La semana pasada publicamos la primera parte del artículo sobre Francis Bacon. Hablamos entonces sobre su familia, su infancia, el florecimiento de su carrera política y la primera obra de su Instauratio Magna: De Augmentis Scientiarum, donde establecía la clasificación del conocimiento y su fin último. Hoy seguimos con la segunda parte – el culmen de su carrera pública, sus obras máximas y luego… bueno, ya veremos lo que sucedió luego.
Los años posteriores a la publicación del Avance de las Ciencias fueron excelentes para Sir Francis: se encontraba bajo la protección de Jacobo I, su carrera política iba viento en popa y sus ideas filosóficas, que habían ido madurando durante bastante tiempo, empezaban a expresarse de una manera magistral.
Ocho años después de publicar la primera parte de la Gran Instauración, en 1613, y tras recomendar a Jacobo una reorganización de los puestos judiciales del Reino, Bacon fue nombrado Fiscal General del Estado. Cinco años después alcanzaría uno de los puestos de más poder de todo el país al convertirse en Canciller del Reino, el mismo puesto que había recibido su padre sesenta años atrás. Para rizar el rizo, Jacobo creó dos títulos nobiliarios para Bacon: en 1618 lo nombró Barón de Verulam y en 1621 Vizconde de St. Albans. También es cierto que, a la vez que Bacon recibía todo tipo de prebendas por parte del Rey a cambio de un apoyo bastante servil, se iba ganando el resentimiento de gran parte de la clase política inglesa (algo que, como veremos, pagaría más adelante).
Grabado de Francis Bacon en 1618, el año en que se convirtió en Barón.
Entre tanto, el Barón de Verulam seguía escribiendo, ¡y cómo escribía! Si a veces se me nota cierta antipatía al hablar de su carrera política, todo se me olvida cuando leo sus escritos. Qué genialidad, que contundencia y qué valor al expresar aquello en lo que creía… qué contraste, una vez más, con el modo en que se comportaba en su vida cotidiana. Estoy convencido de que tras leer algunos fragmentos de su obra tú también le perdonarás todo lo demás.
En 1620, quince años después de publicar De Augmentis Scientiarum y en lo más alto de su carrera, Bacon hizo lo propio con la segunda parte de su plan maestro, Novum Organum, el libro que cambió nuestra forma de hacer ciencia y, en cierto sentido, creó las bases de la ciencia en su sentido moderno.
La profundidad del Novum Organum es tal que me es imposible aquí empezar a describirlo, pero sí quiero dejar algunas de las ideas con las que Bacon deslumbró al mundo (al final del artículo hay un enlace al texto completo, que merece la pena leerse pero puede ser bastante pesado a veces). Si puedes, intenta imaginar la reacción de quienes lo leyeron, aún inmersos en el oscurantismo, la superstición y la ignorancia; no resulta sorprendente que en menos de un siglo surgieran academias y sociedades científicas por toda Europa, y que este libro fuera el faro que guió su camino.
El propio nombre de este magnum opus dice mucho. El Organon, por el griego herramienta, instrumento, era uno de los libros fundamentales de Aristóteles. El libro de Bacon es un Novum Organum, una nueva herramienta, una nueva manera de comprender el mundo. No sólo cuestiona las ideas aristotélicas, sino que además ese hecho se deja claro desde el propio título.
Portada del Novum Organum.
La portada también expresa la misma idea, aunque de un modo menos directo. Muestra un navío atravesando el Estrecho de Gibraltar entre los Pilares de Hércules. En la Antigüedad, los Pilares a ambos lados del Estrecho representaban los límites del conocimiento geográfico de los europeos. Sin embargo, Bacon invita al lector a atravesar los pilares, a ir más allá del conocimiento antiguo. Como dijimos antes, el inglés despreciaba a los humanistas que se limitaban a leer, releer y analizar una y otra vez a los grandes autores del pasado sin plantearse jamás que pudieran estar equivocados o que pudiera haber más conocimiento del que enseñaron aquéllos.
