Nota: Al final me he encontrado con que no tengo buen acceso a la red en la segunda mitad de las vacaciones, de modo que me temo que agosto será un mes un tanto escaso en artículos. Al menos, aquí tenéis uno que pude documentar antes de quedarme “aislado”.
En la serie de los Premios Nobel recorremos estos galardones en las ramas de Física y Química desde sus inicios en 1901. Para cada premio intentamos dar una idea de la situación antes del descubrimiento en cuestión, el descubrimiento en sí y su importancia, además de dar algunas pinceladas sobre el descubridor y, la verdad, cualquier cosa relacionada con el premio que sea interesante de algún modo.
En la última entrega disfrutamos juntos con el Premio Nobel de Química de 1911, otorgado a Marie Skłodowska-Curie por sus descubrimientos relacionados con el radio y el polonio. Hoy, por lo tanto, avanzaremos un año y volveremos a la Física –bueno, más o menos–, para divertirnos un rato con el Premio Nobel de Física de 1912, entregado al sueco Gustaf Dalén, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
Por la invención de reguladores automáticos y su uso, junto con acumuladores de gas, para iluminar faros y boyas luminosas.
Cuando leí la descripción del Nobel pensé que sería un rollo y no hablaría apenas del asunto, pero cuando empecé a investigar sobre ello, la historia me pareció muy interesante, de modo que este artículo ha terminado teniendo una extensión inesperada –y ha inspirado, además, el contenido de un editorial Desde la mazmorra que publicaremos dentro de unos días–. Espero que a ti te pase lo mismo si la descripción del premio te ha parecido aburrida y me propongo que leas el artículo hasta el final, boyas luminosas y acumuladores de gas incluidos. ¿Listo?
Para entender la importancia práctica de este descubrimiento –que es la razón de que fuera premiado– hace falta, como tantas otras veces, retroceder en el tiempo. Esta vez tenemos que hacerlo un par de miles de años, hasta el nacimiento de los primeros faros.
Desde luego, no voy a extenderme aquí sobre la historia del faro ni nada parecido, pero sí quiero hablar brevemente del problema esencial de estas ayudas a la navegación en el siglo XIX. Como seguro que sabes, los primeros faros eran torres –algunas de una altura extraordinaria para la época, como el Faro de Alejandría, una de las siete maravillas del mundo– sobre las que ardía un fuego lo más brillante posible. En algunos casos, como el del propio Faro, durante el día se empleaban espejos para señalar la posición del faro y se encendía el fuego de noche.
Era necesario, naturalmente, que alguien se encargase del mantenimiento del faro: hacía falta llevar combustible, que se quemaba a un ritmo endiablado si era un faro grande. Hacía falta estar al tanto de que no se extinguiera el fuego, de apagarlo a la llegada del alba, de limpiar los espejos y, posteriormente, las lentes… de ahí que todos los faros tuvieran una vivienda asociada a ellos. Se trataba de un trabajo poco agradable, sobre todo porque muchos faros estaban situados en lugares poco accesibles o casi aislados, pero era absolutamente esencial para la navegación.
Farum Brigantium, la Torre de Hércules, el faro romano más antiguo en funcionamiento (Alessio Damato/CC Attribution-Sharealike 3.0 License).
Todas las culturas con presencia marítima –griegos, romanos, chinos…– construyeron faros. En Europa casi todos cayeron en desuso con la caída de Roma, pero empezaron a reconstruirse en el Renacimiento y pronto se extendieron a muchos lugares en los que no habían existido antes. En el siglo XVII la navegación marítima era de una importancia tal que los faros se extendieron como la espuma.
Al mismo tiempo, se fueron mejorando los diseños: de la madera se pasó a velas y grasa animal, y de ahí a combustibles derivados del petróleo. De un simple fuego se pasó a lentes y espejos que enfocaban la luz de la llama. Con cada paso se aumentó el brillo de los faros y la fiabilidad de la llama, pero también surgió un nuevo problema según proliferaban los faros.
