En la serie de los Premios Nobel seguimos inmersos en la terrible Gran Guerra. Seguimos sin tener discursos de entrega de verdad, y los científicos continúan sin acudir a recibir sus galardones (¡uno de los dos científicos de hoy estaba luchando en la guerra cuando se enteró de que lo había ganado!). Sin embargo, como dijimos en la anterior entrega de la serie, durante la contienda la Real Academia Sueca de las Ciencias trató de continuar su labor de la mejor manera posible y, sobre todo, de mantenerse neutral –aprovechando el hecho de que Suecia lo fue durante la guerra–. Así, el Nobel de Física de 1914 al que dedicamos aquel artículo fue entregado al alemán Max von Laue, mientras que el de 1915 del que hablaremos hoy fue otorgado a dos británicos, William Henry Bragg y William Lawrence Bragg, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
En reconocimiento a sus servicios a la investigación de las estructuras cristalinas a través de rayos X.
Sí, además del hecho de que los dos premios consecutivos de 1914 y 1915 fueran entregados –no sé si por casualidad o intencionadamente– a científicos de bandos opuestos durante la guerra, hay otra conexión entre ellos que seguro que has notado ya si leíste el artículo sobre von Laue: ambos suenan casi igual, puesto que ambos tienen que ver con los rayos X y los cristales.
Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre los dos galardones, como dijimos ya al hablar de von Laue:
Curiosamente, como veremos dentro de algunos meses, en poco tiempo el descubrimiento se utilizó al revés: en vez de utilizar cristales para desentrañar la naturaleza de los rayos X, otros físicos usarían rayos X para “observar” el interior de cristales. Pero de eso hablaremos en su momento, ya que significó otro Nobel de Física.
Ese momento ha llegado hoy: los dos Bragg hicieron exactamente eso, utilizar rayos X para determinar la naturaleza microscópica de los cristales, revertiendo el proceso que von Laue empleó para desentrañar el secreto de los rayos X. Ni qué decir tiene, por cierto, que si no has leído el artículo anterior te recomiendo que lo hagas antes de seguir con éste.
Este Nobel es único por un par de razones, y la primera de ellas es que es el único Nobel conjunto de padre e hijo, al menos que yo sepa. Para liar un poco la cosa, ambos se llamaban William Bragg, aunque el padre era William Henry y el hijo William Lawrence (y por si esto no bastara, el padre fue criado por su tío, de nombre William Bragg). Como puedes ver, en la familia Bragg el nombre de William no proporciona demasiada información, así que a lo largo de este artículo simplemente me referiré a los dos por su segundo nombre: Henry, el padre, y Lawrence, el hijo.
Henry no era físico por educación, sino matemático. En 1885, con tan sólo 23 años, abandonó su Inglaterra natal para trasladarse a la otra punta del Imperio Británico, a la Universidad de Adelaida en Australia (que por entonces era un desierto científico, pero Bragg hizo mucho por cambiar eso). En Adelaida se despertó en él un gran interés por la física, pero especialmente por la punta de lanza de la investigación por entonces: las “nuevas” radiaciones electromagnéticas, y especialmente los rayos X. Si has seguido la serie desde el principio sabes a lo que me refiero, porque un buen puñado de los Nobeles que hemos descrito aquí tienen que ver con rayos misteriosos de uno u otro tipo.
William Henry Bragg (1862-1942).
El descubrimiento de los rayos X por parte de Wilhelm Röntgen impresionó a Bragg, que se dedicó a realizar sus propios experimentos en Adelaida. Por azares del destino su hijo, William Lawrence –de ahora en adelante simplemente Lawrence–, el otro héroe de nuestra historia, se rompió una pierna con cinco años justo al año siguiente del descubrimiento de los rayos Röntgen. Henry examinó la fractura con ayuda de los por entonces misteriosos rayos, y supongo que eso ayudó a mantener su interés en la radiación X.
Tal vez también ayudó la amistad entre Henry y un viejo conocido nuestro, Ernest Rutherford –ganador del Nobel de Química de 1908–. Rutherford hizo lo contrario que Bragg: nació en Nueva Zelanda y luego viajó a la madre patria (en su caso a Cambridge) en 1895. Ese año, en el viaje hacia Europa, Rutherford hizo una parada en Adelaida y entabló amistad con Henry Bragg, uan amistad que quiero suponer influyó en el interés de Bragg por la física moderna.
