Por si no conoces Hablando de…, en esta larga serie de artículos recorremos diferentes aspectos de ciencia y tecnología de manera aparentemente aleatoria, haciendo especial énfasis en aspectos históricos y enlazando cada artículo con el siguiente. Tratamos, entre otras cosas, de poner de manifiesto cómo absolutamente todo está conectado de una manera u otra.
En las últimas entradas de la serie hemos hablado acerca del físico Enrico Fermi, que tuvo una importante participación en el Proyecto Manhattan, iniciado por el gobierno estadounidense como respuesta a una carta de Szilárd y Einstein en la que avisaban de la posibilidad de que los Nazis desarrollaran una bomba atómica, algo que nunca llegó a ocurrir posiblemente gracias a Werner Heisenberg, aunque el bando aliado sí utilizó armas atómicas en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, llevados a cabo por bombarderos B-29 Superfortress, cuyos motores estaban construidos por la empresa fundada por los famosos hermanos Wright, los primeros en hacer volar un aeroplano, máquinas que se convertirían en armas en la Primera Guerra Mundial, aunque no tan terroríficas como el gas mostaza, que en el mar se polimeriza y puede ser confundido con ámbar gris, utilizado en la Edad Media como amuleto de protección contra la Peste Negra, posiblemente causada por la bacteria llamada originalmente Pasteurella pestis en honor de Louis Pasteur. Pero hablando de Louis Pasteur…
Solemos pensar en Pasteur principalmente –y con razón– como uno de los padres de la microbiología. Sin embargo, como ha ocurrido en el caso de otros grandes científicos a lo largo de esta serie, Louis Pasteur despuntaba en muchas actividades, no sólo en una. Y en este caso además, como veremos a lo largo de la entrada, ayudado por la suerte – hay veces en las que hasta los errores traen triunfos.
Louis Jean Pasteur nació en 1822 en Dole, Francia. Era hijo de una familia muy humilde: su padre era un curtidor sin estudios que había luchado en las guerras napoleónicas. Es una clara demostración de la eficacia del sistema educativo francés de la época el que el joven Pasteur llegara tan lejos como lo hizo, gracias a su capacidad e independientemente de su origen y recursos: tras pasar por la École Normale Supérieure, se convirtió en profesor de Física en el Liceo de Dijon, aunque su verdadero interés era ya la química.
Louis Pasteur (1822-1895).
Como ves, sus primeras actividades no tenían mucho que ver con la microbiología. De hecho, su tesis doctoral fue en química. En 1849 Pasteur resolvió el “misterio” del ácido tartárico (C4H6O6). Esta sustancia parecía existir en dos formas de idéntica composición química pero propiedades diferentes, dependiendo de su origen: el ácido tartárico proveniente de seres vivos (por ejemplo, el que existe en el vino) era capaz de polarizar la luz, mientras que el producido sintéticamente no lo hacía. Lo curioso era que, como hemos dicho, la composición química era exactamente la misma – si se descomponía el ácido en sus elementos constituyentes había la misma cantidad de cada uno de ellos con una precisión extrema.
Pasteur examinó al microscopio cristales diminutos de sales formadas a partir de ácido tartárico sintetizado en el laboratorio, y observó algo muy curioso: había cristales de dos tipos distintos, ambos casi exactamente iguales pero con simetría especular, como nuestras manos. La composición era la misma, pero la forma en la que los átomos se asociaban podía tomar dos formas diferentes y simétricas. Más curioso aún fue que, cuando examinó cristales formados a partir de ácido tartárico natural sólo eran de uno de los dos tipos – los seres vivos producían el ácido de una manera en la que sólo se creaba uno de ellos.
Louis Pasteur, en su tesis doctoral, acababa de descubrir la isomería óptica: el ácido natural estaba compuesto únicamente por moléculas dextrógiras (que polarizan la luz “a derechas”), mientras que el artificial contenía cantidades iguales de la forma dextrógira y la levógira (que polariza la luz “a izquierdas”). Al atravesar la sustancia artificial, la luz se polarizaba en un sentido y en el contrario con lo que, al salir, se quedaba igual que antes de entrar: por eso no sufría cambios aparentes en la forma artificial.
De manera que, con tan sólo 26 años, el joven químico publicó una tesis tan extraordinaria que recibió la Legión de Honor francesa y consiguió un puesto como profesor de química en la Universidad de Estrasburgo. Sólo siete años más tarde, con 33 años, se convirtió en director y administrador de estudios científicos en la misma École Normale Supérieure en la que había estudiado.
