En la última entrega sobre los Premios Nobel, dedicada al galardón de Física de 1906, nos pusimos en la piel de J. J. Thomson durante su descubrimiento del electrón y sus propiedades. Hoy haremos lo propio con el Premio Nobel de Química del mismo año, lo cual nos lleva al aviso habitual: como sabéis los viejos de lugar, no soy químico, con lo que espero con los brazos abiertos los pescozones que podáis darme quienes sabéis mucho más que yo – corregidme sin piedad, que modifico lo que haya que modificar para no decir burradas.
Dicho esto, disfrutemos juntos descubriendo el Premio Nobel de Química de 1906, otorgado al francés Henri Moissan, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
En reconocimiento a los grandes servicios proporcionados por él en su investigación y aislamiento del elemento flúor, y por la adopción en el servicio de la ciencia del horno eléctrico nombrado en su honor.
De los dos logros mencionados por la Academia, el primero suena muchísimo más impresionante del segundo, pero es mi intención convencerte de que el primero no tiene la importancia teórica que puede parecer a primera vista, y que el segundo tiene una relevancia práctica tremenda. Pero, como siempre, paciencia: vamos por partes, y remontémonos unos cuantos siglos para empezar nuestra historia.
Desde al menos la Baja Edad Media, la metalurgia en Europa utilizaba un tipo de minerales muy especiales que permitían fundir metales a menor temperatura de la normal, y que además eliminaban las impurezas (óxidos) generados al calentarlos, lo que convertía a estas rocas en algo utilísimo. Los tratados metalúrgicos de la época están todos escritos en latín, y en ellos se describen las propiedades de estos minerales denominados fluores, es decir, que fluyen. Hoy en día denominamos a este tipo de sustancias fundentes o –por influencia del inglés, creo– fluxes. Mientras hable de los fundentes, y no del elemento químico (que no se conocía en esa época), pondré la palabra latina en cursiva y sin tilde, de modo que no haya confusión, y cuando aparezca el elemento creo que estará clara la diferencia: un fluor por un lado, el flúor por otro.
Fluorita (Photolitherland / Creative Commons Attribution-Sharealike 3.0).
En sus obras sobre metalurgia, Georg Bauer (o Georgius Agricola, en su forma latinizada) describe este tipo de minerales fundentes y su uso. Habla allí del fluor más utilizado de todos en Alemania, la fluorita (hoy en día conocemos su composición, claro: CaF2, pero en tiempos de Agricola el propio concepto de elemento químico no existía en su forma moderna). Se trataba de una roca que formaba cristales de bellos colores. Tanto es así que, a veces, la fluorita era vendida, haciendo trampa, en vez de piedras preciosas como la esmeralda o la amatista –dependiendo del color del cristal de fluorita en cuestión–, y en ocasiones se llamaba por tanto falsa amatista o falsa esmeralda.
Grabado de De re metallica, de Georgius Agricola (1553).
Pero, como el incauto comprador descubriría pronto, las propiedades de la vulgar fluorita no tienen casi nada que ver con las de las otras dos: es mucho más blanda y se funde mucho antes (o no sería útil como fluor), además de ser muchísimo más abundante y barata, por supuesto. Cuando no se empleaba para timar a nadie, la fluorita –o Flußspat, como la llamaban los mineros alemanes– era muy útil y apreciada.
Esta roca hubiera sido simplemente una curiosidad para cualquiera que no trabajase en minería y metalurgia, si no fuera por una propiedad más, poco conocida al principio. No sabemos quién ni cuándo se dio cuenta de ella, porque estamos aún en una época en la que aún no existe la idea de la transparencia en la investigación, y quienes realizaban experimentos y descubrimientos a menudo los mantenían en secreto, y pasaban sus “recetas” a sus aprendices intentando que nadie más se enterase de ello.
El caso es que la fluorita tenía un comportamiento peculiar al exponerla a los ácidos. Cuando se añadía, por ejemplo, ácido sulfúrico a la fluorita, y luego se calentaba la mezcla, empezaban a desprenderse vapores de fuerte carácter ácido. Al parecer, durante el siglo XVII algunos vidrieros alemanes empleaban esta reacción química para grabar vidrio, pero se iban pasando el secreto de cómo hacerlo unos a otros y no sabemos quién fue el primero en conseguirlo. Las primeras menciones científicas de esta reacción son de mediados del siglo XVIII, pero en ellas se hace evidente que el proceso se conocía desde bastante más antiguo.
