su auténtica talla: la de un gigante como ha habido muy pocos en la historia de la ciencia. He repetido más veces que Einstein, en su despacho, tenía las fotos de tres científicos: Isaac Newton, James Maxwell y Michael Faraday. No era por capricho.
Poco después de la muerte de Davy Michael Faraday, aún muy interesado en la electricidad y su conexión con el magnetismo, empezó a realizar algunos de los experimentos más importantes realizados jamás en ese campo. Su intuición era la siguiente: Ørsted había demostrado que la electricidad podía afectar al magnetismo con su experimento del circuito y la aguja imantada. ¿No podría suceder lo contrario?
¿No podría emplearse el magnetismo para producir electricidad?
No puedo imaginar la escena en su laboratorio, con imanes, circuitos, bobinas de hilo y trozos de acero, sin que me entre un escalofrío. Imagino que a él le pasó lo mismo cuando, en 1831, tras múltiples experimentos fallidos, presenció exactamente lo que había intuido que podría pasar.
El inglés preparó el siguiente experimento. En primer lugar empleó el efecto observado por Ørsted una década antes: conectó una pila a un hilo de cobre enrollado en una bobina. Al encender el circuito el hilo era recorrido por una corriente eléctrica y la bobina de cobre, por lo tanto, se convertía en un imán.
En segundo lugar preparó otro circuito idéntico al primero, con su hilo de cobre enrollado en una bobina más grande, pero con una diferencia fundamental: el segundo circuito no tenía pila. En vez de una pila Faraday conectó un galvanómetro, es decir, un aparato que mide la corriente eléctrica que recorre un circuito.
Experimento de inducción de Michael Faraday. A: bobina conectada a la pila (a la derecha). B: bobina conectada al galvanómetro G.
El segundo circuito, por tanto, no estaba conectado a fuente alguna de energía eléctrica y, evidentemente, el galvanómetro no medía corriente alguna. Pero aquí viene lo revolucionario del experimento del inglés. En un primer experimento Faraday encendió el circuito de la pila –hoy en día solemos llamarlo circuito primario– y en el segundo circuito apareció una corriente eléctrica. Te recuerdo que en el segundo circuito –el secundario– no había pila.
Sin embargo, la corriente que aparecía en el segundo circuito –lo que hoy llamamos corriente inducida– tan sólo duraba un instante y luego desaparecía aunque se mantuviese el primario encendido. Más curioso aún era que al apagar el circuito primario también aparecía, durante un momento, una corriente inducida en el segundo.
Este fenómeno de inducción mutua, por tanto, no se debía a que en el primer circuito hubiera simplemente corriente: era necesario un cambio en la corriente. Pero en un segundo experimento Faraday se dio cuenta de algo aún más raro e infinitamente más importante en la práctica.
Faraday encendió el circuito de la pila y lo dejó encendido –con lo que no había ya corriente en el secundario– y movió la bobina pequeña respecto a la grande, metiéndola y sacándola de la bobina mayor y en el segundo circuito apareció una corriente eléctrica.
Puede que esto no te impresione: al fin y al cabo sí hay una pila, aunque esté en el primer circuito. Puede ser curioso que no haga falta que el segundo circuito esté tocando la pila, pero no es más que una curiosidad que puede servir de truco de feria. Si es así, espera un momento porque debes comprender algo esencial.
Cuando Faraday tenía el primer circuito encendido pero dejaba la bobina en reposo respecto a la bobina grande no pasaba absolutamente nada. Sólo aparecía una corriente en el segundo cuando movía la bobina con la mano. Y –aquí llega el quid de la cuestión– la corriente en el segundo circuito era tanto mayor cuanto más rápido Faraday movía la bobina . Si aún no se te ha producido el encendido de bombilla –ja, ja, ja– aquí tienes la guinda del pastel:
Si Faraday movía la bobina con la suficiente rapidez, la corriente en el segundo circuito era mayor que la producida por la pila en el primario.
¿Magia? ¿Sortilegio? ¿Energía proveniente de la nada? ¡No! Para Faraday la cosa estaba clara, y fue demostrada con números más tarde: la energía extra en el segundo circuito provenía del propio movimiento de la bobina pequeña. Faraday había fabricado, por pura curiosidad, un dispositivo capaz de transformar energía mecánica en energía eléctrica.