Fuera como fuese, el antes matemático se dedicó con gran entusiasmo a la investigación física. Hizo experimentos ionizando gases en tubos de rayos catódicos, con sales radioactivas como el peligroso bromuro de radio (RaBr2) y, por supuesto, una vez que conoció la producción de rayos X por parte de Röntgen, con rayos X. Publicó varios artículos en el Philosophical Magazine y en 1907 entró a formar parte de la Royal Society.
Pero la contribución fundamental de Henry Bragg a la física y la razón de que hablemos de él hoy no se produjo en Australia sino en Inglaterra. En 1908 Bragg volvió a su isla natal y en 1909 se convirtió en catedrático de física en la Universidad de Leeds. Allí siguió investigando sobre rayos X aunque, irónicamente, su intuición sobre ellos estaba completamente errada. Dado que los rayos X eran capaces de ionizar gases, algo típico de las partículas y no las ondas, Henry pensaba que los rayos X no eran una onda electromagnética sino un chorro de partículas (algo en cierto sentido cierto, como demostraría posteriormente Einstein con su teoría fotónica).
En Leeds Henry Bragg trabajó con su hijo Lawrence –el que se había roto la pierna de niño–. Por entonces Lawrence era aún muy joven: había nacido en Australia en 1890. Sin embargo, pese a su juventud el Bragg hijo resultó tener una inteligencia aún mayor que la de su padre. Juntos formaron un equipo extraordinario: la experiencia y sosiego del padre junto con el entusiasmo y la intuición del hijo. Ambos intentaron primero comprobar la naturaleza de los rayos X, para ver si realmente eran partículas, pero como hemos visto ya, en 1912 von Laue no dejó lugar a dudas de que los rayos X eran una onda. La ionización de gases por parte de la radiación Röntgen había confundido a Henry Bragg.
William Lawrence Bragg (1890-1971).
La razón de que los rayos X sí pudieran ionizar gases, a diferencia de todas las demás radiaciones electromagnéticas conocidas hasta entonces, era simplemente el hecho de que era una radiación mucho más energética que las otras; dicho en términos modernos y posteriores a los Bragg y von Laue, la energía de cada fotón de rayos X era suficiente para arrancar electrones de los átomos de gas, mientras que los fotones de luz común y corriente no tenían la suficiente energía.
Podrías pensar que los Bragg se darían por vencidos, pero no fue así: quedaba mucho por descubrir. Para empezar, a finales de 1912 Henry diseñó un instrumento nuevo que fabricó el mecánico jefe de la facultad de Física de Leeds, un instrumento extraordinario: un espectrómetro de rayos X. El aparato era capaz de determinar las longitudes de onda de un haz de rayos X al hacerlo reflejarse en un cristal conocido, como los empleados por von Laue. Como ves por el hecho de hablar de longitud de onda por entonces los Bragg ya habían aceptado la hipótesis de von Laue sobre la naturaleza ondulatorio de la radiación X.
William Henry Bragg junto a su espectrómetro.
Al diseñar su espectrómetro Bragg padre estaba continuando el trabajo de von Laue: utilizaba un cristal para obtener información sobre los rayos X, en este caso sobre su longitud de onda. Sin embargo su hijo pronto le dio la vuelta a la tortilla e hizo justo lo contrario: utilizar los rayos X para obtener información sobre los cristales. La razón fue el hecho de que los rayos X reflejados en muchos cristales se comportaban de una manera extraña: en vez de ser reflejados en todas direcciones, como parecería lógico y sucede con un espejo normal, aparecían haces en determinadas direcciones “especiales”, como bandas de luz –para entendernos, porque los rayos X no son visibles para el ojo humano– rodeadas de sombra.
Fue el joven Lawrence quien tuvo el “encendido de bombilla” para comprender por qué sucedía esto, y creo que la mayor parte del mérito del Nobel es suya (aunque luego volveremos a valorar esto). Aunque no soy Bragg, intentaré explicar en qué consistió su idea y cómo explicaba las bandas de luz y sombra de rayos X al reflejarse en los cristales.