Es posible pensar, naturalmente, que al hacer reaccionar un ácido como el sulfúrico con la fluorita y luego calentarlo, es el propio sulfúrico el que se desprende en forma de vapor, pero también es posible una explicación alternativa, mucho más interesante: que se trate de un ácido de algún modo procedente de la roca, un ácido diferente del que se vertió sobre ella. El germano-sueco Carl Wilhelm Scheele, en la década de 1770, se decidió a determinar qué era exactamente ese vapor ácido desprendido por la fluorita al someterla al sulfúrico y otros ácidos.
Scheele realizó multitud de experimentos distintos con el vapor ácido desprendido, pero uno de ellos me parece el más revelador de todos. Al recoger los vapores y disolverlos en agua, se obtenía, naturalmente, una disolución de carácter ácido. Pero si en el agua había previamente disuelto hidróxido de calcio (Ca(OH)2), entonces se producía una reacción química que rápidamente producía un precipitado insoluble en agua, minúsculos trozos de fluorita. ¡Se obtenía otra vez la sustancia original que había producido el vapor ácido! Esto es, hoy en día, evidente, ya que es un ejemplo típico de una reacción ácido-base, ¡pero recuerda que estamos hablando de 1770! La reacción, escrita ahora que es tan fácil hacerlo, es algo así:
2HF + Ca(OH)2 -> CaF2 + 2H2O
Esto hizo a Scheele llegar a la conclusión de que no se trataba de vapores de ácido sulfúrico, ya que al disolver ácido sulfúrico en agua con hidróxido de calcio no se producía fluorita; es más, cuando el sueco no utilizó sulfúrico sobre la fluorita, sino otros ácidos, como el nítrico, el vapor desprendido realizaba exactamente la misma reacción con el agua de sosa y se producía, una vez más, fluorita. Parecía evidente, por lo tanto, que ese vapor ácido era un ácido nuevo, propio de la fluorita y no del ácido que se hubiera empleado inicialmente. Scheele había descubierto el “ácido de la fluorita”, al cual llamó ácido fluórico. Hoy en día lo conocemos como ácido fluorhídrico (HF), pero a eso llegaremos en un momento.
A principios del siglo XIX y, sobre todo, tras los detalladísimos experimentos del sueco Jöns Jacob Berzelius, era evidente ya que el “ácido fluórico” de Scheele era, como el ácido clorhídrico (HCl), la combinación de hidrógeno y un elemento diferente, al que se denominó flúor por provenir de ese ácido –y el ácido por venir de la fluorita, y ésta por ser un fundente… cosas de la vida–. Pero, aunque era obvio que ese elemento existía y que se comportaba, en compuestos, como los otros halógenos (el cloro, el yodo, etc.), nadie era capaz de obtenerlo puro.
Es uno de esos casos en los que la teoría va muy por delante de la práctica experimental: se conocía la existencia de un nuevo elemento, al que se había dado incluso nombre, y se podían identificar los compuestos de los que formaba parte, como el ácido de Scheele (HF) y muchas sales binarias (fluoruros), como el fluoruro de sodio (NaF), el fluoruro de potasio (KF), etc. Pero ningún químico podía señalar a nada y decir, “Eso es flúor”… debe de haber sido realmente frustrante y desalentador.
Más frustrante aún era el hecho de que trabajar con el ácido fluorhídrico era una auténtica pesadilla: piensa que estamos hablando de vapores capaces de comerse el vidrio, ¡imagina lo que puede hacer a tus pulmones! Uno de los nombres alternativos del elemento, además de flúor, era phtor, por el griego destructor. El maldito ácido se zampaba probetas y tubos de ensayo como si nada, y respirar sus efluvios era peligrosísimo.