Sin embargo, su trabajo en química sería pronto eclipsado por los enormes avances que realizó en todo lo relacionado con la epidemiología. Piensa que, aunque estamos hablando de 1856 –hace tan sólo 150 años–, las teorías relacionadas con la enfermedad en la época eran aún de una ingenuidad tremenda.
Aunque las antiguas ideas aristotélicas sobre la generación espontánea (como que la carne putrefacta producía, de forma natural, larvas de mosca) habían sido desterradas en lo que a los animales superiores se refería por la mayoría de los científicos –aunque no por la población en general, que seguía pensando que una bala de heno que se pudría producía naturalmente ratones– no ocurría lo mismo en el caso de las enfermedades o la putrefacción. Durante siglos, la mayor parte de la gente pensaba que las enfermedades se producían o bien por un castigo divino, o bien de forma espontánea en el cuerpo de los seres vivos. La materia muerta, de forma natural y por causas internas, se descomponía y las cosas fermentaban y se pudrían.
Es cierto que no todos pensaban así. Por ejemplo, en el año 36 a.C. Marco Terencio Varro, en su tratado Sobre la agricultura, ya previene acerca de agentes infecciosos externos y el peligro de construir casas en zonas pantanosas:
…y porque se reproducen ciertas criaturas diminutas que no pueden ser vistas por los ojos, que flotan en el aire y entran en el cuerpo a través de la boca y la nariz y causan graves enfermedades.
Sin embargo, aunque era evidente que en algunos lugares se producían enfermedades más a menudo que en otros, las ideas de Varro y otros como él no tuvieron gran impacto sobre el concepto de enfermedad. Como recordarás del anterior artículo de la serie, cuando la Peste Negra barrió Europa los “remedios” contra ella eran inútiles y nadie tenía ni idea de por qué se producía, cómo se propagaba ni nada parecido. Como dijimos, la mayor parte de la sociedad la consideraba un castigo o un envenenamiento, y la manera de pensar en ella se basó en la superstición, no en la ciencia, salvo en casos muy concretos.
Por ejemplo, los médicos de al-Andalus dieron sopas con honda a sus colegas cristianos cuando la Peste Negra atacó. Es curioso leer ahora, cuando el Islam aparece en las noticias casi siempre unido al fundamentalismo, los textos de los científicos árabes de la Edad Media. Ibn al-Khatib afirma en su tratado Sobre la plaga en el siglo XIV:
La existencia del contagio está establecida por la experiencia, la investigación, la evidencia de los sentidos e informes fidedignos. Estos hechos constituyen un argumento sólido. El hecho de que la infección existe es claro para el investigador que se da cuenta de que quien establece contacto con el enfermo desarrolla la enfermedad, mientras que quien no está en contacto con él permanece sano, y cómo la transmisión de la enfermedad se ve afectada por las ropas, vajilla y joyas.
Durante siglos, algunos médicos intuyeron, como al-Khatib, que había algo externo que producía muchas de las enfermedades, y que ese “algo” se transmitía de algún modo del enfermo a las personas sanas que lo rodeaban. En 1546, el italiano Girolamo Francastoro propone una vez más que las epidemias se deben a minúsculas semillas o esporas que entran en el cuerpo y allí desarrollan la enfermedad. En el siglo XVII, el holandés Antonie Philips van Leeuwenhoe observa con un microscopio los primeros microorganismos, iniciando la microbiología, y muchos científicos atan cabos: las enfermedades se transmiten de manera invisible, y parece que todo a nuestro alrededor bulle con formas de vida microscópicas…
Pero las cosas seguían sin estar suficientemente claras: por un lado, seguía habiendo mucha gente que sostiene que las enfermedades infecciosas no tenían nada que ver con los microorganismos. Por ejemplo, la teoría miasmática de la enfermedad afirmaba que las epidemias son causadas por el miasma o aire impuro creado por la materia orgánica en descomposición. El hecho de que algunas de las enfermedades, como el cólera, siguieran extendiéndose independientemente de la calidad del aire no parecía convencer a los proponentes de esta teoría de que no tenía sentido.
Representación del cólera en el s. XIX como una masa de aire venenoso, de acuerdo con la teoría miasmática.
