Llevamos ya treinta y un episodios de la serie Conoce tus elementos, en la que vamos desgranando poco a poco la tabla periódica hablando de cada uno de sus componentes: qué lo hace especial, cómo fue descubierto, para qué lo usamos hoy en día… En la última entrega hablamos del galio, uno de los elementos que dieron la razón a Mendeleyev en su propuesta de tabla periódica. Hoy se repetirá, hasta cierto punto, la historia, porque el elemento de treinta y dos protones fue otro de los aldabonazos que encumbraron a Dmitri como padre de la tabla periódica: hablaremos del eka-silicio… quiero decir, del germanio.
No voy a volver a repetir una vez más la historia de las predicciones de Mendeleyev, puesto que justo en el artículo anterior hablamos de ello. Entre los huecos de la tabla para los cuales el ruso predijo la existencia de un elemento nuevo se encontraba el que hay justo debajo del silicio. Por tanto, Mendeleyev le dio el nombre de eka-silicio (uno-silicio o silicio-uno) y, utilizando las propiedades del silicio y las del estaño (el elemento dos posiciones bajo el silicio en la tabla de Mendeleyev), en 1869 el químico predijo las propiedades que debería tener el eka-silicio. Por supuesto, todo el mundo se preguntaba ¿dónde estaba el tal eka-silicio?
Como sucedía con el galio, la respuesta es que el eka-silicio estaba en pocos lugares: es un elemento muy poco frecuente, alrededor del quincuagésimo más abundante en la corteza terrestre (pero recuerda que tampoco hay tantos elementos, de modo que esa posición es realmente baja). Para acabar de complicar las cosas, es un elemento suficientemente similar a otros que es difícil de identificar y, encima, siempre aparece mezclado con otras cosas con lo que era endiabladamente difícil de encontrar.
Es por esto que había permanecido oculto hasta la predicción de Dmitri Mendeleyev “ayer por la mañana” históricamente hablando, pero no sólo eso. Tras la predicción de Mendeleyev teníamos no sólo la sospecha de que había un elemento por descubrir, sino que sabíamos incluso las propiedades que debería tener, ¡y aun así tardamos veinte años más en encontrarlo!
En 1885 se extrajo un nuevo mineral de una mina cercana a Freiburgo, en Sajonia. Se trataba de una roca plateada que recibió el nombre, por ese tono argénteo, de argidorita. Lo primero que hicieron los químicos con acceso al nuevo mineral fue, como puedes imaginar, intentar destriparlo para encontrar todos sus componentes atómicos. La argidorita demostró merecer ese nombre no sólo por su apariencia sino también por su composición: la plata constituía un 75% de la roca. El segundo componente más importante era el azufre –algo común en muchos minerales–, que alcanzaba el 17%. Además existían minúsculas cantidades de hierro y de mercurio, alrededor del 1% del mineral. Los químicos no encontraron nada más, pero claro, estos cuatro elementos suman alrededor del 93% de la argidorita… ¿dónde estaba el 7% restante?
Quien partió la nuez de la argidorita fue el químico sajón (luego alemán) Clemens Winkler. Winkler se dio cuenta de que los métodos que estaban empleando todos los científicos al tratar con ella –incluido él mismo– estaban disolviendo ese 7% en el agua con otras sales disueltas, y tirándolo luego al descartar la disolución. Winkler retiró casi todo el soluto conocido de la disolución y luego añadió un ácido fuerte, ácido clorhídrico, ya que en ocasiones algo que se disuelve bien en un medio no demasiado ácido precipita en un medio ácido – y eso fue exactamente lo que sucedió en este caso.
Clemens Winkler (1838-1904).
En el fondo del recipiente se precipitó una sal de azufre y otro elemento, un elemento cuyas propiedades no coincidían con las de ninguno conocido hasta entonces. Clemens Winkler hubiera querido nombrarlo neptunio, en honor al reciente descubrimiento de un nuevo planeta del Sistema Solar, pero el nombre ya estaba cogido para otro elemento nuevo, de modo que el alemán lo denominó, por el lugar del descubrimiento, germanio, de símbolo Ge. La fórmula empírica de la argidorita resultó ser Ag8GeS6.