Esta esclavitud del pasado irritó desde siempre a Bacon. Cuando describiese, en su madurez, a sus profesores y mentores de juventud, diría de ellos que eran
Hombres de agudo ingenio, encerrados en sus celdas de unos pocos autores, especialmente Aristóteles, su Dictador.
La misma idea había sido expuesta ya en De Augmentis Scientiarum. En la dedicatoria, que naturalmente Bacon aprovecha para dorar la píldora a Jacobo I, se pregunta:
¿Por qué unos cuantos autores van a erigirse como las Columnas de Hércules, más allá de las cuales no debe haber navegación ni descubrimiento, teniendo una estrella tan brillante y benigna como Su Majestad para guiarnos y hacernos prosperar?
De modo que en esta segunda obra genial Bacon se propone dos cosas: por una parte, aunque admira a los grandes filósofos griegos, romper las cadenas que nos impedían progresar más allá de sus ideas. Por otra, crear un método universal que nos permita construir ese conocimiento nuevo. Lo que no pretende –y aquí se ve otro de los grandes contrastes dentro de Bacon– es crear conocimiento. Bacon no descubrió nada relevante a lo largo de su vida, y el Novum Organum no contiene descubrimientos nuevos. No era ése su propósito, sino mostrar el camino para alcanzar ese nuevo conocimiento, y lo consiguió, ¡vaya si lo consiguió!
Es difícil imaginar lo que sentirían los primeros lectores del Novum Organum: supongo que dependería mucho de su propia opinión sobre el estado del conocimiento en la época. Bacon, desde luego, continúa siendo tan brutalmente honesto en el prefacio como lo fue en el título. La primera frase que leería alguien que abriese el libro era la siguiente:
Aquéllos que han decidido expresar las leyes de la naturaleza como algo ya descubierto y comprendido, lo hayan hecho por pura arrogancia o por afectación profesional, han hecho un gran daño a la filosofía y a las ciencias.
Observa la primera idea con la que empezamos, pues: sabemos muy poco. Naturalmente, esto significa que hay mucho por descubrir, algo que hoy nos parece obvio pero que por entonces no estaba tan claro. En esto el inglés piensa de manera muy parecida a René Descartes, otro revolucionario de la época. Sin embargo, Bacon y Descartes alcanzan conclusiones muy diferentes sobre cómo construir conocimiento y sobre qué es la verdad; a riesgo de que algún filósofo me corra a gorrazos diré que la concepción de Bacon es más moderna que la de Descartes en lo que a la ciencia se refiere –por mucho que el francés contribuyese también a la concepción actual de la ciencia–.
Francis Bacon expresa algo que parece escrito por un físico cuántico y me deja patidifuso que lo hiciera en 1620. Se trata de algo auténticamente revolucionario, de un pragmatismo y una visión que me ponen los pelos de punta (énfasis mío):
Ahora bien, mi método, aunque difícil de poner en práctica, es fácil de explicar, y consiste en lo siguiente: propongo establecer grados progresivos de certeza.
Pienso, luego probablemente existo, pero si no fuera así, ya lo descubriremos más tarde.
A diferencia de Descartes, Bacon no se plantea encontrar una verdad absoluta: el inglés considera la ciencia como proceso que se mejora a sí mismo poco a poco. Nuestro entendimiento de las leyes naturales no es, por tanto, cuestión de verdad y mentira sin más: es cuestión de grados sucesivos de refinamiento. Una ley o un principio son válidos mientras no demuestren ser falsos, y mientras nadie alcance otros más generales que expliquen lo que antes considerábamos indemostrable; cuando suceda una de esas dos cosas descartaremos el principio antiguo y lo reemplazaremos por el nuevo.
Y, si crees que esto es una obviedad como un piano de cola, deja que te diga algo: crees que es una obviedad como un piano de cola gracias a que, hace casi quinientos años, cuando el resto de nosotros nos golpeábamos en la cabeza con palos mientras gruñíamos guturalmente, Sir Francis Bacon escribió la frase de arriba y cambió el mundo.