Sí, el descubrimiento que cambiaría la faz de la Tierra a lo largo del siglo siguiente –de ello hablaremos en un momento– fue el resultado de simple y pura curiosidad. Michael Faraday nunca pensaba para qué podría servir lo que descubriría al pensar y experimentar, entre otras cosas porque no sabía a dónde podría llevarle el camino. Hemos hablado de esto hace tiempo en un editorial, pero Faraday lo dice de un modo muchísimo más conciso y más claro:
[…] a quienes tienen la costumbre de preguntar ante cualquier cosa nueva, “¿Para qué sirve?” […] La respuesta del experimentador debería ser, “Esfuérzate por darle un uso”.
De hecho, en el caso concreto de la electricidad producida mediante este dispositivo, en una ocasión parece que el secretario del Tesorero del Reino, William Ewart Gladstone, le preguntó sobre el valor práctico de la electricidad –recuerda que, por entonces, aún no se le habían encontrado demasiados usos concretos–. Faraday respondió que no tenía la menor idea de cuál podría ser, pero que había grandes probabilidades de que el otro pudiera aplicarle un impuesto tarde o temprano. Imagino que eso lo dejaría satisfecho.
Y en verdad existían muchísimo usos prácticos del experimento de Faraday: tantos que podríamos hablar de ellos durante series enteras. Como ejemplo, podría conectarse la bobina pequeña a un sistema de biela-manivela unido a unas palas en un río caudaloso y se generaría una corriente eléctrica mayor que la producida por la pila. Se convertiría la energía cinética del agua en energía eléctrica.
Eso es casi exactamente lo que hacemos hoy en día en las centrales hidroeléctricas, aunque por supuesto la magnitud de todo ello es gigantesca comparada con el experimento de pupitre de Michael Faraday, y las bobinas rotan alrededor de un eje cuando el agua empuja las palas de la turbina.
Sala de turbinas de la central hidroeléctrica de Los Nihuiles, Argentina (dominio público).
Este descubrimiento, aunque crucial, era inevitable. Una vez establecida la conexión magnetismo → electricidad era cuestión de tiempo que nos diéramos cuenta de que la relación era en ambos sentidos. De hecho, más o menos al mismo tiempo que Faraday, docenas de científicos de todo el mundo estaban realizando experimentos similares y el inglés no fue el primero en lograrlo –aunque sí en incorporarlo a una serie de experimentos coherentes con explicaciones detalladas a lo largo del tiempo–.
En 1829 un científico y sacerdote italiano, Francesco Zantedeschi, observó la aparición de una corriente eléctrica al mover un imán cerca de un circuito circular. Y al mismo tiempo que Faraday un estadounidense, Joseph Henry, realizó experimentos muy similares. En el caso de Zantedeschi creo que el problema fue que era italiano y en el siglo XIX no se prestaba, en el resto de Europa, demasiada atención a los artículos publicados en Italia, además de que el texto de Faraday es mucho más completo que el de Zantedeschi. En el de Henry la explicación está clara: el americano no publicó hasta después de Faraday. Estoy convencido además de que otros probablemente observaron cosas parecidas y nunca publicaron nada.
Francesco Zantedeschi (1797-1873) y Joseph Henry (1797-1878).
En cualquier caso, el genio de Faraday era muy superior al de los otros dos: no por los experimentos que realizaba, sino por las conclusiones maravillosas que era capaz de extraer. Usando el gran imán de herradura de la Royal Society, Faraday se dispuso a examinar exactamente qué estaba produciendo la corriente inducida en el segundo circuito. Para ello realizó múltiples experimentos con las bobinas en diferentes orientaciones, cables de diversa geometría y en distintas posiciones, y utilizando algo que resultó ser clave: limaduras de hierro.
Era bien sabido que al espolvorear limaduras de hierro alrededor de un imán las pequeñas partículas metálicas se orientaban en determinadas direcciones. Tras la experiencia de Ørsted muchos científicos hicieron lo mismo con cables, y comprobaron lo inevitable: las limaduras de hierro no se colocaban de ninguna manera si no pasaba corriente por el cable, pero sí lo hacían si se encendía la corriente. El francés André-Marie Ampère –a quien recordarás que Faraday conoció en París durante su viaje por el continente con Davy– había empleado esto para tratar de medir la intensidad del campo magnético creado por el cable, ya que las limaduras tendían a estar más apretadas en zonas en las que el campo magnético era más intenso.