Aunque no conociésemos los detalles de la estructura cristalina por entonces –eso se lo debemos precisamente a los Bragg–, sí sabíamos que la diferencia entre los cristales y otras sustancias era el hecho de que en un cristal las partículas están ordenadas (creo el primero en proponerlo fue Johannes Kepler tras observar los copos de nieve). Por poner un ejemplo concreto, la sal común es químicamente cloruro de sodio, NaCl, y forma cristales que conoces bien: los cubitos minúsculos de la sal. En 1912 se pensaba que los cristales de sal estaban formados por una especie de red de moléculas de NaCl, a diferencia de sustancias no cristalinas como, por ejemplo, el puré de patatas, en las que las partículas están situadas donde les da la gana.
Cristales de NaCl vistos al microscopio (Microscopy and Imaging Facility de la Universidad de Calgary).
Esto significa –pensó Bragg– que existen direcciones privilegiadas dentro de un cristal. Podríamos imaginar un cristal de sal, por seguir con el mismo ejemplo, como una serie de planos paralelos formados por una infinidad de partículas cada uno. Las distancias entre estos planos y las partículas en cada uno, por supuesto, son minúsculas: para que te hagas una idea, observa la marca de 5 micras en la foto de arriba. En esa línea cabrían veinte mil átomos del cristal, porque la distancia interatómica en el cloruro de sodio es de unos 0,25 nanómetros.
Es importante entender lo minúsculo de esta distancia por la siguiente razón: la luz que vemos con los ojos tiene una longitud de onda de entre 400 y 700 nanómetros, ¡miles de veces la distancia interatómica de antes! Esto significa que cuando un haz de luz normal y corriente incide sobre un cristal de este tipo el tamaño de la onda es descomunal comparado con el de los huecos entre átomos. Lo que se encuentra la luz es casi un continuo. Así, la luz se refleja en la superficie y punto final.
Pero la longitud de onda de los rayos X es muchísimo más pequeña: entre 0,01 y 10 nanómetros. Por lo tanto el comportamiento de la radiación Röntgen al incidir sobre la superficie de un cristal es bien distinta. Los rayos X no se topan con una superficie casi continua sino con una especie de “malla” con partículas separadas entre sí una distancia que puede ser bastante mayor que su propia longitud de onda. La consecuencia, dicho mal y pronto, es que no se produce una reflexión en bloque contra la superficie, sino que algunos rayos pueden “colarse” entre los átomos y avanzar hacia el interior del cristal antes de reflejarse en el siguiente plano de átomos. Si nos fijamos en dos rayos cercanos paralelos, sería algo así:
Modificado a partir de esta imagen de Hydrargyrum (Creative Commons Attribution-Sharealike 3.0 License).
Un rayo “rebota” en el plano superior, que es la superficie del cristal propiamente dicha, y el otro lo hace en el siguiente plano. Esto puede parecer algo irrelevante: al fin y al cabo la distancia entre esos dos planos de partículas es absolutamente ridícula. A escala macroscópica la “superficie” del cristal está formada por –me invento un número– los primeros cien planos de átomos, cuyo grosor total sigue siendo microscópico, y listo.
Pero sí existe una diferencia esencial en lo que le sucede a esos dos rayos: ya no son iguales en un sentido fundamental. La razón es que esos rayos son, al fin y al cabo, de una onda, y una onda es una oscilación (en el caso de los rayos X, la oscilación del campo electromagnético). Antes de llegar al cristal, la parte de la onda correspondiente a cada rayo estaba oscilando exactamente igual. Si quieres tener una imagen mental de esto, imagina que ambos rayos son ondas en el agua, de modo que lo que se acerca hacia el cristal es una ola que viaja hacia la playa, que representamos como unas líneas paralelas (como si fueran las crestas de la ola) avanzando hacia el cristal:
Modificado a partir de esta imagen de Hydrargyrum (Creative Commons Attribution-Sharealike 3.0 License).
En los puntos A y A’, B y B’, C y C’ la ola hace exactamente lo mismo. Pero –y éste es el quid de la cuestión, así que ojito– los puntos C y C’ son los últimos en los que pasa esto. En el punto C el rayo superior impacta contra el átomo del cristal y rebota (dicho en fino, se refleja), pero el rayo inferior se ha “colado” entre átomos, con lo que continúa su camino como si no hubiera llegado a la playa.
Es algo así como si parte de la ola chocase con la playa pero otra parte siguiese hasta encontrase con otra “playa” un poquito más allá, y finalmente rebotase en ella. Cuando el agua se reencuentra tras estos dos rebotes la ola se ha roto. Observa los puntos D y D’ a la vuelta del rebote:
Modificado a partir de esta imagen de Hydrargyrum (Creative Commons Attribution-Sharealike 3.0 License).
[pullquote]La onda se ha roto porque un rayo ha recorrido más distancia que el otro por el mero hecho de penetrar un poquito en el cristal.[/pullquote]
Donde antes había una sola “ola” (con una cresta común en ambos rayos) ahora hay dos: la onda se ha roto porque un rayo ha recorrido más distancia que el otro por el mero hecho de penetrar un poquito en el cristal. Puede ser una distancia muy pequeña, pero el caso es que ahora es posible que en vez de haber una cresta en ambos rayos exista una cresta en uno y un valle en el otro, o algo intermedio. Dicho de un modo más técnico, es posible que al otro lado de la reflexión se produzca una interferencia destructiva entre ambos rayos, o una interferencia constructiva –que es lo que sucedía antes de llegar al cristal, cuando crestas coincidían con crestas– o algo ni fu ni fa. Continuando con el vocabulario técnico, esta interferencia del haz consigo mismo se denomina difracción.
Para notar estos efectos no hace falta que la diferencia de recorrido entre los dos rayos sea grande ni mucho menos: las ondas son extraordinariamente sensibles a esto. De hecho hemos explicado este proceso en más detalle al hablar del Nobel de Albert Michelson de 1907, ya que su famoso interferómetro utilizaba este efecto para medir distancias minúsculas, y si lo de las inteferencias destructivas te suena raro te recomiendo que lo leas porque lo explicamos con calma entonces.
¿De qué depende que los dos rayos terminen con interferencia destructiva o constructiva? Pues de varias cosas: de la distancia entre los planos del cristal, del ángulo con el que incida el haz, de la longitud de onda de la radiación… Afortunadamente no es difícil utilizar un poco de trigonometría para determinar la diferencia de recorrido de los dos rayos (si no entiendes la figura no tiene importancia, pero lo incluyo para quienes recordáis senos y cosenos y disfrutáis llegando al fondo de la cuestión):
Modificado a partir de esta imagen de Hydrargyrum (Creative Commons Attribution-Sharealike 3.0 License).
La diferencia de recorrido es 2dsenθ, donde d es la distancia entre los planos y θ el ángulo que forman los rayos con la superficie del cristal. Si esa distancia es un múltiplo de la longitud de onda, es decir, la distancia entre dos crestas de la onda, la interferencia al otro lado será constructiva. Si se encuentra justo en el punto medio entre dos de esos múltiplos coincidirán la cresta de una onda con el valle de la otra, y la interferencia será entonces destructiva. Lawrence Bragg enunció por tanto una ley que se conoce como ley de Bragg y es la razón de que recibiese el Nobel. Esa ley no es más que la expresión matemática de lo que acabamos de decir: se producirá interferencia constructiva cuando 2dsenθ = nλ, donde λ es la longitud de onda de los rayos X. De la relevancia de esta ley hablaremos en un momento, pero antes, ¿por qué se producían entonces las alternancias de luz y sombra que veían los Bragg?
Porque no estaban iluminando el cristal con un haz de rayos paralelos, sino en muchas direcciones diferentes. Imagina que en vez de los dos rayos de arriba hay conjuntos de unos pocos rayos paralelos, pero cada conjunto tiene una dirección distinta: algunos de ellos sufrirán interferencia constructiva y formaran una luz intensa después de reflejarse, otros sufrirán interferencia destructiva y no producirán luz al otro lado –insisto en que hablo de luz para entendernos, pero que se trata de rayos X que no pueden verse–. Qué conjuntos de rayos sufren una cosa u otra depende del ángulo con el que inciden sobre el cristal: de ahí que haya franjas de luz y sombra, que se corresponden con los ángulos de incidencia de inteferencia constructiva (los de luz) o destructiva (los de sombra).