Al principio había tan pocos faros que, si navegabas cerca de la costa y veías la luz de uno, sabías cuál era y, por tanto, en qué lugar de la costa te encontrabas. Sin embargo, con la proliferación de faros, llegó un momento en el que no era tan fácil saber exactamente cuál se veía si uno no estaba seguro de su posición. Por lo tanto, para distinguirlos se produjo un avance fundamental: la aparición de engranajes que hacían girar lentes o espejos. Estos sistemas giratorios hacían que, desde un lugar determinado, la luz del faro no fuera permanente sino que se producían destellos, uno cada vez que el haz luminoso alcanzaba el barco.
Así, si se observaba la luz cada ocho segundos, por ejemplo, podía saberse que se trataba de un faro determinado, mientras que si cada destello llegaba tras seis segundos, sería un faro diferente. Pronto se fueron marcando las cartas de navegación con los intervalos de los faros que funcionaban de este modo. Pero esto, si lo piensas, no hizo sino acrecentar el problema esencial de los faros, pues añadió mecanismos adicionales y, con ellos, más trabajo para los fareros.
Según la navegación se hizo más avanzada, además, se añadió un problema más a todo esto: cuando prácticamente todos los barcos viajaban cerca de la costa era suficiente con instalar faros en ciertos lugares del litoral. Pero posteriormente empezó a ser necesario hacerlo en pequeños archipiélagos o bajíos deshabitados y lejos de la costa, o en islotes muy alejados de cualquier centro de población.
Hacía falta, por lo tanto, asegurar el suministro de combustible a todos estos faros, tener gente trabajando en ellos de manera constante y, además, revisar y reparar los mecanismos rotatorios que se deterioraban y rompían a un ritmo desesperante. En resumen, un gasto inmenso; pero, por otro lado, un gasto que era difícil evitar. En la práctica se llegó a un punto medio: se instalaron muchos faros, pero no tantos como era realmente necesario. Desgraciadamente, el ahorro económico supuso durante siglos muchas muertes a causa de la ausencia de faros en lugares peligrosos pero inaccesibles.
Linterna de un faro francés de mediados del XIX.
A mediados del siglo XIX, casi todos los faros funcionaban de una manera similar: quemaban propano (C3H8) obtenido del petróleo, que se almacenaba comprimido en botellas que se tranportaban periódicamente hasta el faro. Tras la combustión del propano para producir luz, se aprovechaba la salida de gas caliente (una mezcla de vapor de agua y dióxido de carbono) para el movimiento rotatorio de la lente, que giraba al ritmo designado para ese faro. Cuando llegaba el amanecer, se apagaba el faro, y cuando llegaba el anochecer se encendía – siempre que no hubiera niebla o tormenta, claro, en cuyo caso se mantenía encendido incluso durante el día.
Por todas las razones que he mencionado, egún la tecnología fue avanzando casi todos los países dedicaron enormes esfuerzos para lograr dos cosas, algo así como el Santo Grial de los faros del XIX:
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En primer lugar, automatizar el encendido y apagado de los faros para poder instalarlos en lugares casi inaccesibles sin necesidad de la presencia constante de un farero.
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En segundo lugar, sustituir los mecanismos giratorios por otros que no requirieran partes móviles para producir destellos, para disponer de faros sin apenas mantenimiento.
Además, aunque no fuera algo tan importante como los dos avances anteriores, existía un gran interés en encontrar nuevos combustibles con mayor poder calorífico que el propano, ya que en días de niebla la luz de los faros no llegaba tan lejos como era deseable independientemente de su altura.
La solución a este último problema parecía bastante clara: bastaba con emplear como combustible acetileno (C2H2, también llamado etino), otro hidrocarburo obtenido del petróleo, en vez de propano. La combustión de propano en el aire produce temperaturas de alrededor de 2 000 ºC, mientras que la del acetileno o etino alcanza unos 2 400 ºC; si se emplea oxígeno puro en vez de aire, con el acetileno puede llegarse hasta unos 3 500 ºC, lo cual es una auténtica barbaridad (tanto que se sigue usando en soldadura y cosas así hoy en día).
