Tras hablar sobre la posición y movimientos de la Luna en la primera entrega del artículo, y hacerlo en la segunda parte sobre la exploración tripulada y no tripulada durante el siglo XX para conocer más a fondo nuestro satélite, en esta tercera y última parte hablaremos acerca de la historia de Selene y su futuro como posible lugar de colonización.
Apolo 17: la última misión tripulada a la Luna… por ahora. Versión a 3000x3000 px. Crédito: NASA.
Han existido, a lo largo del tiempo, multitud de teorías que trataban de explicar el origen de la Luna, del mismo modo que existen acerca de los demás satélites del Sistema Solar. Sin embargo, procesos que explican bastante bien la existencia y posición de otros satélites (recuerda que la Luna es el primero del que hablamos hasta ahora en la serie) no sirven para justificar las propiedades de la Luna demasiado bien.
Por ejemplo, una teoría que ya no tiene demasiados apoyos es la de la fisión: según ella, la Luna era originalmente parte de la Tierra, pero nuestro planeta giraba tan deprisa que una parte de él, cuando aún estaba muy caliente en la superficie y era bastante plástico, salió despedida y formó la Luna. Sin embargo, de ser así, nuestro satélite giraría alrededor de la Tierra en el plano ecuatorial (el plano en el que salió despedida), pero la Luna está inclinada un ángulo considerable sobre ese plano. Además, la velocidad angular de la Tierra para “lanzar” una parte de sí de ese modo debería haber sido tremenda – mucho más grande que la que todos los modelos actuales consideran, teniendo en cuenta su velocidad de rotación actual y el tiempo que ha pasado.
Algo parecido sucede con un proceso que sí explica muy bien las órbitas y naturalezas de otros satélites de nuestro sistema, la captura. Existen multitud de cuerpos pequeños en el Sistema Solar que no orbitan alrededor del Sol, sino que han sido “capturados” por la atracción gravitatoria de un cuerpo más grande. Llegaremos a ellos a su tiempo, pero los leviatanes del Sistema Solar, como Júpiter, tienen verdaderas hordas de pequeños cuerpos girando a su alrededor como un enjambre de mosquitos.
Sin embargo, los modelos estudiados por los científicos parecen indicar que esto no ha podido suceder con la Tierra y la Luna: nuestro planeta no tiene la suficiente masa como para “amarrar” a un cuerpo tan enorme (para ser un satélite de la Tierra) como la Luna, y hubiera hecho falta una serie de coincidencias extraordinarias para frenarla en el momento y lugar precisos de modo que tuviera una órbita estable alrededor de la Tierra.
De hecho, durante mucho tiempo los astrónomos no tenían un consenso sobre qué diablos podría explicar tantas cosas peculiares del satélite: su minúsculo núcleo, su composición muy similar al manto de la propia Tierra, su gran tamaño en comparación con nuestro planeta, su elevación sobre el plano ecuatorial, la casi total ausencia de elementos volátiles… Hasta muy recientemente (la década de los 80) las teorías más dispares se postulaban y descartaban continuamente, y no existía una posición común.
Pero en los 70 surgió una teoría nueva, que poco a poco fue ganando aceptación hasta que, en una conferencia sobre el origen de la Luna en 1984, se mostró sin lugar a dudas como la favorita de la comunidad científica, y sigue siéndolo hoy, a pesar de que tiene también algunos problemas: la Teoría del Gran Impacto, de la que ya hablamos brevemente en la entrada sobre la Tierra ya que, de ser cierta esta teoría, la formación de la Luna afectó seriamente al desarrollo inicial de nuestro propio planeta.
Impacto entre Theia y la Tierra (visión artística). Crédito: NASA.
Como espero que recuerdes de aquella entrada, la esencia de esta teoría es que poco después de la formación del Sistema Solar (tras tan sólo unas cuantas decenas de millones de años), cuando la Tierra aún era una inmensa bola de roca fundida, otro planeta impactó contra ella. Este segundo planeta suele recibir el nombre de Theia (puesto que esa diosa era la madre de Selene), y debía de tener una masa parecida a la de Marte. La Tierra, por aquel entonces, todavía no tenía el tamaño actual, sino más o menos el 90% de su masa de hoy en día – en parte porque seguía capturando planetesimales, y en parte porque tras el impacto absorbió parte de la masa de Theia.
Animación del movimiento de Theia hasta el impacto con la Tierra. Crédito: Wikipedia/GPL.