Para terminar el razonamiento y comprender el alcance de la ley de Bragg te pido que ahora pienses al revés: si te fijas en las bandas de luz y sombra, ¿estarán muy juntas o muy separadas? Pues hombre, depende. Pero, ¿de qué depende? Depende de la longitud de onda de los rayos X y depende de la distancia d entre planos del cristal. Si pudiéramos conocer una de las dos variables seríamos capaces de determinar la otra.
Pero Henry Bragg había diseñado el invierno anterior un espectrómetro capaz de medir exactamente la longitud de onda de los rayos X. Utilizando ese espectrómetro era posible determinar la distancia entre partículas del cristal. Ahí está el genio de los Bragg: en ser capaces de emplear los rayos X para desentrañar el secreto microscópico de los cristales, ¡una distancia miles de veces más pequeña que una célula viva!
[pullquote]Armados con el espectrómetro de Henry y la ley de Lawrence, padre e hijo empezaron a destripar todo cristal que se les puso por delante.[/pullquote]
Ah, pero es que la cosa no acaba aquí: aún queda lo más interesante. Armados con el espectrómetro de Henry y la ley de Lawrence, padre e hijo empezaron a destripar todo cristal que se les puso por delante, ya que eran capaces de determinar con una precisión apabullante la posición de las partículas que formaban cada cristal, las distancias entre ellas, etc. Y al hacerlo se encontraron con grandes sorpresas, ¡una de ellas con la humilde y discreta sal común! Como dijimos al principio, la idea a principios del siglo XX era que la sal común o cloruro de sodio formaba cristales en los que las moléculas de NaCl equidistaban unas de otras. Sin embargo, en 1914 los Bragg se dieron cuenta de que esto no era exactamente así.
La estructura de la sal parecía al principio ser bastante más compleja de lo esperado: ¡las distancias entre partículas no eran todas iguales! Esto era raro, pero los Bragg se plantearon una solución alternativa: ¿y si no había una red de partículas sino dos? ¿Y si las partículas que constituían la red del cristal no eran las moléculas de NaCl, sino que los átomos de Na y los de Cl estaban cada uno por su lado?
Los resultados experimentales serían exactamente los que se observaban si se suponía que, efectivamente, los cristales de sal estaban formados por dos redes cristalinas intercaladas: los átomos de cloro –más grandes que los de sodio– formaban una red en la que todos equidistaban unos de otros, como si cada uno estuviera en el centro de un pequeño cubito. Y cada átomo de cloro estaba rodeado de seis átomos de sodio, situados en los vértices de un octahedro. Esto significaba también que cada átomo de sodio estaba rodeado de seis átomos de cloro:
Red cristalina de la sal común: en verde los átomos de cloro, en morado los de sodio (dominio público).
Esta estructura explicaría además la enorme temperatura necesaria para fundir sal (unos ochocientos grados centígrados): las uniones electrostáticas entre los átomos de sodio –cargados positivamente– y los de cloro –cargados negativamente– le proporcionarían una estabilidad tremenda. Al mismo tiempo se explicaría lo fácil que es, aunque parezca contradictorio, romper cristales de sal: un pequeño impacto podría desplazar un bloque de átomos respecto al otro, enfrentando así átomos de sodio con otros de sodio y átomos de cloro con otros de cloro en vez de estar, como antes, intercalados. De suceder eso, en vez de atracciones entre cargas opuestas se producirían repulsiones entre cargas del mismo signo y el cristal se rompería fácilmente, ¡justo lo que pasa en la realidad!
Pero los Bragg no se detuvieron con el cloruro de sodio: estudiaron fluorita (CaF2), pirita (FeS2), calcita (CaCO3)… y diamante. El diamante resultó tener una estructura muy diferente de todos los demás, algo nada sorprendente porque el resto de cristales están formados por cationes y aniones entrelazados, mientras que el diamante sólo está formado por átomos de carbono.