Los químicos de la primera mitad del XIX, sin embargo, se dedicaron con verdadero afán a tratar de aislar el flúor del ácido fluorhídrico, a pesar de los peligros… y muchos sufrieron graves daños e incluso murieron a consecuencia de ello. Los franceses Louis Jacques Thénard –que fue, por cierto, alumno de Louis Nicolas Vauquelin, el descubridor del cromo del que hemos hablado muy recientemente– y Joseph Louis Gay-Lussac consiguieron producir ácido fluorhídrico muy concentrado; el de Scheele, a pesar de sus peligrosas propiedades, había estado muy disuelto en agua. Aunque ni Gay-Lussac ni Thenárd consiguieron separar el hidrógeno del flúor, ambos relataron las quemaduras que el ácido producía si se exponía la piel a él. Escalofriante.
Además de lo peligroso de trabajar con el ácido, la “pesadilla experimental” se debía básicamente a tres razones: en primer lugar, el ácido reaccionaba con el vidrio y casi cualquier otra cosa con la que se ponía en contacto, con lo que los recipientes, electrodos, instrumentos empleados, etc., no podían estar hechos de cualquier cosa. En segundo lugar, el nuevo elemento “tenía una gran energía” en términos de la época. Dicho de una forma más moderna, el flúor es un elemento extraordinariamente electronegativo, el único aún más oxidante que el propio oxígeno: el elemento más ávido de electrones de todos los que existen, lo que lo hace extremadamente reactivo (y peligroso). Como dijimos al hablar de él en Conoce tus elementos, “¡Ojito con el flúor!” (pero esta vez, para variar, te recomiendo que leas el artículo sobre el flúor después de éste, y no antes, para que tengas primero el contexto histórico y luego la visión moderna).
En tercer lugar, la manera más evidente de aislar el flúor a partir del HF, como se había hecho con muchos otros compuestos y elementos, era realizar la electrólisis: poner el ácido entre dos electrodos, de modo que se produjese una corriente eléctrica entre ellos, las moléculas de HF se “rompiesen” y el flúor, tan electronegativo, se dirigiese al polo positivo, mientras que el hidrógeno hiciese lo mismo hacia el negativo. Lo cual es una idea excelente… salvo que el HF es un aislante extraordinario; conduce fatal la corriente eléctrica. ¡Como si no hubiera ya bastantes problemas!
Aquí es cuando entra en escena nuestro héroe de hoy, el francés Ferdinand Frederick Henri Moissan (1852-1907). Moissan era eminentemente un químico práctico, y en este caso en particular, no podría haber contribuido grandes avances teóricos al problema porque la teoría, cuando llegó él en la segunda mitad del XIX, estaba perfectamente establecida. Hacía falta alguien con el suficiente tesón, meticulosidad e ingenio para conseguir superar los escollos experimentales y obtener flúor puro… y ese alguien era Moissan.
Henri Moissan en su laboratorio.
El francés atacó el problema, como muchos de sus predecesores, mediante la electrólisis, y tras muchos intentos infructuosos, consiguió superar las barreras que hemos mencionado antes. Moissan empleó electrodos de iridio-platino que resistían bien la corrosión, y un recipiente de platino por la misma razón. ¡Nada de vidrio, claro! Además, enfrió todo el aparato con el ácido dentro hasta unos -50 °C, para reducir la reactividad del ácido y del flúor que esperaba generar, y sobre cada electrodo puso un tubo para recoger el gas generado.
El problema más fastidioso de todos, la horrible conductividad del ácido, lo resolvió disolviendo en el ácido otra sal de flúor, bifluoruro de potasio (KHF2) –¿supongo que un nombre más moderno es hidrógeno fluoruro de potasio, o fluoruro ácido de potasio? ¿químicos?–. La disolución del ácido y la sal sí era conductora de la electricidad, y cuando Moissan encendió el circuito, en ambos electrodos empezaron a burbujear sendos gases. En el polo negativo bullía el hidrógeno (un gas por entonces ya muy bien conocido), pero en el electrodo positivo salían burbujas de otro gas amarillo pardusco: un gas extraordinariamente corrosivo, y nunca jamás visto por el ser humano hasta entonces. En 1886, Moissan estaba obteniendo flúor puro en forma de gas, F2.