La cuestión es que es difícil que dos cuerpos de tamaño considerable orbiten el Sol a una distancia parecida de forma estable: normalmente, la órbita de uno de ellos acabará volviéndose inestable de modo que escape a otra diferente, o bien impacte contra el otro, como sucedió en este caso (si esta teoría es cierta, por supuesto). De hecho, pensamos haber visto los restos de impactos similares alrededor de otras estrellas: tanto en HD 23514 (en las Pléyades) como BD+20 307 hay anillos de restos rocosos orbitando alrededor de la estrella que tienen toda la pinta de ser todo lo que queda de pares de protoplanetas que han chocado uno con el otro, como sucedió aquí.
La “suerte” en el caso de la Tierra y Theia fue que el impacto probablemente no se produjo “de lleno”, disminuyendo así su violencia de modo que no aniquiló completamente a los dos planetas nacientes como en el caso de esos otros sistemas estelares. Eso sí, debió de ser algo cataclísmico: se estima que la temperatura en la superficie de la Tierra llegó a alcanzar más de 10 000 °C, casi el doble que la temperatura en la superficie del Sol. Miles de millones de toneladas de roca se vaporizaron instantáneamente, y cantidades inimaginables de material fueron desprendidas al espacio a velocidades tremendas.
Casi todo el núcleo de Theia, con los elementos más pesados, se fundió con el de la primitiva Tierra, lo cual explicaría la gran cantidad de hierro en nuestro planeta (el más denso del Sistema Solar). Sin embargo, gran parte del manto de Theia se vaporizó o fue expulsado al espacio; aunque la animación del vídeo no lo muestra demasiado bien, durante un tiempo los restos de Theia (y parte de la Tierra, claro) formaron una especie de “cinturón de asteroides” alrededor de nuestro planeta, pero aquello no podía durar. Tal densidad de pequeños cuerpos en un campo gravitatorio, moviéndose a gran velocidad, supuso una cantidad terrible de impactos entre ellos, como puedes ver en este otro vídeo de animación (cuyo sonido es, desgraciadamente, algo desagradable):
Algunos trozos, tras impactar contra otros, acabaron cayendo a la Tierra de nuevo. Otros fueron despedidos a velocidades mayores que la de escape, y desaparecieron en el espacio interplanetario… pero, poco a poco, los impactos fueron agrupando la masa de modo que, al cabo del tiempo, un satélite realmente grande orbitaba la Tierra. Como mencionamos en el artículo sobre nuestro planeta, ambos cuerpos eran aún (en gran parte debido a la energía liberada en el impacto) bolas incandescentes, y estaban muy cerca uno del otro – no voy a repetir aquí las razones de su continuo alejamiento, porque ya lo explicamos en la segunda parte de este artículo, pero es un efecto significativo en la evolución de la Tierra y la Luna.
Aunque la Teoría del Gran Impacto tiene que limar algunos detalles (la composición exacta de la Luna no coincide con la que debería ser de acuerdo con el modelo), no tenemos hasta ahora otra que explique mejor su órbita y estructura interna. Desde luego, parte de la grandeza de la ciencia es que, de desarrollarse una teoría nueva –o una modificación de ésta– que no presente estas incongruencias, nos pasamos a ella y listo.
En cualquier caso, tras el impacto una especie de “océano de magma” cubría el satélite, que poco a poco se fue enfriando. Según la roca se fue solidificando, se formó la corteza de la Luna. Las muestras de roca tomadas por las diversas misiones a la Luna que mencionamos el artículo pasado (una de las cuales llevó un geólogo a la superficie lunar precisamente con este propósito) muestran que la corteza estaba formada ya hace unos 4 000 millones de años, y ya entonces aparecen los primeros cráteres en la superficie Lunar (hubo impactos anteriores, por supuesto, pero tuvieron el mismo efecto que un guisante cayendo… en un puré de guisantes).
Harrison Schmitt, el único geólogo (y el último humano) sobre la Luna, tomando muestras de mineral durante Apolo 17.
De hecho, una cantidad gigantesca de cráteres tienen edades muy similares: entre 3 850 y 4 000 millones de años. Durante esos brevísimos 150 millones de años la Luna fue bombardeada por una cantidad ingente de objetos; de ahí que ese período se denomine intenso bombardeo tardío, y hablaremos de él en la siguiente entrega de la serie, antes de zambullirnos en Marte, ya que la superficie lunar es uno de los signos más claros de su posible existencia.