Irónicamente, el neptunio resultó ser realmente una aleación de dos elementos ya conocidos, de modo que al pobre Winkler le “robaron” el nombre para un elemento que no era tal. Por otro lado, el nombre neptunio sí acabaría siendo utilizado para un elemento de verdad en 1940, y a él llegaremos algún día, querido lector, si tienes la paciencia de seguir con nosotros.
El caso es que, por más sorpresa que causase a algunos, seguro que a ti no te produce la más mínima: aunque las propiedades del germanio no coincidían con las de ningún elemento conocido, se parecían de manera casi mágica a las del eka-silicio predicho por Mendeleyev:
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La masa atómica predicha era de 72,64. La del germanio resultó ser 72,59.
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La densidad predicha era de 5,5 g/cm3. La del germanio, 5,35 g/cm3.
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La densidad del óxido de eka-silicio debería ser de unos 4,7 g/cm3, exactamente la del óxido de germanio.
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El elemento debía ser de color gris, como es el germanio.
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El punto de fusión del cloruro de eka-silicio debería ser inferior a 100 ºC; el de verdad resultó ser de 86 ºC.
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El óxido de eka-silicio sería probablemente de carácter débilmente básico, justo lo que sucede con el óxido de germanio.
Había alguna propiedad más predicha por el bueno de Dmitri, pero creo que con éstas basta: la comunidad científica, una vez más, agachó la cabeza ante el genio del ruso y el germanio fue otro de los pilares con los que construimos la tabla periódica moderna. Sin embargo, el elemento en sí no recibió demasiada atención más allá de como testigo del éxito de Mendeleyev. Aquí lo tienes en todo su esplendor, aunque en mayor cantidad y pureza de lo que pudo ver Winkler (si recuerdas el silicio seguro que te das cuenta de lo parecidos que son):
Germanio policristalino (Jurii / Creative Commons Attribution-Sharealike License 3.0).
La razón de esta falta de interés era, por un lado, el hecho de que el germanio no era más que un “metal malo”, es decir, un metal que era bastante mal conductor (para ser un metal, claro), no era demasiado resistente, ni flexible, ni prácticamente nada útil. Cuando alguien quería un metal era muy preferible un metal de verdad, que condujese bien la corriente eléctrica, y no un metal de ful como el pobre germanio, que fue ignorado.
Todo cambió, sin embargo, a mediados del siglo XX, cuando descubrimos que los “metales de ful” tenían una importancia que nunca hubiésemos imaginado. Estos elementos, que presentaban una conductividad intermedia entre los aislantes y los conductores, se denominaron semiconductores, y toda nuestra electrónica se basa en ellos. Una vez más, no voy a repetir aquí lo que tan bien explicó Javier Sedano al hablar específicamente de semiconductores, pero sí quiero detenerme en el papel del germanio en particular.
Ya dijimos al hablar del silicio que es el semiconductor básico: no en vano Silicon Valley se llama así. Sin embargo, hubo un tiempo en el que si decías “semiconductor” todo el mundo pensaba, no en el silicio, sino en el germanio. Fue nuestro semiconductor por antonomasia durante unas décadas, antes de ser desbancado por el silicio por razones inevitables.
Esas razones son, para ser sinceros, una: el dinero, poderoso caballero. El caso es que, como hemos visto al principio, si yo te pido ahora mismo que encuentres germanio en la naturaleza en menos de una hora, lo tendrías bastante difícil, ¿verdad? Te haría falta encontrar una de las poquísimas rocas que lo contienen en cantidades razonables, y eso es complicadísimo. De hecho, tan poco abundantes son esas rocas que hoy día extraemos germanio de minerales en los que aparece sólo como traza, como la esfalerita, una mena de cinc. De vez en cuando algún átomo de germanio se cuela en la red de átomos de cinc y azufre de la esfalerita, y aunque no son muchos, la esfalerita es tan fácil de extraer que merece la pena usarla para obtener germanio.
Esfalerita, nuestra principal fuente de germanio (Rob Lavinsky, iRocks.com / Creative Commons Attribution-Sharealike 3.0 License).
Pero ¿y si te pido que encuentres silicio? ¡Lo tienes facilísimo! No hay más que ir a cualquier lugar en el que haya arena y ahí mismo tienes a tu disposición una cantidad ingente de silicio. Las propiedades del silicio y el germanio son parecidas, pero uno de ellos apenas existe en cantidades apreciables y el otro –el silicio– constituye el 27% de la corteza terrestre. ¡Más de la cuarta parte del suelo bajo tus pies es silicio! No resulta raro, por tanto, que el semiconductor más empleado sea el Si y no el Ge.
Sin embargo, aunque se parezcan mucho, hay una propiedad concreta que hizo del germanio el verdadero semiconductor durante décadas. Para que un elemento semiconductor funcione como debe es necesario controlar muy bien su pureza y qué otros elementos contiene como impurezas. Dado que son elementos tan sensibles y tan en el límite entre ser conductores y aislantes, son también muy delicados ante cambios minúsculos en la composición del material de que se trate.
Pero, ¡ah!, aquí está la diferencia: el silicio es infinitamente más sensible que el germanio. Si obtienes germanio más o menos puro y silicio más o menos puro, el silicio no te vale absolutamente de nada para la electrónica, y el germanio sí. Ya sé lo que vas a decir: obtén silicio de gran pureza y solucionado el problema. Y eso es exactamente lo que hacemos, listillo.
A mediados del siglo pasado, por otro lado, nuestra industria de semiconductores no estaba tan desarrollada, y nuestros procesos no eran tan sutiles como son ahora. Por eso al principio era preferible utilizar un semiconductor más “robusto” aunque poco abundante, como el germanio, mientras que ahora nos conviene mucho más utilizar el más abundante aunque su proceso de obtención –que detallamos al hablar del elemento– sea más complicado. Por eso decía lo del poderoso caballero: en 1998 un kilo de silicio costaba unos 10$, y uno de germanio unos 800$.
El germanio pasó de la oscuridad más absoluta a una importancia radical en muy pocos años, en gran parte por otro de los grandes motivadores de la especie humana además del dinero: la guerra. Uno de los avances tecnológicos más importantes de la Segunda Guerra Mundial –no el más importante, por supuesto– fue el RADAR (RAdio Detection and Ranging, Detección y Medición de Distancias por Radio), que luego perdió el carácter de acrónimo y simplemente escribimos como radar.
Disponer o no de un sistema de detección como el radar suponía, básicamente, la diferencia entre ganar y perder. Pero para construir un radar era necesaria la electrónica, y para la electrónica era necesario un semiconductor: y el único disponible que podía emplearse como tal era el germanio. En diez años, entre 1940 y 1950, la producción mundial anual de germanio pasó de unos pocos kilos destinados casi completamente a la investigación a cuarenta toneladas.
Durante unos veinte años, entre 1945 y 1965, el germanio fue una materia prima esencial: casi todos los dispositivos electrónicos lo requerían, desde los radares a los primeros ordenadores o incluso los amplificadores de guitarra o las radios. Nuestra limitación era, por tanto, una limitación en la existencia del propio recurso –y el germanio sigue siendo tan escaso hoy que reciclamos una gran parte de él–. Sin embargo, para la década de los 60 nuestra industria se había refinado lo bastante como para que el silicio fuera reemplazando al germanio como semiconductor estándar, y la limitación fue de producción, no de extracción. Fue a partir de ahí cuando la electrónica revolucionó nuestra vida, por supuesto.
¿Significa esto que el germanio desapareciese de nuestras vidas? No, la verdad es que no: de hecho seguimos produciendo unas 120 toneladas de germanio al año (casi todo en China). Lo que sí significa es que tan sólo el 15% del germanio producido actualmente se usa en electrónica como semiconductor, con lo que si sólo fuese por sus propiedades eléctricas el germanio sí que hubiera vuelto a la oscuridad previa a la invención del radar. Pero es que este elemento tiene otras propiedades que lo hacen muy útil.
Ni Mendeleyev ni Clemens hubieran podido predecirlo, pero el germanio resultó tener propiedades ópticas extraordinarias. Por un lado, su índice de refracción es increíblemente alto, alrededor de 4. Para que te hagas una idea, esto significa que la velocidad media de la luz en el germanio es cuatro veces menor que en el vacío, es decir, de unos 75 000 km/s frente a 300 000 km/s. Por poner otro ejemplo, el vidrio común tiene un índice de refracción de alrededor de 1,5.