Celda electrolítica de Moissan con la que obtuvo flúor.
Además, el sistema del francés –que es básicamente el mismo que empleamos hoy en día para obtener flúor– no producía, como sucede a veces, minúsculas cantidades del elemento. Su celda electrolítica generaba grandes cantidades del gas de una forma constante y controlable, con lo que Moissan pudo realizar numerosos experimentos para confirmar las propiedades del flúor y determinar lo que la teoría no había podido predecir aún sobre él.
Espero que veas a lo que me refería al principio, tras leer toda esta historia: Moissan tiene un mérito extraordinario como químico experimental, pero no nos enseñó nada nuevo, ya que antes de que él naciera se conocía ya la existencia del elemento flúor y casi todas sus propiedades habían sido ya determinadas teóricamente. Por el contrario, el otro logro por el que obtuvo el Nobel suena menos impresionante de lo que es en realidad, aunque una vez más no lo sea por un avance teórico –no era ése el estilo de Moissan–.
Ese otro logro es el “horno eléctrico nombrado en su honor” al que hace mención la frase de la Real Academia Sueca de las Ciencias que citamos al principio del artículo. Moissan estaba muy interesado en realizar experimentos a altas temperaturas, ya que muchos compuestos se forman mediante reacciones cuya energía de activación es enorme, es decir, requieren de temperaturas tremendas para empezar a producirse. Pero los hornos de la época no alcanzaban las temperaturas deseadas por el francés, que se dedicó entonces a diseñar un horno mejor.
Para ello, Moissan utilizó una propiedad eléctrica de la materia. Como mencionamos al hablar de conductores y aislantes en [Electricidad I], cuando se somete un aislante, como el aire, a una diferencia de potencial suficientemente grande –en términos de aquel artículo, un gran desequilibrio de cargas–, llega un momento en el que las propias moléculas se rompen y se obtiene un plasma que conduce muy bien la electricidad, al estar formado por iones cargados. Es lo que sucede, por ejemplo, en un rayo, o en un soldador de arco eléctrico… ambos fenómenos en los que se alcanzan temperaturas muy grandes.
Los hornos eléctricos “normales”, como el de tu casa, si tienes uno de este tipo, básicamente emplean el efecto Joule para calentar las resistencias en su interior, que a su vez calientan el aire. Pero las temperaturas así producidas son de unos meros cientos de grados, ¡no lo suficientemente caliente para el buen Moissan! Su horno utilizaba un par de electrodos de piedra caliza entre los que saltaba un arco eléctrico que alcanzaba nada más y nada menos que hasta 3500-4000 °C. Recuerda que estamos hablando de finales del siglo XIX… impresionante.
Moissan junto a su horno de arco.
Pero aquí llegamos a una parte de la historia de Moissan que me deja un sabor de boca un tanto raro. Una vez el francés hubo diseñado y construido su horno –puedes verlo justo arriba, y también en la foto de más arriba aún en la que está removiendo un líquido–, utilizó las temperaturas extremas que obtenía con él para realizar muchas reacciones químicas diferentes, pero un proceso en particular se convirtió en una verdadera obsesión para él: obtener diamantes artificiales.
La idea de Moissan para lograrlo era simple pero experimentalmente muy ingeniosa: se conocía desde hacía más de un siglo la composición química del diamante, que era simplemente carbono puro, como el grafito, pero con una estructura diferente. No se conocían las condiciones exactas de su formación en la naturaleza, pero sí que se requerían grandes presiones y temperaturas. De modo que el francés pensó en fundir carbono y hierro a las enormes temperaturas producidas por su horno, de modo que parte del carbono quedase rodeado de gotas de hierro fundido.
A continuación, Moissan enfriaría esta mezcla en agua de modo que la temperatura bajase lo más bruscamente posible, de modo que las paredes de la gota de hierro ejerciesen una enorme presión sobre el carbono de su interior durante el enfriamiento y solidificación. Su esperanza era que la combinación de alta temperatura inicial y enorme presión posterior pudiera forzar a los átomos de carbono a tomar la estructura tetraédrica del diamante, y obtener así pequeños cristales de diamante dentro de cada gota metálica.