Incluso entre los que sí pensaban que las enfermedades infecciosas estaban producidas por diminutas criaturas vivas había un desacuerdo: seguían existiendo aún muchos que pensaban que estos gérmenes se producían de forma espontánea e inevitable en la materia orgánica muerta. La teoría de la generación espontánea aún estaba vigente. Otros, por el contrario, pensaban que la fermentación de la materia orgánica, al igual que las enfermedades, se debían a la llegada de agentes externos vivos (que solían llamarse gérmenes, y a esta teoría teoría germinal o patogénica de la enfermedad) y que, sin ellos, estos fenómenos no se producirían.
Louis Pasteur, como puedes imaginar, pertenecía al último grupo. De hecho, su primer triunfo tuvo que ver precisamente con la fermentación de algunos líquidos, como el vino, la cerveza o la leche. Pasteur examinó varios de ellos al microscopio y se convenció de que la fermentación era producida por organismos vivos (como levaduras). Por ejemplo, una de ellas producía al cabo del tiempo ácido láctico en el vino, agriándolo.
La solución a ese problema parece hoy obvia y evidente, pero esto suele ocurrir a posteriori con muchas de las ideas geniales en su momento: no hacía falta más que cerrar herméticamente el líquido en un recipiente y calentarlo para matar los organismos que vivían en él –o, al menos, la mayoría de ellos–. Junto con Claude Bernard, Pasteur perfeccionó el proceso, por el que los líquidos se calentaban únicamente unos segundos a una temperatura por debajo de la de ebullición para que no perdieran propiedades. En 1862 realizaron la primera pasteurización. Al principio hubo cierto recelo a utilizar el proceso: calentar el vino, aunque fuera durante un breve espacio de tiempo, parecía una locura.
Sin embargo, según se fueron realizando experimentos se vio que las muestras de vino y leche pasteurizados tardaban mucho más tiempo en echarse a perder, de modo que al cabo de no mucho tiempo el proceso se extendió en la industria alimenticia. Hoy en día casi todos los líquidos se pasteurizan (o sufren procesos derivados, como la uperisación).
Durante este período Pasteur realizó diversos experimentos para determinar el origen y la naturaleza de la fermentación. Como hemos dicho, muchos científicos de la época pensaban que este proceso era puramente químico y no precisaba de ningún componente biológico. Pasteur demostró, una vez más de forma sencilla y elegante, que la teoría microbiológica era la verdadera: hizo hervir caldos para matar todos los microorganismos existentes en ellos y a continuación los introdujo en recipientes abiertos, pero que hacían difícil que entrase polvo y esporas en ellos. Por ejemplo, uno tenía una boca muy delgada unida a un fino tubo serpenteante, de modo que era casi imposible que el polvo (con todo lo que acarrea) pudiera entrar. Otros tenían filtros que evitaban que las partículas de polvo entrasen en el caldo.
El resultado de este sencillísimo experimento fue aplastante: los caldos no se pudrían. Pasteur anunció sus resultados en una gala en la Sorbona en 1864 y la comunidad científica quedó apabullada. La teoría de la generación espontánea fue revelada, por fin, como una falsedad, y Europa finalmente se decantó de forma mayoritaria por la teoría patogénica de la enfermedad. A pesar de que otros antes que él la habían propuesto y habían tratado de demostrarla, fue Pasteur quien dio el golpe de gracia y dejó las cosas meridianamente claras. De ahí que, junto con Robert Koch, se le considere el padre de la bacteriología.
¡Pero la cosa no acaba ahí! Para empezar, la fama de Pasteur era ya grande: había solventado los problemas de la industria vinícola con su proceso de pasteurización, y cuando los productores de seda del sur de Francia se encontraron con una enfermedad que mataba a los gusanos y estaba produciendo graves pérdidas llamaron, naturalmente, a Pasteur. Éste examinó los gusanos y las hojas de las que se alimentaban, identificó al parásito que los infestaba y recomendó destruir y reemplazar los gusanos y hojas infectados. Con la nueva remesa de gusanos y hojas de morera, la enfermedad desapareció. Sí, sí… hoy en día parece tan evidente que nos sorprende que hiciera falta Pasteur para sugerirlo, pero piensa en las redes de ignorancia y superstición que aún embotaban los sentidos de la sociedad en general.
Sin embargo, todo esto llevó a Pasteur a plantearse cómo evitar las infecciones en los seres humanos. Una vez más, algo de sentido común hoy en día pero que entonces fue revolucionario: Pasteur recomendó a los cirujanos que, para evitar las infecciones causadas por microorganismos patógenos que entraban en el cuerpo humano, esterilizasen su instrumental quirúrgico por ejemplo, hirviéndolo en agua. Uno de los más famosos cirujanos que siguió sus consejos fue el británico Joseph Lister, quien desarrolló las ideas de Pasteur y las sistematizó.
