Hace unos meses, en esta misma columna, hablamos acerca de la relación entre la enseñanza de la Ciencia y la Historia de la ciencia, y sobre cómo enmarcar los conocimientos en su contexto histórico y, sobre todo, cómo es importante establecer relaciones con personas y hechos que contribuyan a fijar conocimiento. Hoy quiero hablar brevemente de otro aspecto relacionado con ello, y que también intentamos poner en acción en El Tamiz. Se trata de una opinión muy personal –de ahí que hable de ello en este editorial–, y que estoy seguro parecerá estúpida a más de uno, pero bueno. El razonamiento es aplicable, por cierto, a la divulgación de cualquier tipo de conocimiento, no sólo el científico.
Parte del problema al enseñar o divulgar ciencia, que ya mencioné en aquel Desde la mazmorra, es la falta de tiempo y energía. Sobre todo al enseñar en la educación formal, existe un temario que hay que intentar cumplir, para el que muchas veces no hay tiempo. Esto no ocurre, afortunadamente, al divulgar de manera informal, pero el tiempo disponible para ello sigue siendo limitado, como las energías disponbiles, con lo que el problema persiste aquí, aunque no de forma tan intensa.
Como consecuencia, es fácil caer en el error de pensar que lo más importante que hacemos quienes enseñamos o divulgamos Ciencia es proporcionar conocimiento, cuanto más, mejor. En mi opinión, esto no es así en absoluto incluso aunque nuestro objetivo final sea que nuestra audiencia aumente su nivel de conocimiento, y quiero intentar razonar el porqué.
La clave de la cuestión es comprender que, a lo largo de la vida de un individuo que pueda aprender algo de nosotros de forma exitosa –sea un alumno en un colegio, un lector de un libro o una página web, lo que sea–, nosotros le proporcionaremos un porcentaje casi despreciable de su conocimiento total sobre lo que quiera que sea que le estamos enseñando. La cantidad de fuentes de conocimiento fácilmente accesibles en casi todas partes es, hoy en día, apabullante, y cualquier fuente individual va a ser siempre una aportación casi despreciable en cuanto a volumen de conocimientos.
¡Ojo! No quiero decir con esto que nuestra aportación sea despreciable, sino que lo es el bloque de conocimiento que podamos proporcionar. Piensa en ello: si estás enseñando a un nivel introductorio, lo ideal es que quien aprende tenga una base para poder aprender muchas cosas más adelante, que probablemente no le enseñarás tú. Y, si enseñas a un nivel avanzado, quien aprende llega ya con casi todo el conocimiento ya en la mochila. En volumen, cada uno somos un grano de arena – en volumen.
Sin embargo, casi todo el mundo ha tenido un profesor, un divulgador, alguien que ha marcado un antes y un después en su adquisición de conocimiento en un campo determinado (en mi caso, sin duda, Sagan y sobre todo Asimov); y ese “antes y después” no se debe a la cantidad de conocimientos adquiridos, y me atrevería a decir que ni siquiera por la calidad del conocimiento en sí, aunque a veces haya algo de eso. Mucho más importante que eso, en cualquiera de esos casos, suele ser el despertar en quien aprende de una emoción intensa, que se me ocurre llamar algo así como una revelación.
Esta revelación puede ser simplemente la maravilla ante el mundo que nos rodea; puede ser la comprensión tan clara de algo que despierta el hambre de saber más; puede simplemente ser, tras haber sido enseñado por profesores mediocres, la revelación de que es posible comprender algo con una claridad tan meridiana que nunca podrías haber imaginado algo así. Puede tratarse de la pasión por alcanzar conclusiones lógicas mediante el razonamiento, o de comprender el presente a partir del pasado, o la emoción simple de cierto sentido de pertenencia, de “haber encontrado tu sitio”, de que hay otros como tú. Puede ser muchas cosas, pero si la has sentido, sabes a lo que me refiero.
De lo que no me cabe duda es de que, como divulgadores o educadores, la aportación más importante que podemos contribuir a la vida de nadie es proporcionar ese momento de revelación. Es irónico que, aunque lo que intentamos transmitir es conocimiento en último término, lo más esencial que podemos transmitir es pasión, pero creo que así son las cosas. Porque esa pasión servirá, muy probablemente, para que quien aprende de nosotros cambie su forma de pensar, o su forma de aprender, o descubra un mundo nuevo que nunca pensó que existiera, o que nunca pensó que pudiera ser tan maravilloso y fascinante, y cuando así sea tendrá acceso a cantidades de conocimiento mayores que cualquier cosa que podamos enseñarle.
De modo que crear maravilla en la mente de quien aprende es más importante que hacer que aprenda, puesto que mucha gente puede hacer que aprenda, pero no tanta gente puede hacerle sentir esa maravilla, que es el combustible que le permitirá aprender infinitamente más de lo que podríamos enseñarle nosotros personalmente.
La pregunta entonces, claro, es ¿y cómo demonios haces sentir esa emoción a alguien? No creo que haya una única respuesta, porque la emoción a la que me refiero, como he dicho antes, puede ser una de muchas. Creo, sin embargo, que no es posible hacer sentir esa emoción sin sentirla nosotros antes, pues es algo que se percibe aunque no lo queramos, y no es posible simularlo: debes estar apasionado tú antes de volver apasionado a nadie más.
Más allá de eso… no lo sé, ni soy la persona adecuada para enseñar eso, y mi objetivo hoy no es algo tan difícil, sino simplemente decir que me parece mucho más importante conseguirlo que transmitir cualquier tipo de conocimientos a nadie; me atrevería a decir que es esencial intentarlo incluso a costa de no enseñar tantas cosas. ¡Pasión, señores, pasión, que conocimiento lo hay a espuertas ahí fuera!