Sólo hay un pequeño obstáculo: a una presión de más de 1 atmósfera, el acetileno gaseoso o líquido explota con una facilidad pasmosa. Ni siquiera hace falta una llama o una chispa: un mero golpe puede convertir el etino en una bola de fuego descomunal. Por lo tanto, emplearlo como combustible en lugares poco accesibles a los que llevarlo en barco no era una opción práctica.
En el caso de otros usos del acetileno, como en las linternas de los mineros y en soldadura, el problema se resolvió de manera sencilla. El acetileno se obtenía a partir de una reacción química entre dos compuestos nada explosivos, el carburo de calcio (CaC2) y el agua (H2O), de acuerdo con la siguiente reacción:
CaC2 + 2H2O -> C2H2 + Ca(OH)2
Por lo tanto bastaba con tener un depósito de CaC2 en la linterna e ir añadiendo agua desde un segundo depósito para liberar acetileno e hidróxido de calcio; se quemaba el acetileno mientras se iba produciendo en la reacción y era posible aumentar o disminuir el calor de la llama añadiendo agua más rápido o más despacio. Puesto que la linterna nunca contenía acetileno más que durante la propia combustión, no había peligro de explosión (el carburo de calcio no es explosivo y el agua, evidentemente, tampoco).
Lámpara de carburo de calcio y agua.
Sin embargo, los intentos de emplear el mismo sistema en faros y boyas equipadas con luz no funcionaron; el problema era, irónicamente, el agua. Por un lado hacía falta un depósito enorme de líquido para que el faro funcionase durante un tiempo razonable. Por otro, muchos faros se encontraban en climas fríos, y el agua se congelaba en invierno dentro del depósito. Además, cualquier variación en el flujo de agua era potencialmente peligrosa, ya que cambiaba bruscamente el suministro de acetileno a la lámpara. Lo que había funcionado para pequeñas linternas manuales no funcionaba para los faros, y los ingenieros intentaron otros métodos.
Dos químicos franceses, George Claude y A. Hess, dieron el primer paso hacia la solución. Era posible disolver el acetileno en acetona ((CH3)2CO), con lo que se mataban dos pájaros de un tiro. En primer lugar, el acetileno disuelto en acetona no es explosivo. En segundo lugar, es posible disolver cantidades ingentes de acetileno en un volumen de acetona relativamente pequeño al aumentar la presión: a 10 atmósferas de presión, ¡cada litro de acetona es capaz de disolver 250 litros de C2H2! Claro, 10 atmósferas es una barbaridad y si sometes acetileno puro a esa presión, tarde o temprano pega un petardazo… pero disuelto en acetona no. Así era posible transportar cantidades inmensas de acetileno de forma segura y compacta a los faros.
O mejor dicho, hubiera sido posible… si no fuera por un pequeño detalle que mandaba todo al traste.
Imagina un depósito con la disolución de acetileno en acetona dentro del faro. Según se iba consumiendo acetileno al quemarse en la linterna, el líquido del depósito iba bajando de nivel. ¿Puedes imaginar lo que sucedía entonces? Parte del acetileno disuelto en la acetona escapaba del líquido y rellenaba el hueco dejado por él. Así, cuando se había consumido la mitad del recipiente, la otra mitad estaba llena de acetileno puro, explosivo y peligrosísimo.
Sin embargo, los propios Hess y Claude encontraron también una posible solución a eso: el acetileno explota por una reacción en cadena, en la que el calor liberado por parte de él “enciende” la combustión del acetileno cercano. Si se tenía acetileno dividido en pequeñas celdas de menos de 1 mm de lado, una combustión incontrolada en una pequeña celda no llegaba a transmitirse a otras. Por lo tanto, en vez de almacenar la disolución de acetileno y acetona en un recipiente normal era necesario hacerlo dentro de una sustancia porosa: la disolución empaparía el cuerpo poroso, llenando sus poros. Incluso si el acetileno llenaba parte de los poros según se consumía el líquido, lo hacía “dividido” en pequeños volúmenes, uno en cada poro. Si el acetileno de un poro “explotaba”, se trataba de una explosión contenida y minúscula que no afectaba al resto. Era posible, por tanto, transportar el acetileno de forma compacta y segura.
