Hace ya un año desde el último editorial desde la mazmorra. No es que no sufra de verborrea, es que apenas tengo tiempo de mantener el ritmo normal de publicación de artículos, ¡como para encima soltar sermones! Sin embargo, el último artículo sobre el Nobel de Física de 1912 de Gustaf Dalén me ha llevado a escribir esto casi de corrido, de modo que aquí lo tenéis.
Ni qué decir tiene que cualquier entrada de este tipo es sólo una opinión personal, y estoy seguro de que voy a decir o bien una perogrullada o bien una estupidez. No pretendo llegar a conclusiones concretas ni hay un hilo coherente en el discurso, simplemente pienso en voz alta y me ha salido un barullo sin mucho propósito ni acierto… avisado estás.
Dicho esto, la entrada sobre Dalén me hace pensar en voz alta sobre dos facetas de la ciencia que a veces, en mi opinión, son menospreciadas sin demasiada razón –en ocasiones mutuamente, lo cual es aún más triste–. Estoy hablando de lo que suele llamarse ciencia básica y ciencia aplicada.
Tanto una como la otra surgen de una pregunta. Creo que, con excepciones, casi todos tendemos a preguntarnos más a menudo de una manera o de la otra, con lo que casi todos tendemos, hasta cierto punto, hacia una de las dos de manera natural. De hecho, no me sorprendería que estas dos tendencias hayan sido seleccionadas en nosotros, ya que suponen una ventaja evolutiva considerable.
No me cabe duda de que en todos nosotros existe el impulso a realizar las dos preguntas, y siempre que ponemos etiquetas a las cosas y las clasificamos estamos simplificando, desde luego. Pero esta reflexión en voz alta terminará convirtiéndose, como casi siempre me pasa, en un sermón, y necesito estas etiquetas para sermonearte, ¡de manera que paciencia!
La ciencia básica nace de la pregunta “¿por qué?”. ¿Por qué nacemos y después morimos? ¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué las cosas caen hacia el suelo? ¿Por qué el relámpago se ve antes de oírse el trueno? ¿Por qué? es la pregunta acuciante.
Dicho de otro modo, la motivación fundamental de la ciencia básica es la necesidad de entender.
Naturalmente, todos nos preguntamos este tipo de cosas desde niños y este impulso muestra una tendencia natural hacia la ciencia básica. En mi opinión esto no significa que la ciencia sea algo natural para nosotros, ni muchísimo menos: la curiosidad es el primer paso y sin ella no suele surgir la ciencia, pero hacen falta muchas otras cosas más difíciles. Pero la “artificialidad” o “naturalidad” de la ciencia no es el objetivo de esta diatriba, así que dejo el asunto por ahora.
La ciencia aplicada nace de la pregunta “¿cómo?” en el sentido de cómo lograr algo. ¿Cómo protejo mi poblado de las fieras? ¿Cómo consigo que sólo yo pueda abrir la puerta de mi casa? ¿Cómo ordeno un conjunto de datos de forma eficiente? ¿Cómo hago de los faros algo automático? ¿Cómo? es la pregunta acuciante, resolver el problema es el objetivo.
A veces la cosa surge al revés: en vez de intentar encontrar la manera de resolver un problema, consideramos una idea, una herramienta, un material… y nos preguntamos cómo puede ser útil.
En términos similares a los de antes, la motivación fundamental de la ciencia aplicada es la necesidad de controlar.
Una vez más, todos nos preguntamos cosas así constantemente, aunque creo que esta motivación suele ser más tardía. Es en la juventud o la madurez cuando solemos empezar más a menudo a plantearnos cómo resolver problemas y mejorar el modo en el que nos relacionamos con el entorno.
¿De dónde surge entonces el malentendido que a veces nos lleva a despreciar, consciente o inconscientemente, a cada una de las dos?
Quiero atacar primero el caso de la ciencia aplicada porque es lo que, al leer sobre Gustaf Dalén, me llevó a empezar este editorial. La sociedad en general no suele menospreciar la ciencia aplicada, puesto que su propia naturaleza –resolver problemas concretos– la hace útil de manera inmediata casi siempre. El menosprecio viene de alguien mucho más cercano a ella.
Quienes pecamos de ignorantes al despreciarla –tal vez no de manera explícita– somos los que caemos, por afición o por profesión, dentro del campo de la ciencia básica. Nuestra motivación es pura, pensamos a veces: el conocimiento por el conocimiento. Los otros, sin embargo, son ruines, egoístas y avariciosos, y su motivación es un beneficio práctico: no quieren saber cómo crece una planta para entenderla, sino para poder hacer las cosechas más eficientes. No quieren entender el espectro electromagnético por sí mismo, sino que quieren fabricar mejores teléfonos móviles.