Incluso tras la solidificación de la corteza, el interior de la Luna seguía estando muy caliente, y la actividad volcánica era intensa. Lo que algunos de los primeros astrónomos pensaban que eran océanos son en realidad enormes coladas de lava basáltica, relativamente lisas y homogéneas (aunque también tienen cráteres, por supuesto). Al principio, cuando el interior se encontraba todavía a una temperatura muy elevada, las erupciones eran constantes y de gran envergadura, pero poco a poco fueron disminuyendo en frecuencia y volumen: las últimas de las que tenemos noticia tienen algo más de mil millones de años de antigüedad.
Sin embargo, todavía pueden verse en la Luna multitud de testigos de esa época convulsa: aparte de los propios maria, existen antiguos ríos de lava solidificada, que suelen llevar (si se siguen “hacia atrás”) hasta chimeneas volcánicas apagadas hace eones, y montes cuyo origen no deja lugar a dudas, ya que tienen cráteres volcánicos en la superficie de los que parten algunos de estos “ríos” ancestrales:
Mons Rümker, en el Mar de las Tormentas (Oceanus Procellarum), de más de 1 km de altura sobre la planicie. Cada pequeño cono tiene su propia chimenea. Versión a 2373x2406 px. Crédito: NASA.
Pero claro, al cabo del tiempo la actividad volcánica fue cesando, mientras que los impactos de meteoritos se siguieron produciendo (aunque ya no con la misma intensidad que durante el “bombardeo” de tiempos pasados). Poco a poco, incluso los maria inmaculados y lisos fueron sufriendo cicatrices debidas a estos impactos; la mayor parte de estos impactos, por supuesto, fueron de cuerpos relativamente pequeños, pero otros son realmente impresionantes:
El Mar de las Lluvias (Mare Imbrium), con el imponente cráter Copérnico en medio (de más de 100 km de diámetro). Versión a 1082x971 px. Crédito: NASA.
En muchos de estos cráteres puede verse aún claramente el lugar del impacto como una elevación del terreno aproximadamente en el centro del cráter, como puedes ver en esta imagen del cráter King tomada durante la misión Apolo 16:
Crédito: NASA.
Además de crear cráteres, los continuos impactos fueron creando lo que denominamos regolito: la capa de roca más o menos triturada que cubre la superficie de la Luna (y de muchos otros cuerpos del Sistema Solar). Desde luego, no es el terrible polvo profundísimo que algunos temían que existiera, pero tiene un espesor considerable: desde unos dos metros en las regiones más “nuevas” (es decir, las que sufrieron las últimas coladas de lava, como muchos maria) hasta unos veinte metros en las más antiguas. Como mencionamos en la entrada anterior, puede soportar el peso de naves y astronautas sin problemas, y los fragmentos de roca tienen tamaños muy diferentes.
El principal problema del regolito a largo plazo es que parte de la roca está triturada muy finamente por el continuo impacto de micrometeoritos (meteoritos de muy pequeño tamaño): en la Tierra, el continuo movimiento de los trozos y la erosión por el agua y el aire van redondeando los fragmentos de cualquier roca, ¡pero en la Luna no pasa nada de esto! Como resultado, estos pequeños fragmentos tienen bordes afilados y puntas muy finas, lo que habrá que tener en cuenta al planear una futura base o colonia lunar, ya que puede suponer una pesadilla en el mantenimiento de mecanismos que funcionen durante años en ese ambiente, si levantan el polvo del regolito lunar.
Las misiones Apolo trajeron a la Tierra, en total, casi 400 kg de rocas de diferentes tamaños, que permitieron a los científicos conocer mucho sobre la composición de la Luna y la edad de las diversas muestras, a partir de la abundancia relativa de distintos isótopos. Hoy conocemos bastante bien la composición química de sus rocas (no en todas partes, por supuesto) y parecería que no tiene mucho sentido invertir millones en volver a ir, ya que se trata simplemente de una roca inerte.
Ah, pero sí tiene mucho sentido volver a ir (aunque, desde luego, la conveniencia de utilizar el dinero en esto y no en otra cosa está sujeta a distintas opiniones), por varias razones diferentes. En primer lugar, es indudable que en un futuro relativamente cercano nos enfrentaremos a un desafío aún mayor que llegar a la Luna: poner los pies en otro planeta del Sistema Solar. Las misiones lunares son pruebas excelentes del equipo nuevo y la tecnología que se ha ido desarrollando en esa dirección.