O mejor dicho, una vez más, hubiera sido posible… ¡si no fuera por otro pequeño detalle que mandaba la idea a hacer gárgaras!
Ninguna sustancia porosa conocida servía: o bien no era lo suficientemente porosa, o bien era tan frágil que, durante el transporte, algunas partes se rompían. Al quebrarse trozos del cuerpo poroso se producían, claro está, cavidades más grandes… lo suficientemente grandes como para que una explosión de acetileno en una de ellas convirtiese el cuerpo entero en una bola de fuego. No puedo imaginar la frustración de Claude y Hess, que no paraban de resolver problemas para encontrarse con otros, todos igual de pequeños, pejigueros pero importantísimos. La ingeniería es así.
De modo que, hacia 1900, los problemas seguían siendo casi los mismos que cincuenta años antes: encontrar un combustible válido para los faros, idealmente acetileno compacto y seguro, y por otra parte automatizar su encendido y apagado para poder abaratar el coste e instalar faros y boyas en lugares inaccesibles. Aquí es donde, por fin, llega nuestro héroe del día, Gustaf Dalén.
Dalén había nacido en 1869 en Stenstorp, Suecia, y era un ingeniero e inventor nato. Su familia tenía una granja, y el destino “natural” de Gustaf hubiera sido estudiar en la Escuela de Agricultura. Sin embargo, en sus años mozos el chaval mostró ya su talento: a partir de una vieja rueca, Dalén construyó una trilladora para su padre. Poco después diseñó un aparato para medir el contenido en nata de la leche y envió su idea al gran ingeniero sueco, Gustaf de Laval (responsable él mismo de numerosos avances relacionados con la producción de leche).
Laval quedó tan impresionado que convenció al chico de cambiar de carrera: en vez de la Escuela de Agricultura, Dalén se preparó para el ingreso en la Chalmers tekniska högskola de Gotenburgo, una escuela de ingeniería. Tras graduarse y doctorarse viajó a Suiza, donde pasó un año estudiando para luego volver a Suecia y empezar a trabajar como ingeniero.
Gustaf Dalén (1869-1937).
En 1906 fue contratado por una empresa que, supongo, daría gracias al cielo cada día durante décadas por haberlo hecho. Se trataba de la Svenska Aktiebolaget Gasaccumulator, que cinco años antes había comprado la patente de Claude y Hess de disolución de acetileno en acetona. Imagino que los dos franceses se habían dado por vencidos, finalmente, al verse incapaces de resolver los detalles de su invención.
Dalén retomó el trabajo de los franceses con sustancias porosas y el mismo año en que se unió a la empresa desarrolló el compuesto perfecto: una mezcla de carbón, asbesto, cemento y más cosas –no he logrado una lista completa–. El compuesto recibió el nombre de masa de aga o simplemente aga, por las siglas de la empresa: Aktiebolaget Gasaccumulator se convertiría en AGA Ltd., que sigue existiendo hoy en día y sigue comercializando algunos de los diseños de Dalén.
El aga tenía la porosidad perfecta, pero además una característica crucial: era muy elástico. Incluso si se le daba un golpe, en vez de desmoronarse mantenía su estructura homogénea con poros lo suficientemente pequeños como para que el acetileno no fuera explosivo en ellos. Era la solución perfecta para el primer problema: tan perfecta que sigue usándose hoy en día para almacenar y transportar acetileno. Los faros dispusieron desde entonces de un combustible compacto, seguro y con un poder calorífico escalofriante para alimentar sus potentes luminarias.
Además, mientras trabajaba en el asunto, Dalén resolvió otro problema más. Diseñó una válvula con una membrana y resorte con un imán, que se abría para el paso de gas, pero la presión realizada por el propio gas sobre ella al pasar cerraba la válvula. Al dejar de pasar el gas y ejercer presión sobre ella, la válvula se abría otra vez, ¡pero el nuevo paso de gas la cerraba de nuevo! Si se hacía arder una pequeña llama piloto a la salida del acetileno, cada vez que entraba gas en la cámara se encendía la luz del faro, para luego apagarse casi instantáneamente cuando se volvía a cerrar la válvula.