Toda la primera parte del Novum Organum se dedica a identificar los obstáculos y las cadenas que impedían avanzar al conocimiento en su época. Para ello, entre otras cosas, Bacon establece unas categorías de falsas ideas (mira que le gustaba categorizar las cosas) que nos llevan a error al intentar comprender el Universo: los ídolos. Aunque el lenguaje sea arcaico y Sir Francis utilice términos rimbombantes, sus descripciones son tan relevantes ahora como en 1620.
Los idola tribus son los ídolos de la tribu, es decir, inherentes a la especie humana. Bacon se refiere con esto a nuestra tendencia confundir nuestros propios pensamientos con la realidad del mundo: por ejemplo, ante dos cosas que se suceden en el tiempo, tendemos a inventar relaciones de causa-efecto entre ellas cuando no las hay necesariamente.
Los ídolos de la tribu tienen su raíz en la misma naturaleza humana y en la propia tribu o especie humana. Y es que la gente afirma falsamente que el pensamiento humano es la medida de las cosas, pero realmente todas las percepciones de sentido y mente están hechas a la medida del hombre, y no del Universo.
Dicho de un modo mucho más vulgar: no dejes que el hecho de ser humano altere tus conclusiones.
Los idola specus son los ídolos de la caverna, con la que Bacon se refiere a todo el equipaje intelectual del individuo. Básicamente, cuando analizas algo es difícil evitar que los libros que has leído, la gente que te ha enseñado o incluso las vivencias de toda tu vida alteren tu percepción y análisis de lo que estás estudiando.
Al igual que antes, dicho mal y pronto: no dejes que el hecho de ser tú altere tus conclusiones.
Los idola fori son los ídolos del foro, es decir, la consecuencia de nuestra relación de unos con otros a través del lenguaje. Para Bacon, las propias palabras pueden ser un obstáculo y no una ayuda para comprender mejor las cosas, no sólo por las ambigüedades inherentes al lenguaje, sino porque los seres humanos tendemos a utilizarlo a veces como arma, enrevesando las cosas y acabando por discutir sobre las definiciones de las cosas y no las cosas mismas.
Es decir, no dejes que las palabras alteren tus conclusiones.
Aunque nos encontramos aún lejos del matrimonio entre ciencia experimental y matemáticas –de eso es responsable Galileo–, Bacon ya es consciente de que el uso de definiciones vagas hace imposible comprender las cosas. En términos más modernos, hacen falta definiciones operativas de los conceptos que utilicemos en ciencia, puesto que si no, cualquier cosa que hagamos con ellas será inútil:
Sustancia, cualidad, acción, pasión, la propia esencia, no son conceptos sólidos; mucho menos lo son pesado, ligero, denso, rarificado, húmedo, seco, generación, corrupción, atracción, repulsión, elemento, materia, forma y demás; todos son fantásticos y están mal definidos.
Insisto en que, al leerlo, es imposible no ver lo relevante que sigue siendo. Si alguna vez has discutido con alguien que, sin tener argumentos sólidos, se protege utilizando palabras doctas, espero que sonrías al leer a Francis:
Y tampoco arreglan las cosas las definiciones o explicaciones con las que, en algunas cosas, los hombres doctos se defienden y se protegen a sí mismos. No, entonces las palabras fuerzan e invalidan la comprensión, y sumergen todo en la confusión, y llevan a los hombres a innumerables discusiones vacías de sentido […].
Esto es algo que el inglés repite varias veces en el libro. Básicamente el mensajes es: dejémonos de zarandajas, de repetir palabras rimbombantes y de discutir una y otra vez sobre el significado de las cosas, y pongámonos manos a la obra – miremos el mundo y no los libros escritos hace un milenio:
El silogismo está hecho de proposiciones, proposiciones de palabras, y las palabras señalan ideas. Así, si las propias ideas –y éste es el quid de la cuestión– son erróneas, y se abstraen temerariamente de las cosas, no puede construirse nada sólido con ellas. La única esperanza, por tanto, se encuentra en la verdadera inducción.