Cuando el francés realizó el proceso y luego atacó las gotas con ácido para eliminar el hierro, en su interior encontró aún carbono en forma de grafito… y entre la masa negruzca, minúsculos cristales transparentes de diamante. Lo cual es absolutamente increíble… y quiero decir, literalmente increíble, porque creemos que no es posible que Moissan obtuviese diamantes, por pequeños que fuesen.
No todo el mundo ha estado de acuerdo, y ha habido cierta polémica al respecto, pero la opinión más extendida es que las presiones y temperaturas generadas por Moissan con su proceso probablemente no eran suficientes para obtener diamantes, grandes ni pequeños. Sin embargo, tras leer largo y tendido sobre Moissan, creo que era un experimentador honesto –no como otros contemporáneos que también afirmaron haber obtenido diamantes, como James Ballantyne Hannay, de los que no me fío ni un pelo–. El caso es que nadie fue capaz de replicar los experimentos de Moissan y obtener diamantes.
¿Entonces? No lo sabemos. La opinión de Asimov al respecto, en El secreto del Universo y otros ensayos –libro que recomiendo con pasión–, es que tal vez un alumno o ayudante de Moissan quiso gastarle una broma “plantando” pequeños diamantes en el experimento; a continuación, el pobre Moissan anunció su descubrimiento y el bromista no se atrevió a salir a la luz tras la admiración que había producido el anuncio de su jefe. Es posible, desde luego, que Moissan introdujese los pequeños diamantes en el experimento y mintiese… pero, insisto, creo que no fue así. También es posible, como algunos han sostenido posteriormente, que Moissan sí consiguiera realmente producir diamantes artificiales. Lo cierto es que no lo sabemos, pero lo irónico del asunto es que Moissan produjo algo más valioso que los diamantes, y de eso sí estamos seguros.
Sus experimentos con el carbono también involucraron muchos de sus compuestos binarios, los carburos, de los que sabíamos hasta entonces bastante poco. La cuestión es que muchos de ellos, para poder formarse, necesitan alcanzar las temperaturas que por entonces sólo el horno de Moissan y unos pocos más podían lograr. Y la aparición de los carburos metálicos –y sobre todo de uno de ellos– supuso, por las razones que vamos a ver en un momento, un antes y un después para la industria.
Moissanita.
Pero, antes de hablar de los carburos producidos artificialmente por Moissan, no puedo dejar de mencionar uno natural, descubierto por él. Un meteorito cayó en Arizona hace unos 50 000 años, y en algunos de sus fragmentos había un mineral cristalino desconocido. Moissan se dedicó a estudiarlo, y determinó que era un compuesto conocido desde hacía unos años, el carburo de silicio (SiC), en una forma cristalina determinada. Un año antes de recibir el Nobel, Moissan recibió otro honor: el nuevo mineral recibió el nombre de moissanita. Se trata de un cristal parecídisimo, en apariencia y propiedades, al diamante, que es el único mineral más duro que la moissanita.
Pero el mayor mérito de Moissan en relación con los carburos no fue encontrar uno ya conocido, sino obtener artificialmente –y en grandes cantidades– muchos otros. En su horno, el francés introdujo carbono y distintos metales, como calcio, titanio o wolframio y, calentando la mezcla hasta las tremendas temperaturas que su arco eléctrico le permitía, consiguió que los átomos de carbono se “colaran” entre la estructura formada por los átomos metálicos, formando carburos de calcio, de titanio, etc.
Esto, aunque suene tan prosaico, tuvo dos consecuencias fundamentales sobre la industria. En primer lugar, hasta entonces, muchos metales –como el wolframio o el titanio– sólo habían podido obtenerse en forma de polvo y en pequeñas cantidades, pero el proceso de Moissan permitía obtenerlos en abundancia y, tras un proceso relativamente simple ((pero que, lo creas o no, no he conseguido encontrar en ningún sitio, si alguien tiene información, ya sabéis)), extraer el carbono y tener lingotes de esos metales listos para su uso.