El resultado era extraordinario: se producían destellos de una duración muchísimo menor que la producida mediante la rotación de la luz del faro, controlables hasta la décima de segundo. Observa la diferencia fundamental con los sistemas anteriores: antes de Dalén, cuando veías la luz de un faro encenderse y apagarse no era porque estuviera realmente encendiéndose y apagándose, sino porque el haz de luz daba contra tus ojos al girar y luego se iba hacia un lado. Con cada vuelta completa del haz veías un destello del faro.
Luz intermitente de Dalén.
Pero el sistema de Dalén encendía y apagaba el faro entero. Por lo tanto, el consumo de combustible era muchísimo menor, ya que todo el mundo veía el destello del faro a la vez, y dejaba de verlo al apagarse la luz. Además, la duración mucho menor de los destellos permitía identificar un faro mucho más rápido, sin necesidad de esperar cuatro o diez segundos para ver cuánto tardaba en aparecer la luz de nuevo.
Finalmente –y es una ventaja nada desdeñable– no había engranajes ni mecanismos de rotación. La pequeña lengüeta de la válvula era muchísimo más barata, muchísimo más fiable y tardaba mucho más tiempo en sufrir fallos en su funcionamiento. Y, si se rompía, era mucho más barato y simple reemplazarla entera, en vez de enviar un técnico a reparar los complicados mecanismos de giro de un faro antiguo.
Sólo quedaba por resolver el último problema: la automatización. Pero Dalén también estaba trabajando en eso.
La solución de Dalén al problema del encendido y apagado automático de los faros fue muy simple. Tan simple que parece una estupidez; tanto que muchos otros ingenieros se negaron a creer que funcionase al principio. El propio Thomas Edison dudó de su validez, y la Oficina de Patentes de Berlín exigió una demostración práctica antes de registrar la patente. Sé que, según la describa, a ti también puede parecerte una tontería, pero a veces la solución más simple es la más eficaz.
La invención de Gustaf recibió el nombre de válvula solar. El invento funcionaba del siguiente modo: el paso de acetileno “de verdad” estaba interrumpido por la válvula solar. Esta válvula disponía de un émbolo que podía subir (cerrando el paso de gas) o bajar (abriendo el paso de gas), sostenido por cuatro cilindros metálicos.
De estos cuatro cilindros, tres eran de color dorado y muy pulidos, de modo que reflejaban estupendamente la luz solar y no variaban demasiado su temperatura. Sin embargo, el cuarto cilindro, situado en el centro, estaba pintado de negro. De noche todos los cilindros tenían la misma longitud y el émbolo reposaba sobre ellos, de modo que la válvula solar estaba abierta y se permitía el paso de acetileno: al entrar en contacto con la llama piloto se encendía y el faro (o la boya) emitía luz toda la noche.
Válvula solar de Dalén.
Cuando salía el sol, el cilindro negro se iba calentando y, al hacerlo, aumentando su longitud en una pequeña proporción. Según se alargaba, aunque fuera un poco, iba elevando el émbolo sobre él y cerrando la válvula. Finalmente, cuando había suficiente luz y el émbolo se había calentado bastante, la válvula ascendía hasta el final y cerraba el paso de gas: la luz del faro se apagaba, y sólo la pequeña llama piloto seguía ardiendo hasta la noche siguiente.
Las válvulas solares de Dalén eran tan sensibles que si había niebla, o si las nubes eran lo suficientemente espesas, la luz del faro se encendía automáticamente, ¡que era justo lo deseable, claro! No hacía falta farero, no hacía falta estar pendiente de nada.