Sí, estoy exagerando, pero creo que entiendes lo que quiero decir: se trata, supongo, de una herencia de la Grecia Clásica. Esto de mancharnos las manos con grasa y engranajes o, mucho peor aún, con el sucio dinero, nos parece despreciable. Naturalmente, esta actitud es una estupidez como un piano de cola – pero es fácil caer en ella, aunque sea de forma sutil.
Los inventos de Dalén son un estupendo ejemplo de esto: fueron cotidianos, vulgares, no revelaron nuevos principios de la naturaleza ni nos dejaron con la boca abierta. El sueco no hizo más que tomar principios ya establecidos, ciencia bien asentada en su mayor parte, pensar sobre ella y sobre el problema que tenía delante y resolverlo.
Al hacerlo salvó miles de vidas humanas a lo largo de las décadas que funcionaron sus faros. Al hacerlo hizo que la especie humana estuviera un poco mejor adaptada a su entorno que antes. Fuimos capaces de controlar nuestro entorno de un modo que antes no podíamos, y nuestra vida fue un poco mejor a partir de entonces: ahí está la grandeza de la ingeniería, de la medicina aplicada, de la programación, de la arquitectura…
Volveré a esto un poco más adelante pero, antes, hablemos de la principal pega que suele ponerse a la ciencia básica. Por su propia naturaleza, la ciencia básica no responde a una necesidad inmediata. Que el cielo sea azul porque alguien lo pintó así o por las moléculas que lo componen y el tipo de radiación electromagnética emitido por el Sol no va a dar de comer a un pastor mañana. Conseguir agua potable para sus cabras sí.
En esto, la ciencia básica se parece al arte y, en lo que respecta a la sociedad, creo que es donde nos tienta a reducir el esfuerzo en ella. Cada acción de la ciencia aplicada se produce para resolver un problema concreto, con lo que es mucho más fácil obtener recursos de la sociedad para ella:
–¿Para qué sirve encontrar el antibiótico que está investigando usted?
–Para curar la tuberculosis resistente a los antibióticos actuales y, así, salvar miles de vidas.
–Ah… entonces continúe, continúe.
Sin embargo, en el caso de la ciencia básica esto suele ser mucho más difícil:
–¿Para qué sirve descubrir si hay vida microscópica en Marte?
–Estoo…. ¡porque sería emocionante!
–¿Emocionante? ¡Cómprese usted un loro, señor mío!
Por eso es tan tentador reducir los presupuestos de la ciencia básica: porque a corto plazo casi nunca sirve para nada que justifique financiarla.
Antes de que me acuses de traidor –aunque supongo que si llevas tiempo con nosotros sabrás a dónde quiero llegar–, soy un ardiente defensor de la ciencia básica, y creo que sólo una sociedad ignorante comete el terrible error de no ir más allá en ese razonamiento. Pero la tentación de cometer ese error está ahí todo el tiempo, y no hace falta leer mucho los periódicos para ver aparecer la cabeza del “¿para qué sirve?” cada dos por tres, y más cuando el dinero escasea.
Aunque me repita, también me parece tentador, desde el “bando de la ciencia”, despreciar la pregunta como haría un filósofo de la Grecia Clásica: ¿Para qué sirve? ¿Cómo que para qué sirve? ¡Qué bajeza, qué ruindad, por favor! ¡No hay mayor virtud que buscar el conocimiento en sí mismo! Creo que esto es un error por varias razones.
Por un lado, aparte de arrogante, es injusto con la sociedad: la investigación básica requiere un esfuerzo –grande o pequeño, lo mismo me da– por parte de toda la sociedad que la financia. No podemos pedir a la gente que dé dinero sin justificar ese esfuerzo de manera razonada, sin despreciar la pregunta y sin darla de lado hablando de la pureza del conocimiento “sin motivaciones mundanas”. Pitágoras sería muy listo pero en eso era un burro.
Por otro lado, afortunadamente no es cierto que no sirva para nada, pero el para qué no es fácil de responder. La mejor manera de explicarlo que se me ocurre es con una analogía un tanto platónica que seguramente ya ha sido propuesta por alguien antes que yo o bien es una tontería, pero bueno.
Imagina todo el conocimiento que es posible adquirir acerca del mundo que nos rodea como un almacén gigantesco que se encuentra a oscuras. En el almacén hay todo tipo de cosas: cuerda rota, diamantes, ositos de peluche desvencijados, motores de avión en perfecto estado, medicamentos valiosísimos… algunas cosas son de un valor incalculable y otras muchas no son más que basura. Esos objetos del almacén son todo el conocimiento posible que es posible adquirir acerca del mundo. Son ideas, unas muy tontas y otras maravillosas.
Nuestro conocimiento, en esta absurda analogía, está representado por la parte del almacén que hemos iluminado. En un momento dado tal vez podamos ver una pequeña fracción del almacén en la que hay unos cuantos objetos. Desde luego, no sabemos el tamaño del almacén, de modo que no podemos conocer el porcentaje que hemos iluminado ni siquiera si es posible iluminarlo entero o es infinito.