Lister es considerado hoy el padre de la antisepsia moderna, y realizó cambios radicales en el modo en el que se realizaban las operaciones: los doctores debían lavarse las manos y utilizar guantes, el instrumental quirúrgico debía esterilizarse justo antes de ser usado, había que limpiar las heridas con disoluciones de ácido carbólico (que mataba los microorganismos)… Sí, antes de Lister y Pasteur pasar por el quirófano era, en muchos casos, una sentencia de gangrena y muerte. Pero no olvidemos que, sin Pasteur, Lister nunca hubiera cambiado la faz de la cirugía como lo hizo.
Con todo esto, el legado de Louis Pasteur es impresionante… pero es que aún hay más. Aquí es donde el genio se une a la suerte, no sólo para él sino para todos nosotros. Pasteur tuvo una influencia capital en el desarrollo de la inmunología moderna, y muchas de las vacunas que usamos hoy no existirían sin él.
Pasteur en su laboratorio. Cuadro de Albert Albert Edelfelt, 1885.
Pasteur estudió numerosas enfermedades y sus modos de propagación. En una ocasión se encontraba realizando experimentos con pollos para determinar los mecanismos de transmisión de la bacteria responsable del cólera que acababa con muchos de ellos. Junto con su ayudante, Charles Chamberland, inoculaban la bacteria (Vibrio cholerae) a pollos y evaluaban el proceso de la enfermedad.
El caso es que Pasteur iba a tomarse unas vacaciones de aproximadamente un mes, y encargó a Chamberland que inoculase a un grupo de pollos con un cultivo de la bacteria al cabo de unos días, antes de irse el propio ayudante de vacaciones. Pero Chamberland olvidó hacerlo, y se fue de vacaciones sin más. Cuando ambos volvieron al cabo de un mes, los pollos estaban sin infectar y el cultivo de bacterias había sobrevivido el mes, pero muy debilitado. Chamberland inoculó a los pollos de todos modos… y los animales no murieron. Sí desarrollaron algunos síntomas, y una versión leve de la enfermedad, pero sobrevivieron.
El ayudante, abochornado, iba a matar a los animales y empezar de nuevo, cuando Pasteur lo detuvo: la idea de la vacunación no era nueva, y el genial francés, como cualquier microbiólogo que se respetase a sí mismo, la conocía. Expuso a los pobres pollos una vez más al cólera, y los pollos aguantaron tan frescos. ¡Estaban inmunizados!
Puedes pensar que, teniendo en cuenta que la vacunación llevaba más de medio siglo siendo utilizada, el descubrimiento de Pasteur no es muy importante, pero no es así. El problema de la vacunación era que el paciente podía desarrollar la enfermedad al ser inoculado, justo lo contrario de lo que se pretendía. Solían utilizarse formas virulentas de la enfermedad, cuando se conocían, pero en muchos casos esto era imposible. Pasteur no desarrolló por lo tanto la primera vacuna, pero sí la primera vacuna de bacterias artificialmente debilitadas – a partir de ese momento no hacía falta encontrar bacterias adecuadas para las vacunas, las propias bacterias de la enfermedad a derrotar servían. Simplemente hacía falta dejarlas casi derrotadas desde el principio, antes de inyectarlas en el paciente, para que el sistema inmunológico no tuviera ningún problema en defenderse.
Pasteur puso este descubrimiento en práctica casi inmediatamente en el caso de la rabia: utilizaba conejos infectados con la enfermedad, y cuando éstos morían secaba su tejido nervioso para debilitar la bacteria. En 1885 un niño, Joseph Meister, fue mordido por un perro rabioso cuando la vacuna de Pasteur sólo se había probado con unos cuantos perros (con éxito, por otro lado). El niño iba a morir sin ninguna duda cuando desarrollase la enfermedad, pero Pasteur no era médico, de modo que si lo trataba con una vacuna sin probar suficientemente podía meterse en un lío legal tremendo.
Sin embargo, tras consultar con otros colegas, el químico se decidió a inocular la vacuna al muchacho. El tratamiento tuvo un éxito absoluto, el niño se recuperó de sus heridas y nunca desarrolló la rabia y Pasteur, lejos de acabar en un banquillo, fue alabado una vez más como un héroe. Murió diez años más tarde, en 1895, como una verdadera institución, tras haber triunfado en todo tipo de empresas, desde la derrota de la rabia hasta la salvación de los gusanos de seda franceses. Pero hablando de la seda…