La combinación de los tres inventos de Dalén –el acumulador poroso de acetileno, la luz intermitente y la válvula solar– recibió el nombre de luz de Dalén, y resolvió de un plumazo todos los problemas de los faros. A partir de entonces fue posible no sólo tener faros “completos” con una casa adosada, sino pequeñas boyas con una luz situadas donde hiciera falta.
Era posible instalar una boya luminosa cerca de un bajío en el medio de la nada a cientos de kilómetros de la ciudad más cercana, visitarla una vez cada muchos meses para reemplazar los depósitos de acetileno disuelto en acetona y estar seguros de que se encendería y apagaría automáticamente cuando debía hacerlo.
Las luces de Dalén suponían un ahorro de hasta el 99% en el mantenimiento de los faros. Tras su invención, las boyas luminosas y los faros se extendieron como la espuma por Suecia primero y por el resto del mundo después. Hasta la década de los 60, en la que empezaron a sustituirse por luces eléctricas, las luces de Dalén dominaron los faros de todo el mundo. La empresa AGA se hizo de oro y el propio Dalén recibió honores de todo tipo –incluyendo el Nobel, por supuesto– y se hizo bastante rico. En poco tiempo controló la empresa entera y, bajo su tutela, AGA desarrolló un gran número de patentes.
Irónicamente, aunque gran parte del trabajo de Dalén estuvo destinado a mantener el acetileno bajo control y reducir sus riesgos, ese mismo trabajo requería experimentos que explorasen los límites de la seguridad: hasta dónde era posible comprimir acetileno en los recipientes y cosas así. En 1912, meses antes de recibir el Nobel, Gustaf Dalén se encontraba realizando uno de esos experimentos cuando el acetileno explotó. El genial ingeniero sueco perdió la vista en ambos ojos, y aún estaba recuperándose a final de año cuando se hizo entrega del Nobel. Su hermano Albin Dalén acudió a recibir el premio en honor a Gustaf.
Gustaf Dalén tras el accidente de 1912.
Sin embargo, tras el accidente Dalén siguió investigando y desarrollando nuevas patentes casi hasta su muerte en 1937 en su villa de Lidingö, cerca de Estocolmo. Se trata de un ejemplo excelente de un ingeniero nato, capaz de resolver problemas aplicando principios físicos con la suficiente inteligencia como para salvar cualquier obstáculo. Por lo tanto, aunque su Nobel no reconozca ningún descubrimiento fundamental, me alegra mucho que recibiese el premio, y a este asunto –ciencia básica y aplicada y la importancia de ambas– estará dedicado el Desde la mazmorra de la semana que viene.
Como siempre, no puedo terminar sin dejar aquí el discurso de entrega del Nobel, pronunciado el 10 de diciembre de 1912 por H. G. Söderbaum, Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, desgraciadamente en ausencia del propio Gustaf:
Su Majestad, Sus Altezas Reales, damas y caballeros.
La Real Academia de las Ciencias cree que actúa estrictamente de acuerdo con la voluntad de Alfred Nobel al otorgar el Premio de Física al Ingeniero Jefe Gustaf Dalén en reconocimiento a su notable invento de válvulas automáticas diseñadas para ser usadas en combinación con acumuladores de gas en faros y boyas luminosas.
El uso siempre creciente del transporte marítimo ha creado una demanda cada vez mayor de sistemas de seguridad para la navegación. Entre estos dispositivos destacan los faros y las boyas luminosas, y en las últimas décadas su número se ha multiplicado hasta hacerse varias veces mayor. Al mismo tiempo se ha dedicado gran esfuerzo a intentar hacer su luz más potente y a que sus diferentes luces sean más fácilmente distinguibles. Cuando ha sido posible, se ha tratado de encontrar un sistema que regule estas luces de manera automática. Se trata de algo muy importante, pues ningún país es lo suficientemente rico como para mantener una inspección constante de todos sus equipos luminosos de este tipo.
En Suecia, un país con una larga línea de costa y extensos archipiélagos, el problema de encontar una organización de luces de navegación fiable y relativamente barata ha sido, durante mucho tiempo, más apremiante que en otros lugares.