Limaduras de hierro alrededor de un cable perpendicular al papel (dominio público).
Bien, Faraday tuvo uno de sus saltos mentales. No se me ocurre otra manera de llamar a estos momentos del inglés en los que, aparentemente sin suficientes razones para llegar a la conclusión, se aventuraba a probar algo que luego resultaba ser cierto. Supongo que hay quien tiene la suerte de que su inconsciente es así de creativo y afilado. El caso es que Michael Faraday, tras realizar experimentos en los que observaba las limaduras de hierro y las posiciones y orientaciones de las bobinas, llegó a una conclusión revolucionaria.
En primer lugar observó las limaduras de hierro que trazaban esas etéreas curvas alrededor de los cables, y se movían cuando se movía la bobina del circuito primario o cuando se encendía o apagaba el circuito. ¿Qué eran esas líneas a las que tan bien se ajustaban las limaduras? De acuerdo con el inglés eran líneas de fuerza magnética, y mostraban la geometría e intensidad del magnetismo generado por la corriente eléctrica. Esto es de tal abstracción y genialidad que me deja sin palabras. En su exposición ante la Royal Society en 1831, Faraday dice:
Por curvas magnéticas me refiero a las líneas de fuerza magnética que trazan las limaduras de hierro.
¿Y qué importa cómo sean esas líneas “pintadas” por las limaduras, podríamos pensar? Pero aquí viene el final del salto, que no es un brinco al vacío y es la razón de que el inglés se plantease la importancia de esas curvas. Lo que determinaba que en el circuito secundario apareciese una corriente inducida era el cambio en el número de líneas de fuerza magnética que cortaba la superficie encerrada por el circuito. Daba igual qué produjera ese cambio en el número de líneas que atravesaban el circuito: encenderlo, apagarlo, alejarlo, acercarlo… o hacerlo girar.
En 1832 Faraday demostró ante la Royal Society cómo era posible inducir una corriente eléctrica mediante la rotación de un electroimán frente a un circuito estacionario, algo que no había hecho por casualidad sino como consecuencia de su doble hipótesis: las líneas de fuerza magnética y la inducción como cambio en el número de líneas que cruzaban el circuito. La Royal Society se rindió a sus pies, pero Faraday no había hecho más que empezar, aunque tuviera ya cuarenta y un años.
El descubrimiento y la explicación de Faraday se convertirían años más tarde, tras su digestión por parte de una mente matemática tan genial como la física de Faraday, en una ecuación bellísima, concisa y extraordinaria. La mente matemática era la de James Clerk Maxwell y la expresión recibe hoy el nombre de ley de Faraday y es una de las cuatro ecuaciones de Maxwell a las que hemos dedicado una mini-serie completa:
Al mismo tiempo que realizaba sus experimentos en electromagnetismo Faraday seguía trabajando en química. El inglés nunca dejó de realizar experimentos químicos y de hecho en 1833, ya famoso, se creó para él una nueva cátedra en la Royal Institution, la cátedra fulleriana de Química, que mantendría hasta su muerte (y en la que posteriormente se han sentado, entre otros, William y Lawrence Bragg). El nombre se debe a quien la creó y financió, John Fuller, a quien le gustaba ser conocido como John el honesto pero cuyo mote más común era el loco Jack.
Un año más tarde, en 1834, Faraday publicó un artículo en el que describía la cantidad de sustancia que se depositaba en un electrodo en una cuba electrolítica, combinando así sus dos grandes pasiones –química y electromagnetismo– y creando una nueva rama de la Química, la electroquímica. Sus conclusiones en este artículo reciben hoy en día el nombre de leyes de la electrólisis de Faraday.
Sin embargo creo que lo más admirable de esta época, aunque no sea tan glorioso como la ley de inducción, fueron las charlas de Navidad. En 1825, seis años antes de ganar fama mundial con su experimento sobre inducción, Faraday creó una nueva tradición: una charla anual en Navidad en la que un científico de la Institución hablase sobre algún asunto interesante al público en general. Aquí está la clave de la cuestión: no era una reunión de científicos, sino una charla divulgativa a la que podía acudir cualquier persona sin formación y, en especial, los jóvenes. Faraday nunca olvidó sus orígenes, y siempre tuvo gran interés en hacer accesible el mundo de la ciencia a los más jóvenes. Él mismo dio diecinueve de las charlas que creó, aunque posteriormente lo han hecho otros divulgadores de la talla de Sagan, Stewart o Dawkins.