En segundo lugar, pero más importante aún: los carburos de algunos metales de transición resultaron ser compuestos extraordinarios. Resistían temperaturas mucho más altas que las que derretían y oxidaban a los metales puros, y eran además de una dureza extrema. El problema industrial por entonces era que se necesitaban herramientas capaces de cortar y taladrar sustancias muy duras, pues según avanzaba la tecnología –por ejemplo, la de los aceros–, se obtenían materiales más duros, pero ¿cómo trabajar sobre ellos? ¡Hacían falta otros más duros aún!
Incluso cuando se trataba de materiales no tan extremadamente duros, como por ejemplo, rocas en la minería, las herramientas se mellaban y quedaban dañadas muy pronto. Puede parecer una tontería que el avance tecnológico quede “cojo” por la falta de herramientas suficientemente duras, pero en cierto modo, así era en el cambio de siglo. Esto no quiere decir que no se conocieran sustancias durísimas: el diamante, el zafiro o la propia moissanita son estupendos en este aspecto. De hecho, se utilizan hoy en día con este propósito para fines concretos… pero son materiales carísimos, y no eran la respuesta a la demanda industrial de finales del XIX.
Pero aquí llega, una vez más, Moissan… y nos proporciona los carburos metálicos en general, y el carburo de wolframio (WC) en particular. Un carburo tan común que, muy a menudo, en industria se lo llama simplemente carburo y todo el mundo sabe que se refiere a éste específicamente. Un material más denso que el acero y tres veces más rígido que él; un material cuya dureza es comparable a la del carísimo zafiro… pero que podía obtenerse a paladas con el proceso de Moissan.
Herramientas de carburo de wolframio.
Bastaba añadir una capa de carburo de wolframio al filo de una sierra, o a una broca de taladro, y aquello se convertía en imparable para cortar rocas, acero o casi cualquier cosa que se le pusiera por delante. La industria lo recibió con los brazos abiertos, y hoy en día sigue siendo una parte esencial de nuestra minería, siderurgia, etc. Por cierto, estoy seguro de que te estás preguntando una cosa: si el WC es tan extremadamente duro, ¿cómo diablos se corta y se le da forma? La respuesta es que, además de darle forma mientras está fundido, se corta utilizando los pocos materiales de que disponemos que son más duros que él, como el diamante o el carburo de silicio –que también se utiliza hoy en día con el mismo propósito, claro–.
De modo que ahí lo tienes: un descubrimiento que suena importantísimo pero nos proporcionó algo que ya conocíamos, y otro que suena aburrido pero cambió nuestra industria… y todo aderezado por la pretensión de haber obtenido diamantes artificiales. Así es la historia de Moissan. Pero, si aún no has huido, te sugiero que leas el discurso pronunciado por P. Klason, Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, el 10 de diciembre de 1906, porque las palabras del momento son únicas:
Majestad, Altezas Reales, damas y caballeros.
La Academia de las Ciencias ha otorgado el Premio Nobel de Química de este año al Profesor Henri Moissan de la Universidad de París por aislar e investigar el elemento químico flúor, y por introducir el uso del horno eléctrico al servicio de la ciencia – logros por los cuales ha abierto nuevos campos de investigación científica y actividad industrial.
Cuando Lavoisier presentó su sistema antiflogístico, este sistema se mostró tan perfecto en sus principios que era posible predecir con confianza que muchas sustancias bien conocidas, como las bases y las tierras alcalinas, no eran elementos sino óxidos de metales aún desconocidos – una teoría que Davy, mediante la electrólisis, mostró como correcta poco tiempo después. Sin embargo, el sistema de Lavoisier no era perfecto en todos los aspectos. La sal por antonomasia, la “sal común” no tenía lugar en él.
Una vez que el principio negativo, el cloro, que es uno de sus constituyentes, fue estudiado a fondo, y –más importante– cuando el yodo, una sustancia análoga al cloro, hubo sido descubierta, se hizo claro que se había encontrado en estas sustancias una nueva clase de elementos, los halógenos. Esto llevó a la conclusión de que el ácido fluorhídrico, que había sido descubierto por Scheele y estudiado más en detalle por Berzelius, debe contener un elemento negativo, el flúor, completamente análogo a los otros halógenos y que, anticipadamente, recibió un lugar junto al oxígeno, a la cabeza de los halógenos. Pero todos los esfuerzos para conseguir aislarlo fracasaron hasta que, en 1886, Moissan encontró la solución última al problema.