Alrededor de 1895 se descubrió por primera vez cómo obtener acetileno a partir de carburo de calcio a escala industrial. El acetileno es un hidrocarburo gaseoso que, al ser quemado, produce una luz extremadamente blanca y brillante.
El primer intento de utilizar este gas en los faros no tuvo resultados demasiado buenos. El gas de petróleo [propano] empleado para este tipo de propósitos hasta entonces se comprimía y encerraba en grandes recipientes de hierro. Se descubrió que era extremadamente peligroso hacer lo mismo con el acetileno ya que este gas, cuando se encuentra a una presión de una o más atmósferas, explota al menor golpe. También se intentó almacenar carburo de calcio en las boyas luminosas y dejar que el acetileno escapara bajo la acción de agua suministrada de manera automática. Desafortunadamente, este método resultó ser inconveniente, poco fiable e inútil en climas fríos.
En 1896 dos químicos franceses, Claude y Hess, descubrieron que la acetona posee la propiedad de disolver grandes cantidades de acetileno. Esta solución no es explosiva. Sin embargo, no puede usarse tal cual para almacenar acetileno porque, incluso si el recipiente se llena completamente con una solución saturada a alta presión, el volumen del líquido se reduce al consumirse o al enfriarse, y el espacio que queda sobre la superficie del líquido es llenado por acetileno, que es explosivo.
Se descubrió entonces que su naturaleza explosiva desaparece si la disolución de acetileno se comprime sobre una masa porosa. Se realizaron numerosos intentos infructuosos de preparar una masa porosa de este tipo, lo suficientemente resistente y elástica como para soportar los golpes inevitables durante su transporte, sin quebrarse y romperse y producir así cavidades que serían entonces llenadas por el gas acetileno.
El crédito del descubrimiento de una masa de este tipo, denominada aga [ por AGA (AB Gasaccumulator), las siglas de la empresa de Dalén] o sustancia porosa, corresponde a Gustaf Dalén.
Mediante un proceso complicado y cuidadosamente desarrollado, se encierra esta sustancia en recipientes de acero que se convierten así en acumuladores de acetileno gaseoso. La masa porosa en el recipiente se llena hasta la mitad con acetona, y a continuación se introduce acetileno en ella comprimiéndolo hasta una presión de diez atmósferas. A esta presión y a una temperatura de 15 ºC el recipiente contiene cien veces su propio volumen en acetileno. El recipiente está listo entonces para proporcionar el acetileno necesario para encender un faro o una boya luminosa.
Este método no supondría una gran ventaja si la luz de acetileno tuviera que estar encendida de manera ininterrumpida. Por un lado, este sistema de iluminación sería muy caro y, por otro lado, sería muy difícil distinguir la luz de unos faros de la de otros y de otras fuentes luminosas. Es cierto que se conocían varios métodos de producir luz intermitente. Por ejemplo, la llama puede estar rodeada de pantallas giratorias, o el propio dispositivo luminoso puede hacerse rotar. Pero estos sistemas requieren una inspección constante y por lo tanto suponen un gran gasto.
Cuando se utilizaba gas de petróleo comprimido como fuente de luz, se construían dispositivos que eclipsaran la luz utilizando el propio gas de salida como fuerza motriz. Los destellos duraban entre 5 y 7 segundos, lo que tal vez fuese necesario por la poca potencia luminosa de la luz de gas de petróleo. Pero con la intensísima luz de acetileno no es necesario un destello tan largo. Además, los destellos largos permiten una variación de la señal insuficiente. En consecuencia, los faros más grandes han ido sustituyendo este sistema con luces que producen destellos de entre una y tres décimas de segundo.
Alrededor de 1904, Dalén empezó a estudiar este problema. Era imposible dividir un litro de gas en más de cincuenta destellos empleando gas de petróleo. De modo que Dalén construyó un dispositivo basado en un principio completamente nuevo el cual, mediante la apertura y el cierre automáticos de la tubería de gas, permitía que un litro de gas proporcionara varios miles de destellos muy rápidos y diferenciados. Tras un período de pruebas bastante largo se demostró que este ingenioso dispositivo era extremadamente fiable. Dalén proporcionó entonces una solución brillante a los problemas adicionales de utilizar luz de aga en los faros y un número cada vez mayor de faros y boyas luminosas en Suecia se han adaptado ya a esta nueva forma de iluminación. El fogón dispone de una pequeña llama permanente que, en la disposición más habitual, produce un destello de tres décimas de segundo cada tres segundos.