Para poder escudriñar el interior del diamante hacía falta un cristal de buena calidad, y no era tan fácil conseguirlo para los Bragg. Afortunadamente, Lawrence consiguió la colaboración de Arthur Hutchinson, que trabajaba en el Instituto de Mineralogía de Cambridge. El catedrático, William Lewis, no permitía que ningún mineral abandonase la colección y saliese de Cambridge, pero Hutchinson estaba tan interesado en descubrir la estructura cristalina del diamante que sacó a escondidas un cristal de gran calidad de la colección –no sé cuánto costaría el diamante pero me imagino que una barbaridad– y se lo entregó a Lawrence Bragg para que éste pudiera estudiarlo, además de cristales de otras rocas menos valiosas. En palabras de Lawrence,
Nunca olvidaré la amabilidad de Hutchinson al organizar un mercado negro de minerales para ayudar a un joven estudiante imberbe. Conseguí todos mis especímenes iniciales a través de él, además de consejo, y mucho me temo que el profesor Lewis nunca descubrió la fuente de mis muestras.
Gracias a la rebeldía y generosidad de Hutchinson –afortunadamente para él, el imberbe experimentador le devolvió todos los minerales intactos– Lawrence pudo determinar las distancias interatómicas y las posiciones de los átomos de carbono en el diamante. Cada átomo de carbono estaba rodeado de otros cuatro átomos en los vértices de un tetrahedro:
Estructura cristalina del diamante: los átomos de carbono en los centros de los tetrahedros en gris claro y los de los vértices en gris oscuro (University of Wisconsin - Green Bay).
A mediados de 1913 los Bragg publicaron varios artículos con los resultados de sus investigaciones –todos presentados ante la Royal Society, por supuesto–. El primero fue el que “rompió el hielo” con la comunidad científica y proporcionó enorme fama a Lawrence, su autor: The Structure of Some Crystals as indicated by their Diffraction of X-rays (La estructura de algunos cristales revelada por su difracción de rayos X). Padre e hijo también publicaron conjuntamente el artículo en el que explicaban la estructura del diamante que acabamos de mencionar, The Structure of the Diamond (La estructura del diamante).
Durante el resto de 1913 padre e hijo siguieron trabajando febrilmente y publicando como locos: antes de terminar el año habían pbulicado otros tres artículos en los que detallaban el funcionamiento del espectrómetro de Henry, las estructuras de una docena de cristales diferentes y –algo esencial en ciencia– los detalles e instrucciones necesarios para que cualquier otro laboratorio del mundo pudiera replicar sus experimentos.
El mundo científico se rindió a ellos.
Con el tiempo, además de los Bragg muchos otros científicos seguirían desentrañando los secretos de los cristales y proporcionándonos una visión extraordinaria de la estructura microscópica de la materia. Sin ese conocimiento hubiera sido muy difícil avanzar no sólo en cristalografía, sino también en la Física y la Química en general. El trabajo de los Bragg es un ejemplo más de la tendencia, desde finales del siglo XIX, a encontrar mecanismos para observar el Universo que van mucho más allá de nuestros sentidos: ¿quién le hubiera dicho a Röntgen que sus rayos servirían para determinar la posición de los átomos en un cristal?
William Lawrence (izq.) y William Henry (der.) Bragg.
Sin embargo, desgraciadamente el trabajo de los Bragg sufrió una interrupción debida a la Gran Guerra: Lawrence se alistó en el ejército británico y, aunque siguió escribiendo, no estaba en la universidad y no podía continuar experimentando. Uno de sus hermanos, de hecho, murió en la contienda, y poco después de recibir esta terrible noticia la familia recibió una buena –que no compensó la otra, por supuesto–: el padre y el hijo habían recibido el Nobel de Física de 1915 por su trabajo en cristalografía.
Respecto al mérito, creo que el Nobel conjunto es justo: aunque Lawrence fue quien más hizo avanzar la ciencia personalmente, el espectrómetro de rayos X de su padre fue la herramienta experimental básica para poder realizar esos descubrimientos, y Henry siempre estuvo junto a su hijo proporcionándole la experiencia de la que el joven carecía. De hecho este Nobel, además de ser único por la unión padre-hijo, también lo es por la juventud de William Lawrence Bragg: lo recibió con 25 años y sigue siendo hoy en día el científico más joven en obtener un Nobel.