Pero, además, no debemos despreciar la Luna en sí misma como un objetivo práctico a corto plazo: en primer lugar, sería un lugar absolutamente único para construir telescopios ópticos gigantes, algo que ya mencionamos hace más de un año en El Tamiz. Pero, además, un radiotelescopio tendría enormes ventajas, de construirse sobre la superficie de nuestro satélite (en la cara oculta, por supuesto).
Piensa que los radiotelescopios actuales tienen que luchar contra un “ruido” infernal creado por nuestras propias emisiones, y cada año emitimos más. Naturalmente, se filtra este “ruido” para que no influya en las observaciones, pero esto disminuye la sensibilidad de nuestros instrumentos y está siendo, cada vez más, un problema. Para que te hagas una idea, es como tratar de ver las estrellas en luz visible cuando a nuestro alrededor las ciudades cada vez emiten más luz por la noche: con software se puede eliminar, hasta cierto punto, la luz de la ciudad, pero llega un momento en el que los detalles más sutiles del cielo nocturno se harían prácticamente imposibles de ver. Lo mismo sucede con los radiotelescopios.
Pero uno construido en la Luna, “a espaldas” de nuestro planeta, estaría protegido por un escudo de 7,35·1022 kg de las emisiones de radiación electromagnética terrestre, y podría mirar ahí fuera sin apenas interferencia, y después –utilizando unos cuantos satélites para repetir la señal– enviarnos los resultados a la Tierra. ¡Ay, lo que podríamos ver!
Claro, algunos visionarios llegaron más lejos de la simple idea de construir un telescopio, y mucho antes de que se construyera el primer cohete… incluso antes de que volara el primer aeroplano, el genial Konstantin Tsiolkovsky ya planteó la posibilidad de colonizar permanentemente la Luna, entre otras muchas cosas. Durante los años 50 y 60, la idea tuvo cierto auge, pero luego el entusiasmo fue enfriandose… pero ahora la cosa vuelve a tomar fuerza otra vez, y varios gobiernos ya tienen planes más o menos concretos de establecer bases permanentes allí en las décadas de 2020-2030, entre ellos los EE.UU, China, la Unión Europea, Japón y la India.
El objetivo no es, en principio, establecer colonias de gran tamaño para expandir nuestra población: existen otros lugares en el Sistema Solar que, probablemente, serían mucho más aceptables en este aspecto. La idea sería tener bases de pequeño tamaño y carácter permanente, pero con tripulaciones que se vayan relevando a lo largo del tiempo – es decir, algo parecido a lo que sucede con la Estación Espacial Internacional. Pero ¿para qué puede servir una base en la Luna?
En primer lugar, como sucede en el caso de los telescopios, porque las posibilidades de experimentos científicos son múltiples, y mantener la base sería probablemente más barato que la ISS, pues estaría “en el suelo”, aunque no fuera nuestro suelo. Además, recuerda lo muchísimo que nos costó escapar del campo gravitatorio de nuestro planeta y de su densa atmósfera: es muy difícil lograrlo, e incluso hoy en día es un coste económico inmenso para las misiones espaciales… pero en la Luna, la gravedad es la sexta parte que en la Tierra, no hay atmósfera, y hay una cantidad de materias primas ingente y sin explotar.
Si algún día nos extendemos de verdad por el Sistema Solar, no sabemos dónde se realizará la construcción de las naves espaciales que lo logren, pero lo que sí sabemos es dónde no se realizará: en la Tierra. Sería completamente absurdo. La Luna sí es un candidato posible a este fin, porque una nave construida en la Luna necesitaría para ser lanzada una fracción minúscula de la energía que requeriría hacer lo mismo desde la Tierra. De modo que la Luna tal vez no sea nuestro destino final, sino el trampolín para abandonar nuestra “cuna”.
La propia explotación de los recursos naturales de la Luna (que son muchos) puede convertirla algún día en un objetivo comercial, aunque pensarlo pueda revolverte un poco las tripas – la escasa gravedad y ausencia de atmósfera harían, una vez más, bastante fácil establecer explotaciones mineras allí. En un futuro cercano, por supuesto, esto no sería viable económicamente, pero según los costes de ir y volver vayan descendiendo (especialmente con naves no tripuladas) y los recursos en la Tierra vayan disminuyendo, la posibilidad puede volverse muy real.