Finalmente, los idola theatri son los ídolos del teatro, con los que Bacon se refiere justo a la esclavitud del pasado que tanto lo desesperaba. El mismo nombre es una puya: son ídolos del teatro porque muchas de las enseñanzas de los antiguos filósofos no son más que historias ficticias, contadas una y otra vez como en un escenario. Su validez es el puro entretenimiento, porque no hay nada real bajo ellas.
O, dicho de la terrible manera de antes, no dejes que las ideas de otros antes que tú alteren tus conclusiones.
Finalmente, aunque no lo considere un ídolo, no puedo dejar de mencionar la claridad de ideas de Bacon, un devoto cristiano, sobre la relación entre ciencia y religión:
Tampoco puede olvidarse que en todas las épocas la filosofía natural [es decir, la ciencia] ha tenido un adversario problemático y difícil de tratar - concretamente la superstición, y el fervor religioso ciego y desmesurado.
Una vez identificados los principales obstáculos que veía para avanzar en nuestro viaje más allá de los Pilares de Hércules, Bacon abandona esa parte más negativa del libro para hacer lo realmente difícil: establecer el método para conseguirlo.
Ese método no es otro que la inducción, es decir, la extracción de principios generales a partir de casos concretos. No es que Bacon considere que la deducción es inútil, ni que la inducción sea perfecta y siempre lleve a la verdad – es que, por un lado, no le importa descubrir la verdad absoluta, sino acercarse a ella, y por otro, dado que la información que recibimos del mundo no es general sino concreta, se trata del modo más práctico de adquirir conocimiento.
De acuerdo con Bacon, el modo de pensar en la época salta casi directamente de la percepción al establecimiento de principios generales, ya que eso es lo natural en el ser humano (un ídolo de la tribu, por así decirlo). Pero lo que hace falta no es eso: es establecer principios sólidos y comprobables, aunque no sean generales. Posteriormente alguien más será capaz de generalizar un poco esos principios y así, escalón a escalón –lentos pero seguros– alcanzaremos finalmente esos principios generales:
Hay y sólo puede haber dos modos de buscar y encontrar la verdad. Uno salta de los sentidos y los casos particulares a los axiomas generales, y de estos principios –cuya certeza considera segura e inamovible– pasa a realizar juicios y establecer axiomas interemedios [no particulares ni generales]. Y esta manera es la que está de moda hoy en día. El otro modo deriva axiomas de los sentidos y casos particulares y asciende, de manera gradual y continua, hasta alcanzar los axiomas generales al final del camino. Ésta es la manera correcta, pero aún no se ha intentado.
Creo que, si te interesa la ciencia y has leído sobre ella –y si estás leyendo este párrafo me como el sombrero si no es así– todo esto te suena mucho, ¿verdad? Pero insisto, te suena porque uno de los pilares de nuestra concepción moderna de la ciencia, aunque haya evolucionado mucho desde entonces, es este libro del propio Vizconde de St. Albans.
Bacon dedica una gran parte del libro a describir este proceso inductivo con un ejemplo: el estudio del calor. La preparación matemática de Bacon es muy pobre, de modo que utiliza únicamente razonamientos cualitativos; sin embargo, lo hace de manera cuidadosa y sistemática, como todo lo demás.
Así, para entender el calor, Bacon sugiere en primer lugar hacer una lista de situaciones en las que existe calor: llamas, rayos solares, objetos calientes, etc. Luego, hacer otra lista con situaciones en las que el calor está ausente, pero no cualquier situación, ya que habrá una miríada de ellas en las que no hay calor, y no obtendríamos ninguna información haciendo eso – no, Bacon sugiere hacer una lista de desviaciones, es decir, situaciones tan similares a las de la primera lista como sea posible, pero en las que no haya calor.