La dificultad se encontraba, en parte, en la enorme energía poseída por este elemento, gracias a la que era capaz de descomponer agua a bajas temperaturas, y en parte por el hecho de que el ácido fluorhídrico anhidro, que parecía la sustancia más favorable para conseguir flúor mediante la hidrólisis, no era un conductor de la electricidad. Sin embargo, mediante una serie de ingeniosas preparaciones, Moissan consiguió superar todas estas dificultades hasta tal grado que ese nuevo elemento podía ser obtenido como un flujo de gas constante durante horas. Este resultado permitió a Moissan realizar un estudio metódico sobre él. Hasta ahora, la consecuencia más importante de estas investigaciones es que se ha demostrado que el flúor posee todas las cualidades que se le atribuían previamente por su posición en el sistema como un oxígeno reforzado. Así, a temperatura ambiente se combina con el carbono y el silicio, formando gases; se combina con hidrógeno a temperaturas tan bajas como -230 °C. Cuando el hidrógeno se une con este elemento, se libera más calor que cuando el hidrógeno se une con oxígeno. Algunos de sus compuestos –por ejemplo, los que contienen azufre– son de gran importancia para determinar la valencia de los elementos.
Sin embargo, el fin último de Moissan en su trabajo sobre el flúor era ocompletar la brillante serie de síntesis minerales, que ha proporcionado gran renombre a varios de sus compatriotas, produciendo artificialmente el mineral más notable y al mismo tiempo precioso – el diamante. Esto requería el uso de un método hasta entonces poco empleado. La posibilidad de utilizar un arco eléctrico como fuente de calor era ya evidente. Moissan tuvo la idea, muy simple pero brillante, de utilizarlo para producir calor, evitando al mismo tiempo todos los efectos secundarios. En su famoso horno eléctrico consiguió licuar sustancias como la cal o el óxido de magnesio; de este modo produjo carburo de calcio y una serie completa de otros carburos, en forma pura y cristalizada, por la que se descubrió que los carburos eran los compuestos químicos más resistentes al calor. Era posible ahora, descomponiendo sus carburos, preparar lingotes puros de metales como el wolframio, el molibdeno y el titanio, que hasta entonces sólo había sido posible obtener en forma de polvo.
Una vez más con su horno, produjo diamantes microscópicos enfriando rápidamente desde altas temperaturas un trozo fundido de hierro con carbono en su interior. Este experimento es muy instructivo: el carbono proporcionó diamantes transparentes en forma de lágrima muy similares a los especímenes microscópicos encontrados, por ejemplo, en los estratos diamantíferos de El Cabo, y esto aparentemente explica cómo se forman diamantes en la Naturaleza. Moissan también realizó un estudio sistemático del grafito, y demostró –un dato de gran interés– que el grafito se convierte en lo que se denomina “intercalado” cuando se extrae de una disolución preparada en un horno eléctrico, ya que algunos hierros nativos, como el hierro encontrado por Nordenskjöld en Ovifak, Groenlandia, al igual que los estratos diamantíferos de El Cabo, contienen grafito en su forma intercalada.
El trabajo realizado por Moissan con el horno eléctrico ha proporcionado al mundo de la tecnología un ímpetu que se sentirá durante largo tiempo, y aún es imposible medir la extensión e importancia de los efectos de esta invención.
Profesor Moissan. El mundo entero ha admirado la gran habilidad experimental con la que ha aislado y estudiado el flúor – esa bestia salvaje entre los elementos. Con la ayuda de su horno eléctrico ha resuelto el misterio de la formación de diamantes en la Naturaleza. Ha generado una poderosa ola sobre el mundo de la tecnología, una ola que aún no ha adquirido toda su altura. Y es en reconocimiento a estos servicios que nuestra Academia de las Ciencias le ha otorgado el Premio Nobel, y en nombre de esta Academia lo felicito por su trabajo, que será de un valor duradero.
En la próxima entrega de la serie, el Premio Nobel de Física de 1907.
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