Por desgracia la guerra no sólo detuvo las investigaciones de los Bragg, sino que también evitó una ceremonia de entrega normal. Sin embargo, G. Granqvist, el presidente del Comité de Física de la Real Academia Sueca de las Ciencias, explicó las razones de la entrega del Nobel a los Bragg con las siguientes palabras que, como siempre, comparto aquí aunque mi traducción no sea muy natural y el lenguaje resulte un poco arcaico y rebuscado:
El descubrimiento revolucionario de vonLaue sobre la difracción de rayos X en cristales estableció por un lado el movimiento ondulatorio como la cualidad esencial de estos rayos y, por otro lado, proporcionó la prueba experimental de la existencia de retículas moleculares en los cristales. Sin embargo, el problema de determinar las estructuras cristalinas a partir de las fórmulas de vonLaue era muy arduo, puesto que no sólo las retículas, sino también las longitudes de onda y la distribución de intensidades sobre ellas en el espectro de los rayos X eran desconocidas. Por lo tanto se produjo un descubrimiento extraordinario cuando W. L. Bragg determinó que el fenómeno podía tratarse matemáticamente como una reflexión de los planos paralelos sucesivos que forman la retícula cristalina, y que la relación entre las longitudes de onda y las distancias entre dichos planos podía ser calculada mediante una fórmula sencilla a partir del ángulo de reflexión.
Fue tan sólo mediante esta simplificación del método matemático que pudo atacarse el problema de las estructuras cristalinas, pero para lograr ese objetivo fue necesario reemplazar el método fotográfico de vonLaue por uno experimental basado en el principio de la reflexión, que permitiría el uso de una longitud de onda definida, aunque al principio desconocida. El requisito esencial para este propósito, el denominado espectrómetro de rayos X, fue construido por el profesor W. H. Bragg, el padre de W. L. Bragg, y fue con ayuda de ese instrumento que padre e hijo han llevado a cabo, en parte conjuntamente, en parte cada uno por su lado, una serie de investigaciones extremadamente importantes sobre la estructura de los cristales.
Si se sitúan una serie de cubos unos junto a otros de modo que la cara de un cubo coincide en todos los casos con la cara del cubo adyacente, de modo que ocho vértices se encuentren siempre en un punto, esos puntos angulares proporcionan una imagen visual de la red denominada cúbica simple. Si se sitúa cada punto de la retícula en el centro de las caras de cada cubo se obtiene la denominada red cúbica centrada en las caras, mientras que la red cúbica centrada tiene un punto de la red en el centro de cada cubo. Con la excepción de estos tres casos, no existe ninguna red cúbica que cumpla la condición de que los planos paralelos situados en cualquier dirección que pasen a través de los puntos de la red se encuentren siempre a una distancia fija entre ellos.
La red espacial en el sistema regular o cúbico debe coincidir, por lo tanto, con uno de esos tres sistemas, o ser una combinación de ellos. Por otro lado, en estas combinaciones de redes en las que no se cumpla la condición antes mencionada, donde los planos paralelos que pasan por todos los puntos de la red en ciertas direcciones no son equidistantes, esta circunstancia se hace evidente por una distribución de intensidades anómala entre los espectros de diferente orden cuando se produce una reflexión en esos planos.
A partir de datos cristalográficos siempre es posible conocer cómo está situada la cara de un cubo en cualquier cristal regular, y no hay por tanto ninguna dificultad en situar el cristal sobre el espectrómetro de manera que la reflexión tenga lugar en planos con cualquier orientación deseada.
Los rayos que inciden sobre el cristal fueron producidos por tubos de rayos X con el platino empleado inicialmente como anticátodo [ánodo]. La radiación de rayos X característica de los metales consiste, como es bien conocido, en unas cuantas líneas o bandas estrechas e intensas, y los primeros experimentos con el espectrómetro revelaron la radiación característica del platino. Sin embargo, al llevar a cabo la investigación necesaria para determinar la naturaleza de redes cristalinas complejas, en las que uno de los resultados más importantes es una distribución anormal de la intensidad a lo largo del espectro de distinto orden, pronto se hizo deseable disponer de radiación X con una longitud de onda la mitad que la más intensa producida por el platino.