Por ejemplo, en contraste a los rayos solares, Bacon sugiere los rayos lunares en la segunda lista, ya que también constituyen luz, pero no calientan las cosas. Independientemente de que hoy conozcamos la naturaleza de los rayos lunares, la clave de la cuestión está en que, al comparar situaciones tan parecidas en todo lo demás como sea posible excepto en la presencia o ausencia del fenómeno que estudiamos, tal vez seamos capaces de identificar la naturaleza de ese fenómeno entendiendo por qué aparece en una y no en la otra.
Más importante aún que la propuesta de hacer esta segunda lista es la sugerencia de cómo identificar los casos en los que realmente hay presencia o ausencia de calor en situaciones diferentes si no estamos seguros con la primera observación. Cuando leí este párrafo por primera vez, un pequeño escalofrío me recorrió el cuerpo, porque soy así de cursi. Veamos si a ti te pasa lo mismo:
Deberá entonces realizarse cuidadosamente un experimento para, mediante las lentes más poderosas y mejor construidas, se capturen y hagan converger los rayos de la Luna para intentar conseguir el más mínimo grado de calor. Pero si este grado de calor es tan sutil y débil que no es posible percibirlo y notarlo mediante el tacto, debe hacerse uso de los vasos que indican el estado de la atmósfera respecto al calor y al frío [es decir, un termómetro como los de Galileo que se basan en el cambio en la densidad de un líquido con la temperatura]. Así, debe dejarse caer los rayos lunares a través de una lente sobre uno de estos vasos, y observar entonces si se produce el descenso de agua a causa del calor.
Sí, sí, tus ojos no te engañan. Bacon propone la preparación de experimentos para confirmar hipótesis, y la utilización de instrumentos de medida que suplementen nuestros burdos sentidos humanos para medir las cosas con precisión. Ah, Sir Francis…
La tercera lista que propone Bacon es la lista de grados: situaciones en las que el fenómeno se produce en distinto grado. Así, si encontramos una correlación entre el grado del fenómeno y alguna otra variable, podremos identificar la causa del fenómeno. Establece así las bases que luego Galileo y Newton emplearían para cambiar nuestra física para siempre: sugiere que se realicen experimentos, por ejemplo, en los que se sitúa un cuerpo incandescente a cierta distancia de un combustible, y se observe la rapidez con la que éste comienza a arder. Luego se acerca el cuerpo a la mitad de distancia y se compara el tiempo que tarda en arder el combustible, y así sucesivamente. En el Novum Organum nace, por tanto, la concepción cuantitativa de la ciencia. Me dan ganas de hacerme una camiseta con su cara.
No quiero dedicar más tiempo a hablar de este libro, puesto que lo esencial debería haber quedado claro: observemos el mundo sin dejar que nuestro equipaje nuble nuestra vista. Analicemos lo que hemos visto cuidadosamente. Cuando no estemos seguros, preparemos experimentos en los que aislar los aspectos que nos interesan y eliminar lo accesorio. Finalmente, extraigamos conclusiones sobre todo esto. Esas conclusiones no son la verdad, pero son mejores que lo que teníamos antes. Vuélvase a empezar de nuevo el proceso y tendremos una conclusión mejor que la anterior.
Dijo Bacon: Fiat Scientia. Y la ciencia se hizo.
Desgraciadamente, gran parte del método que Bacon promete en el Novum Organum nunca llegó a escribirse. De su Instauratio Magna no llegó a escribir mucho más. Sin embargo, para ser sinceros, no hacía falta más. Aunque algunos de sus contemporáneos se escandalizaron al leer sus críticas a Platón o Aristóteles, muchos otros quedaron tan ojipláticos como tú y como yo: lo leyeron de jóvenes y sintieron una inspiración que cambiaría no sólo sus vidas, sino también las nuestras.
Creo que no exagero: si miramos el modo de hacer ciencia en 1620 y lo propio en 1670, tan sólo cincuenta años más tarde, el cambio es mayor que entre 1120 y 1620, un período de cinco siglos. Y no, desde luego que Bacon no es el único responsable, pero sí uno de los fundamentales. No soy yo quien lo dice: Sir Isaac Newton era un baconiano convencido, e intentó aplicar los ideales de Sir Francis a su modo de hacer ciencia. Y la verdad es que no le salió del todo mal.