De hecho, alguno de ellos ya lo tenemos “en el punto de mira”. Puesto que en la Luna no hay atmósfera ni campo magnético apreciables, el viento solar (que en la Tierra no llega al suelo ni de guasa) alcanza la superficie lunar sin problemas. El viento solar que lleva “lloviendo” sobre la superficie lunar durante miles de millones de años, compuesto por diversos tipos de partículas que acaban en el regolito, mezclados con las sustancias que lo componen e interaccionando con ellas, acumulándose poco a poco todo el tiempo. Como resultado, en la luna existen cantidades mucho mayores que en la Tierra de helio-3, un isótopo que puede ser fundamental si logramos desarrollar reactores de fusión.
El único problema es que las regiones en las que más helio-3 puede haber son aquéllas en las que la incidencia del viento solar es más perpendicular al suelo, es decir, cerca del ecuador lunar; dado el valor de este isótopo, puede resultar muy beneficioso establecer, al menos, explotaciones robóticas allí, pero las bases permanentes probablemente no se encuentren cerca del ecuador.
La razón es que hay otra región que tiene ventajas muy claras para establecer bases habitadas. Si recuerdas la entrada sobre Mercurio y la anterior sobre la propia Luna, ya deberías ser capaz de anticipar de qué zona estamos hablando: los polos.
En los polos lunares se dan dos características cruciales para el posible establecimiento de una base, aunque parezcan contradictorias al principio: permiten disponer de luz solar prácticamente todo el tiempo, y permiten zonas de oscuridad permanente. La clave es que la Luna rota sobre su eje de manera que su ecuador es prácticamente paralelo al plano de la eclíptica (la trayectoria aparente del Sol), de modo que la inclinación de los rayos solares apenas cambia a lo largo del tiempo.
Cráter Shackleton. Crédito: ESA.
Ya hablamos en el artículo anterior acerca del cráter Shackleton, cuyas profundidades no han visto jamás la luz del Sol. Allí podría haber cantidades considerables de hielo, con lo que el suministro de agua a la base o colonia estaría asegurado. Pero, claro, al mismo tiempo hace falta la suficiente energía para derretir el hielo, además de hacer funcionar los sistemas de la base… y aquí está lo curioso del asunto. El mismo cráter Shackleton lo puedes ver en la siguiente imagen, más alejada:
Fíjate en la montaña de Malapert en el tercio superior de la imagen: está situada a unos 116 km del cráter. Mientras que el fondo del cráter nunca ve la luz, la cima del Malapert, que tiene unos 5 km de altura, está bañada por los rayos solares prácticamente todo el tiempo, incluso cuando en el ecuador lunar es de noche. Situando paneles solares en la cima del Malapert, una base dispondría de energía abundante a una distancia muy pequeña de un suministro de agua constante.
Además, recuerda que esto es la Luna: una de las desventajas de la energía solar en la Tierra es su irregularidad e impredecibilidad. Pero en la Luna el cielo nunca jamás va a estar cubierto (qué diablos, ni siquiera hay atmósfera que absorba radiación de ningún tipo), y el flujo de energía va a ser prácticamente constante y se puede depender de él sin problema alguno. Existen energía a mansalva, materias primas y –probable, pero no ciertamente– agua en cantidades más que suficientes para nutrir a una base.
Incluso el problema del oxígeno es de relativamente fácil solución, al disponer de tal cantidad de energía: enormes piscinas de algas o, mejor aún, algún sistema de fotosíntesis artificial pueden “reciclar” el dióxido de carbono producido para obtener de nuevo oxígeno.
Como digo, no es probable que la Luna se convierta en el segundo hogar de la humanidad en el Sistema Solar: la ausencia de atmósfera y la escasa gravedad, además del extraño ciclo de días y noches de 15 días terrestres de duración, hacen que no sea un lugar muy hospitalario. Pero es muy probable que se convierta en un suministro de recursos, una fuente de descubrimientos científicos y, tal vez, el “muelle espacial” donde se construyan las naves que colonicen nuestro segundo hogar, si algún día damos ese paso. La Luna sí puede ser el trampolín para escapar de nuestro cascarón.
En la próxima entrega de la serie hablaremos, en un artículo no demasiado largo, acerca de ese curioso período en la juventud de nuestro Sistema Solar, y que ha dejado profundas cicatrices sobre la superficie de nuestro satélite – el intenso bombardeo tardío.
Para saber más: