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Música y ciencia- 9 El alfabeto de la música.




En el artículo anterior de esta serie sobre Música, desde una perspectiva científica dábamos por concluido el tema de la base armónica de la música desde una perspectiva histórica. Aunque en aquella misma época ya existía un sistema de escritura, éste caería en desuso con el advenimiento de las reformas ocurridas durante la Edad Media. Esas reformas dieron lugar a una transformación general de la música, incluyendo, cómo no, su escritura. Nacía entonces el sistema moderno de notación y nomenclatura.

Si bien no se puede negar que la invención del sistema actual de escritura fue un paso trascendente, hubo a la vez una separación de los criterios científicos, y ello se evidenciaría en muchos aspectos, con importantes repercusiones que se mantendrían hasta la actualidad.

Vayamos directamente a la primera de ellas.

¿Es exacta la escritura actual de la música?

Ciertamente, sería muy engorroso escribir (ni pensar en leer) una partitura donde cada uno de los sonidos estuviese escrito con una expresión matemática que indicase todas las variables, es decir, la frecuencia, la amplitud de onda, la mezcla de armónicos y la duración del sonido en relación a una cierta unidad de tiempo. En vez de notas, tendríamos que escribir una ecuación para cada sonido, uno por uno. Si muchos creen que el solfeo es difícil, esto sería peor, ¿no es verdad?

Como nadie pidió nunca – ni pide – que un compositor o un intérprete  sea científico (tampoco hace falta que lo sean), la escritura de la música se fue desarrollando en forma intuitiva buscando símbolos que expresasen, de la manera más sencilla posible, las cuatro cualidades del sonido: altura, intensidad, duración y timbre. En la búsqueda fueron hallándose soluciones en forma muy pausada, porque no era una tarea fácil.

La dificultad proviene de que, de todas las artes, la música es la que tiene relación más estrecha con la física y las matemáticas. Si al inventarse la escritura hubiera habido una consciencia mayor de este hecho no se habría incurrido en ciertas inconsistencias inexplicables, que tuvieron que ver con la propia teoría de la música y no tan sólo con la escritura. Pero la escritura es el reflejo de ideas, razonamientos y deducciones. Haciendo una comparación con el lenguaje hablado, existen palabras para expresar lo que nos es conocido. En cambio, lo desconocido, o lo imaginario, carece de palabras para describirlo, porque tampoco hay ideas que expresar acerca de ello. Ante el descubrimiento de algo nuevo surge entonces la necesidad de crear nuevas palabras para podernos expresar, y la música no es una excepción. Los símbolos para escribirla nacen de lo que se sabe acerca del sonido y de la forma en que lo utilizamos.

Así, podemos hacernos una pregunta de origen: ¿Cuáles eran los conocimientos que había en la Edad Media acerca del sonido y cómo utilizarlo? Esto nos llevará a responder por qué la escritura es tal cual la conocemos y no de cualquier otra manera.

Diez siglos de metafísica teísta.

Con el advenimiento del cristianismo en Europa, la Iglesia terminaría asumiendo también el papel de responsable de la instrucción y educación del individuo, incluyendo la música y las ciencias. Pero, a la vez, la Iglesia introduciría el concepto de la interpretación teológica de los hechos de la Naturaleza. Esto significó que, considerando a Dios el creador de la Naturaleza, ello bastaba como explicación, y no sólo eso, sino que investigar y explicar el comportamiento de la Naturaleza estaba fuera del alcance humano. La ciencia, como tal, dejaría así de tener en la educación el carácter que había tenido en siglos anteriores y pasaría a convertirse, muy rápidamente, en el estudio de explicaciones teológicas para los hechos de la Naturaleza.

Guillermo Dilthey, en su libro Historia de la Pedagogía, describe muy acertadamente este proceso:

“La música se puso en relación con el cultivo del canto eclesiástico, y la astronomía con los problemas del calendario, pero a la vez también con los más altos puntos de vista de la fundamentación de una metafísica teísta. La intimidad religiosa y el saber libresco de la Edad Media fueron un obstáculo para la enseñanza del conocimiento de la naturaleza. (…) Toda esta educación de las clases eruditas hasta el siglo XI es la expresión del ideal educativo de una gran ordenación eclesiástica de la vida que acogió en sí como elemento vital toda la cultura antigua. De aquí se sigue en primer término la rigurosa disciplina y el desarrollo de la obediencia. (…) Ésta es la base del género peculiar de tradición y de saber tradicional que caracteriza la ciencia medieval”.

Luego Dilthey también dice, a propósito de la transmisión de conocimientos mediante las obras enciclopédicas de la Edad Media:

“Se perdieron los fundamentos de los hechos científicos; sobre todo, el espíritu dogmático de la Iglesia hizo aceptar dogmáticamente todos los hechos. La Iglesia, en vez de fomentar en las escuelas superiores el espíritu de investigación, despertó el apetito por el mero armazón de los hechos ofrecidos dogmáticamente. La ciencia y la fe aparecieron en sus resultados como formalmente homogéneas”. 

Este hecho histórico no nos impide valorar la belleza de la música originada en el ambiente eclesiástico y las repercusiones que luego tendría en el futuro de la música. Pero esa valoración es en el terreno subjetivo, artístico tan sólo. A la luz de la historia, el problema pedagógico adquiere otra dimensión.

Se puede entender que si ya desde las mismas bases de la educación se omiten, o distorsionan, los fundamentos de una materia de estudio, entonces las futuras generaciones carecerán de personas capacitadas para que esa misma materia de estudio pueda seguir desarrollándose y ampliando conocimientos sobre ella. Y eso fue lo que ocurrió con la música durante el milenio que duró la época medieval. En las nuevas generaciones ya no pudo haber casi nadie que supiera establecer una lógica en el sistema de escritura que se iba consolidando, porque tampoco había un orden lógico en la concepción de cómo enseñar a investigar las propiedades físicas del sonido. Según la concepción teológica de la Edad Media, los sonidos eran parte de la Naturaleza y, por tanto, no se debía intentar explicarlos.

La nomenclatura de los sonidos.

La nomenclatura tuvo así su origen en aquel punto de vista de la Iglesia hacia todos los hechos de la Naturaleza. Para comenzar, si los sonidos eran naturales no debían ser alterados (o sea, adulterados). Esto explica en gran parte por qué la cultura medieval aceptó la escala diatónica que venía de la cultura helénica. Se trataba, precisamente, de una escala formada con los sonidos que la Naturaleza ordenaba de manera agradable al oído, y ese orden, afortunadamente, había sido descubierto muchos años atrás. Era una escala de siete sonidos, y en el futuro ninguno debía ser alterado. Y si había que dar un nombre a cada uno de los sonidos, la nomenclatura debía tener una causa teológica. Así, el monje benedictino Guido D’Arezzo (995-1050) establecería los nombres de las notas en su Himno a San Juan Bautista, en latín:

En castellano esto significa: “Para que tus siervos puedan exaltar a plenos pulmones las maravillas de tus milagros, disuelve los pecados de labios impuros, San Juan”.

Ésta es la música y la notación antigua de este himno:

 

 

El concepto medieval sobre la armonía.

Hasta el siglo XI se practicó solamente el denominado órganum paralelo, que por primera vez aplicó el uso de sonidos simultáneos en forma sistemática. El órganum paralelo consistía en hacer que las voces del canto marchasen estrictamente en forma de octavas paralelas a lo largo de todo el desarrollo de la melodía, con una voz intermedia que cantaba en quintas o cuartas, también paralelas, dentro de la octava. En el artículo anterior expliqué en detalle qué era una quinta, una cuarta o incluso una octava. Por ejemplo, DO-SOL-DO, o bien DO-FA-DO, son acordes donde el SOL, o el FA, corresponderían a la voz media que divide la octava en una quinta o en una cuarta justas, respectivamente. Luego, desde el siglo XII en adelante, esta manifestación polifónica primitiva cedería su lugar al órganum polifónico, donde se comenzó a ornamentar el paralelismo invariable de las voces. Las disonancias hicieron ahí su aparición, inaugurando una época, pero fueron utilizadas según reglas muy estrictas. Y la razón de que fuesen tan estrictas era que la característica sonora que definía al órganum era la consonancia .

Los efectos de la relación entre consonancia y disonancia han ocupado la atención de los músicos de todos los tiempos, incluso desde el punto de vista psicológico. En el lenguaje común, la mayoría de las personas entiende por “consonancia” lo que suena bien y por “disonancia” lo que suena mal. Tal concepto involucra la sensación de lo agradable y lo desagradable en la música, y viene de muy antiguo. Es una sensación que nunca pudo ser íntegramente explicada, pues hay innumerables excepciones para todos los puntos de vista, ya que la valoración puede llegar a depender mucho del contexto subjetivo de cada música o estilo en particular.

Detengámonos brevemente en este punto, para comprender por qué la música eclesiástica ejerció tanta influencia hacia el futuro en el manejo de la consonancia.

Se ha demostrado en forma experimental que la sensación de consonancia proviene de oír dos o más sonidos distintos, cuyas frecuencias no sean demasiado próximas y estén en relación armónica simple. De acuerdo con esto, la consonancia más perfecta será entre dos sonidos en relación 2/1, es decir, el intervalo llamado “octava”, donde uno de ellos tiene el doble de frecuencia que el otro. Las experiencias asimismo demostraron que también es importante la distancia entre los sonidos; si la separación es excesivamente grande, los sonidos se perciben separados y no es posible decir con facilidad si hay o no consonancia. Tal cosa puede suceder, por ejemplo, si oímos un LA de 110 Hz simultáneamente con otro LA (a cinco octavas de distancia) de 3.520 Hz: casi nadie podrá decir si es consonante o no. Escuchemos el efecto:

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En cambio, si la distancia disminuye, como podría ser entre un LA de 440 Hz y otro de 880 Hz, ambos sonidos quedan a distancia de una octava y se escuchan casi como si fuesen uno solo:

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Si tenemos en consideración que el órganum paralelo se basaba en un paralelismo constante, invariable, de octavas entre las voces altas y las voces bajas, podemos concluir en que ésa fue la mejor solución intuitiva posible para cantar de la manera más parecida al unísono.

¿Por qué se habría decidido proceder de esa manera? Desde un punto de vista estético actual esto puede considerarse monótono, pero tenía un propósito claro, que era transmitir un sentimiento de recogimiento, de calma y actitud contemplativa desprovista de toda agitación interior. El concepto de “armonía” adquiría así un nuevo significado, el de la armonía interior, la del espíritu, y la combinación de sonidos debía expresarlo.

Si tenemos en cuenta el hábito auditivo de la época, podemos explicarnos por qué se ponía tanto cuidado en el manejo de las disonancias. Eran percibidas como desequilibrios que había que “resolver” hacia la calma. El ejemplo que sigue nos permite escuchar cómo sonaba la música de aquella época, donde el canto era armonizado tan sólo por cuartas, quintas y octavas paralelas:

 

 

Después de escuchar este ejemplo, hagamos una observación. Es cierto que los intervalos de octava, cuarta y quinta, son los más consonantes de todos. Pero tengamos en cuenta que no se estudiaba que gran parte del resultado sonoro completo obtenido se debía a las características acústicas concretas del recinto donde sonaban las voces. Las iglesias amplias y de paredes de piedra – y, más tarde, las grandes catedrales – producen reverberaciones y ecos que prolongan los sonidos y los mezclan, influyendo notablemente en el resultado armónico de las voces. En otras palabras, existía un factor acústico no calculado que producía batimientos y disonancias que funcionaban casi como una armonización no escrita. En ese clima sonoro era lógico que se pusiese especial atención a mantener la consonancia, vigilando incluso los intervalos que formaban la melodía del canto, porque podía ocurrir muy fácilmente que un sonido hiciese una disonancia con el eco que prolongaba la duración de otro sonido anteriormente cantado. Esto se trataba de evitar, experimentando. Luego seguiría la sistematización de los resultados más consonantes, que serían adoptados como modelos por los maestros más eruditos de la Iglesia.

De esta manera, todas las reglas clásicas acerca de las consonancias y disonancias se remontan a la Edad Media y se pueden resumir en una sola: toda disonancia debe llegar hasta una consonancia, como punto de reposo. Esta regla general tiene infinidad de variables, según diferentes casos previstos para el momento de componer. Tuvo validez plena hasta el siglo XVIII, y siguió teniéndola parcialmente en el siglo XIX. Perdería vigencia en el siglo XX, ante las  nuevas propuestas estéticas y teóricas, producidas principalmente como reacción contra las características que la música había tenido en varios siglos anteriores. No obstante, las reglas acerca del tratamiento de las disonancias tienen todavía hoy aplicación como parte de los cursos de Composición, y son muchos los compositores que siguen aplicándolas aunque sea en forma más libre y personal. Pero el origen estuvo en la concepción medieval de la calma contemplativa y estática, inspirada en el significado de los textos litúrgicos de adoración.

Lo que ocurre es que desde los mismos inicios de la polifonía se vio que el agregado de sonidos ornamentales, si bien aportaba variedad a la melodía, inevitablemente conduciría al uso de otros intervalos que no eran los más consonantes. El principio clásico de tratar la relación entre consonancia y disonancia se puede resumir en el ejemplo siguiente, donde podemos escuchar cómo una disonancia clásica se “resuelve” en una consonancia:

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Esta resolución de la disonancia corresponde al estilo clásico del siglo XVIII, y suena agradable para los oídos actuales, pero hubiera sido absolutamente inadmisible en la Edad Media, pues habrían considerado ambos acordes como disonantes.

 

La tentación diabólica.

Para la polifonía recién naciente, que se desarrollaba solamente en cuartas, quintas y octavas, todo iba perfectamente en orden hasta llegar a las notas SI-FA. Al escucharse ambas simultáneamente, surgió un problema inesperado. ¿Por qué ese intervalo sonaba tan extraño? ¿Acaso no era también una quinta? ¿Qué se podía hacer para corregir el defecto? Escuchemos la sensación que tenían aquellos músicos de la Edad Media:

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El último  intervalo de todos se oye diferente y es SI-FA. Para aquellos músicos medievales ese sonido era muy desagradable en comparación al resto. En realidad sucede que la similitud entre los seis primeros se debe a que todos ellos están en relación armónica 3/2, mientras que SI-FA no lo está: en lugar de formarse por 3 tonos y medio, se forma solamente con 3 tonos y falta el semitono. Si observamos la escala de Pitágoras, por ejemplo, podemos comprobar esto mismo:

 

 

Al igual que en artículo anterior, he supuesto una frecuencia  de 1.000 Hz para el DO inicial, frecuencia que, aunque no corresponde a ninguna afinación actual, facilita por su redondez la comparación entre las frecuencias de las notas resultantes.

Entre la nota SI de 1898,4375 Hz y el FA de 2666,66666 Hz hay 2 relaciones de 9/8, que corresponden al intervalo llamado “tono”, además de otras 2 relaciones de 256/243 (del SI al DO, y del MI al FA), correspondiendo ambas al intervalo llamado “semitono”; sumados ambos semitonos, completan un tercer tono para formar así el “tritono” SI-FA. A la inversa también se comprueba lo mismo: desde el MI se llega hasta el FA de 1333,33333 Hz mediante una relación de semitono (256/243) y luego, desde ese FA, hay 3 relaciones seguidas de “tono” (9/8) para llegar hasta el SI de 1898,4375 Hz, justo antes del DO que completaría la quinta justa y que está en relación 256/243 con el SI. Estas observaciones también valen para la escala de Aristógenes, con la única diferencia de que en ésta hay tonos grandes y pequeños (9/8 y 10/9) y el semitono está en relación 16/15. Pero he preferido la escala de Pitágoras para el ejemplo, porque me parece más simple para evidenciar lo que ocurre con esta “quinta” que tiene 5 notas (si-do-re-mi-fa) pero solamente 3 tonos.

Y ahí estaba el gran problema, porque SI y FA eran sonidos pertenecientes a la escala natural y, por lo tanto, estaba prohibido modificarlos. Si se invertía el orden de las notas (FA-SI en lugar de SI-FA) persistía la misma característica sonora, ese “suspenso” sin solución que tal combinación parecía sugerir…  Escuchemos nuevamente ese intervalo, para identificarlo bien en comparación, cuando una quinta justa (relación 3/2) lo precede:

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Evidentemente debería existir, por ahí cerca, algún sonido que permitiese formar la relación 3/2 (la quinta tan deseada) entre el SI y el FA, sustituyendo por lo menos uno de los sonidos por algún otro… que era desconocido.

¿Cómo hacer para librarse de alguna manera de ese sonido tan extraño? ¿No habría finalmente más remedio que “alterar” la afinación de algún sonido natural? Esto era absolutamente inadmisible en un contexto teológico, donde la obra de Dios en la Naturaleza jamás podía modificarse.

Después de infinitas tentativas para hallar alguna solución, evitando la “tentación” de alterarle una nota al intervalo en cuestión, se le terminó apodando “El Diablo en Música” o también “Tritono del Diablo”.

Esto mismo influyó directamente en el tratamiento y uso de los modos. Como se recordará, un “modo” consiste en elegir la nota por la que la escala será iniciada. Se admitió comenzar por el Do, el Re, el Mi y así en adelante, pero, al llegar al modo que empezaría por la nota SI, éste fue proscrito. En efecto, la causa era:

Este modo se abría y cerraba rotundamente con el cuestionado tritono, repetido dos veces (SI-FA y FA-SI) y abarcando así la escala de punta a punta, y no había forma de evitarlo. En los demás modos esto no ocurría, y aunque el tritono también aparecía, podía haber diversas formas de evitarlo. ¿En conclusión? En 1332 el Papa Juan XXII terminó con el problema emitiendo un edicto por el cual se prohibía el uso de la séptima nota de la escala como un tono (o modo) sensible y prohibió su notación en la música.  Así, Guido D’Arezzo excluyó la nota SI en su nomenclatura derivada del Himno a San Juan Bautista, por considerar que este tono era diabólico. Sólo en el siglo XVI se aceptaría que “Sancte Ioannes” era lícito, y la nota tuvo finalmente un nombre.

Pero el problema no se quedó ahí. El “órganum paralelo” fue, en gran medida, el resultado forzoso de observar que no todos podían cantar la melodía a la misma altura, pues hay voces que, por naturaleza, son más altas o más bajas. Entonces, como el estilo primitivo de la música litúrgica era monódico (melodía sola, sin acompañamiento) instintivamente hallaron la solución. Si las voces más altas cantaban exactamente 8 notas más arriba que las voces más bajas, podían entonar cómodamente y – como vimos más arriba – sonaba muy parecido a un unísono. En realidad estaban cantando en relación armónica 2/1, pero no lo sabían. Las voces intermedias, que no podían cantar tan arriba ni tan abajo, también hallaron una solución instintiva, que fue cantar una quinta justa más arriba de las voces más bajas, con lo que quedaban cantando automáticamente una cuarta justa más abajo de las voces más altas. Si el coro a tres voces era bien afinado, exactamente por las relaciones armónicas, también sonaba consonante, porque la relación armónica era muy simple:

Sin embargo, cuando los teóricos analizaron mejor esta práctica, lejos de tranquilizarse se inquietaron más todavía. Si bien hallaron que el conjunto de voces sonaba maravillosamente, muy a pesar de ese resultado había un serio motivo para tener sumo cuidado al componer. Supongamos que un compositor creaba un canto que sonaba así:

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Si luego esto mismo era cantado solamente por las voces altas y bajas, la melodía se reproduciría exactamente idéntica a 8 notas de distancia, nota por nota, y el resultado era éste:

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Hasta ahí no había ningún problema. Pero si en el coro había voces medias podía ocurrir esto:

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Lo que se escucha al llegar al penúltimo acorde es justamente el “tritono del diablo”, que rompe la secuencia de quintas justas, y el culpable es la voz media. Claro que, instintivamente, la voz media quizá cantase un semitono más bajo la nota “prohibida”… y nadie advertiría lo que había sucedido. Simplemente, en vez de lo anterior, se escucharía esto otro:

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Esta última entonación no contiene ningún tritono, pero tiene nada menos que ¡una nota “alterada”! – para restablecer las relaciones armónicas paralelas 4/3 y 3/2 con respecto a las voces alta y baja, respectivamente. ¿Y… quién notaría la “adulteración”? La voz media habría corregido, por instinto, la afinación, evitando así el famoso tritono, mientras la melodía principal seguía intacta. Todo habría resultado así bien armonioso, pero el Diablo habría pasado por allí en el último momento, haciendo caer en la tentación a la voz media, subrepticiamente…

Lo notable del hecho es que la esencia de toda esa complejidad, tan fútil y enigmática, se trasladaría a muchas de las reglas sobre paralelismos de intervalos y del tratamiento de las consonancias y disonancias, alcanzando finalmente a gobernar la Armonía Tradicional, cuya validez se mantuvo durante todo el período que fue desde el Renacimiento, pasando por el Barroco y el Clasicismo y aún, parcialmente, durante el Romanticismo, hasta llegar a una rama de la enseñanza académica de nuestros días.

Esta actitud tan conservadora tal vez se justifique solamente  olvidando que, en origen, hubo falta de ideas claras, y previsoras, acerca de las propiedades físicas del sonido y de lo que los símbolos necesitarían representar exactamente. Sin embargo, esa falta de claridad y de previsión explica por qué la escritura es tal cual la conocemos, y no de cualquier otra manera.

 

Hacia la notación actual de la música.

La escritura no comenzó con la invención de figuras que representasen la duración y la altura exacta de los sonidos. Parecería que no se habría previsto, desde un principio, que algo tan esencial debía ser escrito con algo más de precisión que de una forma tan rudimentaria como ésta:

 

 

Es muy probable que esto se debiera a que aquellos músicos desconocían el concepto de “frecuencia”, e intentaron anotar solamente lo que la sensación auditiva les sugería respecto a la “altura” de las notas. Y la duración, mientras tanto, sería determinada por lo que las sílabas del canto sugiriesen, luego  se aprendería de memoria y se trasmitiría a los discípulos mediante el ejemplo del canto.

Sin embargo, un paso más adelante en este camino dificultoso fue la introducción de la escritura por “neumas”, donde la forma de los símbolos ya sugería la duración:

El período medieval duró aproximadamente un milenio (entre los siglos V y XV), pero fue justo hacia el final cuando aparece una cierta profusión de música escrita con algo más de precisión. Los ejemplares siguientes corresponden al Canto Gregoriano, música coral litúrgica que institucionalizó el Papa Gregorio I (más tarde San Gregorio el Magno) a principios del Siglo VII, y que sería el modelo para toda la música de la Europa católica en la época. Los neumas fueron sustituidos por un sistema de notación en cuatro líneas:

 

 

A pesar de la reforma, se puede observar que la escritura seguía siendo bastante imprecisa, aunque así comenzaba a resolverse el problema de escribir con mayor claridad usando un tetragrama (cuatro líneas).

Faltaba especificar la intensidad y el timbre. Éste último no era en realidad un problema, pues la música sacra de la época era principalmente cantada, habiéndose demorado mucho tiempo en admitir en las iglesias el uso de instrumentos – estos eran obra del hombre, mientras que la voz humana era obra de Dios.

Tampoco era un problema indicar la intensidad exacta del sonido. El carácter del texto litúrgico concreto se creía suficiente para saber cuán fuerte o suave se debía cantar. Fue recién a partir de la música renacentista que se empezó a adoptar la costumbre de hacer alguna indicación en la partitura acerca de cuál debía ser  la intensidad del sonido.

Siguiendo adelante, no fue fácil superar la imprecisión que venía de los neumas al escribir la duración de los sonidos. Aquéllos se irían transformando, paulatinamente, y la caligrafía se iría simplificando, para hacer más fácil tanto la escritura como la lectura, hasta llegar a las figuras que hoy se usan.

 

FIGURAS MUSICALES DE USO ACTUAL.
Comenzando desde la izquierda, donde se representa la duración más larga,los valores son decrecientes.

Pero para ese entonces ya se había plantado la semilla de un problema matemático que se iría comprendiendo de a poco y que perduraría hasta hoy. ¿Cuál sería la fracción exacta que cada figura representaría, respecto a las de mayor valor? ¿Cuál sería el sistema de múltiplos y submúltiplos que el conjunto de figuras representaría? Se dijo que sería un sistema binario, con lo que cada figura representa la mitad del valor de su inmediata anterior. Así, la segunda figura del ejemplo a la izquierda vale la mitad de la primera, la tercera vale la mitad de la segunda, y así en adelante. Y cuando aquí digo “vale” en realidad quiero decir “dura“, es decir, la segunda dura la mitad que primera, etc. Por cierto, el nombre de las figuras anteriores es, de izquierda a derecha, cuadrada, redonda, blanca, negra, corchea, semicorchea, fusa y semifusa; cada una dura exactamente la mitad de la anterior.

Este sistema binario acarreó, hasta hoy, un problema evidente cuando hay que escribir divisiones que no son binarias.  Existiendo varios ritmos – llamados muy inapropiadamente “irregulares” –, como la división de una unidad de tiempo en fracciones sólo divisibles por sí mismas (tres, cinco, seis o siete partes, etc.), las figuras binarias no funcionan. No es raro que los compositores deban hacer malabarismos de escritura para anotar lo que quieren que suene. Escribir una duración de 3/9 de unidad de tiempo, por ejemplo, exige pensar un poco en qué combinación de símbolos deberá utilizarse.

La indicación de la altura del sonido tampoco fue excepción en provocar consecuencias a largo plazo. No todas las voces tienen una misma altura, ni es suficiente escribir una partitura con varios pentagramas para diferenciar la altura del canto de cada voz, en el coro, ni la altura de las notas de un instrumento respecto a cualquier otro, en una orquesta. La solución fue la invención de las “claves” que, como solución, trajo en realidad nuevas complicaciones, pues las claves le dan nombres a las notas:

 

 

Y, por lo tanto, según sea la posición de cualquiera de las claves en el pentagrama, así será la forma como sonará lo que está escrito. Pero véase lo que ocurre:

Obsérvese que las notas están todas ellas en la misma posición en el pentagrama, pero cambian de nombre (y suenan diferente, claro) según sea la clave de referencia. La grafía no muestra que la altura de los sonidos es diferente, sino al contrario: la visual es horizontal, pero cada sonido es más alto que el que le precede, excepto el último que suena más bajo que el penúltimo. Esta complicación va en contra de los primeros hábitos visuales de quien empieza a aprender a leer música, y es un gran escollo para el dominio rápido de la lectura. Efectivamente, la lectura normal en el pentagrama todavía mantiene el esquema de origen, donde los sonidos se escriben más arriba o más abajo según su “altura” (frecuencia, en realidad); pero, con el uso de las claves, aparecen muchísimas excepciones en las partituras.

Por si fuera poco, todavía hay que observar que todas las notas que una voz o un instrumento pueden producir no siempre caben dentro del pentagrama. Cada vez que esto ocurre, hay que recurrir a la escritura en líneas complementarias, o bien cambiar la clave por otra más conveniente, como se ve en el ejemplo abajo a la izquierda.

Pero ni siquiera las claves, ni las líneas complementarias, fueron suficientes para darle toda la precisión necesaria a la escritura de la altura del sonido. Y aquí volvemos otra vez al problema de origen.

En la Edad Media la música se componía solamente en base a 7 notas y no existía el concepto actual de la tonalidad. La posibilidad de usar 12 sonidos estaba fuera de toda consideración, incluso hacia el futuro. Ésa fue la causa de que cuando la armonía pidió alguna forma de anotar más de 7 sonidos con solamente 7 notas, por fuerza se terminó imponiendo el concepto de “alteración”. Se introdujo entonces el uso de nada menos que 5 símbolos diferentes (sostenido, doble sostenido, bemol, doble bemol y becuadro). Cualquiera de estos símbolos se puede aplicar a cualquiera de las 7 notas,  y cada uno tiene una función diferente. Se escriben precediendo a la nota sobre la cual actúan y modifican la altura del sonido.

Todos estos problemas, en conjunto – y algunos más que no están mencionados -, han sido largamente estudiados y discutidos entre los músicos y los profesores. Motivaron permanentemente la creación de diferentes métodos pedagógicos para facilitar las primeras etapas del aprendizaje, que son las más engorrosas. Para leer tan sólo un sonido en una partitura hay que considerar, por lo menos, entre 4 y 7 factores diferentes, y a veces más. Esa operación hay que repetirla para cada una de las cientos de miles de notas que puede llegar a tener una partitura completa. Pero eso no es todo.  De hecho, si bien la cantidad de sonidos utilizados es de 12 (escala cromática actual), también es cierto que si las notas son 7 y las posibles alteraciones son 5, quiere decir que existen 35 formas distintas de alterar sonidos. Observando todo este panorama, se llegó hasta el punto de haber existido propuestas para reformar definitivamente la escritura de la música, encarando los problemas con un enfoque más científico. No hubo éxito en esto último, posiblemente porque la música escrita tal como la conocemos es un sistema impreso en la mente de los músicos – y en millones de toneladas de papel también.

El siguiente es un ejemplo de partitura actual para gran orquesta sinfónica. A cada instrumento le corresponde un pentagrama diferente; la disposición vertical de las notas indica cuándo los diferentes instrumentos deben tocar simultáneamente, en tanto la lectura horizontal (de izquierda a derecha) indica el desarrollo en el tiempo; la duración exacta de cada nota queda indicada por las figuras que forman el diseño de las notas, una por una:

Según se puede apreciar en este ejemplo, la profusión de símbolos (muchos de los cuales no he explicado qué significan) permite calificar la escritura musical como un verdadero alfabeto, donde cada símbolo representa un sonido (o silencio, es decir, falta el sonido) que debe ser emitido de manera muy específica. Y, como todo alfabeto, sobreentiende un “lenguaje” que se debe aprender a leer para poderlo entender y saber cómo suena. Para los músicos es imprescindible estar capacitados para leer todos los símbolos y saber transformarlos en sonidos. Pero esto no es necesario para los oyentes, pues la música es el único idioma universal que puede trascender la alfabetización, y ser igualmente comprendido por quienes solamente escuchan desde cualquier parte del mundo, sin necesidad de haber aprendido a leer ni escribir música. Naturalmente, esto no significa que sea inútil que las personas que gustan de la música no resulten beneficiadas aprendiendo a leerla; negarlo sería semejante a creer que cuando alguien no vaya a dedicarse a la literatura no vale la pena que se alfabetice, y que es suficiente con que oiga y entienda lo que los demás le dicen.

Hago esta puntualización, porque suele rondar un concepto parecido alrededor de la importancia de los conocimientos científicos para un músico. Para cerrar este artículo, recordemos de nuevo el anterior: allí, mediante un análisis matemático pudimos llegar a esclarecer varios conceptos imprecisos, cuya persistencia en el tiempo se debió tan sólo a la creencia de que, para músicos y estudiantes, es suficiente con lo que dicen los libros de teoría, desde hace siglos, acerca de las escalas y las tonalidades.

No obstante, esa mentalidad tiende a cambiar desde el siglo pasado. En el próximo artículo veremos cómo, y por qué, a partir del siglo XX, la ciencia adquiriría una importancia repentina e inesperada para la música. A pesar de una resistencia tenaz, surgiría una pregunta: ¿Sería la ciencia la que quizá determinaría el futuro del arte de los sonidos?


Sobre el autor:

Gustavo (Gustavo Britos Zunín)

Investigador en varias áreas del conocimiento, no se limita a su profesión de pianista y compositor. Los grandes temas del mundo moderno, y la ciencia en particular, son el foco permanente de sus intereses.
 

{ 6 } Comentarios

  1. Gravatar Macluskey | 30/12/2012 at 09:47 | Permalink

    Otro gran artículo, Gustavo.

    Estoy a punto de tener que cambiar el nombre de mi serie a “Historia de un EX-ignorante…”. Consigues hacer sencillo lo complicado.

    Gracias.

  2. Gravatar Brigo | 01/01/2013 at 11:39 | Permalink

    ¡Gran trabajo!

  3. Gravatar Voro | 25/01/2013 at 11:09 | Permalink

    Muy buen artículo Gustavo! Me muero de ganas de ver qué nos cuentas sobre el desarrollo de la música moderna. Estoy bastante pez en lo que se refiere al concepto “no-clásico” de composición y armonía!

    La serie es estupenda!

  4. Gravatar Gustavo | 31/01/2013 at 06:27 | Permalink

    @Voro: Gracias por la apreciación que haces! Te adelanto que lo que contaré acerca del desarrollo de la música moderna abrirá una discusión que llevará tres artículos, comenzando por las raíces tonales y terminando en el atonalismo y las diversas corrientes de vanguardia. Pero no será un recuento histórico – pues de eso ya se ha escrito bastante -, sino que será un análisis por via de la acústica… para mantenernos en la línea de lo que sugiere el título de la serie. Un saludo y espero que sigas disfrutando con lo que escribo.

  5. Gravatar Venger | 17/12/2014 at 09:42 | Permalink

    Genial este artículo también, una serie super interesante.

    Quiero hacer una pregunta aquí que además de profesionales, hay tanto músico aficionado como yo y que seguro que tienen el mismo problema. ¿Cuál es la mejor regla nemotécnica para reconocer rápidamente una nota en un pentagrama?. Porque lo que es yo, cuando veo una nota, tengo que estar contando rayitas y espacios para poder identificarla y se me hace un suplicio. Seguro que hay un truco super bueno para hacerlo, sea cual sea la clave.

    Un saludo y gracias por las respuestas

  6. Gravatar Gustavo | 17/12/2014 at 03:58 | Permalink

    @Venger

    He publicado un artículo sobre lo que preguntas, o sea, una nemotecnia para no estar contando rayitas y espacios cuando quieres leer las notas. El artículo corresponde a un capítulo de un libro que publiqué. Aquí va de regalo, porque la lectura es uno de los peores escollos del que quiere aprender música. El enlace al artículo es este: http://musicaclasica-2.blogspot.com/2014/12/sistema-efectivo-para-aprender.html

    Espero que te sirva, igual que a cualquier otro lector que tenga problemas parecidos.

    Un saludo.

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