A partir de consideraciones teóricas, W. H. Bragg consideró probable que un metal cuyo peso atómico fuera alrededor de 100 produciría una radiación característica de la longitud de onda deseada. Por lo tanto, se produjeron anticátodos de paladio y rodio con los que se consiguieron los resultados deseados, de manera que pudieron obtenerse y medirse espectros incluso del quinto orden. Sin embargo, para obtener la máxima utilidad de estos resultados era necesario disponer de un método para calcular la intensidad en el caso de redes cristalinas complejas, un método más simple que el de la teoría de vonLAue, y W. L. Bragg desarrolló uno.
Éste ha sido un breve esbozo de los métodos descubiertos por los dos Bragg para estudiar las estructuras cristalinas. Los resultados de sus investigaciones abarcan un gran número de cristales de varios sistemas de cristalización, y sólo es posible resumirlos brevemente aquí.
En primer lugar, los dos investigadores se dedicaron a los tipos más simples del sistema regular, representados por las sales alcalinas haloideas. Así, se hizo evidente que el bromuro de potasio y el yoduro de potasio presentaban espectros característicos de una red cúbica centrada en las caras, mientras que el espectro del cloruro de potasio era el de una red cúbica simple, y el cloruro de sodio presentaba una posición intermedia. Como puede suponerse, a partir de la similitud entre estas sales, tanto en el sentido químico como en el cristalográfico, una red cristalina similar, que también puede ser corroborada de otra manera diferente, estos investigadores demostraron que la red de los cristales en cuestión consiste en dos redes cúbicas centradas en las caras que se corresponden con los dos átomos, y que se interpenetran de modo que juntas constituyen una única red cúbica.
De estas investigaciones se deduce que un átomo metálico en los cristales de las sales alcalinas se sitúa a una misma distancia de los seis átomos halógenos que lo rodean y viceversa - una relación que demostró existir, mutatis mutandis, en todos los cristales examinados. Esto supone el descubrimiento fundamental, tanto para la física molecular como para la química, de que los cristales están formados por redes atómicas y no, como se había pensado siempre, por redes moleculares.
Dos redes cúbicas centradas en las caras también pueden interpenetrarse de modo que cada punto que pertenece a una red está en el centro de gravedad de un tetrahedro cuyos vértices son los puntos pertenecientes a la otra red. Esta estructura fue descubierta por los dos Braggs en el diamante, y esto supuso un apoyo experimental para la estructura tetrahédrica que los químicos habían postulado para el carbono con número de coordinación 4. Por otro lado se hizo evidente la razón de que los cristalógrafos no hayan podido ponerse de acuerdo sobre la clase del sistema regular a la que pertenece el diamante.
Nos llevaría demasiado lejos y sería demasiado complicado dar cuenta aquí de las posteriores investigaciones sobre redes cristalinas [realizadas por los Bragg]. Será suficiente añadir que, a lo largo de sus investigaciones, los dos Bragg han descubierto también importantes relaciones entre la amplitud y la diferencia de fase de los rayos difractados por una parte, y los pesos atómicos por la otra, y que así mismo han demostrado experimentalmente la influencia del calor sobre las redes cristalinas.
Finalmente podemos mencionar que los dos investigadores también han determinado las longitudes de onda de los rayos X y las distancias entre planos consecutivos que pasan a través de los puntos de la red con tal exactitud que el error, si es que existe, es probablemente de menos de unos cuantos puntos porcentuales, y se debe más a las constantes introducidas en los cálculos que a las propias medidas.
Gracias a los métodos que los Bragg, padre e hijo, han desarrollado para investigar las estructuras cristalinas, se ha abierto un mundo completamente nuevo que ya ha sido explorado parcialmente y con una precisión maravillosa. La significación de estos métodos y de los resultados obtenidos con ellos no puede ser aún valorada completamente, por más imponentes que sean ya sus dimensiones.
En consideración a la gran importancia que estos métodos poseen para la investigación física, la Real Academia Sueca de las Ciencias ha decidido que el Premio Nobel de Física de 1915 debe ser dividido entre el profesor W. H. Bragg y su hijo W. L. Bragg, en reconocimiento a sus servicios a la investigación de las estructuras cristalinas a través de rayos X.
En la próxima entrega de la serie, el Nobel de Química de 1915.
Para saber más (esp/ing cuando es posible):