Dado que un índice de refracción más alto significa que el material es capaz de “curvar” los rayos de luz en mayor medida desde el aire, el germanio tiene un “poder de curvatura” excepcional, y es empleado en dispositivos ópticos de alta precisión como microscopios y espectroscopios.
Dióxido de Germanio, GeO2 (Materialscientist / Creative Commons Attribution-Sharealike 3.0 License).
El dióxido de germanio (GeO2) también tiene un índice de refracción considerable, aunque menos que el germanio puro, y se usa mucho en combinación con el dióxido de silicio (SiO2) en dispositivos de fibra óptica, especialmente en el núcleo central de la fibra, donde es necesario un mayor índice de refracción. De hecho, el 35% de la producción mundial de germanio se destina a la fibra óptica. También se utiliza para fabricar lentes con un gran poder refractivo, como las de gran angular.
Pero el germanio y el dióxido de germanio tienen otra propiedad óptica muy útil, además de su elevado índice de refracción: son transparentes al infrarrojo. El vidrio normal y corriente, aunque es transparente en el espectro visible (por eso lo usamos para lentes y ventanas) no lo es en el infrarrojo, ¡es opaco! Por eso, si quieres fabricar un visor o una cámara de visión nocturna por infrarrojos no puedes usar vidrio, pero sí Ge o GeO2. Un 30% anual del germanio producido se usa para fabricar dispositivos sensibles al infrarrojo.
Curiosamente, aunque hoy en día un porcentaje relativamente bajo del germanio, un 15%, se dedica a la electrónica –frente a los dos tercios dedicados a instrumentos ópticos–, eso podría cambiar en el futuro. En el artículo anterior hablamos sobre cómo se usa el arseniuro de galio, AsGa, en muchos dispositivos electrónicos inalámbricos. Bien, últimamente se están haciendo pruebas que sustituyen el arseniuro de galio por silicio-germanio: al añadir germanio al silicio, el resultado es muchísimo más eficaz y más rápido que el silicio solo, con lo que los dispositivos móviles del futuro tal vez puedan devolver al germanio, si no a su trono semiconductor, sí al puesto de ministro.
Otro 15% del germanio producido anualmente se utiliza como catalizador, es decir, para acelerar o ralentizar ciertas reacciones químicas (normalmente para acelerarlas). De entre estas reacciones la más importante, con diferencia, es la de la producción del tereftalato de polietileno (PET de sus siglas en inglés). Ya me imagino que el nombrecito te dejará más bien frío, pero lo conoces bien aunque no lo sepas. Se trata de un polímero termoplástico que se usa en cantidades ingentes, entre otras cosas en las botellas de plástico que usamos todos los días (la imagen de la derecha es de una botella de PET, Feralbt / Creative Commons Attribution-Sharealike 3.0 License).
Naturalmente el germanio empleado en esta reacción no se pierde, ya que los catalizadores son recuperados al final de la reacción, como vimos al hablar precisamente del Nobel que los describió por primera vez. Si no fuera así, dado el volumen de PET producido al año, no habría suficiente germanio en el mundo para fabricarlo. Sin embargo, por un lado siempre hay pérdidas y, por otro, hace falta cada vez más germanio porque cada vez producimos más PET anual –algo que debería preocuparnos–.
En lo que no lo usamos en absoluto, por lo menos que sepamos, es en nuestra biología. Es un elemento tan raro que el organismo de los seres vivos no ha evolucionado para emplearlo en nada útil. Por otro lado tampoco parece ser tóxico, lo cual es una buena noticia pero no sería demasiado preocupante si lo fuera porque, una vez más, apenas lo hay a nuestro alrededor. El que sí es tóxico en dosis altas es el dióxido de germanio, que es nefrotóxico (es perjudicial para el riñón), pero si últimamente estás comiendo o inhalando GeO2 es que tienes más problemas que el del dióxido de germanio.
De modo que ahí tienes este patriótico elemento: testigo de Mendeleyev, ignorado durante casi un siglo para luego ser el rey, posteriormente perder el trono y, finalmente, terminar como un aliado tecnológico discreto pero muy útil para nosotros.
En la próxima entrega otro elemento semiconductor pero de nombre mucho más siniestro que el de hoy; hablaremos del elemento de treinta y tres protones, el arsénico.
Para saber más (esp/ing cuando es posible):