Y es que ésta era la segunda cualidad por la que Faraday se hizo famoso, además de su genio intuitivo: su capacidad de divulgación, en una época en la que esto era rarísimo. Desgraciadamente –y es, de verdad, una gran desgracia– sólo tenemos los testimonios de sus contemporáneos y no hay vídeos de sus conferencias, pero parece haber sido un genio y la gente salía de sus charlas embelesada. Según Jane Pollack en el St. Paul’s Magazine, la cosa se ponía muy caliente:
Era una elocuencia irresistible que atrapaba la atención e llamaba a la simpatía. Había un brillo en sus ojos que ningún pintor podría copiar y que ningún poeta podría describir. Ese brillo parecía enviar una extraña luz al corazón mismo de su público, y cuando hablaba se sentía que el tono de su voz y el fervor de sus palabras sólo podían pertenecer al dueño de esos ojos incandescentes. Su pensamiento era veloz y creaba frases nuevas. Su entusiasmo parecía llevarlo al éxtasis mientras hablaba de los encantos de la Naturaleza y levantaba el velo de sus más profundos misterios. Su cuerpo, entonces, cobraba movimiento a raíz de su mente; su pelo se despeinaba en su cabeza, sus manos se movían nerviosas, su cuerpo delgado parecía temblar a causa de su propia vitalidad. Su público se encendía con él, y todos los rostros se ruborizaban.
Una de las charlas de Navidad de Faraday.
En fin, el amor es así, pero no es sólo ella quien da cuenta de esta cualidad de Michael: la gente se peleaba por asistir a sus clases y charlas, a pesar de que su educación formal nunca alcanzase la talla de sus colegas tanto en la Society como en la Institution. Esto se debía a dos razones: por un lado a su talento natural, porque a mi público no se le encienden las mejillas, y a veces incluso tiene que luchar por mantener los ojos abiertos. Y, por otro lado, al esfuerzo consciente: Faraday consideraba esencial la educación científica y sabía que era necesario cautivar a quien le escuchaba, cuestionar sus ideas preconcebidas, asombrarlo y mantener su interés de principio a fin. En una carta a su amigo Benjamin Abbott en la que le da recomendaciones para el arte de impartir charlas, Faraday le dice:
Debe encenderse una llama en el comienzo y mantenerla viva con esplendor incesante hasta el final.
Los años siguientes, hasta alrededor de 1840, Faraday examinó con multitud de experimentos todo lo relacionado con la electricidad. Hasta entonces no estaba claro si existía un tipo o varios –recuerda que estamos aún muy lejos del descubrimiento del electrón–: existían lo que se llamaba triboelectricidad (la resultante de frotar objetos o hacerlos chocar), electricidad animal, electricidad química, electricidad voltaica… De modo que el inglés realizó experiencias en las que tratab a de determinar qué tenían en común, si era posible convertir un tipo en otro, qué las diferenciaba exactamente, más allá de sus orígenes diversos, etc.
Su conclusión fue bastante clara: cualquiera que fuese el origen, la carga eléctrica era una sola, y su movimiento era la corriente eléctrica. Las diferencias entre los distintos “sabores” de la electricidad –origen aparte– se encontraban en la magnitud de la carga o su movimiento –la intensidad– y en el ímpetu de ese movimiento –el voltaje–. Cuando esas magnitudes variaban mucho en uno u otro experimento el fenómeno parecía distinto, pero se trataba de una diferencia de grado, no de naturaleza. La electricidad era una.
Como tantas otras veces, Faraday había hecho de gran unificador: había cerrado el círculo entre electricidad y magnetismo por una parte –un círculo que había empezado a trazar Ørsted–, y había desterrado las diferencias entre distintos tipos de electricidad por la otra. Tenía por entonces unos cincuenta años y su trabajo no había hecho más que empezar, aunque el experimento de las corrientes inducidas es uno de los más importantes realizados jamás, y uno de los tres “grandes” que realizó el propio Faraday. Pero de los otros dos hablaremos en la última entrega de este tocho faradiano, dentro de una semana.