Lo que sí salió no mal, sino fatal, fue prácticamente todo para Bacon tras la publicación del Novum Organum. En 1621, como dijimos antes, acababa de publicar su gran obra y había sido nombrado Vizconde de St. Albans. Era Canciller, Fiscal General y tenía el favor de Jacobo y el odio de muchos otros.
Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra en 1621.
El mismo año, Bacon vuelve otra vez a caer en deudas que no puede pagar –no me preguntes cómo es posible, pero así es–. Pero eso no es lo peor. ¿Cómo consigues dinero “extra” para intentar pagar tus deudas, teniendo puestos tan importantes dentro del aparato legal? Puedes imaginarlo.
Unos meses después de ser nombrado Vizconde, Bacon fue acusado de veintitrés cargos distintos de corrupción. El muy sinvergüenza (lo siento, no lo puedo evitar) admitió haber aceptado regalos de gente involucrada en juicios de los que él era responsable, pero insistió en que esos regalos no habían influido en absoluto en sus decisiones (sí, no sólo sus escritos siguen siendo relevantes, su sinvergonzonería también). Aunque su castigo penal fue levísimo –una multa, unos pocos días en la Torre de Londres y poco más–, este juicio supuso el final de su carrera: se le prohibió ejercer cargos públicos en el futuro.
Bacon se retiró de la vida pública y se dedicó a escribir y experimentar, aunque no le quedaban muchos años de vida. Fue durante este tiempo que escribió Nova Atlantis, la obra magistral que tanto inspiró la creación de la Royal Society. Y es que ésa fue su otra gran contribución al concepto moderno de ciencia: Bacon consideraba que el papel del Estado en el progreso científico era crucial, que la ciencia debía ser un esfuerzo colectivo. Su Casa de Salomón en Nova Atlantis ejemplifica estupendamente sus ideales, que se convertirían en realidad –hasta cierto punto, claro, ya que su libro es una utopía– en la Royal Society y similares.
En abril de 1626, Bacon viajaba junto con el médico del Rey en un carruaje por los campos nevados cuando se le ocurrió la posibilidad de experimentar con la conservación de alimentos empleando nieve o hielo. Ni corto ni perezoso, junto con el doctor, bajó del carruaje y se dirigió a una granja, donde compró un pollo y, tras destriparlo, rellenó el cuerpo con nieve. Cuento este episodio porque, de acuerdo con John Aubrey, su biógrafo unos años después, a consecuencia de ello Bacon contrajo una neumonía. El genial y despilfarrador inglés murió tres días más tarde, el nueve de abril, con sesenta y seis años y una deuda equivalente a unos tres millones y medio de euros.
Tumba de Francis Bacon en la Iglesia de San Miguel en St Albans.
Lo irónico del asunto es que es muy improbable que la muerte de Bacon fuera a causa del episodio del pollo congelado: como eso sucedió primero y la muerte poco tiempo después a causa de neumonía, Aubrey seguramente asoció ambos como causa y efecto. Como resultado, la biografía de Bacon fue una víctima clara de uno de los idola tribus, ¡qué se le va a hacer!
La otra ironía en la vida de Francis Bacon, como hemos dicho antes, es el hecho de que postulase un sistema de descubrir el funcionamiento del Universo superior a cualquier otro anterior a él… pero, al mismo tiempo, que fuese incapaz de utilizar su propio sistema para realizar descubrimientos científicos relevantes. Fue algo así como un diseñador que crea un nuevo tipo de pintura y un juego de pinceles superior a cualquier otro, pero que carece del talento necesario para pintar con ellos. Por eso nos haría falta esperar un poco más, lo necesario para que las ideas de Bacon floreciesen en la generación posterior y genios como Isaac Newton o Robert Boyle nos pusieran en marcha a lo largo del camino señalado por Sir Francis. Pero hablando de Robert Boyle…
Para saber más (esp/ing cuando es posible):