¿Qué hacen ambas facetas de la ciencia en esta analogía?
La ciencia básica trata de aumentar el área iluminada: no sabemos lo que hay un poco más allá del borde de nuestra luz, de modo que intentamos desentrañar los misterios que ocultan la parte en tinieblas. Emocionalmente no hay duda de por qué lo hacemos: porque nos sale de dentro, porque nos corroe la curiosidad de saber qué hay ahí. Como individuos la cosa está clara.
Pero ¿cuál es la respuesta sincera al “¿para qué sirve?” inevitable por parte de la sociedad? En mi opinión, simplemente ésta: no lo sé todavía. Por definición, la ciencia básica revela algo que no conocemos: si no lo conocemos, ¿cómo demonios vamos a saber qué utilidad puede tener?
Es posible que iluminemos una esquina del almacén y haya cemento, polvo rojizo, un líquido azul o muchas tuercas. No lo sabemos, no podemos saberlo casi nunca antes de iluminarlo: es imposible responder a la pregunta de para qué a priori. Es más, es posible que la parte que iluminemos no sirva absolutamente para nada en sí misma: es posible que no haya más que una moneda oxidada o un montón de polvo, que puedan ser interesantes y satisfagan nuestra curiosidad pero nada más.
Aquí es donde, por cierto, entra en acción la ciencia aplicada. Son absolutamente necesarias personas que iluminen nuevas regiones del almacén, pero también lo son otras personas que examinen el área iluminada, miren a su alrededor para identificar un problema y sean capaces de relacionar lo que hay en el almacén con el problema a resolver: tal vez ese líquido azul pueda utilizarse para potabilizar agua, o para crear un nuevo sistema de calefacción. Tal vez el polvo rojizo pueda mejorar la calidad de nuestros ladrillos y seamos capaces de construir mejores estructuras.
Sin la ciencia aplicada, todos los tesoros que hemos iluminado al extender las fronteras de nuestra luz en el almacén no serían tesoros: serían tan inútiles como la moneda oxidada. La relevancia práctica de cada nueva pieza de conocimiento que adquirimos debe ser puesta de manifiesto por esa ciencia aplicada.
Es evidente el modo en el que la ciencia aplicada necesita de la básica –aunque a veces ilumine nuevas zonas del almacén por sí misma–. Pero también es cierto al revés: no sólo por revelar la importancia para la sociedad de cada cosa que descubrimos, sino porque muchos de esos descubrimientos “puros” de la ciencia básica serían completamente imposibles sin la tecnología creada por la ciencia aplicada: el propio proceso de descubrir cosas nuevas es un problema que requiere de soluciones proporcionadas por ella. El telescopio con el que miras, el ordenador con el que calculas, el acelerador con el que tratas de replicar los momentos posteriores al Big Bang… ninguno existiría sin ella.
Hace falta quien ilumine nuevos objetos; hace falta quien evalúe esos objetos y los haga útiles. Ninguna de las dos puede existir por sí misma sin la otra con la menor eficacia: son dos caras de la misma moneda. A veces nos parecen lejanas, pero para la sociedad ingenieros y científicos forman parte del mismo equipo, con papeles diferentes pero complementarios.
Para terminar, y volviendo a la importancia de la ciencia básica, incluso si en la parte del almacén que acabamos de iluminar no hay nada útil, habremos desplazado el límite de luz. Estaremos entonces más cerca de revelar otra sección más, que no hubiéramos podido revelar sin antes iluminar ésta. ¿Para qué ha servido entonces iluminar este montón de polvo? Para poder iluminar otras secciones más. Tarde o temprano una de esas secciones iluminadas será muy provechosa, aunque sea imposible saber cuál a priori.
Aquí está entonces la terrible e inseparable cara-cruz de la cuestión:
-
Es probable que lo que estemos investigando no suponga ningún beneficio en sí mismo.
-
Es inevitable que alguna pieza de conocimiento derivada de ésta, directa o indirectamente, suponga un gran beneficio.
Dicho de otro modo, invertir en ciencia básica es arriesgado a corto plazo, pero no hacerlo es inevitablemente una estrategia perdedora a largo plazo.
Para terminar de complicar las cosas, la naturaleza de la ciencia moderna –afortunadamente– hace del conocimiento algo en su mayor parte compartido. En términos de nuestro almacén, cuando iluminamos una sección del almacén cualquier otro puede iluminar secciones adyacentes, beneficiándose de nuestro esfuerzo. Esto es maravilloso, porque supone que los esfuerzos de toda la humanidad se acumulan; pero al mismo tiempo, pensando en términos locales, supone que quien se beneficie mañana de nuestro esfuerzo de hoy puede ser algún otro lugar de la Tierra.
Dicho de otro modo, no tiene sentido invertir en ciencia básica si pensamos de manera localista y a corto plazo; es una estrategia evidente hacerlo si pensamos de manera global y a largo plazo.
¿De cuál de estas dos maneras actuaremos como sociedad?