En 1907 Dalén coronó su logro con un refinamiento adicional al diseñar un tipo de válvula, denominada “válvula solar”, que extingue la llama al amanecer y la enciende de nuevo cuando cae la noche. Esta válvula está controlada por cuatro cilindros de metal encerrados en un tubo de vidrio. El cilindro inferior está pintado de negro y los otros tres son dorados y están muy pulidos. La luz solar es absorbida por el cilindro negro, que se calienta y, en consecuencia, se expande, cerrando la válvula del gas. Cuando disminuye la luz solar, el cilindro negro alcanza la temperatura de los otros tres: se contrae y permite que se abra de nuevo la válvula de gas.
El dispositivo puede regularse de modo que tenga más o menos sensibilidad. Para estar seguros, suele regularse de modo que se enciende en cuanto una nube o la niebla cubren el sol.
La válvula solar, combinada con la luz intermitente, produce un ahorro de gas del 93%, y puede lograrse un ahorro aún mayor prolongando el período entre destellos.
El uso de la luz de aga facilita la construcción de faros y boyas luminosas en los lugares más inaccesibles, como archipiélagos y mares con arrecifes peligrosos. Con el uso de uno o más de los acumuladores de gas fácilmente transportables, estas luces pueden emitir sus señales de advertencia o guía durante un año o incluso más sin la necesidad de ser inspeccionadas ni el miedo de que fallen.
El resultado es un estándar completamente nuevo de seguridad en la navegación y un ahorro enorme. Por ejemplo, un bajío en aguas suecas requería anteriormente un faro con un coste de unas 200000 coronas y un mantenimiento de unas 25000 coronas anuales. Ahora, en muchos casos, es posible guiar la navegación con una boya AGA equipada con dispositivos ópticos y sonoros, con un coste de 9000 coronas y un mantenimiento de unas 60 coronas anuales.
Casi todas las naciones marítimas han empezado a instalar estos dispositivos de Dalén, y pueden encontrarse funcionando desde Spitzberge, el Fiordo de Varanger, Islandia y Alaska en el norte hasta el Estrecho de Magallanes y la Isla de Kerguelen en el sur. El beneficio anual para la navegación supone miles de vidas humanas salvadas y un ahorro de cientos de millones de coronas.
La llama de aga ha demostrado ser extremadamente útil en otros campos, como la iluminación de coches de ferrocarril, dispositivos de iluminación ferroviaria, faros de coche, soldadura, fundición y cortado de metales, etc.
La Academia de las Ciencias reconoce el auténtico valor de todas estas aplicaciones, y quiere hacer énfasis en las que contribuyen al progreso de la navegación, pues es incontestable que este tipo de avances suponen un enorme beneficio para la humanidad.
Las ciencias especialmente favorecidas en el testamento del gran técnico de explosivos Alfred Nobel –es decir, la Física, la Química y la Medicina– tienen en común el hecho de que a menudo exigen el sacrificio de la seguridad personal del investigador. Todos sabemos que el ganador del Nobel de Física de este año ha sido víctima de un grave accidente que impide que esté aquí para recibir el premio de manos de su rey.
Está representado por su hermano, el Profesor Albin Dalén, del Instituto de Carolina. Profesor, cuando entregue a su hermano la medalla y el diploma, le pido que le transmita, de parte de la Real Academia de las Ciencias, nuestra sincera enhorabuena por la distinción que ha recibido, y nuestros mejores deseos para una pronta y completa recuperación.
Para saber más (esp/ing cuando es posible):
- Página oficial del Premio Nobel de Física de 1912
- Gustaf Dalén / Gustaf Dalén
- History of the aga mass acumulator
- History of the sun valve